Esta podría ser mi historia. Casi como una autobiografía, si hubiera querido escribir algo así.
Pero las autobiografías no me interesan demasiado.
Para mí, las cosas importantes son otras.
Esta historia la hemos escrito Svante y yo en colaboración con nuestras hijas, y trata de la crisis por la que pasó nuestra familia.
Trata de Greta y Beata.
Pero sobre todo es el relato de una crisis que nos envuelve y nos afecta a todos. Una crisis que hemos generado con nuestra forma de vivir: de espaldas a la sostenibilidad, lejos de la naturaleza de la que todos formamos parte. Algunos lo llaman consumo desenfrenado, otros hablan de crisis climática. La mayoría de la gente parece creer que esta crisis se está produciendo en algún lugar muy alejado de nosotros y que tardará muchos años en afectarnos.
No es así.
Porque ya está aquí y crece sin cesar a nuestro alrededor, de muchas maneras distintas. En la mesa del desayuno, en los pasillos de los colegios, en las calles, en las casas y en los pisos. En el árbol que ves desde la ventana, en el viento que te alborota el pelo.
Después de muchas dudas, Svante, las niñas y yo decidimos contar algunas cosas de las que quizá no deberíamos hablar hasta un poco más adelante.
Cuando hubiéramos tomado mayor distancia.
No por nosotros, sino por vosotros.
Seguramente se habría considerado más agradable. Menos incómodo.
Pero no disponemos de ese tiempo. Si queremos tener una posibilidad, no nos queda más remedio que empezar ya a hacer visible esta crisis.
Pocos días antes de que este libro se publicara, en agosto de 2018, nuestra hija Greta Thunberg se sentó delante del Parlamento sueco y comenzó su huelga escolar por el cambio climático; una huelga que todavía dura, tanto en la plaza de Mynttorget de Gamla Stan, en Estocolmo, como en muchos otros lugares de todo el mundo.
Infinidad de cosas han cambiado desde entonces. No solo para ella, sino también para nosotros como familia.
Hay días en que casi tengo la sensación de estar viviendo una historia propia de un libro de cuentos.
Esta nueva edición es un relato ampliado que incluye más escenas del verano de 2018 y lo que sucedió al principio de la huelga de Greta.
MALENA ERNMAN
Noviembre de 2018
P. S.: Antes de que se publicara la primera versión de este libro, declaramos que el dinero que ganáramos con él se donaría a Greenpeace, WWF, Lära med Djur [Aprende con Animales], Fältbiologerna [Biólogos de Campo], Kung över Livet [Rey de la Vida], Naturskyddsföreningen [Asociación Sueca de Protección de la Naturaleza], Barn i Behov [Niños con Necesidades] y Djurens Rätt [El Derecho de los Animales], todo por medio de una fundación que hemos creado.
Y así ha sido.
Porque eso fue lo que Greta y Beata decidieron.
Escena 1
La última noche en la ópera
Es hora de salir al escenario.
La orquesta afina por última vez los instrumentos y la luz se va atenuando en la sala. Me he situado al lado del director Jean-Christophe Spinosi, estamos a punto de salir al escenario para colocarnos en nuestros puestos.
Esta noche todo el mundo está contento. Es la última función y mañana podremos volver a casa con los nuestros, antes del próximo trabajo. A nuestra tierra, a Francia, Italia y España. A casa, en Oslo y Copenhague. Para luego continuar hasta Berlín, Londres y Nueva York.
Las últimas representaciones las he vivido un poco como en trance.
Todo aquel que haya trabajado sobre un escenario en alguna ocasión sabrá a qué me refiero. A veces se produce una especie de magia; una energía que crece en la interacción entre el escenario y el público y que provoca una reacción en cadena que se repite de función en función, noche tras noche. Parece magia. La magia del teatro y de la ópera.
Y ahora llega la última representación de Jerjes, de Händel, en la sala de exposiciones Artipelag, en el archipiélago de Estocolmo. Es 2 de noviembre de 2014 y esta noche será la última vez que cante en una ópera en Suecia. Pero eso nadie lo sabe todavía.
Esta noche será la última vez que actúe en una ópera.
