Rebelión (Los 100 4)

Kass Morgan

Fragmento

 Rebelión

CAPÍTULO 1

CLARKE

Clarke tiritó al sentir la ráfaga de viento que soplaba por el claro y hacía revolotear las hojas rojas y doradas que todavía se sostenían de los árboles.

—Clarke —la llamó una voz débil.

Era una voz que había imaginado en innumerables ocasiones desde su llegada a la Tierra. La había escuchado en el arroyo torrencial. La había escuchado en el crujir de las ramas. Y, sobre todo, la había escuchado en el viento.

Pero ya no tenía que seguir repitiendo que era imposible escucharla. Sintió cómo un calor se extendía por su pecho y Clarke volteó y vio a su madre que caminaba hacia ella con una canasta llena de manzanas del huerto de los Terrícolas.

—¿Ya las probaste? ¡Están deliciosas! —Mary Griffin dejó la canasta sobre una de las mesas largas de madera y le lanzó una manzana a Clarke—. Trescientos años de ingeniería genética y nunca nos acercamos siquiera a producir algo similar a esto en la Colonia.

Clarke sonrió y le dio una mordida a la fruta. Miró el campamento bullicioso a su alrededor. Los Colonos y los Terrícolas trabajaban juntos alegremente preparando su primera celebración conjunta. Félix y su novio Eric cargaban tazones pesados llenos de verduras que los Terrícolas cultivaron en sus jardines y prepararon en sus cocinas. Dos Terrícolas estaban mostrándole a Antonio cómo tejer ramas para hacer coronas ornamentales. Y, a la distancia, Wells estaba puliendo una de las nuevas mesas para pícnic con Molly, quien había empezado a trabajar recientemente con un carpintero Terrícola.

Era difícil creer, al verlos a todos en ese momento, que habían soportado tantas dificultades y dolor en los últimos meses. Clarke era una de los cien adolescentes originales que habían enviado a la Tierra para comprobar si los humanos podían sobrevivir a la radiación del planeta. Pero su cápsula había chocado y se había interrumpido toda la comunicación con la Colonia en el espacio. Mientras los cien habían luchado por sobrevivir en la Tierra, los Colonos que se habían quedado se habían dado cuenta de que el sistema de soporte vital había fallado y se les acababa el tiempo. Conforme disminuían los niveles de oxígeno se fue extendiendo el pánico. Los Colonos lucharon para abordar las cápsulas que, desafortunadamente, sólo podían transportar a una fracción de la población. Clarke y los demás integrantes de los cien se habían sorprendido cuando varias cápsulas llenas de Colonos aterrizaron en la Tierra. Lo que ya no fue tan sorprendente fue que el vicecanciller Rhodes se había enfrascado en una campaña brutal para arrebatarle el poder a los adolescentes que se habían convertido en los líderes de facto de los Colonos en la superficie. Entre otras víctimas, esa disputa había resultado en la muerte de Sasha Walgrove, la novia de Wells e hija del líder pacífico de los Terrícolas, Max. Eso había avivado las tensiones entre ambos grupos. Sin embargo, terminaron uniéndose para derrotar a un enemigo peligroso, la facción separatista de Terrícolas violentos que quería destruir a los Colonos, y todos se esforzaron por trabajar juntos. Rhodes había renunciado a su cargo de vicecanciller y había ayudado a crear un nuevo Consejo compuesto de Colonos y Terrícolas.

Hoy no sólo era la primera celebración de ambos grupos; era también la primera vez que el nuevo Consejo se presentaría frente a su gente recién unificada. El novio de Clarke, Bellamy, era uno de los nuevos miembros del Consejo e incluso le habían pedido que pronunciara un discurso.

—Parece que todo está quedando bien —dijo la madre de Clarke mientras observaba a un joven Colono ayudándole a dos chicas Terrícolas a poner las mesas con platos toscos de hojalata y cubiertos de madera—. ¿Qué puedo hacer?

