El valle de los mamuts

Igor Ramírez García-Peralta

Fragmento

El valle de los mamuts

A los 37 años comprendí que la historia no va en una sola dirección, que no es una espiral que conduce siempre a más —más libertades, más conocimiento, más vida—. Pensaba que las calamidades eran distracciones, escalas, simples paradas técnicas dentro del caudal del progreso. Que los diques robustos de la civilización nos contenían, que la corriente necesariamente desembocaba en el mar y que el olor a carne quemada se acabaría quedando atrás. Pero me equivoqué. Historia no es sinónimo de evolución y nuestro cuento no tiene un final feliz garantizado. La historia se bifurca, estanca, retuerce y retrocede. La historia se acaba y nada asegura que vuelva a empezar. La historia es arcilla que con la sangre se hace fango y al secarse se agrieta, se desbarata en polvo y arena que el viento arrambla para que luego lluevan gotas de sangre.

Viví mi infancia en el barrio de Chamberí, en Madrid. A mi madre le gustaban los perfumes y coleccionaba frascos miniatura sobre la estantería de su baño. Olía a higos maduros, y mi padre, cirujano pediatra, a Minotaure, astringente y tabaco. Emergí de la adolescencia en una sola pieza, con inseguridades propias de la edad, pero sin curtirme en desalientos. Nunca me rompieron el corazón, ni creo habérselo roto yo a nadie. Hijo único, crecí con Chato, un gato persa gris azulado, de ojos grandes y amarillos y, años más tarde llegó Mago, mi perro de orejas aterciopeladas. Lo encontré un día lluvioso de otoño, en Humanes, un infame polígono industrial. Tendría apenas dos meses y se plantó frente a mí con su carita de mil amores y su patita derecha hecha añicos. Vomitó plástico y pelo en el trayecto a casa y, ya desde esa primera tarde, insistió en que a él y a mí nos esperaba algo grande, que la nuestra sería una de aquellas amistades que definen toda una vida. Gracias a él y por culpa de su encanto, llevo décadas automedicándome la compañía de mis animales para, con mayor o menor éxito, hacer frente a la ansiedad. Con ellos he vencido fobias y angustias, juntos nos hemos inventado ninfas y ogros que habitan nuestras medias noches y a los que les ladramos a coro.

Mamíferos, aves, reptiles, no importa que tengamos pelo, plumas o escamas, que sudemos o que, como los cerdos, seamos incapaces de hacerlo y no quede más remedio que revolcarnos en charcos de orina para refrescarnos; a todas las bestias nos rigen dos deseos primarios: sobrevivir y poseer —manosear, frotar, comer, follar— aquello que no es nuestro, hacernos con lo ajeno. El gato siempre preferirá el pienso del perro y el perro siempre el del gato. Así somos todos.

Solía veranear con mis padres en Ibiza y ahí, en el norte de la isla, entre Sant Carles y Sant Joan, compré mi primera casa con la herencia de la abuela. Desde su porche veíamos el mar, Formentera y el faro de la Mola. Luego, los pinos crecieron y Pilar nunca los quiso podar. Pilar Bolton fue mi mujer. Nos conocimos en la universidad. Yo estudiaba Derecho y Ciencias Políticas, ella Historia y Filología Clásica. Sus ojos tenían un verde que se le deslavó con los años, llevaba el pelo al ras de los hombros, las cejas estilizadas en dos finos arcos y la mejilla derecha se le hundía en un hoyuelo al sonreír. Nuestra amistad se ha quedado empantanada en esa eterna preocupación que ella se obstina en hacer pasar por una especie de parentesco. Yo sin familia y sin pareja, yo solo en navidades y en pascuas; yo con mis perros, mis gatos, mis gallinas, mi halcón babilónico y mi incansable asistenta Elena, la de la pata un poco coja, el perfume a geranio y menta y el aliento a propóleo y eucalipto.

