El rock de la cárcel

JOSE AGUSTIN RAMIREZ GOMEZ

Fragmento

Paquete Rock de la carcel

QUIÉN SOY, DÓNDE ESTOY,
QUÉ ME DIERON

A Rafael Giménez Siles y Emmanuel Carballo

Antes del Simón Bolívar pasé largas temporadas en Acapulco: vacaciones eternas de las que regresaba prietísimo. Otras veces iba a casa de mi tío el gobernador y desarrollaba desmanes para escandalizar a mis primas; ellas se vengaban acusándome de que había dejado escapar a los pájaros de sus jaulas. Varias imágenes: el sol cegador en la arena amarilla y en el mar; tengo los otot atulet, decía a quienes me dirigían la palabra, y luego me iba monte arriba, hacia La Mira. A dónde vas. A Tapachula. En México se hallaba el frío y la luz más velada; caminaba de la mano de mi hermana menor, la Yuyi, por la colonia Condesa.

Lo del Simón Bolívar fue así: como mis dos hermanos habían estado recluidos en esa escuela durante siglos lo más sencillo fue agregarme. Debo de haber intuido qué clase de feudo se trataba porque desde el primer día en la escuela chillé como infame. Preprimaria se hallaba en el Simón de niñas y, tras las clases, salíamos formaditos como enanos circenses hacia el Simón de hombres, donde nos recibían con burlas.

Ese año mis hermanos pasaron a secundaria y yo saqué el primer lugar en la prepri. Las fotos me muestran como un niño torvo, lleno de medallas trujillescas, con las piernas flaquísimas, los calcetines sin elástico cayendo como polainas sobre unos zapatos tipo Simón. Mi hermano mayor, Augusto, se rompió una pierna jugando tochito en la escuela y durante su convalecencia empezó a leer y a pintar. Alejandro brillaba en los deportes. Yo me negué a regalar unas medias a la miss de primero y, en consecuencia, saqué séptimo lugar a fin de año. Mi mamá me llevaba de la mano por la calle Actipan, en la tranquilidad de las cuatro de la tarde, bajo las sombras frondosas de los árboles.

Mi papá acababa de ascender a capitán de DC-4 en la Mexicana de Aviación y nos traía millones de cosas de los Estados Unidos. A mí: un atlas de la Rand McNally y atuendos westerns; devoraba el Rand McNally; sabía de memoria todas las capitales del mundo y mi tío Alejandro, que siempre fue mi cómplice, se solazaba presentándome a sus amigos políticos. ¿Cuál es la capital de Bután? Diez pesos por respuesta acertada. Mi mamá me consentía y a causa de eso yo era un infeliz: pateaba a los demás niños, arrojaba tenedores a mis hermanos y perseguía a mi hermana Hilda con un machete en la mano. Mi gran amigo, entonces, era Rubén Riquelme; estudiábamos juntos, pero en segundo de primaria sus padres lo sacaron para meterlo en otra correccional: el colegio Cristóbal Colón.

La miss de segundo C era una monja esférica con cara de ostión ahumado; obtenía sus orgasmos golpeándonos con una regla de ocho kilos. Enseñaba con los pies pero admiraba a mi hermano, por sus dibujos. Yo también dibujaba ya. De hecho, mis inicios literarios comenzaron dibujando historietas: policiacas en su gran mayoría. Compraba toneladas de cuadernos para dibujo, de a peso, más lápices eagle y prismacolor.

Seguíamos pasando las vagaciones en Acapulco en casa de mi abuelita Plutarca, que era católica hasta la ignominia; rezaba el rosario tres veces diarias y nosotros teníamos que acompañarla en la sesión vespertina. Je je, en la mayoría de las ocasiones, apenas se aproximaba la hora rosarial, huíamos a casa de mi tía Tina, que acumulaba cuentos a montones. Sólo pocas veces mi abuelita advertía nuestras fugas. Mi mamá sí, pero nunca nos regañaba en serio. El fanatismo jamás llegó a roerle un dedo.

