Diario de brigadista

JOSE AGUSTIN RAMIREZ GOMEZ

Fragmento

DIARIO DE BRIGADISTA

DIARIO DE BRIGADISTA

Termidor 27. Esta mañana hay mucha agitación. Todos los muchachos se preparan. Durante el desayuno se dio el anuncio de nuestra salida a las once y media, pero, como es costumbre, seguramente saldremos tarde.

Nos tomaron una foto, único recuerdo de nuestra estancia en Varadero. Después de largas colas subimos en los camiones, nos dieron diez pesos y un escudito de las Brigadas Conrado Benítez. Pero no salimos. Tuvimos que regresar al Granma a causa de líos que nunca supimos. Después de la comida, pudimos partir. A mí me tocó con Óscar, Jorge Moreno, Luis Manuel y un grupo de compañeros del segundo piso. Uno de ellos, grandote, fuerte, negro, y otro más delgadito e igualmente negro, hicieron el ambiente. Se pusieron a cantar el Himno del 26 de Julio a ritmo de rumba y al poco rato todos los chavos le daban duro al guapachá, qué escandalera más buena. Pasamos Cárdenas, ya en Matanzas, y luego entramos en Santa Clara, capital de la provincia de Las Villas. Ya era de noche. El gordo Óscar y yo nos metimos en un cabaret oscuro-oscuro-oscuro, seguidos por bastantes muchachos. Fuimos expulsados.

Reabordamos los camiones o guaguas, como aquí se les dice. La travesía era larga y los que no se aburrían, dormían. Pero eran pocos. Siguieron cantando, esta vez con menos entusiasmo, y alguien me pidió, ¡otra vez!, que yo me echara algunas canciones rancheras. No, les dije y un tipo esquelético y sangrón como ninguno se molestó y dijo que yo era un pesado. Traté de explicarle que a mí me gustaban las canciones rancheras, pero que de ninguna manera las que le gustaban a él. No me hizo caso y yo me quedé pensando que era una lástima que esta gente no conociera otras buenas ondas. Me puse a tararear: por los caminos del sur vámonos para Guerrero; como era de esperarse (pero yo no lo esperé) se me vino encima el recuerdo de mis papás y de mis hermanos y mi casita y de repente me solté chillando, gacha y virilmente. Todo estaba muy oscuro para entonces, la mayoría dormía al fin y yo seguí chillando, en silencio, temeroso de que alguien se diera cuenta, pero también sintiendo rico porque al fin podía llorar. Tenía siglos de que no lo hacía, y como que me hacía falta.

Casi a la una llegamos a Camagüey, a la ciudad escolar, otrora cuartel batistiano. Acompañamos a Luis Manuel a su casa y conocimos a sus padres, gente sencilla y buena. Después me fui al camión y allí me dormí. La salida estaba anunciada para las seis.

Termidor 28. El viaje se reanudó hasta las diez y desayunamos un poco en una cafetería de Camagüey. Es lo primero decente que comemos, pues el día de ayer prácticamente nos fuimos en blanco; sólo en la madrugada se nos dio leche, casa salada, y unas galletas duras. Antes de salir vi que vendían puros y me compré uno. Lo encendí y, muy orondo, me fui a pasear fumando chabochamente. ¡Tabaco, suelta a ese hombre!, me gritaron, y todo mundo se atacó de la risa.

Qué simpáticos. El viaje fue mortal, ya nadie tenía ánimos para cantar. En Victoria de las Tunas, en Oriente, se quedó el gordo Óscar, el único con quien había logrado un mínimo conato de amistad. Margarita anda en otro camión, con las mujeres. Jorge se interesó visiblemente en mis trabajos, leyó algunos y le gustaron. Desgraciadamente, él se sigue hasta Santiago y nosotros nos quedamos en Holguín.

Al llegar a Holguín, reencontré a Margarita. Corro en derredor, una vez más. Somos la atracción. Un maestro se interesó por nosotros y prometió arreglar que nos trasladaran juntos. Después de comer (o de almorzar, como dicen aquí) conocí a un trío de muchachas: Lilian, Carmen y Rita. Después resultó que eran amigas de Margarita. En un cuartelote nos dieron el farol y la mochila, cuadernos, lápices, folletos, una hamaca y, de cariñito, una lata de leche condensada.