Vivo con Elena y solo ella sabe tenerme paciencia. Solo ella sabe dónde dejé mis gafas; solo ella reconoce cuando mi sonrisa es sincera; cuando lamí tres gotas por la mañana en lugar de dos y cuando ninguna. A ella y a nadie más le confío mis contrabandos: los vergonzosos aguacates que me traen de vez en cuando para el desayuno, las antigüedades griegas y romanas, mis nostalgias francesas, italianas o inglesas, las anforitas ibicencas y el palo santo «percudido en sangre». Así le decía Pilar, sangre indígena, de jaguar y conflicto, sangre de selva talada, extinta, quemada. Solo Elena sabe enderezarle las patas a los pollitos que rompen mal su cascarón. Solo ella puede recibir a los invitados, ofrecerles que pasen la noche en casa o insinuarles que es hora de que se marchen.

Vivo con Elena y con mis animales. Con mis achaques —espalda baja, rodilla izquierda, garganta seca—, mis manías, mis olores —leña, ajo frito, pan caliente (del bueno), curry carbonizado en el fondo de una olla y vino trasudado; olor a sábanas y a cama recién abandonada, a libros y papel, a ropa limpia y a abrigos halados por juergas—.

Vivo con el viento que despeina este pelo entrecano, grueso, rebelde; que despeina a los algarrobos, las sabinas y el enebro.

Vivo con el polvo que carga el viento: arena africana que, granito a granito, llega desde el Sahara hasta las Pitiusas.

Vivo con el polvo tan necio que se aferra a los objetos que he acumulado durante una vida: mis bronces, mármoles, cuarzos, lienzos, maderas y terciopelos.

Vivo con mis estatuillas: dos Goyas, un Oso de Oro y uno de plata, un León de plata y el garbeado óscar a la mejor película extranjera. A todas ellas, además del polvo y las telarañas, las abrazan recuerdos que arrastro como lastres. Glorias atragantadas, engullidas con martinis, negronis y copas de champaña que me causan acidez y reflujo. El vino también es de contrabando. El buen vino llega a escondidas, y Elena lo recibe para guardarlo bajo llave y esconderlo de Hacienda. Bien nos vale ser discretos.

Vivo a base de gotas y tengo la casa repleta de goteros: entre mis lecturas sobre la mesita de noche, en el librero de mi dormitorio, frente al retrato de Mago; en el escritorio del estudio, en la estantería del cuarto de baño y en la puerta de la nevera, al lado de la salsa de soja, la mostaza, los tubos de wasabi y mayonesa alemana. CBD, THC, microdosis de LSD y de setas. Ravintsara, siempreviva amarilla, menta y bergamota. Clonazepam para verdaderas emergencias —me gusta cómo su sabor dulzón me adormece la lengua—. Gotas para despertar, para dormir. Gotas para la ansiedad. Gotas para la apetencia, para las ganas de vivir, para el hambre y el ayuno. Venenos, antídotos, pócimas y mejunjes. Las gotas de THC es mejor colocarlas bajo la lengua y esperar diez segundos antes de tragar saliva, las de CBD es indiferente y las de LSD o psilocibina las cuento sobre el dorso de mi mano izquierda y luego las lamo.

Confiaba en mi memoria para reconocer el contenido de cada frasco y recordar sus dosis, hasta aquella vez que me cegué con un colirio de uso veterinario antes de irme a la cama. Amanecí a solas la mañana siguiente, con la vista borrosa, sin lograr leer la pantalla del móvil, mucho menos la etiqueta del gotero que repasaba con las yemas de los dedos empecinado en aprender Braille por ósmosis. Me sentí viejo e inútil, incapaz de conducir o de llamar a un médico para pedir auxilio. Un preview del Silvestre anciano, destinado a resbalarse en mitad de la noche, a fracturarse la cadera para permanecer inmóvil hasta que me encuentre Elena días después, solo en mi colina, con el pijama cagado y meado.

Tengo 59 años, aún nado en la piscina y en aguas abiertas, corro en asfalto y por las montañas, me monto en la bicicleta de carretera o en la gravel para recorrer caminos rurales. Soy aún buena piel, buen músculo, buen pelo, poca grasa y buen esperma, de chorro potente. Pero las décadas galopan con rabia, aceleradas en su furia y mi mañana desvalida se acerca, salivando sus ganas de comerse la poca dignidad que aún me quedará, para reducirme a un viejo ciego y en pañales.

