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¿QUÉ ES EL FEMINISMO?
La metáfora de las gafas violetas
Me declaro en contra
de todo poder cimentado en prejuicios
aunque sean antiguos.
MARY WOLLSTONECRAFT
El feminismo es un impertinente —como llama la Real Academia Española a todo aquello que molesta de palabra o de obra—. Es muy fácil hacer la prueba. Basta con mencionarlo. Se dice «feminismo» y, cual palabra mágica, de inmediato, nuestros interlocutores tuercen el gesto, muestran desagrado, se ponen a la defensiva o, directamente, comienza la refriega.
¿Por qué? Porque el feminismo cuestiona el orden establecido. Y el orden establecido está muy bien establecido para quienes lo establecieron, es decir, para quienes se benefician de él.
El feminismo fue muy impertinente cuando nació. Corría el siglo XVIII y los revolucionarios e ilustrados franceses —también las francesas—, comenzaban a defender las ideas de «igualdad, libertad y fraternidad». Por primera vez en la historia, se cuestionaban políticamente los privilegios de cuna y aparecía el principio de igualdad. Sin embargo, ellas, las que defendieron que esos derechos incluían a todos los seres humanos —también a las humanas—, terminaron en la guillotina mientras que ellos siguieron pensando que el nuevo orden establecido significaba que las libertades y los derechos solo correspondían a los varones. Todas las libertades y todos los derechos (políticos, sociales, económicos...). Así, aunque existen precedentes feministas antes del siglo XVIII, podemos establecer que, como dice Amelia Valcárcel, «el feminismo es un hijo no querido de la Ilustración».[1] Es en ese momento cuando se comienzan a hacer las preguntas impertinentes: ¿Por qué están excluidas las mujeres? ¿Por qué los derechos solo corresponden a la mitad del mundo, a los varones? ¿Dónde está el origen de esta discriminación? ¿Qué podemos hacer para combatirla? Preguntas que no hemos dejado de formular.
El feminismo es un discurso político que se basa en la justicia. El feminismo es una teoría y práctica política articulada por mujeres que, tras analizar la realidad en la que viven, toman conciencia de las discriminaciones que sufren por la única razón de ser mujeres y deciden organizarse para acabar con ellas, para cambiar la sociedad. Partiendo de esa realidad, el feminismo se manifiesta como filosofía política y, al mismo tiempo, como movimiento social. Con tres siglos de historia a sus espaldas, ha habido épocas en las que ha sido más teoría política y otras, como con el sufragismo, donde el énfasis estuvo puesto en el movimiento social.
Pero además de impertinente, o precisamente por serlo, el feminismo es un desconocido. «Del feminismo siempre se dice que es recién nacido y que ya está muerto», dice Amelia Valcárcel. Ambas cuestiones son falsas. El trabajo feminista de los últimos años ha proporcionado material suficiente como para rastrear la historia escondida y silenciada y recuperar los textos y las aportaciones del feminismo durante todo este tiempo. Ha sido tan beligerante el ocultamiento del trabajo feminista a lo largo de la historia que este libro ha habido que actualizarlo varias veces desde su publicación, no solo por las nuevas aportaciones, cambios, éxitos sociales o nuevas corrientes que han ido apareciendo, sino también porque el trabajo de recuperación de nuestra historia continuamente añade a la genealogía del feminismo, nombres, acciones y textos desconocidos.
Sobre la segunda afirmación, que «ya está muerto», mucho nos tememos que corresponde más a un deseo de quienes lo dicen que a una realidad. Todo lo contrario. A estas alturas de la historia lo que parece incorrecto es hablar de feminismo y no de feminismos, en plural, no para señalar diferencias, todo lo contrario, para hacer hincapié en las diferentes corrientes que surgen en todo el mundo y han hecho del feminismo actual un movimiento global. De hecho, podemos hablar de sufragismo y feminismo de la igualdad o de la diferencia, pero también de ecofeminismo, feminismo institucional, ciberfeminismo..., y podríamos detenernos tanto en el feminismo en América Latina como en el africano, en el asiático o en el afroamericano... Como se cantaba en las revoluciones centroamericanas del siglo XX: «Porque esto ya comenzó y nadie lo va a parar.» Y es que uno de los perfiles que diferencian al feminismo de otras corrientes de pensamiento político es que está constituido por el hacer y pensar de millones de mujeres que se agrupan o van por libre y están diseminadas por todo el mundo. El feminismo es un movimiento no dirigido y escasamente, por no decir nada, jerarquizado.