El ambiente está cargado de electricidad, y tras el telón todos parecen levitar a unos centímetros del hormigón que recubre el suelo casi nuevo del Artipelag.
La ópera va a ser grabada. Hay ocho cámaras y un equipo de producción en toda regla.
Tras la puerta de acceso al escenario se oye el rumor de novecientas personas que guardan un silencio abrumador. El rey y la reina están aquí. Todo el mundo está aquí.
Me muevo de un lado a otro. Intento respirar, pero no lo consigo. Tengo la sensación de que el cuerpo se me inclina todo el tiempo hacia la izquierda y sudo. Las manos se me adormecen. Las últimas siete semanas han sido una auténtica pesadilla, sin un solo instante de descanso. No he tenido ni el más mínimo momento para la tranquilidad. Me siento mareada, pero a la vez es como si estuviera más allá de ese malestar, como en un interminable ataque de pánico.
Como si me hubiera estampado contra una pared de cristal y me hubiera quedado suspendida en el aire antes de caer. Aguardo el impacto contra el suelo. Aguardo el dolor. La sangre, los huesos rotos y las sirenas de las ambulancias.
Pero no ocurre nada. Lo único que logro es verme flotando en el aire delante de esa maldita pared de cristal que sigue ahí sin la menor grieta.
—No me encuentro bien —digo.
—Siéntate. ¿Quieres un poco de agua?
El director y yo hablamos en francés.
De repente, las piernas ya no me sostienen. Jean-Christophe consigue cogerme en brazos antes de que caiga.
—Tranquila, no pasa nada —dice—. Retrasamos la representación. Que esperen. Y decimos que la culpa es mía, soy francés. Los franceses siempre llegamos tarde.
Alguien ríe.
Tengo que darme prisa para volver a casa después de la actuación. Mi hija pequeña, Beata, cumple nueve años mañana y hay miles de cosas que hacer en casa. Pero ahora estoy donde estoy: desmayada en los brazos del director.
Típico.
Alguien me acaricia la frente con cuidado.
Todo se vuelve negro.
Escena 2
El pueblo
Crecí en una casa adosada de Sandviken. Mi madre era diácono y mi padre el responsable de finanzas de Sandvik, el grupo industrial donde trabajaban la mayoría de los vecinos del pueblo. Tengo una hermana más pequeña, Vendela, con la que me llevo tres años, y un hermano once años menor que yo, Karl-Johan, a quien mi madre llamó así por Carl Johan «Loa» Falkman, el barítono, porque le parecía muy atractivo.
Esa es la única relación con la ópera y la música clásica que he heredado de mi familia.
No obstante, cantábamos mucho: música folk, Abba, John Denver. Por lo demás, creo que podría decirse que éramos una familia sueca de lo más corriente que vivía en una pequeña ciudad de provincias. Lo único que quizá nos diferenciaba de los demás era el enorme compromiso de mis padres con las personas necesitadas y desfavorecidas.
En nuestra casa, en el barrio de Vallhov, imperaba la compasión, y se daba por descontado que siempre había que intentar ayudar a quien lo precisara. Una tradición familiar que mi madre heredó de su padre, Ebbe Arvidsson, que ocupaba un puesto importante en la Iglesia sueca y que fue un pionero del ecumenismo y la actual ayuda humanitaria. De modo que la casa de mi infancia estaba a menudo llena de refugiados o de personas sin papeles a los que acogíamos.
A veces había un poco de lío.
Pero todo iba bien.
Si viajábamos a algún sitio era para visitar a la mejor amiga de mi madre, que era monja, y algunos veranos los pasamos en su convento, en el norte de Inglaterra. Creo que ese es el motivo por el que digo tacos sobre el escenario con tanta frecuencia: una especie de rebeldía infantil crónica que nunca se me ha pasado del todo.
Pero aparte de que veraneábamos en dormitorios comunes de escuelas de conventos ingleses y de que teníamos refugiados en el garaje, éramos exactamente como todos los demás.
Sin embargo, como decía, cantábamos mucho, y a mí me entusiasmaba cantar; cantaba a todas horas.
Y cantaba cualquier cosa. Cuanto más difíciles eran las piezas, más me divertía.