Ya en tercero, empecé a advertir varias cosas: el director de la escuela, el Papi, siempre abrazaba a los niños güeritos para hacerles monerías. Ven, lindo, ven, guapito, no te voy a comer. Pero a los niños prietos y narizones como yo comprendía nunca nos abrazaba. El Papi tenía expresión de afabilidad clerical y los dientes picados; se rasuraba mal. Aparte del affaire Papi, en secundaria estaba el mesié Angulo, rey del albur suicida, que adoraba corretear a los gorditos para tentalearlos. Uf.

El entonces director del Simón era mesié Chávez, un degenerado que acosaba a los bueyes scouts. Mi hermano Alejandro sólo obtuvo la aprobación en secundaria cuando juró que estudiaría la prepa en el Cristóbal, la escuela gemela del Simón Bobito. Yo seguía siendo niño-aplicado pero relajiento a más no poder. Organicé una batalla campal, en Copilco, durante un paseo. Era muy peleonero. Sin embargo, nunca jugué espiro, ni entré en la banda militar (sic), ni en los boy scouts, ni quise participar en los retiros ni en orgías de ese jaez.

En 1955 sucedieron cosas importantes: ya nos habíamos cambiado de nuestra casa de Bajío y Torreón, alquilada, a Palenque 15, propia, en la Narvarte. Mi hermano Augusto entró en San Carlos y Alejandro en la preparatoria. Hilda, la Muñeca, era un terror en la Helena Herlihy Hall Cara de Frijol, y Yolanda, la Yuyi, me había alcanzado en los estudios con el colmo de la desfachatez: es dos años menor que yo. La casa de Palenque era agradable, amplia, con buen jardín y etcéteras.

Los cuates de la cuadra eran puros retrasados mentales, con las debidas y chingonas excepciones, y nos miraron con cara de fuchi durante un tiempo porque nuestra casa era la única de un piso. Mis hermanos hicieron migas con rapidez, sobre todo con Gerardo, un muchacho brillantísimo que ahora es mi cuñado. Por vivir a la sombra de mis hermanos yo tenía pocos amigos de mi edad y frecuentaba a los grandes; ellos me veían como un tomsawyerito regular.

En el Simón pasé a cuarto. Mesié Romero era mi maestro; otro homosexual, pero más sádico y amargado. Movía sus grasas a través de todo el salón y escupía al hablar. Durante un tiempo me toleró, porque yo hacía los dibujos en el pizarrón todos los viernes y porque jugaba básquet aceptablemente. Sin embargo, a fin de año me esclavizó con la exposición del grupo: dibujé, hice maquetas, mapas y demás estupideces. Un buen día, Gordocerdo me citó en domingo para acabar la exposición. Carajo, no fui, ocupé el domingo en comer pepitas y en leer el primer almanaque de Selecciones, que me sabía de memoria. Grancachetes se puso iracundo y el día de entrega de premios, en el lúgubre Metropólitan, y a pesar de que había obtenido el tercer lugar, Grasanefasta me hizo pasar al foro como el diecitantos. Desde entonces lo odié fruiciosamente. Mis problemas con él no habían terminado.

Ese año comenzaron en forma mis coqueteos eróticos. Supongo que lo elemental del sexo lo conocía desde mucho tiempo antes, no recuerdo. Pero el caso es que una vecinita rubia, menor que yo, se convirtió en mi mattress-mate. Practicábamos todo tipo de calistenias pero siempre quedábamos como anhelantes, con un cosquilleo de miedo agradable en todo el cuerpo. Reincidíamos en los lugares más insospechados: en la azotea, en los baños o en el cuarto de criadas de mi casa, en el lote baldío de la esquina o en la calle misma, ya en la noche. Véanos, sentados muy quietecitos en la banqueta, lejos del farol. Sin embargo, nunca logramos un coito verdadero, ¡oh dolor de huevos! Lástima. Yo nunca tuve más que un tenue e hipócrita remordimiento, a pesar de que en ese año me incliné más que nunca a un cierto misticismo. Iba a iglesias como quien va de pinta, pero no rezaba; simplemente me quedaba allí, muy quieto. En mi cuaderno más íntimo escribí: «A partir de hoy mi lema es: Trabaja y ora.» ¡Pos ora!