Además de ser una teoría política y una práctica social, el feminismo es mucho más.[2] El discurso, la reflexión y la práctica feminista conllevan también una ética y una forma de estar en el mundo. La toma de conciencia feminista cambia, inevitablemente, la vida de cada una de las mujeres que se acercan a él. Como dice Viviana Erazo: «Para millones de mujeres [el feminismo] ha sido una conmoción intransferible desde la propia biografía y circunstancias, y para la humanidad, la más grande contribución colectiva de las mujeres. Removió conciencias, replanteó individualidades y revolucionó, sobre todo en ellas, una manera de estar en el mundo.»[3]
Ángeles Mastretta explica esta aventura personal con trasfondo poético en su libro El cielo de los leones: «Las puertas que bajan del cielo se abren solo por dentro. Para cruzarlas, es necesario haber ido antes al otro lado con la imaginación y los deseos. [...] Una buena dosis de la esencia de este valor imprescindible tiene que ver, aunque no lo sepa o no quiera aceptarlo un grupo grande de mujeres, con las teorías y la práctica de una corriente del pensamiento y de la acción política que se llama feminismo. Saber estar a solas con la parte de nosotros que nos conoce voces que nunca imaginamos, sueños que nunca aceptamos, paz que nunca llega, es un privilegio de la estirpe de los milagros. Yo creo que ese privilegio, a mí y a otras mujeres, nos los dio el feminismo que corría por el aire en los primeros años setenta. Al igual que nos dio la posibilidad y las fuerzas para saber estar con otros sin perder la índole de nuestras convicciones. Entonces, como ahora, yo quería ir al paraíso del amor y sus desfalcos, pero también quería volver de ahí dueña de mí, de mis pies y mis brazos, mi desafuero y mi cabeza. Y pocos de esos deseos hubieran sido posibles sin la voz, terca y generosa, del feminismo. No solo de su existencia, sino de su complicidad y de su apoyo.»[4]
La disputa sobre el feminismo comienza con su propia definición. Por un lado, como dice Victoria Sau: «Atareadas en hacer feminismo, las feministas no se han preocupado demasiado en definirlo.»[5] Y por otro lado, sabido es que quien tiene el poder es quien da nombre a las cosas. Por ello, el feminismo desde sus orígenes ha ido acuñando nuevos términos que histórica y sistemáticamente han sido rechazados por la autoridad, por el poder, en este caso, por la Real Academia Española (RAE), cuya autoridad hace décadas que está cuestionada por el feminismo. Así, el Diccionario de la lengua española entraba en el siglo XXI diciendo ¡en su vigésima segunda edición del año 2001!, Feminismo: «Doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los hombres. Movimiento que exige para las mujeres iguales derechos que para los hombres.» Tres siglos y los académicos aún no se habían enterado de que exactamente eso es lo que no es el feminismo. La base sobre la que se ha construido toda la doctrina feminista en sus diferentes modalidades es precisamente la de establecer que las mujeres son actoras de su propia vida y que el hombre ni es el modelo al que equipararse ni es el neutro por el que se puede utilizar sin rubor «varón» como sinónimo de «persona». ¿Pensará la Academia que las mujeres no tenemos derecho al aborto, por ejemplo, puesto que los hombres no pueden abortar?
Por fin, en su última edición —la vigesimotercera, de 2014— el diccionario de la RAE dice:
Feminismo
1.m. Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre.
2.m. Movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes del feminismo.
Tampoco es que los académicos se hayan esforzado mucho...