Sin duda, el motivo por el que muchos años después me hice cantante de ópera es, simplemente, que me apasionan los retos. Y en el fondo, la ópera era lo más difícil y divertido que se podía cantar.
Escena 3
Profesional de la cultura
Desde que tenía seis años he estado encima de un escenario y cantando ante un público: coros de iglesia, grupos vocales, grupos de jazz, musicales, ópera. Mi pasión por el canto no tiene límites; prefiero no pertenecer a ningún género y que no me encasillen. Mis gustos son de lo más variado, se mueven en todas las direcciones imaginables. Canto cualquier cosa, siempre y cuando sea de calidad.
En el mundo del espectáculo sueco suele decirse que cuanto más definido estés como artista, más libros de cocina podrás publicar; pero a diferencia de los demás, mis libros de cocina, sin duda, brillan por su ausencia.
Sin embargo, durante los últimos quince años he seguido, al menos desde mi punto de vista, una línea bastante clara en la que he tratado de combinar altura artística y afán de llegar al gran público. He querido hacer lo difícil un poco más fácil, la alta cultura un poco menos alta, lo minoritario algo más mayoritario. Y al revés.
He seguido mi propio camino. Siempre a contracorriente y casi siempre sola. Hasta que, claro, conocí a Svante.
Eso que al principio era fruto del instinto y la intuición, con los años se convirtió en método. Casi en una responsabilidad, convencida de que quien tiene la posibilidad de seguir desarrollando aquello a lo que se dedica, tiene también la obligación de intentarlo.
Svante y yo pertenecemos a esa pequeña minoría a la que al final se le ha brindado esa posibilidad.
Y lo intentamos.
Somos profesionales de la cultura. Formados en conservatorios, en escuelas superiores de teatro y ópera y con una vida profesional a medio camino entre el trabajo freelance y el empleo institucional a nuestras espaldas. Hacemos lo que todo profesional de la cultura en última instancia está programado para hacer. Trabajamos a destajo para asegurar nuestro futuro y alcanzar nuestro eterno objetivo: encontrar a un público nuevo.
Venimos de ambientes muy distintos, pero siempre hemos compartido el mismo objetivo, desde el principio.
Distintos pero parecidos.
Cuando me quedé embarazada de nuestra primera hija, Greta, Svante trabajaba en tres teatros, el Östgötateatern, el Riksteatern y el Orionteatern. Al mismo tiempo. En cuanto a mí, había firmado contratos que me vinculaban durante varios años con diferentes teatros de ópera por toda Europa. A mil kilómetros de distancia los unos de los otros, hablábamos por teléfono sobre cómo organizarnos para que el día a día de nuestra nueva vida funcionara.
—Eres de las mejores del mundo en lo que haces —dijo Svante—. Lo he leído como mínimo en diez periódicos diferentes, y yo, en el teatro sueco, ocupo un lugar más bien discreto, como el bajista de un grupo de rock. Y además, tú ganas una puta fortuna comparado.
—En comparación.
—Ganas una puta fortuna en comparación.
Protesté un poco, aunque no muy convencida, pero la decisión ya estaba tomada, y tras su última actuación, Svante cogió un vuelo para reunirse conmigo en Berlín.
Al día siguiente sonó su teléfono; él contestó y salió a hablar unos minutos al balcón que daba a la Friedrichstrasse. Era finales de mayo y el calor veraniego ya apretaba. Apenas llevábamos seis meses juntos.
—Hay que joderse, es la ley de Murphy —dijo riéndose después de colgar.
—¿Quién era?
—Erik Haag y otro tipo. La semana pasada estuvieron en el Orion viendo el espectáculo.
Svante había actuado con Helena af Sandeberg en una obra de Irvine Welsh, el autor de Trainspotting, una novela en la que los personajes no paran de drogarse y de envolver cadáveres en film transparente.
«¡Fóllame!» era una de las frases que Helena le había gritado a Svante varias noches por semana desde que la obra se había estrenado. Me moría de celos.
—Quieren hacer un programa de humor en la radio y por lo visto les parezco divertido, por lo que querían saber si me gustaría participar, un poco para probar. En fin, ha sido una de esas llamadas que siempre estás esperando recibir...