Este cuaderno íntimo fue el primer diario que llevé durante ese año. En ciertas cosas era minuciosísimo y me permitía sabrosos lugares comunales como «amaneció lloviendo y con un frío que taladraba los huesos»… El diario consigna también mis demás aficiones: la plastilina de colores, con la que hacía millones de cosas, y el dibujo. Un día, mi hermano Augusto me llevó a San Carlos, donde varios estudiantes conocían ya mis historietas porque él se las había enseñado. Seguro que vas a venir a San Carlos, decían. Quedé azorado; nunca creí que mi hermano, que alguien, concediera importancia a mis idioteces, y salí feliz de San Carlos, creyéndome El Amo. Después llegué a ganar un concurso de dibujo en televisión. Todos creían que yo iba a ser pintor. Yo también, la mera verdad.

«Miércoles, 17 de 1955. No hubo nada en la mañana y en la casa a eso de las 81/2 llegaron la paloma todos desesperados les abrí y los venían siguiendo unos pistoleros del “Ratón” salió mi papá con la pistola y… pero veamos cómo fue eso: estaban Fernando El Guti, El Nene Gerardo, El Güerco, El Tapón, Juan El Pollo y otro, pasó corriendo uno que vive junto a Reina y El Nene le dijo ¡correlón! éste se regresó y se dirigió a Fernando y le dijo ora maldito el correlón será ud y le contestó Fernando Bueno pos qué se trai, éntrele. El otro contestó Espérame Tocó el timbre y se metió al rato volvió a salir y le dijo a Fernando Ora En eso llegó otro y dijo Basta si alguien se tiene que pelear será conmigo ¿Quién es Canchola? Contestaron Yo dijo Juan Yo dijo Gerardo y Yo ¡PROUM! dijo y actuó El Guti de tremendo trancazo que rodó por el suelo mientras Juan se peleaba con el otro. El Guti que traía ganas levantó al otro y lo azotó contra el pavimento. En eso Juan, tiró al mozo, y el mozo sacó una navaja y gritó Juan ¡A correr que trae navaja! y la desbandada El Guti corrió y lo iba siguiendo el otro gritando Párate rajón párate El Guti se paró y se agarraron y volteó y vio al otro con la navaja ¡Pies para qué os quiero! Y a correr pero lo alcanzaron y lo amagaron con la navaja pero llegó El Nene y Juan y los apedrearon. Los otros corrieron como alma que lleva el diablo Luego, tontamente la paloma regresaron a la esquina Luego llegó un carro y un viejito dijo ésos son y salieron con cuchillos palos y unas pistolas Estos corrieron a mi casa entonces fue cuando yo abrí y salió mi papá con la pistola y disparó al aire y se lo contestaron, también al aire Apagamos las luces y Fernando se fue con el máuser al jardín El Nene tenía la pistola negra y mi papá la otra Llamaron a la policía se fueron a la delegación y regresaron como si nada.»

De esa época data una de las pasiones que conservo hasta la fecha: el rock. A fines de 1955 empecé a oír el Hot 10 o Hit Parade en Radio Mil. Era la época de Rock around the clock, Sixteen tons, etcétera. Aún faltaban dos meses para los primeros discos de oro de Elvis Presley, de quien fui fanático devoto. Elvis grababa entonces en discos Sun, de Memphis, con los Hillbilly Cats. También era fanaticazo de Fats Domino, Jerry Lee Lewis, Chuck Berry, Little Richard, Gene Vincent y los Blue Caps, los Coasters, los Dell Vikings, Buddy Holly y Brenda Lee. Mi conocimiento en la materia era tan minucioso que podía precisar: Pat Boone, a quien siempre desprecié, colocó uno de sus primeros discos Dot en el Hot 10 antes que todos sus compañeros de generación rocanrolebria. El disco fue At my front door y era un fusil bien malo.

El único maestro humano que tuve en el Simón Bolívar fue el señor Cúpich: no era lasallista. Con él sí participé en excursiones y en deportes: volibol y beisbol. Además, nos contaba las historias divertidísimas de Paquito, un niño de clase media cuyo perro (¡san bernardo!) se llamaba Bolita. Este maestro era medio escritor y censuraba mi periódico. Porque, simultáneamente, en Palenque, se hacía un periódico que circulaba en las fiestas y en el que se satirizaba al máximo a todos los cuates. Como es obvio, me planché la idea e hice un periódico exclusivo para mi salón, con las mismas, siniestras, premisas. Ecos de 5° C. Mis masoquistas compañeros estaban encantados y exigían a gritos la lectura del periódico todos los lunes. Yo subía, muy fregoncito, a la tarima, y leía el periódico. Todos se despatarraban de la risa. Los chistes eran muy cáusticos, pero a la altura del Simón. Hubo dos o tres despistados que compraron una suscripción anual y no faltaron Los Ofendidos que profirieron Grandes Amenazas y Toda la Cosa; y tampoco, los reporteros: Olmos y Esteva. Ninguno de ellos hacía nada pero recibían crédito porque eran mis cuates.