El futuro empezó hace veintidós años. Nos empujaron a él. Hasta entonces había añorado épocas pasadas, eras que no viví: las grandes guerras, las revoluciones ideológicas, las quemas de libros y sostenes, Woodstock, los Beatles, el sida y sus estragos. Envidioso de tragedias, en 2001 me perdí los atentados terroristas de Nueva York por vivir en Madrid y en 2004 me perdí los de Madrid por estar de viaje en Nueva York. Una vida blanda hasta aquel febrero de 2020, cuando recorría Toronto y San Francisco, tras las huellas de Gaëtan Dugas, el supuesto paciente cero del sida, para escribir un guion que nunca terminé. La realidad se encrespó y sobrepasó el cortafuegos que la separa de la ficción. En marzo llegó el primer confinamiento y, semanas después, las grandes fábricas de perfumes francesas tuvieron que destinar sus líneas de producción al gel desinfectante; la Ferrari presentó un ventilador de bajo costo para las UCIs; el USNS Comfort, un barco hospital de la Marina de Estados Unidos, atracó en el muelle de Hell’s Kitchen para socorrer a una ciudad colapsada, y en Madrid, la pista de hielo a la que me llevaba mi padre de pequeño hizo las veces de morgue.

No soy católico, pero creo. ¿En qué? No lo sé, mi fe va y viene, y a veces me sorprende como un juego de llaves que creía perdido o un billete de veinte euros en el bolsillo de algún pantalón. No soy católico, pero mis padres me criaron como tal y más de una vez he pretendido valerme de la religión en búsqueda de explicaciones o de alivio. Quizás por eso la transmisión televisiva de aquella bendición Urbi et Orbi del Santo Padre fracturó algo en mí: era una tarde lluviosa de finales de marzo, pintada de azules y con algún fulgor dorado que se escapaba de los interiores de las estancias papales. Francisco I ascendió la rampa en forma de cola de lagarto que conduce hacia la basílica de San Pedro con su esclavina revoloteándole sobre la sotana. La explanada vacía, mojada, y él, un anciano solo, enfilándose hacia el precipicio, devoto ante el crucifijo de San Marcelo del Corso, venerado por haber sanado la gran peste de 1522 y que, medio milenio después, se prestaba de nuevo al servicio de la humanidad. Esta vez ya sin salvación. Me conmovió la fragilidad del poder, el Vaticano vencido, sus rodillas raspadas y percudidas como las de una prostituta después de practicar una felación, hincada sobre la tierra de un descampado. La noche azul se precipitó sobre Roma y aquellos dorados resplandecieron aún más, el rumor de la lluvia, el cuerpo de aquel Cristo con su sangre centenaria, milagrosa, escurriéndole sobre las costillas de madera; el redoble de las campanas en todo su cansancio, parroquias e iglesias romanas, y la imperdible, escalofriante, sirena de una ambulancia que transportaría a algún ahogado ya sin oxígeno, sin aliento. Enfermos de carne azul. Nos sentí una raza olvidada, desamparada. Parecía una escena de aquellas películas americanas con montajes de noticiarios de todo el mundo, cacofonía de idiomas que anunciaban desastres impensados, incendios, tornados y terremotos implacables. Solo que los azotes eran reales.

Aquellos meses nos despojaron de nuestra última inocencia: ya no nos pueden contar cómo será el fin del mundo porque, si bien con distintas intensidades, todos lo estamos viviendo, cada uno encerrado en su propio abandono, digitalizados, apartados de la carne y las sensaciones reales. El futuro dejó de ser algo lejano y de significar porvenir, perdió toda connotación de esperanza y hasta hoy a nadie se le ha ocurrido una nueva palabra. Quienes sobrevivan tendrán que inventarse una para nombrar su mañana, si es que aún tienen ganas de él.

En aquel momento decidí que nunca tendría hijos y mi separación de Pilar inició. Desde entonces he intentado plasmar en mis historias este futuro que vivimos a diario y que se nos cuela entre los dedos, que se escapa con el vaho que exhalamos y se escurre, en vano, con nuestro sudor, nuestras lágrimas y nuestra sangre, mientras nos hundimos en el aislamiento más profundo: la soledad de nuestra especie, el terror de sentirnos los únicos seres sapientes en el universo, hambrientos de otras vidas que nos acompañen. La decepción nos mastica, nos escupe y yo cuento cuentos para poner el dedo en la llaga y rascarla con uñas largas, de gitano. Todo va a peor. Nuestro compromiso con el cambio es efervescente, una espuma que borbotea con intensidad antes de extinguirse hasta que la próxima calamidad nos vuelva a apretar el pescuezo.

Una abeja reposa sobre el tronco de un sauce con sus alas guardadas, la trompa replegada bajo su cabecita peluda y su corbícula apenas espolvoreada con escaso polen. Sopla el viento y ella se retuerce, gira desorientada sobre sus patitas y su abdomen se contrae en un espasmo. El sol está por alcanzar su cenit y sus rayos se cuelan entre esas alas translúcidas que resplandecen como vitrales, con su delicada arquitectura de nervaduras por donde circula la hemolinfa, sangre real, hija de reina. Las extiende y las vuelve a cerrar. Las extiende y el viento la desplaza sobre el tronco. El borde desgastado del ala superior derecha ostenta una herida acaecida en una de tantas batallas por recolectar su preciosa carga. Abeja fiel, servicial, incansable, entregada. Su vuelo, a diferencia del de otros insectos, es cuestión de fuerza bruta y no de aerodinámica. Una vez más despliega sus alas, engancha las inferiores a las superiores con sus diminutos garfios y las bate hasta formar un torbellino que le permite emprender su ineficiente vuelo, con sus patitas traseras juntas en señal de veneración, de obediencia y rezo, mientras con las delanteras acicala su rostro.

Sol de mediodía, el viento deja de soplar y, por un momento, los pastos enmudecen, las espuelas de caballero se yerguen en un saludo marcial y las campanulas se desmayan en la más solemne reverencia, mientras que los lirios intentan consolar a las margaritas que lloran sus pétalos sobre los geranios que se fruncen adoloridos. Por tierra, un pelotón de hormigas que transporta media mantis desmembrada deja caer su fardo y, una a una, se contorsiona en una genuflexión de acróbata; la culebra se endereza, ensoberbece su anatomía y, con deferencia, despliega su lengua bífida, y una madre erizo, regordeta y simpática, estruja a sus dos crías que se tambalean en su andar aún inexperto y se gira hacia el cielo para despedirse de la abeja con sus ojos tiernos.

Las alas de la abeja baten una melodía con el coro del viento que ha vuelto a soplar. El jardín se transforma en sinfonía y un venerable agave hace las veces de órgano. Sus acordes progresan en una composición milenaria para acompañar a la abeja que sobrevuela las bocas de dragón, alzadas como torres por encima de un rosal desconsolado. Los céspedes cantan una tristeza jamás escuchada, lloran las peonias, los claveles y las anémonas japonesas. Los rayos del sol se quiebran en chispazos dorados sobre el lomo de la abeja que ralentiza su vuelo. La abeja ya no necesita batir más sus alas, es el aire quien la carga con mansedumbre insospechada. Sus patitas traseras se rinden y descuelgan la oración que rezaba; sus antenas finalmente dejan de transmitir su incesante señal de búsqueda, de necesidad, de auxilio y de deseo de servir. El viento se la lleva consigo para brindarle sepultura y las fuentes del cielo se quiebran en una lluvia sin nubes. La última de su especie, raza real, monarquía que sucumbe. Se va, se va y se fueron las abejas.

Escribí esas líneas años atrás durante un viaje a Cambridge en un cuaderno Clairefontaine A4 rojo, de hojas cuadriculadas y lomo deshilachado, con la Montblanc estilográfica, regalo de los abuelos, que utilizo desde los dieciocho años. Harto de los demás ponentes que participaban en una conferencia sobre los nuevos paradigmas de la masculinidad, decidí caminar a solas por los jardines de Trinity College. Ahí la descubrí, como en el relato, sobre el tronco de un árbol, aturdida, y solitaria e intuí que sería nuestra despedida. Nunca más volví a ver una abeja. Dos años más tarde, en 2032 las declararon finalmente extintas cuando llevábamos ya tiempo viviendo el efecto de su desaparición. La ausencia de su zumbido cambió el paisaje sonoro descalibrando todo tipo de radares, desde los de otras especies de animales hasta los de los velocímetros en las carreteras e, incluso, los de algunas avionetas y helicópteros. Se empezó a hablar del efecto «Torre de Jenga» en el contexto de la biodiversidad, el cambio climático e, incluso, en el de nuestra propia tecnología: substraer una especie, retirar uno de los bloques que conforman el sistema de la vida en este planeta, tiene consecuencias que no podemos determinar a priori y aumenta el riesgo de que la torre colapse. ¿Nos la jugamos? Game over.