—¿Y qué les has dicho? ¡Tienes que hacerlo! —dije mirándolo fijamente.
—Pues les he dicho que estoy con mi novia que está embarazada y que trabaja en el extranjero —contestó mirándome con la misma intensidad.
—¿Les has dicho que no?
—Sí. No nos queda otra. Esto o lo hacemos juntos, o nunca funcionará.
Y así fue.
Unas semanas después estábamos en la fiesta del estreno de Don Giovanni en la Staatsoper, y Svante contaba al director de orquesta Barenboim y a Cecilia Bartoli que era él quien se ocupaba de las laboras de la casa.
—So now I’m a housewife.
Y así seguimos durante doce años. Fue agotador, pero también muy divertido. Vivíamos dos meses en una ciudad y después nos marchábamos a la siguiente: Berlín, París, Viena, Amsterdam, Barcelona. Una etapa tras otra.
Los veranos los pasábamos en Glyndebourne, Salzburgo o Aix-en-Provence, como es habitual cuando se te da bien cantar ópera y otros géneros del repertorio clásico.
Yo ensayaba entre unas veinte o treinta horas semanales, y el resto del tiempo lo pasábamos juntos. Libres. Sin familia, excepto la madre de Svante, Mona. Nada de amigos. Ni cenas, ni fiestas. Solo nosotros.
Cuando nació Beata, tres años después de Greta, compramos un Volvo V70 para que nos cupieran las casas de muñecas, los peluches y los triciclos. Después seguimos adelante, una etapa tras otra. Fueron unos años fantásticos. Jugábamos con las niñas sentados en el suelo de preciosos y luminosos pisos de techos altos, y al llegar la primavera paseábamos juntos por frondosos parques.
Nuestro día a día no se parecía al de nadie. Nuestro día a día era sencillamente maravilloso.
Escena 4
Una ocasión irrepetible
—Participar en el Melodifestivalen[1] se parece un poco a tener hijos. Uno puede contárselo a los demás, puede describir hasta el último detalle, pero solo quienes lo han vivido entienden lo que se siente.
Anders Hansson es productor musical y no falta mucho para que empecemos a trabajar juntos en mi próximo álbum. Estamos cruzando la plaza Stortorget, en Malmö, tirando de nuestras maletas de camino al tren que nos llevará a Estocolmo, y Anders se ríe mientras nos explica la situación a Svante y a mí.
Es la mañana siguiente a mi debut en la canción ligera, y una gran foto en la que aparezco junto a Petra Mede y Sarah Dawn Finer ocupa la portada del diario Aftonbladet. En el pie de foto se lee: «Malmö Arena, a las 21.23 h». Yo doy la impresión de estar en shock.
Si uno participa en el Melodifestivalen es para ganar, y para ganar bien. Partir con todos los pronósticos en contra, llegar a la final con los más grandes artistas, los mejores..., y luego triunfar con el menor margen posible, quizá solo gracias a los votos del público. Así lo gané yo. Chupado.
A partir de entonces, tuvimos que ponernos manos a la obra.
Las circunstancias no podían haber sido mejores.
El Melodifestivalen 2009 nos había dado una ocasión única, una oportunidad que muy probablemente jamás volvería a repetirse. El público acudía a la ópera en masa. El ministro de Cultura hablaba del «efecto Malena».
«La ópera vuelve al pueblo desde los salones elegantes», se leía en el Expressen. Y el jefe de la sección de Cultura del Dagens Nyheter escribió: «Es demasiado bueno para ser verdad. Y luego resulta que es verdad».
Durante un instante casi llegué a creer que era posible: la ópera podía llevarse al gran público.
Pero cuando el otoño hizo su entrada, todo seguía igual. Ninguna institución sueca relacionada con la ópera se puso en contacto con nosotros ni quiso aprovechar la oportunidad. El público estaba ahí, pero era como si nadie lo quisiera.
De modo que decidimos encargarnos de todo nosotros mismos.
Durante años interpreté papeles de protagonista en las óperas en el extranjero y fui artista pop en mi país, con conciertos, giras y todo tipo de actuaciones de producción propia.