Siguiendo a Victoria Sau, «el feminismo es un movimiento social y político que se inicia formalmente a finales del siglo XVIII y que supone la toma de conciencia de las mujeres de la opresión, dominación y explotación de que han sido y son objeto por parte de los varones en el seno del patriarcado bajo sus distintas fases históricas de modelo de producción, lo cual las mueve a la acción para la liberación de su sexo con todas las transformaciones de la sociedad que aquella requiera».[6]
En la definición se hace hincapié en el primer paso para entrar en el feminismo: «la toma de conciencia». Imposible solucionar un problema si este antes no se reconoce. De hecho, para Ana de Miguel, «como ponen de relieve las recientes historias de las mujeres, estas han tenido casi siempre un importante protagonismo en las revueltas y movimientos sociales. Sin embargo, si la participación de las mujeres no es consciente de la discriminación sexual, no puede considerarse feminista».[7] Por eso nos gusta utilizar la metáfora de las gafas violetas que ya dejó por escrito Gemma Lienas en su libro El diario violeta de Carlota,[8] un estupendo manual para jóvenes. El violeta es el color del feminismo. Nadie sabe muy bien por qué. La leyenda cuenta que se adoptó en honor a las 146 mujeres que murieron en una fábrica textil de Estados Unidos en 1911 cuando el empresario, ante la huelga de las trabajadoras, prendió fuego a la empresa con todas las mujeres dentro. En esa misma leyenda se relata que las telas con las que estaban trabajando las obreras eran de color violeta. Las más poéticas aseguran que era el humo que salía de la fábrica, y se podía ver a kilómetros de distancia, el que tenía ese color. El incendio de la fábrica textil Cotton de Nueva York forma parte de la historia del feminismo, y el color de las telas forma parte de la mitología del feminismo más que de su historia, pero tanto el color como la fecha del 8 de marzo como Día Internacional de las Mujeres son compartidos por las feministas de todo el mundo.
Dice la Real Academia en su tercera acepción de impertinente: «Anteojos con manija, usados por las señoras.» Así que, trayéndonos los impertinentes a la moda del siglo XXI, la idea es comparar el feminismo con unas gafas violetas porque tomar conciencia de la discriminación de las mujeres supone una manera distinta de ver el mundo. Supone darte cuenta de las mentiras, grandes y pequeñas, en las que está cimentada nuestra historia, nuestra cultura, nuestra sociedad, nuestra economía, los grandes proyectos y los detalles cotidianos. Supone ver los micromachismos —como llama el psicoterapeuta Luis Bonino a las invisibles por normalizadas maniobras que realizan los varones cotidianamente para mantener su poder sobre las mujeres— y la estafa que representa cobrar menos que los hombres. Ser consciente de que estamos infrarrepresentadas en la política, que no tenemos poder real, y ver cómo las mujeres somos cosificadas día a día en la publicidad. Supone conocer que la medicina —tanto la investigación como el desarrollo de la industria farmacéutica— es una disciplina hecha a la medida de los varones y que las mujeres seguimos pariendo acostadas en los hospitales para comodidad de los ginecólogos, una profesión en España copada por varones. Supone saber que, según Naciones Unidas, una de cada tres mujeres en el mundo ha padecido malos tratos o abusos y que las mujeres somos asesinadas por miles en forma de terrorífico goteo, continuo, incesante. Supone, en definitiva, ser conscientes de que nos han robado nuestros derechos y debemos darnos prisa en recuperarlos si queremos vivir con dignidad y libertad al tiempo que construimos una sociedad justa y realmente democrática. Es tener conciencia de género, eso que a veces parece una condena porque te obliga a estar en una batalla continua pero consigue que entiendas por qué ocurren las cosas y te da fuerza para vivir cada día. Porque el feminismo nos hace sentir el aliento de nuestras abuelas, que son todas las mujeres que desde el origen de la historia han pensado, dicho y escrito libremente, en contra del poder establecido y a costa, muchas veces, de jugarse la vida y, casi siempre, de perder la «reputación». De todas las mujeres que con su hacer han abierto los caminos por los que hoy transitamos y a las que estamos profundamente agradecidas.