Ese año escribí mi primer cuento: «Las aventuras de Zeus Pinto». En quince cuartillas narraba las peripecias de Pinto, que era medio detective y medio aventurero de safaris; luchaba contra fieras, atravesaba ríos tumultuosos y descubría varios crímenes.

Al año siguiente pasaron a Cúpich a sexto y casi todos fuimos con él. Seguí haciendo el periódico, con más malicia, y hasta saqué mi edición de aniversario; ocho cuartillas con sección literaria. Pero mi indignación no conoció límites cuando me hallaba escribiendo el periódico una tarde de domingo y dejé la máquina por alguna razón; cuando regresé mi papá había mecanografiado algo así: todo esto está muy bien pero a este niño no le gusta bañarse.

Para entonces ya desdeñaba mis historietas, aunque seguí haciéndolas espaciadamente hasta los catorce años. Mi manía por el rock llegó a la apoteosis: mi papá me traía al Billboard, de donde tomaba información triviesca acerca del Hot 10. P. ej.: lugar en la semana en turno, en las tres semanas anteriores, nombre exacto de la canción, compositores, intérpretes, marca del disco, número de serie, semanas en lista, índice de progresión en el ascenso o descenso, ventas que pasaban el millón de copias, etcétera. Conocía de memoria todas las canciones de éxito y gracias a eso fui aprendiendo inglés sin proponérmelo.

Cerca de Palenque se había iniciado la Casa de la Asegurada 4 del IMSS, y mi hermana entró a tomar clases de actuación. El maestro era Carlos Ancira y pidió algunos hombres para formar su grupo de teatro, porque la Casa era sólo para mujeres, gracias a eso, mis hermanos y Gerardo entraron y yo tras ellos, como siempre. Claro que yo no actuaba: era un niño perfectamente ridículo. Sin embargo, veía los ejercicios y me apasioné con el teatro. Entonces escribí mi primera obra en un acto: «El robo», que era extraordinariamente mala, pero la pasé a Monterrubio, un compañero de grupo. A él le gustó mucho y a su vez la enseñó a su papá, que era ingeniero. El señor dijo que mi obra era muy aceptable, a pesar de sus defectos de construcción. Le faltaba algo así como cimentarse bien y un andamiaje más sólido, pero, en suma, yo era un buen edificador en potencia. Casi decidí estudiar ingeniería.

También empecé a jugar beisbol. Quise ingresar en la Maya Pony League pero me rechazaron porque aún no tenía trece años. Sin embargo, jugaba con el equipo del señor Cúpich, en la Barranca del Muerto. Pichaba muy rápido y bateaba bien. También jugaba en los lotes baldíos de Palenque, sólo que allí los jugadores eran más chicos que yo y mi dictadura fue perfecta: fungí como mánayer, cuarto bat y pícher eterno. En la temporada palenquina de ese año conecté setenta y siete jonrones. También jugaba beis solo, en el jardín de la casa, con mi bat y cáscaras de limón; jonrón si llegaba a la casa vecina, triple si pegaba en la barda, doble si alcanzaba las enredaderas, sencillo si tocaba el pasto y out en cualquier otra circunstancia o si me ponchaba. Mi pasión por el beis me hacía conocer de memoria los jugadores y equipos de las ligas mayores y de la mexicana. Durante esa época me iba de pinta seguidísimo y me colocaba en una banca del Parque Hundido. Allí hacía bolitas de papel y jugaba beis, golpeándolas con el dedo. Anotaba todas las jugadas con extrema acuciosidad y llevaba escores completos. También había empezado a robar cantidades crecientes de dinero a mi mamá para ir de pinta: iba a comer jotdogs en el COD del Parque Hundido o en Woolworth. Para entonces mi papá ya era capitán de DC-6 y ganaba más.