Todo lo imaginable para tratar de llegar a ese nuevo y amplio público.
Una noche, dos semanas antes de la última representación de Jerjes, Svante y yo estábamos sentados en el suelo del baño en nuestra casa en Estocolmo, completamente agotados. Era tarde, las niñas ya dormían. A nuestro alrededor todo comenzaba a desmoronarse. Las paredes del piso no parecían las mismas: las grietas se extendían por el techo y daba la impresión de que toda la manzana fuera a derrumbarse en cualquier momento y a hundirse en el canal del lago Klara.
Greta acababa de empezar el quinto curso y no se encontraba bien. Lloraba por las noches a la hora de dormir. Lloraba de camino al colegio. Lloraba durante las clases y en los recreos, y los profesores nos llamaban casi todos los días. Svante tenía que salir corriendo y llevarla de vuelta a casa. A casa con Moses, porque nadie más que Moses lograba consolarla.
Greta se pasaba luego horas con nuestro golden retriever, dándole mimos, acariciándolo. Lo intentamos todo, pero nada daba resultado. Ella desapareció en una especie de oscuridad, como si hubiera dejado de funcionar. Dejó de tocar el piano. Dejó de reír. Dejó de hablar.
Y dejó de comer.
Sentados en el duro suelo de mosaico del baño, supimos exactamente lo que teníamos que hacer. Lo intentaríamos todo. Lo cambiaríamos todo. Teníamos que hacer que Greta volviera, costara lo que costara.
Aunque eso no era suficiente. Debíamos hacer algo que fuese más allá de las palabras y los sentimientos: un balance, una ruptura.
—¿Cómo lo ves? —preguntó Svante—. ¿Quieres seguir?
—No.
—Bien. Creo que ya va siendo hora de que pasemos de todo esto —dijo—. No se puede popularizar la ópera cuando las instituciones no quieren que sea popular. Importa una mierda que alguien dé con ese público nuevo si nadie lo quiere.
—Estoy totalmente de acuerdo. Ya está. Se acabó, ya no quiero seguir. —Y era verdad.
—Si no basta con lograr que veinte mil personas vayan a escuchar ópera a una sala de exposiciones en mitad del bosque en la isla de Värmdö, a tres kilómetros de la parada de autobús más cercana, todo sin ningún patrocinador ni un céntimo de subvención, si ni siquiera eso es suficiente, nada lo será, joder.
El carácter de Svante no siempre juega a su favor. Pero, en efecto, yo no tenía mucho que objetar a su razonamiento.
—Hemos hecho todo lo posible —dije—. Sinceramente, creo que si siguiéramos no aguantaría.
—Entonces lo cancelamos todo. Todos los contratos —prosiguió Svante—. Madrid, Zúrich, Viena, Bruselas. Todos. Ya se nos ocurrirá una buena excusa. Y hacemos otras cosas: conciertos, musicales, teatro, televisión. Canta ópera. Canta, pero no hagas más representaciones.
—Dentro de dos semanas daré la última función. Después, se acabó para siempre.
Había tomado una decisión.
—¿Decimos algo? ¿O es una tontería?
—Sí —respondí—, es una tontería.
No dijimos nada.
Escena 5
Jerjes, rey de Persia
Después me contaron que estuve inconsciente casi diez minutos. Al público se le informó de que, lamentablemente, la representación se retrasaría un poco.
Tras el telón no se hablaba más que de cómo afrontar la situación, claro, pero ya no me importaba, pues yo ya sabía lo que iba a hacer.
Había llegado el momento de dejarlo de una vez por todas.
Bebí un sorbo de agua y asentí mirando al director.
—¿Puedes levantarte?
—No. —Me levanté.
—¿Puedes andar?
—No. —Me encaminé hacia la puerta del escenario.
Todos se intercambiaron miradas de preocupación.
—Pero ¿puedes cantar?
—No —dije asintiendo con la cabeza hacia el director, y salí al escenario.
Quienes asistieron aseguran que aquella noche la ovación final fue extraordinaria. La gente se puso en pie y vitoreó con un ímpetu poco habitual.