En eso consiste la capacidad emancipadora del feminismo. El feminismo es como un motor que va transformando las relaciones entre los hombres y las mujeres y su impacto se deja sentir en todas las áreas del conocimiento. El feminismo es capaz de percibir las trampas de los discursos que adrede confunden lo masculino con lo universal, como explica Mary Nash. Esa es la revolución feminista. No es una teoría más. El feminismo es una conciencia crítica que resalta las tensiones y contradicciones que encierran esos discursos.
Asegura Amelia Valcárcel que el feminismo «compromete demasiadas expectativas y demasiadas voluntades operantes. Incide en todas las instancias y temas relevantes, desde los procesos productivos a los retos medioambientales. Es una transvaloración de tal calibre que no podemos conocer todas sus consecuencias, cada uno de sus efectos puntuales, ya sea la baja tasa de natalidad, la despenalización social de la homofilia, la transformación industrial, la organización del trabajo...». Y añade: «Nada nos han regalado y nada les debemos. [...] Ya que hemos llegado a divisar primero, y a pisar después, la piel de la libertad, no nos vamos.»[9]
Ese es el espíritu del feminismo: una teoría de la justicia que ha ido cambiando el mundo y trabaja día a día para conseguir que los seres humanos sean lo que quieran ser y vivan como quieran vivir, sin un destino marcado por el sexo con el que hayan nacido. «Educar seres humanos valientes, dueños de su destino, tendría que ser la búsqueda y el propósito primero de nuestra sociedad. Pero no siempre lo es. Empeñarse en la formación de mujeres cuyo privilegio, parejo del de los hombres, sea no temerle a la vida y por lo mismo, estar siempre dispuestas a comprenderla y aceptarla con entereza es un anhelo esencial. Creo que este anhelo estuvo y sigue estando en el corazón del feminismo. No solo como una teoría que busca mujeres audaces, sino como una práctica que pretende de los hombres el fundamental acto de valor que hay en aceptar a las mujeres como seres humanos libres, dueñas de su destino, aptas para ganarse la vida y para gozarla sin que su condición sexual se lo impida.»[10]
El feminismo es la linterna que muestra las sombras de todas las grandes ideas gestadas y desarrolladas sin las mujeres y en ocasiones a costa de ellas: democracia, desarrollo económico, bienestar, justicia, familia, religión...
Las feministas empuñamos esa linterna con orgullo por ser la herencia de millones de mujeres que, partiendo de la sumisión forzada y mientras eran atacadas, ridiculizadas y vilipendiadas, supieron construir una cultura, una ética y una ideología nuevas y revolucionarias para enriquecer y democratizar el mundo.
La llevamos con orgullo porque su luz es la justicia que ilumina las habitaciones oscurecidas por la intolerancia, los prejuicios y los abusos. La llevamos con orgullo porque su luz nos da la libertad y la dignidad que hace ya demasiado tiempo nos robaron en detrimento de un mundo que sin nosotras no puede considerarse humano.
La historia del feminismo se estructura en olas, quizá porque el concepto indica, mucho mejor que un periodo o una época, que se trata de un movimiento de largo recorrido, conformado por distintos acontecimientos, que tiene su desarrollo según el lugar del mundo en el que nos situemos. La filósofa Alicia Miyares señala que «referir la historia del feminismo a partir de oleadas que se producen en determinados contextos históricos no responde a una metáfora casual. La ola describe a la perfección lo que el feminismo es, un movimiento social y político que se impone de forma arrolladora por la fuerza desatada en torno a la idea de igualdad».[11] La metáfora también es adecuada para explicar las reacciones patriarcales que surgen ante cada progreso feminista. Cada vez que las mujeres avanzamos, una potente reacción patriarcal se afana en parar o en hacer retroceder esas conquistas. Así, Miyares subraya que toda ola tiene un reflujo, una resaca, una reacción, es decir, un movimiento que antes de que se llegue a esa igualdad, va horadando, lastrando y restándole fuerza.
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LA PRIMERA OLA
Comienza la polémica
No conozco casi nada que sea de sentido común. Cada cosa que se dice que es de sentido común ha sido producto de esfuerzos y luchas de alguna gente por ella.
AMELIA VALCÁRCEL
Al siglo XVIII se lo conoce como el siglo de la Ilustración, el Siglo de las Luces... y de las sombras. La Ilustración y la Revolución francesa alumbraron el feminismo, pero también su primera derrota. La vida de las primeras feministas es un buen ejemplo de ello. En 1791, Olympe de Gouges escribía la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. En su artículo X la escritora francesa declaraba: «La mujer tiene el derecho a ser llevada al cadalso y, del mismo modo, el derecho a subir a la tribuna...» Y eso fue exactamente lo que le pasó. Olympe fue guillotinada en 1793, aunque nunca subió a ninguna tribuna, y no porque no lo hubiera intentado. Un año después de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, en 1792, era la inglesa Mary Wollstonecraft quien escribía Vindicación de los derechos de la mujer, considerada la obra fundacional del feminismo. Wollstonecraft moría también simbólicamente: a causa de una infección tras haber dado a luz a una niña.
Y el joven cura dijo: «La mente no tiene sexo»
Antes del nacimiento del feminismo, las mujeres ya habían denunciado la situación en la que vivían por ser mujeres y las carencias que tenían que soportar. Esas quejas y denuncias no se consideran feministas puesto que no cuestionaban el origen de esa subordinación femenina. Tampoco se había articulado un pensamiento destinado a recuperar los derechos arrebatados a las mujeres.
A partir del Renacimiento, que es cuando se transmite el ideal del «hombre renacentista» —que lejos de ser un ideal humano, solo se trataba de un ideal masculino—, se abre un debate sobre la naturaleza y los deberes de los sexos. Un precedente importante es la obra de Christine de Pizan La ciudad de las damas, escrita en 1405.
Christine de Pizan es una mujer absolutamente inusual para su época. Nació en Venecia en 1364 y cuando tan solo tenía cuatro años, su familia se trasladó a Francia, donde se educó y vivió hasta su muerte. Es la primera mujer escritora reconocida, dotada además de gran capacidad polémica, lo que le permitió terciar en los debates literarios del momento. Christine de Pizan roturó un terrero que transitarán las místicas, las humanistas del Renacimiento y destacadas poetisas.[1] En pleno siglo XIV, esta mujer, hija de un astrónomo, casada a los quince años con un hombre diez años mayor que ella, se queda viuda cuando apenas había cumplido los veinticinco años y al cargo de sus tres hijos, su madre anciana y una sobrina sin recursos.
En La ciudad de las damas, reflexiona sobre cómo sería esa ciudad donde no habría ni las guerras ni el caos promovidos por el hombre. Christine asegura que su obra nació tras haberse hecho una serie de preguntas clave. Así, relata en el primer capítulo de su Ciudad, cómo, ojeando un librito muy ofensivo contra las mujeres, se puso a pensar: «Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra, bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos [...] sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos —y la lista sería demasiado larga—, parecen hablar con la misma voz [...] Si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que contiene el poso de todos los vicios y males.»[2] La autora decide fiarse más de su experiencia que de los escritos masculinos, y con esa idea escribe La ciudad de las damas. En ella, defiende la imagen positiva del cuerpo femenino, algo insólito en su época, y asegura que otra hubiera sido la historia de las mujeres si no hubiesen sido educadas por hombres. Sorprendentemente, elogia la vida independiente y escribe: «Huid, damas mías, huid del insensato amor con que os apremian. Huid de la enloquecida pasión, cuyos juegos placenteros siempre terminan en perjuicio vuestro.»[3]
En sus libros, fundamentalmente políticos, de instrucción moral, civil y jurídica e históricos, Christine abordó temas como la violación o el acceso de las mujeres al conocimiento. Ya en su época, se la consideró como la primera mujer que se atrevió a rebatir los argumentos misóginos en defensa de los derechos de las mujeres. De Pizan falleció a los sesenta y seis años en la abadía de Passy. La ciudad de las damas se adjudicó a Boccaccio hasta 1786, cuando otra mujer, Louise de Kéralio, recuperó para Christine de Pizan la autoría de su libro.
La historia no enterró a esta mujer excepcional, pero sí lo hizo con muchas otras. En ese debate sobre los sexos que arranca en el Renacimiento se enfrentan dos discursos: el de la inferioridad y el de la excelencia. Nunca llegan a ponerse de acuerdo, pero ninguno duda de que las mujeres han de estar bajo la autoridad masculina. De toda esa disputa, la historia apenas ha respetado los textos femeninos o aquellos que defendían a las mujeres, pero sí ha llegado hasta nuestros días la reacción a ellos, como señala Ana de Miguel, con obras tan espeluznantemente misóginas como Las mujeres sabias, de Molière, o La culta latiniparla, de Quevedo.
Es en medio de esa polémica sobre los sexos cuando aparecen los escritos de Poullain de la Barre. Este filósofo, como señala Rosa Cobo,[4] siendo un joven cura de veintiséis años, publica en 1671 un libro polémico y radicalmente moderno titulado La igualdad de los sexos. Siguiendo a Cristina Sánchez,[5] Poullain de la Barre es un filósofo cartesiano que por sus ideas merece ser considerado un adelantado del discurso de la Ilustración. «En sus obras —subraya Sánchez—, aplica los criterios de racionalidad a las relaciones entre los sexos. Anticipándose a las ideas principales de la Ilustración, critica especialmente el arraigo de los prejuicios y propugna el acceso al saber a las mujeres como remedio a la desigualdad y como parte del camino hacia el progreso y que responde a los intereses de la verdad.»
Poullain de la Barre publicó otros dos textos sobre el mismo tema en los dos años siguientes: La educación de las damas para la conducta del espíritu en las ciencias y las costumbres y La excelencia de los hombres contra la igualdad de los sexos. En el primero, su intención era mostrar cómo se puede combatir la desigualdad sexual a través de la educación, y en el segundo, quiso desmontar racionalmente las argumentaciones de los partidarios de la inferioridad de las mujeres.[6] De la Barre hizo célebre la frase «La mente no tiene sexo» e inauguró una de las principales reivindicaciones del feminismo tanto en su primera ola como en la segunda: el derecho a la educación.
Pero no solo eso. El que fuera uno de los fundadores de la sociología también defendía algo aún más moderno, una idea parecida a la que siglos más tarde se desarrollaría como «discriminación positiva». Poullain de la Barre parte de la idea de que a las mujeres históricamente se les ha arrebatado todo lo que era suyo, así que el filósofo escribe: «Además de varias leyes que fueran ventajosas para las mujeres, prohibiría totalmente que se les hiciese entrar en Religión a su pesar.»[7]
Los Cuadernos de Quejas
No lo hemos estudiado en el colegio, pero aquellos grandes principios con los que la Ilustración y la Revolución francesa cambiaron la historia —libertad, igualdad y fraternidad— no tuvieron nada que ver con las mujeres. Todo lo contrario, las francesas y todas las europeas salieron de aquella gran revuelta peor de lo que entraron.
Los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX señalan la transición de la edad moderna a la contemporánea. Las características de este periodo histórico son el desarrollo científico y el técnico, y sus fundamentos son tres: el racionalismo —toda realidad puede ser científicamente analizada según principios racionales—; el empirismo —la experiencia de los hechos produce su conocimiento—, y el utilitarismo —el grado de verdad de una teoría reside en su valor práctico.