—Ya hiciste más que suficiente. Trata de relajarte —le respondió Clarke. Retrocedió un paso y absorbió la familiaridad de la sonrisa cálida de su madre. Aunque llevaban un mes de haberse reunido, no podía evitar seguir asombrada de que no hubieran devuelto a sus padres a la Colonia como castigo por traición, como le habían dicho. En vez de eso, los habían enviado a la Tierra, donde habían enfrentado incontables peligros antes de dar con ella. Desde entonces los dos doctores se habían convertido en miembros vitales del campamento y habían contribuido a la reconstrucción tras los ataques de la facción de Terrícolas violentos. Habían ayudado al doctor Lahiri a curar a los heridos y, junto con Clarke, Wells y Bellamy, estrecharon los lazos entre los Colonos y sus vecinos Terrícolas pacíficos.

Por primera vez desde que Clarke tenía memoria, la vida empezaba a sentirse apacible y llena de esperanza. Después de meses de miedo y sufrimiento, por fin parecía haber llegado el momento de celebrar.

El padre de Clarke cruzó el claro hacia las mesas rústicas, se detuvo a saludar a Jacob, un granjero Terrícola que era su amigo, y luego volteó a ver a Clarke con una gran sonrisa. Traía un montón de mazorcas de maíz de colores brillantes bajo el brazo izquierdo.

—Jacob dice que vamos a poder ver salir la luna antes de que llueva —comentó. David Griffin dejó las mazorcas en la mesa y se rascó pensativamente su nueva barba poblada mientras estudiaba el cielo como si ya pudiera verla—. Parece que se verá roja en el horizonte. Jacob la llamó la luna de los cazadores, pero me suena que es lo que nuestros ancestros llamaban la luna de la cosecha.

Cuando Clarke era niña a veces se cansaba de los sermones interminables sobre la Tierra que le daba su padre, pero ahora, después de pasar un año de luto por los padres que había creído muertos, disfrutaba y agradecía su plática animada.

Sin embargo, mientras su padre hablaba, Clarke desvió la mirada hacia la línea de árboles a la distancia. Una figura alta y conocida iba saliendo del bosque con el arco colgado de uno de los hombros.

—¿Sabes?, me gusta cómo suena «luna de los cazadores» —dijo Clarke distraída y se le dibujó una sonrisa.

Bellamy empezó a caminar más lentamente al entrar al claro y miró alrededor de todo el campamento. Incluso después de todo lo que habían pasado, saber que la estaba cuidando siempre hacía que a Clarke se le acelerara el corazón. No importaba qué les deparara este planeta salvaje y peligroso, lo enfrentarían juntos, sobrevivirían juntos.

Cuando Bellamy se acercó, ella pudo ver el bulto que colgaba de su espalda. Era un pájaro enorme con plumas extendidas color neón y un cuello largo y delgado. Por su aspecto, alcanzaría para alimentar a la mitad del grupo esa noche. La invadió un sentimiento de orgullo. Aunque su campamento era de más de cuatrocientas personas, incluyendo algunos de los guardias bien entrenados de la Colonia, Bellamy seguía siendo por mucho el mejor cazador.

—¿Es un pavo? —preguntó el padre de Clarke y casi volteó la mesa en su prisa por acercarse a verlo mejor.

—Los vimos en el bosque —dijo la madre de Clarke acercándose. Levantó una mano para protegerse del sol al mirar a Bellamy—. Al noroeste de aquí, el invierno pasado. Pensaba que eran pavo reales por las plumas azules. De cualquier manera, son demasiado listos y nunca pudimos atrapar uno.

—Bellamy puede atrapar lo que sea —dijo Clarke y luego se ruborizó cuando su madre le arqueó la ceja de manera insinuante.

A Clarke le había preocupado un poco presentarle a Bellamy a sus padres porque no estaba segura de cómo reaccionarían ante alguien que no fuera su ejemplar exnovio fenicio, Wells. Pero para su alivio, Bellamy les había caído bien de inmediato. Sus propias dificultades y experiencias los hicieron sentirse cercanos e incluso les despertaron un instinto protector hacia Bellamy, en especial cuando el joven pasaba la noche en la cabaña de la familia de Clarke acosado por pesadillas debilitantes que lo despertaban y lo dejaban temblando y sudoroso. Soñaba con pelotones de fusilamiento, vendas que se le fusionaban con la cara, el sonido de los gritos de Clarke y Octavia que le cimbraba hasta los huesos. En esas noches, sus padres se apresuraban a preparar su mezcla de hierbas para hacer un té que le ayudara a dormir, mientras Clarke lo tomaba de la mano. Ninguno de los dos jamás pronunció una palabra de advertencia a Clarke.

Ambos saludaron a Bellamy con alegría, pero a Clarke se le tensaron los hombros. Notaba algo raro en su manera de caminar. Su rostro estaba pálido y no dejaba de mirar por encima del hombro con ojos desorbitados y atemorizados.

La sonrisa del padre de Clarke desapareció cuando Bellamy se acercó. Extendió las manos para recibir el ave y Bellamy la dejó caer en sus brazos sin siquiera dar las gracias.

—Clarke —dijo Bellamy. Su respiración se oía entrecortada, como si hubiera llegado corriendo—. Necesito hablar contigo.

Antes de que ella pudiera responder, la tomó del codo y la llevó al otro lado de la fogata, hacia el borde del círculo de cabañas recién construidas. Ella se tropezó con una raíz que salía a la superficie y tuvo que apresurarse a recuperar el equilibrio para evitar que él se la llevara jalando.

—Bellamy, detente —dijo Clarke y se soltó.

A ella se le borró brevemente la mirada perdida.

—Lo siento. ¿Estás bien? —dijo y por un instante sonó a su voz habitual.

Clarke asintió.

—Sí, estoy bien. ¿Qué pasa?

Él volvió a adoptar la mirada frenética y estudió el campamento e inquirió.

—¿Dónde está Octavia?

—Viene de regreso con los niños.

Octavia se había llevado a los niños más pequeños a jugar al río toda la tarde para evitar que interfirieran con los preparativos. Clarke señaló una fila de niños tomados de la mano que iban cruzando el claro hacia las mesas. Octavia, con su cabello negro, iba al frente del grupo.

—¿Ves?

Bellamy se relajó un poco al ver a su hermana pero luego, cuando volvió a ver a Clarke a los ojos, su rostro volvió a ensombrecerse.

—Noté algo extraño cuando salí a cazar.

Clarke se mordió el labio e intentó evitar suspirar. No era la primera vez que él decía esas palabras esa semana. Ni siquiera era la décima. Pero ella le apretó la mano y asintió.

—Cuéntame.

Él pasó su peso de un pie al otro y una gota de sudor empezó a asomarse debajo de su cabello oscuro y despeinado.

—Hace una semana más o menos, vi una pila de hojas en el camino de los venados, el que lleva a Mount Weather. Me pareció… poco natural.

—Poco natural —repitió Clarke haciendo su mejor esfuerzo para ser paciente—. Una pila de hojas. En el bosque, en otoño.

—Una pila de hojas enorme. Cuatro veces más grande que cualquier otra a su alrededor. Suficiente como para que alguien se escondiera debajo de ella —empezó a caminar y a hablar, más para sí mismo que para Clarke—. No me detuve a revisarla. Debí haberme detenido. ¿Por qué no me detuve?

—Está bien —dijo Clarke lentamente—. Vayamos a verla ahora.

—Ya no está —dijo Bellamy y se pasó los dedos por el cabello ya de por sí revuelto—. No le hice caso ese día y hoy ya no está. Como si alguien la estuviera usando para algo pero ya no la necesitara.

La expresión de su rostro, una mezcla de ansiedad y culpa, apesadumbró el corazón de Clarke. Sabía de dónde provenía ese comportamiento. Después de que había llegado la segunda oleada de cápsulas, el vicecanciller Rhodes había intentado ejecutar a Bellamy por los delitos que supuestamente había cometido en la nave. Apenas dos meses antes, lo habían obligado a enfrentar la agonía de despedirse de la gente que amaba para después vendarle los ojos y llevarlo frente a un pelotón de fusilamiento. Miró a la muerte a los ojos creyendo que estaba a punto de abandonar a Octavia y destrozar a Clarke. Pero su ejecución inminente no se llevó a cabo porque los distrajo un ataque brutal de los Terrícolas. Aunque Rhodes acabó perdonando a Bellamy, la situación tuvo consecuencias. Los ataques de paranoia que presentó después no eran sorprendentes, pero en vez de mejorar, Bellamy parecía estar empeorando.

—Y cuando sumas esto a todo lo demás —continuó con una voz más nerviosa, más fuerte—. Las marcas de ruedas junto al río. Las voces que escuché en los árboles…

—Ya hablamos de eso —lo interrumpió Clarke y lo abrazó de la cintura—. Las marcas de ruedas podrían venir del poblado; la gente de Max tiene carretas. Y las voces…

—Las —dijo él e intentó alejarse de Clarke, pero ella no lo dejó.

—Ya sé —respondió ella y lo abrazó con más fuerza.

Él dejó de forcejear y descansó la barbilla en la cabeza de Clarke.

—No quiero hacer un escándalo… —Bellamy tragó saliva y omitió decir otra vez—. Pero es verdad. Algo no está bien. Lo sentí antes y lo estoy sintiendo ahora. Debemos advertirles a todos.

Clarke miró por encima de su hombro a toda la gente que trabajaba en el campamento: Lila y Graham transportaban baldes de agua e iban molestando a un chico más joven porque le costaba trabajo llevar su carga; niños Terrícolas que reían cuando llegaban corriendo desde su poblado con más comida para las mesas; guardias que platicaban al intercambiar posiciones en sus patrullas de vigilancia.

—Necesitamos advertirles antes de esta… celebración —indicó Bellamy con un ademán displicente de la mano— o lo que sea esto.

—La fiesta de la cosecha —dijo Clarke.

A ella le encantaba la idea de participar en una tradición que llevaba cientos de años de existencia, incluso antes del Cataclismo: la guerra nuclear que casi destruyó la Tierra y obligó a los primeros Colonos a poblar el espacio para salvar a la raza humana.

—Max dijo que se ha celebrado aquí durante generaciones y será agradable tomarnos un momento para… —siguió diciendo Clarke.

—Eso es lo que está esperando esa facción de Terrícolas —interrumpió Bellamy con voz cada vez más fuerte—. Si yo fuera a atacar, hoy sería el día. A todos juntos. Blancos fáciles.

Un niño salió dando saltos de su cabaña pero, al ver a Bellamy, palideció y se volvió a meter.

Clarke tomó a Bellamy de las manos y sintió cómo le temblaban. Lo miró a los ojos.

—Confío en ti —le dijo—. Confío en que viste lo que viste —él asintió y la escuchó, aunque su respiración seguía agitada—. Pero tú también tienes que confiar en mí. Estás seguro aquí. Estamos seguros. La tregua que negociamos el mes pasado sigue en pie. Max dice que el grupo de Terrícolas se fue más al sur en cuanto perdió y nadie lo ha vuelto a ver desde entonces.

—Lo sé —respondió Bellamy—. Pero es más que la pila de hojas. Tengo una sensación en la nuca…

—Entonces reemplazaremos esa sensación con otra —dijo Clarke y se puso de puntillas para besar a Bellamy bajo la mandíbula, luego continuó besándolo hacia la nuca.

—No es así de sencillo —replicó él, pero Clarke pudo notar que al fin empezaba a relajarse.

Ella se inclinó hacia atrás y le sonrió.

—Vamos, hoy es un día feliz, Bel. Es tu primer evento grande como miembro del Consejo. Piensa en tu discurso. Concéntrate en disfrutar toda la comida que ayudaste a proveer.

—El Consejo —dijo con los ojos cerrados y suspirando—. Claro. Se me olvidó el maldito discurso.

—Estarás bien —dijo Clarke y se estiró nuevamente para rozarle la mejilla rasposa con los labios—. Eres bueno para improvisar.

—Es verdad —respondió. La abrazó por la cintura y la acercó a él sonriendo—. También soy bueno improvisando otras cosas.

Ella rio y le dio un manotazo.

—Sí, eres magnífico. Ahora ven a ayudarme a organizar esta cena antes de que tengas que irte con el Consejo. Podremos celebrar en privado después.

Él caminó detrás de ella con los brazos todavía alrededor de su cintura. Clarke podía sentir su aliento cálido en la nuca.

—Gracias —murmuró.

—¿De qué? —preguntó ella fingiendo no darle importancia e intentando ocultar que su corazón latía cada vez más rápido por la creciente preocupación.

Tal vez lo había podido tranquilizar ese día. Y el anterior. Y la noche previa.

Pero no podía seguir haciendo caso omiso al hecho de que Bellamy estaba empeorando.

 Rebelión

CAPÍTULO 2

WELLS

Wells sintió los músculos de la espalda en llamas cuando levantó el último barril de sidra para subirlo a la carreta. Después de días de ayudar en los preparativos de la fiesta de la cosecha, tenía las manos agrietadas y lastimadas, los pies hinchados y adoloridos. Le dolía cada centímetro del cuerpo.

Y lo único que podía pensar era: más. Más dolor. Más trabajo. Cualquier cosa que lo distrajera de los pensamientos oscuros que le infectaban la mente como moho. Cualquier cosa para olvidar.

Una mujer Terrícola pasó a su lado. Traía a su bebé en una cangurera y le sonrió a Wells. Él asintió amablemente en respuesta y se preparó para recibir el recuerdo que lo sacudió como meteoro: Sasha mostrándole una espiga de trigo a ese mismo bebé para entretenerlo mientras su madre colgaba ropa afuera de su cabaña. El cabello negro de Sasha que caía frente a su rostro y sus ojos verdes cuando bromeaba con Wells porque le tenía más miedo a los bebés que a enfrentar a Rhodes y sus tropas en batalla.

Wells apretó los dientes y se agachó para levantar la carreta. El dolor que sintió al cargar ese peso borró el recuerdo. Luego llevó su carga por el camino central del poblado hacia la orilla del bosque, donde los demás estaban arreglando su cargamento.

Paul, el pelirrojo, no estaba de guardia, pero de todas maneras traía puesto su uniforme. Estaba parado sobre una roca, supervisando a los Terrícolas y Colonos que se habían ofrecido como voluntarios para llevar provisiones al campamento para el festejo de esa noche.

—A ver, todos, ya hice un recorrido exhaustivo por el bosque y la costa está despejada. Pero de todas maneras apresurémonos por si acaso —aplaudió y señaló el camino ya bien definido que atravesaba el bosque—. Pónganse alertas y en constante vigilancia.

Wells notó que algunos de los pobladores miraban a Paul divertidos. Paul había llegado hacía relativamente poco tiempo; era uno de los Colonos de la cápsula que había aterrizado más lejos. Su grupo había llegado al campamento justo antes de la sangrienta batalla contra la facción violenta de Terrícolas, que había terminado en tregua.

Wells había conocido un poco a Paul en la Colonia. Era amable y con mucha energía, pero a Wells siempre le había parecido más un soldado confiable y competente, que un líder. Sin embargo, las cosas habían cambiado claramente en el último año. Lo que fuera que le haya sucedido al grupo de supervivientes de Paul, entre el aterrizaje y su llegada al campamento, l

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