Entre bastidores, todos eran presa de una especie de euforia, igual que en una película. Los reyes nos vitoreaban, y todos hablaban y reían a la vez.
Como a cámara lenta.
Pernilla me ayudó a quitarme el vestido y la peluca.
—No le digas a Svante lo que ha pasado. ¿Para qué preocuparlo?
Ella asintió con la cabeza en silencio.
Desde el vestíbulo de la planta de arriba llegaban voces que hablaban en sueco, francés, alemán, español...
Qué contentos parecían. Y cuando me acompañaron al taxi, vi que alzaban sus copas de champán para brindar. Alguien lanzó un viva y se oyeron cuatro hurras...
Me tumbé en el asiento de atrás y estuve llorando todo el trayecto hasta el centro.
No por tristeza. No por alivio. No por cómo estaban las cosas.
Lloré porque no recordaba nada de la representación.
Era como si no hubiera estado allí.
Escena 6
Ñoquis
«Desayuno: 1/3 de un plátano. Tiempo: 53 minutos.»
En la pared tenemos una hoja de papel de tamaño A3 donde escribimos todo lo que Greta come y lo que tarda en hacerlo. No es mucho. Y lleva su tiempo. En el servicio de urgencias del SCÄ, el Centro de Trastornos Alimentarios de Estocolmo, dicen que a la larga este método suele acabar funcionando. Se toma nota de las comidas, y se apunta en una lista lo que se puede comer, lo que quizá se podría comer un poco más adelante y lo que a uno le gustaría poder comer.
Nuestra lista es corta: arroz, aguacate y ñoquis.
Es martes 8 de noviembre y nos hallamos en algún lugar entre el abismo y Kungsholms Strand, nuestra casa. En el colegio, las clases empiezan dentro de cinco minutos. Pero hoy no va a haber colegio. No va a haber colegio en toda la semana.
Ayer recibimos otro correo electrónico de la escuela en que se expresaba la «preocupación» por las repetidas faltas de asistencia de Greta, pese a que tanto los médicos como los psicólogos ya habían enviado varias cartas al equipo directivo para explicar la situación.
Les informo de nuevo de las circunstancias en que nos encontramos, a lo que me responden con otro correo electrónico en el que dicen que esperan que Greta acuda a la escuela como siempre el lunes para que podamos abordar y superar «este problema».
No, Greta no irá al colegio el lunes. Lleva dos meses sin comer, y si no se produce un cambio drástico la semana que viene, la ingresarán en el hospital infantil Sachsska.
Comemos sentados en el sofá viendo un DVD de la serie Érase una vez. Hay varias temporadas y cada una dura más o menos medio período geológico. Y eso nos va bien. Necesitamos océanos de tiempo para conseguir llegar al final de cada comida.
Svante cocina ñoquis. Es muy importante que la textura sea perfecta; de lo contrario, Greta no se los puede comer.
Servimos una determinada cantidad en un plato. Es un difícil juego de equilibrio, pues si ponemos demasiados, nuestra hija no come nada y si ponemos pocos, no come lo suficiente. Todo lo que consiga ingerir es, se mire por donde se mire, insuficiente; pero cada bocado, por pequeño que sea, es importante y no hay que desperdiciar nada.
Greta empieza a ordenar los ñoquis. Les da la vuelta. Los aplasta y a continuación reanuda todo el proceso. Tras veinte minutos así, se pone a comer. Lame y chupa y mordisquea un poco. Va despacio. Se acaba un capítulo de la serie. Treinta y nueve minutos. Mientras da comienzo el siguiente episodio, apuntamos los tiempos intermedios, la cantidad de bocados por capítulo, pero no decimos nada.
—Estoy llena —dice de repente—. No quiero más.
Svante y yo no nos miramos. No debemos dejar que se nos note la frustración, porque nos hemos dado cuenta de que es lo único que funciona. Hemos probado otras estrategias, todas las que puedan imaginarse.
La hemos regañado. Hemos gritado, reído, llorado. La hemos amenazado, rogado, implorado, y le hemos ofrecido todos los sobornos que nuestra imaginación ha podido inventar. Pero esto parece ser lo que mejor funciona.
Svante se acerca al papel de la pared y escribe: