A sus órdenes, mi general

J. Jesús Esquivel

Fragmento

Título

Introducción

Le dicen El Padrino

Recibí un breve mensaje de texto en mi teléfono que me llenó de ansiedad. Tenía que ser algo importante y muy delicado, de eso no tenía la menor duda.

“¿Podemos vernos en 90 minutos en la Freedom Plaza? No lleves tu teléfono celular.” Quien me escribía era un fiscal federal de distrito del Departamento de Justicia de Estados Unidos, a quien conocí en noviembre de 2018 en la Corte Federal del Distrito Este en Brooklyn, Nueva York, al inicio del juicio por narcotráfico contra Joaquín El Chapo Guzmán.

La Freedom Plaza (Plaza de la Libertad) se encuentra a media cuadra de la oficina de la revista Proceso en el National Press Building (Edificio Nacional de la Prensa), sobre la calle 14, entre la avenida Pensilvania y la calle E, y a tres cuadras de la Casa Blanca. Desde la Plaza se puede ver el Capitolio, y sobre esa misma vena vehicular se encuentra también la sede del Departamento de Justicia.

Era el martes 7 de abril de 2020. Llegué 20 minutos antes de la hora convenida, estaba ansioso. A los pocos meses de concluidos el juicio y la sentencia de cadena perpetua más 30 años de prisión al Chapo, me encontré con el fiscal en Washington durante el receso de una audiencia del juicio en contra de un capo importante del narcotráfico en México. El fiscal me había pedido en otra ocasión que le diera mi número de teléfono. “Sólo te buscaré el día que tenga algo importante e interesante que contarte.” Él no me dio el suyo. “Tengo varios, yo te buscaré”, se justificó.

Tras 20 minutos de esperar absorto en mis pensamientos, me sorprendió el fiscal cuando se puso frente a mí para saludarme. Me preguntó si llevaba conmigo el celular, le contesté que no, y enseguida cuestionó si llevaba una grabadora. Se la mostré, me la pidió y se cercioró de que estuviera apagada.

“Todo lo que te voy a contar es off the record, dejé mis teléfonos en la oficina”, comentó y se tocó los bolsillos del pantalón y del saco como para demostrármelo.

Comenzó por exigirme garantías de que nada de lo que me narraría se publicara, pues se trataba de una investigación federal en curso: “eso podría entorpecer la pesquisa y acarrearme una acusación en Estados Unidos por el delito de obstrucción de justicia”. Asentí con la cabeza, todo eso lo sabía muy bien tras varios años de cubrir como reportero casos criminales de alcance federal de la Unión Americana. Comenzamos a caminar sobre la explanada.

—Hay en Nueva York, en la Corte del Distrito Este, un caso muy delicado que tiene que ver con tu país. Se trata de un general de las Fuerzas Armadas metido con el narcotráfico. Un general muy importante. La DEA lo ha investigado y tiene pruebas en su contra —me explicó, palabras más, palabras menos. No grabé ni tomé notas, el fiscal no me lo permitió. De modo que no puedo citarlo, pero sí intentar recrear el diálogo.

Quise saber el nombre del general bajo investigación, pero se negó a develarlo. Me aclaró que se trataba de un militar que fue muy importante durante la presidencia de Enrique Peña Nieto. El pitazo me lo daba, como lo planteó él, para que con mis “fuentes mexicanas” intentara descubrir si el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador estaba enterado del caso.

Entonces me aclaró que si lograba conseguir información del lado mexicano sobre este asunto, podría publicarla en Proceso. Por su supuesto que quedaba vetado mencionar alguna fuente estadounidense: la omisión podría ser la salida para un reportero mexicano que provocara un escándalo al anticiparse a la exposición pública no autorizada por una corte federal sobre un caso criminal extraterritorial. Su consejo como abogado no me convenció del todo. Yo sabía que, en caso de publicar la nota, si lograba obtener alguna corroboración del lado mexicano, no precisamente quedaría invulnerable a un pleito con las agencias federales u otras instancias del gobierno de Estados Unidos, aun cuando no mencionara fuentes de ese país.

El fiscal estaba a punto de despedirse cuando le pregunté lo siguiente —esto sí lo cito en forma textual—:

—¿Algo más?

—Creo que al general le dicen El Padrino —me respondió y emprendió la caminata hacia el Departamento de Justicia.

Me quedé mirándolo unos instantes en su recorrido por la avenida Pensilvania. Las calles de la ciudad estaban desiertas, habían pasado unas semanas desde que se había declarado la pandemia por covid-19.

En las horas siguientes hice conjeturas sobre lo que me había dicho el fiscal. Barajaba nombres de mis contactos mexicanos de más alto nivel, a quienes intentaría recurrir para cotejar la información. Sin duda, se trataba de una bomba periodística. Lo he dicho en muchas ocasiones: no hay reportero sin suerte. Así que me sentí afortunado.

Comencé cuidadosamente mis indagaciones. Un par de días después del encuentro con el fiscal, llamé por teléfono a mis superiores en Proceso: primero, a Jorge Carrasco Araizaga, director, y posteriormente a José Gil Olmos, jefe de información. Ambos, por separado, compartieron mi opinión de que se trataba de información extremadamente delicada e importante. Concluimos que el caso del Padrino era señal de que el gobierno de Estados Unidos había decidido ir con todo y contra todos los exfuncionarios de presidencias anteriores a la de López Obrador que pudieran estar coludidos con los cárteles del narcotráfico de México.

Habían pasado cuatro meses desde que la Administración Federal Antidrogas (DEA, por sus siglas en inglés) había arrestado en Dallas, Texas, a Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública y arquitecto de la guerra militarizada contra el narco en el sexenio de Felipe Calderón. La agencia acusó a su antiguo aliado de ser cómplice de una fracción del Cártel de Sinaloa para trasegar cocaína al mercado estadounidense.

Fuera quien fuera El Padrino, la pista que soltó el fiscal federal de distrito era una jugada diferente de Estados Unidos sobre el tablero de la cooperación bilateral en seguridad y combate al crimen organizado. La DEA había decidido actuar en contra de militares mexicanos de alto rango, justo cuando la estrategia de López Obrador de “abrazos, no balazos” se estaba colocando el uniforme color verde olivo, con el acto de refundir a la antigua Policía Federal en la recién creada Guardia Nacional, a la que comandaría justamente un jefe marcial y no uno civil.

Acordé con Carrasco Araizaga y con Gil Olmos que los tres buscaríamos a nuestras fuentes de información en México, tomando en cuenta la condición impuesta por el fiscal estadounidense. Carrasco Araizaga quiso saber si me mantendría en contacto con el fiscal, lo cual podría ser difícil en el contexto de la pandemia. Supuse que sí y así se lo hice saber. Tenía el presentimiento de que tarde o temprano el fiscal se volvería a comunicar conmigo para saber si mis fuentes en México sabían del caso.

Luego de hablar co

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