Danny el campeón del mundo (Colección Alfaguara Clásicos)

Roald Dahl

Fragmento

La gasolinera

La gasolinera

Cuando tenía cuatro meses, mi madre murió de repente, y mi padre tuvo que cuidar de mí él solo. Éste era mi aspecto en aquel entonces.

Yo no tenía hermanos ni hermanas.

Así que, durante toda mi infancia, desde los cuatro meses en adelante, no había nadie más que nosotros dos, mi padre y yo.

Vivíamos en un viejo carromato de gitanos detrás de una gasolinera. Mi padre era el dueño de la gasolinera, del carromato y de un pequeño prado que había detrás, pero eso era todo lo que poseía en el mundo. Era una gasolinera muy pequeña en una pequeña carretera secundaria rodeada de campos y de frondosas colinas.

Mientras yo era un bebé, mi padre me lavaba, me daba de comer, me cambiaba los pañales y hacía los millones de cosas que normalmente hace una madre por su hijo. No es una tarea fácil para un hombre, sobre todo cuando, al mismo tiempo, tiene que ganarse la vida arreglando motores de coche y sirviendo gasolina a los clientes.

Pero a mi padre no parecía importarle. Creo que todo el amor que había sentido por mi madre cuando ella vivía lo volcaba sobre mí. Durante mis primeros años, nunca tuve un momento de tristeza ni de enfermedad, y así llegué a mi quinto cumpleaños.

Como puedes ver, yo era un niño sucio, manchado de grasa y de aceite de los pies a la cabeza, pero eso era porque me pasaba el día en el taller ayudando a mi padre con los coches.

La gasolinera sólo tenía dos surtidores. Detrás de ellos había un cobertizo que servía de oficina. Lo único que había en la oficina era una mesa vieja y una caja registradora para meter el dinero. Era una de esas en las que aprietas un botón y suena un timbre y el cajón se abre de golpe con mucho ruido. A mí me encantaba.

El edificio cuadrado de ladrillo que estaba a la derecha de la oficina era el taller. Lo construyó mi padre con mucho cariño y era la única casa realmente sólida que había en aquel lugar.

–Tú y yo somos mecánicos –solía decirme–. Nos ganamos la vida reparando motores y no podemos hacer un buen trabajo en un taller costroso.

Era un buen taller, lo bastante grande como para que un coche entrara cómodamente y quedase mucho espacio a los lados para trabajar. Tenía teléfono para que los clientes pudieran acordar una cita y traer sus coches para repararlos.

El carromato era nuestra casa y nuestro hogar. Era una auténtica carreta de gitanos, con grandes ruedas y toda pintada con bonitos dibujos en amarillo rojo y azul. Mi padre decía que debía de tener por lo menos ciento cincuenta años. Decía que muchos niños gitanos habían nacido y crecido entre sus paredes de madera. Tirada por un caballo, la vieja carreta debía de haber recorrido miles de kilómetros por las carreteras y los caminos de Inglaterra. Pero sus correrías se habían acabado y como los radios de madera de las ruedas empezaban a pudrirse, mi padre le había puesto por debajo unas pilas de ladrillos para sostenerla.

Había una sola habitación en el carromato y no era mucho más grande que un cuarto de baño moderno de mediano tamaño. Era una habitación estrecha, de la misma forma que el carromato, y contra la pared del fondo había dos literas, una encima de la otra. La de arriba era la de mi padre y la de abajo la mía.

Aunque en el taller teníamos luz eléctrica, no nos permitían tenerla en el carromato. Los de la compañía de electricidad dijeron que era peligroso instalar cables en un sitio tan viejo y destartalado como ése. Así que conseguíamos el calor y la luz de un modo muy parecido a como lo hacían los gitanos muchos años antes. Teníamos una estufa de leña con una chimenea que salía por el techo y con eso nos calentábamos en invierno. Había un hornillo de parafina para hervir agua o guisar un estofado, y una lámpara de parafina que colgaba del techo.

Cuando me hacía falta un baño, mi padre calentaba agua y la echaba en un barreño. Luego me desnudaba y me frotaba de arriba abajo, de pie en el barreño. Creo que así me quedaba tan limpio como si me hubiera lavado en una bañera, probablemente más, puesto que no acababa sentado en mi propia agua sucia.

De mobiliario teníamos dos sillas y una mesita, que junto con una cómoda chiquitita, eran las únicas comodidades que poseíamos. Era todo lo que necesitábamos.

El retrete era una especie de cabañita de madera en el prado, a cierta distancia del carromato. En verano estaba bien, pero te aseguro que sentarse allí en un día de nieve, en invierno, era como sentarse dentro de una nevera.

Justo detrás del carromato había un viejo manzano. Daba unas manzanas estupendas que maduraban a mediados de septiembre y podías continuar cogiéndolas durante las cuatro o cinco semanas siguientes. Algunas de las ramas del árbol colgaban precisamente sobre el carromato y, cuando el viento hacía caer las manzanas por la noche, muchas veces daban en el techo. Yo las oía caer, pom... pom... pom..., encima de mi cabeza, mientras estaba acostado en mi litera, pero esos ruidos nunca me asustaron porque sabía exactamente qué era lo que los producía.

Me encantaba vivir en aquel carromato de gitanos. Me encantaba sobre todo por las noches, cuando estaba arropado en mi litera y mi padre me contaba cuentos. La lámpara de parafina tenía la llama baja, y yo veía los trozos de madera ardiendo al rojo en la vieja estufa y era maravilloso estar tumbado allí, acurrucado y calentito en mi cama, en aquella pequeña habitación. Y lo más maravilloso de todo era la sensación de que, cuando yo me durmiera, mi padre seguiría allí, muy cerca, sentado en su silla junto al fuego o tumbado en la litera encima de la mía.

El Gigante Simpático