En la secundaria me tocó un maestro de risaloca: Perico. Era una amenaza calva, arrojaba su descomunal llavero con puntería magnífica a quienes «se portaban mal». Gaytán, Mier y Terán y yo lo traíamos asoleado, le faltábamos al respeto y Perico no desdeñó oportunidad para amolarnos. Se hizo un paseo en casa de Bustamante (en El Pedregal, con alberca y todo). Perico juraba que había sido boxeador y propuso, con toda sangre fría, que Gaytán se pusiera los guantes con él; Gaytán se negó, pero Mier y Terán aceptó. Perico se enfundó los guantes con un brillo sádico en la calva. Con pocos golpes colocó una golpiza terrible a Mierda Tedán, cuya flaccidez invitaba a la limosna. Ándale, Gaytán, ponte los guantes conmigo, pidió Perico, gozando. No, ni madres, lepereó Gaytán. Entonces tú, me dijo. Con valentía suicida, accedí. Sólo que desde el momento en que pisé el espacio del «ring» empecé a correr, diciendo hijos, Perico, estás bien verraco, ya te cansaste, no aguantas nada. Perico me seguía listo para pescarme y dejarme más plano que un rolaflex. Ya estás sudando, Perica, te vas a desmayar. Perico sonrió, bajó la guardia y en ese momento le coloqué un jab discreto. Todos los compañeros me ovacionaron. Perico parecía no concebir tamaño desacato y decidió no descuidarse más. Pero yo seguía retrocediendo, con rapidez, sin dejar de hablar. Ya no puedes, Pericanciana, estás echando el bofe, canturreaba yo, incansable. Te están sudando las nalgas del cansancio, Perico, ya párale, ¿no? Perico volvió a reír y le coloqué otro jab, en la calva; le quedó una hermosa mancha porque los guantes eran nuevos y Perico de veras sudaba. Siempre bailando y haciendo chistes iba hacia atrás, por todo el jardín, mientras Perico trataba de pescarme, pero llegó un momento en que se exasperó y entonces vas a ver, idiota, dijo, y empezó a corretearme. Muriéndome de risa corrí por el jardín y finalmente me tiré en la alberca, con todo y guantes nuevos. Perico ya no pudo seguirme porque estaba vestido. Todos los compañeros se atacaron de la risa y Perico juró vengarse. En cierta forma, lo hizo: ese año pude entrar en la Maya Pony League y me escapaba antes de la salida, para entrenar, con Polit, un amigo gringo que me enseñó inglés a morir. Cada vez que podía, Perico nos castigaba hasta tardísimo por las escapatorias.

En la Pony League entré en el equipo Broncos. En el juego inaugural me tocó pichar y ponché a los primeros cinco bateadores; luego, al batear, conecté un doble. Se inició un rally y en la misma entrada volví a batear, con casa llena; pegué el primer jonrón en la historia de la liga menor. Ganamos el juego por ocho mil a uno y yo me sentía el papá de Mickey Mantle. Mi mamá, que detestaba el beisbol, estaba muy contenta, y mi papá, que había sido beisbolista, no se diga. Por cierto que, hace mucho tiempo, cuando mis papás se acababan de casar, mi mamá fue a ver, toda llorosa, a mi tío Alejandro y le reveló que mi papá era «un jugador». Mi tío, que desde entonces era político y partidario de la línea dura en cuestiones familiares, quería desollar a mi padre. ¿Qué juega?, preguntó finalmente, ¿cartas, o qué? Beisbol, dijo mi mamá.

Esa temporada fue mi gloria: gané en bateo, jonrones (¡dos!), carreras producidas y bases robadas. La liga mayor me compró para la temporada siguiente. Pero en la mayor bajé de ritmo y salí de mi equipo, Ariones, a causa de las clases de teatro.

En el grupo de teatro ya empezaba a hacer ejercicios, pero Ancira nunca me dio un papel en sus piezas. Entonces vi en el teatro Santa Fe una puesta en escena de Petición de mano con el mismo Ancira e Ignacio Retes. Era la primera vez que iba al teatro y quedé totalmente alucinado; los cortinajes de los telones, la butaquería y el escenario

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