Cuando hacíamos cola para entrar en el albergue, el mismo estúpido que se enojó porque no quise cantar volvió a hacerme chistes pendejos; no lo pude soportar y nos dimos de madrazos, unos cuantos golpes nada más, pero sí alcance a meterle uno bueno en la nariz. Desgraciadamente, en el tumulto perdí el reloj que me había regalado mi papá, el que había remplazado a mi legendaria carcachita. Es la tercera cosa que pierdo (o que me roban): en Varadero, la medalla de la Conferencia; en el trayecto, la boina del uniforme, que me fascinaba porque me hacía sentir muy cheguevara; en Holguín, el reloj. Comimos juntos Margarita, sus amigas y yo, después estuvimos jugando como chamaquitos en las inmensas escalinatas del albergue, que en realidad es un cuartel, aunque no he visto milicianos por estos lares. Luego, nos metieron a dormir, o lo intentaron. No hubo chance de que Margarita y yo durmiéramos juntos, así que otra vez ella se fue con las mujeres.

Una noche tropical hermosísima. Le encargué a dos niñitos que en México serían boleros o algo así, una botellita de Bacardí y pronto pasó a mejor vida. Estuvimos contando chistes (o haciendo cuentos) para dormir, al fin, en una cama.

Termidor 29. El café del desayuno estaba tan caliente que me dejó la lengua ardida. A las diez, tras tomar guarapo, nos despedimos de los cuates y salimos Lilian, Rita, Margarita y yo en un camión foráneo. Escándalos, canciones y mítines en el camión. A Margarita le encanta soplarse aquella de yo sé yo sé la manera de dar de dar la lata a cualquiera, y también: un elefante se balanceaba sobre la tela de una araaaaaña. Regresamos a Victoria de las Tunas, que, de entrada, tiene un nombre genial. Allí tomamos otro camión rumbo a Puerto Padre. Éste ya no nos cobró.

Como a las tres, y sin haber comido, llegamos a Puerto Padre, un pueblito apacible y tranquilo. No está tan padre pero al menos nos trataron a todo dar. Fuimos a la casa donde está el Consejo de Alfabetización y de allí nos mandaron, como tiros, a un restorán, de nombre Oriente. Regresamos al Consejo y platicamos largo y tendido con el coordinador general de las brigadas, Papi Romero, un negro fuerte, joven y de lo más simpático. Nos dijo que nos querían hacer una entrevista en el radio y que, por lo tanto, hasta el día siguiente saldríamos a Los Alfonsos, donde se nos ubicaría. Lilian y Rita sí se fueron y nosotros nos hospedamos en el hotel Comodoro, en un cuarto que más bien parecía clóset. Dimos un paseíto por el pueblo, hasta que un locutor fue por nosotros para ir a la estación de radio.

La entrevista tuvo lugar pasadas las siete y media. Primero habló Margarita y luego yo. Tutti contenti. Dijimos que éramos maestros de inglés allá en México y eso los apantalló aún más. Al terminar, los locutores eran nuestros cuatazos y nos llevaron a recorrer el pueblo: una larga avenida con camellón y plantas raquíticas, varias callecitas oscuras y un muelle al llegar al malecón. Primero, tomamos café y luego fuimos a una escuela de capacitación revolucionaria donde nos regalaron libros: La historia me absolverá y Los fundamentos del socialismo en Cuba. Allí mismo improvisé una charla informal sobre la revolución mexicana.

Luego fuimos al Club Náutico, que era donde se reunía la plana mayor de los ricos puertopadrotes, y a un astillero. Nos llevaron al banco, donde presenciamos el conteo de billetes viejos que han quedado invalidados por los nuevos, con la firma del Che como ministro de Finanzas. Volvimos a tomar café y la plática derivó en cuestiones teatrales.

Termidor 30. ¡Zaz! Gran sorpresa: al levantarme encontré al gordo, quien se suponía que debía de estar en Victunas. Nos acompañó a desayunar. Paseamos por una playita y, antes de salir en un yip, Margarita me regaló una armónica (chueca). Esto nos suavizó un poco, porque como que la separación en Varadero nos había distanciado un poco. En el yip iban dos compañeros del Consejo, uno de ellos era Pipo, a quien conocimos ayer, un negrito chaparrito y vaciadísimo. También iba otro chavo de las Brigadas, que no decía nada y parecía esperar el momento en que se le quitaran los barros que lo granizaban. Pasamos por el poblado de Chaparra, y por supuesto yo pensé en mi hermana Yuyi, je je. Chaparra es un pueblo orgulloso de que allí se encuentra un ingenio azucarero poderosísimo. También pasamos por Delicias, otro ingenio, que tiene el récord mundial de producción de caña. Íbamos adentrándonos en montañas leves, llenas de vegetación, que a mí me recordaban una barbaridad los rumbos de la Costa Grande guerrerense. Llegamos al río de Chaparra pero, como estaba demasiado crecido, no pudimos pasar. Y se suponía que Los Alfonsos, la meta de nuestro viaje, estaba ya bien cerca. Granizado se quedó, para cruzar el río a pie, y uno de los del Consejo lo acompañó. Pipo tomó el volante del yip y nos dirigimos al Vedado, pero se nos ponchó una llanta y, en lo que la arreglaba Pipo, unos guajiros nos dejaron montar sus caballos a Margarita y a mí. Nosotros no estábamos en buena onda y por detalles minúsculos llegamos a tener serios percances. Luego tuvimos que regresar a Chaparra por otros lugares. Todo el campo es de una belleza demencial. Se nos atascó el yip en el fango y Margarita, que no quería saber nada de mí, se fue con Pipo a pedir ayuda a una cooperativa de guajiros. Regresaron con varios campesinos y entre todos sacamos el yip.

Finalmente nos vimos en un camino real, bordeado por árboles inmensos, y así entramos en el pueblito de Los Alfonsos. Nos recibieron Rita y su prima Lilavati, que es la responsable de las brigadas del barrio. Nos llevaron a una casa grande, de una vieja familia española de apellido Lamas. Allí estaba Lilian. Amainamos los fragores del hambre comiendo, al fin, deliciosamente. La señora de la casa es gorda y preciosa, le dicen la Nena. El señor Lamas también es a todo dar. Tienen varios hijos, que en ese momento no andaban por allí. Más tarde, pudimos conocer mejor a Lilavati. Es una muchacha de dieciséis años, estudiante de bachillerato, con un gran amor por la revolución y conocimientos extraordinarios de todo el proceso. Es muy blanca, de facciones finas, ojitos chiquitos y azules y muy simpática, accesible y sencilla.

Margarita se quedó platicando con todos ellos y yo me fui a pelar a una peluquería que consistía en una silla de palo al pie de un árbol frondoso. Tenía meses sin pelarme y quedé todo lleno de mordidas, con cara de bebé. Margarita, al parecer, se hallaba muy contenta (mais-jusqu’à?). Pero no se me quita la impresión de que no vamos a durar mucho, el espectro de la separación es como un oleaje. Las primas Rita y Lilavati llegaron en la noche y Margarita fue el foco de los alfonseños al cantar con gran gusto y, en general, al divertirlos. Platiqué con Miguelito, uno de los hijos del señor Lamas, y él me prestó libros: uno sobre el Moncada, otro de Graham Greene, otro más sobre las Antillas. Este pueblito es muy rústico y el centro es la tienda de la casa de los Lamas, o sea: la cima de la colinita. En muy pocos lugares hay electricidad y la que hay se genera con plantas. A mí me recuerda horrores Los Arenales, el pueblito guerrerense de donde viene buena parte de mi familia. Desde que estuve canturreando Por los caminos del sur, muchas canciones me fluyen por los oídos, acompañadas por fuertes golpes de imágenes de mi casa y mi familia, ese espantoso recuerdo de mi mamá llorando como loca arrodillada a mis pies. Pero me controlo, el desahogo del día quince me ha servido y, hasta podría decir, ha fructificado. Tengo remordimientos y todo se mezcla en un sentimiento: triste y solo, solo y triste.

Fructidor 1. Hoy cumplo diecisiete años. Desperté relativamente tarde, recordando la algarabía en mi casa: las mañanitas. Antes me caían gordísimas y ahora las extraño. Mi enfurruñamiento de siempre. Déjenlo, decía mi hermana Yuyi, es un sangrón teatrero. Y tenía razón. Aquí, Margarita les dijo que era mi cumpleaños y los Lamas me felicitaron sinceramente. Esta vez no hice las sangronas teatrerías, pero estuve a punto. En un año más, puesto que ya me he casado, seré mayor de edad. Qué estupideces. Margarita y yo seguimos distanciados, no hacemos nada por encontrarnos.