Aún se conservan algunos enjambres por ahí, guarecidos en laboratorios; quizás haya alguno en la propia universidad de Cambridge donde subsista la prole de aquella abeja. Panales archivados, tesoros invaluables para después. Y uso esa palabra —después—, porque futuro, como sabemos, ha perdido toda connotación de esperanza. El futuro es hoy, es donde vivimos, es desolador y quien lo sobreviva se tendrá que inventar una nueva palabra para nombrar lo que promete suceder con el paso del tiempo.

Con las abejas se fue su miel y perdimos flores, frutos, bayas y hortalizas. También se fueron las moras y las cerezas. Aquel que esté dispuesto a pagar por ellas aún las puede conseguir, provenientes de Japón y sus campos fertilizados con drones. Caras, insípidas, hinchadas de aire, como las que llegaron esta mañana a casa en una ostentosa caja de madera.

«¡Silvestre!», grita Elena desde el porche con su premura habitual. Cruza el salón con su andar atropellado y la cristalería de la vitrina empotrada en el muro tintinea. La alfombra del corredor enmudece sus pasos, cruje el primer peldaño, el segundo. «¿Silvestre?», llama a la puerta y entra a mi estudio sin esperar a que le responda.

—¡Que te han enviado estas zarzamoras! —exclama, con la boca hecha agua— Vieras la de años que no me como una…

—Pues son tuyas, mujer —digo con indiferencia.

—¿Cómo que mías? ¿No me digas que no las quieres? —pregunta ofendida, recriminándome con su tono, una vez más, lo consentido que estoy.

—Pruébalas. No sabrán a nada.

Coloca la caja de madera sobre mi escritorio, grande como una de zapatos, con dos zarzamoras gravadas en bajo relieve. Sus manitas regordetas y sus ojos llenos de ganas, avispados en búsqueda de una herramienta para romper la cinta color púrpura. Le extiendo el abrecartas y, con la lengua asomándosele entre la comisura de sus labios, cercena de tajo el empaque.

—Ay, míralas, ¡qué bonitas son!

—Sintéticas, hechas en laboratorio, crecidas en agua y maduradas en la misma caja que tienes en las manos.

Arruga su nariz, refunfuñando mi amargura, y se lleva a la boca una zarzamora del tamaño de un huevo de codorniz que le revienta contra el paladar. Cierra los ojos, encoge sus hombros, sonríe y las mejillas se le redondean aún más.

—Qué envidia cuánto las disfrutas.

—¡Es que pruébalas! —esa última a alargada en tono de reclamo— Tú porque estás acostumbrado a estas cosas. Anda, cómete una…

—Tú las vas a disfrutar más.

—¡Pero que te comparto!

—¿Te acuerdas cuando crecían en el bosque?

Las zarzas repletas al final del verano. Me las comía ahí mismo, de pie entre los arbustos, con piernas y brazos arañados por sus espinas. Así me comía también los espárragos silvestres. Contadas las veces que logré hacerme una tortilla con ellos. Nunca llegaban al plato. Los devoraba en el jardín. «Y nísperos y cerezas… Echo de menos las cerezas».

—Y yo a mi madre, Silvestre. Pero uno tiene que aprender a disfrutar lo que trae la vida…

—Pues hoy te trajo esas zarzamoras japonesas, mujer. Disfrútalas.

Se lleva dos más a la boca y entre lengua y paladar las hace mermelada. Elena y su pragmatismo nato. Disfruto el placer que le dan las cosas bien hechas: su dicha por dejar una ventana bien limpia, lo satisfecha que se muestra cuando logra quitar el hollín a la puerta de cristal de la chimenea del salón. Gozo más su alegría al verme devorar su tortilla de patatas que el bocado que me llevo a la boca y al que, sin variar, le falta o sobra sal. Complacida y con las mejillas hinchadas por otro puñado de zarzamoras gigantes, se gira sobre sus talones y avanza hacia la puerta.

—Elena, ¿quién las manda?

—Ah, claro —se ríe y mete la mano en el amplio bolsillo de su falda color salmón—. L. Paul, dice.

Suelto una carcajada.

—¿Laline

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