Tedio, pasividad, calor: todo se uniforma durante la tarde. Pienso morbosamente que Margarita y yo nos separaremos, más temprano que tarde. Deveras, no queremos evitarlo, pero tampoco nos deja felices. En la noche tuve una sorpresa agradable: varias muchachas brigadistas, comandadas por Lila y Rita, aparecieron cantando “felicidades” y con refrescos de chocolate en la mano; recordé al peluquero, que era socialista de hueso colorado y devoto de Fidel hasta la ignominia. Nos juntamos en el portal de la tienda de los Lamas y allí llegó más gente, convocada por las canciones rancheras que se echaba Margarita. Las brigadistas también cantaron y todos tomamos refrescos. El caos se ve desde afuera.

Fructidor 2. Esta mañana salimos en caravana, a pie, hacia Platería, un cuartón del barrio. Me mata de risa toda esta división geográfica: provincias, municipios, barrios, cuartones. En Platería hubo una reunión de la gente del pueblo con las brigadas de alfabetización. Una maestra rural y Lilavati forman un subcomité para acelerar la alfabetización. También se creó un círculo de estudios que se inicia esta misma mañana de verano con la lectura de la Declaración de La Habana y comentarios de Lila, de Alexis, (un joven maestro o algo así), de Margarita y míos (vuelve el trust individual ¡viva la objetividad!). Margarita habló muy bien y merecidamente fue aplaudida. Nos prestaron caballos y en ellos regresamos a Los Alfonsos, cantando el himno de las Brigadas, lápiz cartilla manual alfabetizar alfabetizar, ¡venceremos!

Lila ubicó a su guapa prima Rita en los alrededores del poblado. Rita no estaba de acuerdo con la ubicación, pero se disciplinó (veux-tu être si gentille de venir avec moi?). Antes, había cortado anoncillos de un árbol. ¡Ah, la vertiginosidad de estar en una rama y lanzar el alma en una fruta! No, no es sarcasmo. Más tarde Ricardo, otro lama (no kin con jerarcas tibetanos) nos invitó a dar una vuelta en su invencible Plymouth. En el auto paramos en una tienda, o cosa parecida (aquí les dicen bodegas) y tomamos Bacardí Carta Blanca. Muy oportuno.

Al regresar, Margarita se fue con otras conradobenitistas. Yo escribí cartas y me hundí en el fango interno. La visión es una, sola e indivisible. Ricardo me invitó otra vez, y esa vez fue en el salón del pueblo donde ocurrió el proceso de desaparición del Bacardí, ahora Carta Oro, qué delicia. No me paraba la boquita y hablé hasta de seudofolclor musical mexicano. Al salir, nos encontramos con las muchachas. Bebí café chez Lamas y regresé a tomar refrescos con ellas. Me hicieron miles de preguntas. Nuevas arrobas de seudoesparcimiento. Me acosté bien mareado, pero derechito.

Fructidor 3. En la mañana, Lilavati, Margarita y yo acompañamos a un campesino de cuyo nombre no quiero ni puedo acordarme que iba a ordeñar. Nos enseñó a hacerlo. Margarita logró extraer algunos chisguetes pero yo, ñizca. Al desayunar pensé que soy un pequeñoburgués irreversible cuando casi me vine al entrarle a unos huevos con jamón. Lila consiguió caballos y nos fuimos a Sabanilla. Margarita montó a pelo, muy macha la señora. Hubo una reunión sobre las brigadas y tuvimos que regresar porque el cielo se oscurecía a gran velocidad. Yo pude, al fin, colocar los timbres en los sobres y echar éstos en un buzón (raro buzón, con dedos y voz sibilina en la parte septentrional, quince mil vibraciones, faz mediocre que invitaba a vomitarle encima). Bueno, algo he hecho ya.

En la tarde, en un yip y acompañados por once gentes más, Lilavati nos llevó a ubicar a Juan Sáez. La comitiva se hallaba compuesta por tres persona

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