Al mundo que anunciaban teóricamente los filósofos de la Ilustración se llega gracias a dos procesos revolucionarios. Por un lado, las revoluciones políticas, que derribarán el absolutismo y caminarán por un primitivo embrión de democracia, y la Revolución industrial, que transformará los métodos tradicionales de producción en formas de producción masiva. Así, el 4 de julio de 1776, Thomas Jefferson redacta la Declaración de Independencia de Estados Unidos, que en realidad consiste en la primera formulación de los derechos del hombre: vida, libertad y búsqueda de la felicidad. En Francia, en pleno proceso revolucionario, el 28 de agosto de 1789, se proclama la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: reconocimiento de la propiedad como inviolable y sagrada; derecho de resistencia a la opresión; seguridad e igualdad jurídica y libertad personal garantizada.
En ambos casos, no hay un uso sexista del lenguaje. Realmente, cuando escribieron hombre no querían decir «ser humano» o «persona», se referían exclusivamente a los varones. Ninguno de esos derechos fue reconocido para las mujeres. Todas fueron excluidas.
Las revoluciones fueron posibles porque, además de una serie de razones económicas objetivas —malas cosechas, hambrunas, fluctuaciones demográficas y económicas, alza de los precios...—, comenzaba una nueva forma de pensar. Por primera vez en la historia se defiende el principio de igualdad y ciudadanía.
Sin embargo, Rousseau, uno de los teóricos principales de la Ilustración, un filósofo radical que pretende desenmascarar cualquier poder ilegítimo, que ni siquiera admite la fuerza como criterio de desigualdad, que apela a la libertad como un tipo de bien que nadie está autorizado a enajenar y que defiende la idea de distribuir el poder igualitariamente entre todos los individuos, afirma que, por el contrario, la sujeción y exclusión de las mujeres es deseable. Es más, construye el nuevo modelo de familia moderna y el nuevo ideal de feminidad.[8] Así argumentaba el filósofo en su famoso Emilio: «Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerles, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarles, consolarles, hacerles la vida agradable y dulce: he aquí los deberes de las mujeres en todos los tiempos y lo que se les debe enseñar desde su infancia.»[9]
El ejemplo de Rousseau es probablemente el mejor para identificar lo ocurrido en aquella época. Todo el cambio libertario y político que supone la Revolución francesa, sus filósofos, sus políticos, sus declaraciones de derechos, por un lado trae como consecuencia inevitable el nacimiento del feminismo y, por otro, su absoluto rechazo y represión violenta. Como señala Ana de Miguel: «Las mujeres de la Revolución francesa observaron con estupor cómo el nuevo Estado revolucionario no encontraba contradicción alguna en pregonar a los cuatro vientos la igualdad universal y dejar sin derechos civiles y políticos a todas las mujeres.»[10]
Así, el nacimiento del feminismo fue inevitable porque hubiese sido un milagro que, con el desarrollo de las nuevas aseveraciones políticas —todos los ciudadanos nacen libres e iguales ante la ley— y el comienzo de la incipiente democracia, las mujeres no se hubiesen preguntado por qué ellas eran excluidas de la ciudadanía y de todo lo que esta significaba, desde el derecho a recibir educación hasta el derecho a la propiedad.
Porque las mujeres no eran simples espectadoras como podríamos imaginar tras la lectura de los libros de historia. El feminismo ya nació siendo teoría y práctica. Además de los escritos de Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft, muchas mujeres en aquella época comenzaban a vivir de forma distinta, cuestionando su reclusión obligatoria en la esfera doméstica. Las propias teóricas, De Gouges y Wollstonecraft, eran mujeres que no acababan de encajar en su época por la forma de vida que tuvieron. Pero junto a ellas, en la Francia del siglo XVIII las mujeres fueron activas en todos los campos y crearon los salones literarios y políticos donde se gestaba buena parte de la cultura y la política del momento. Esos salones que nacen en París se extienden en los años siguientes a Londres y Berlín. Además, también abrieron los clubes literarios y políticos, que fueron sociedades que adquirirían una gran relevancia en el proceso revolucionario, especialmente la Confederación de Amigas de la Verdad creada por Etta Palm y la Asociación de Mujeres Republicanas Revolucionarias. En ambos clubes se discutían los principios ilustrados apoyando activamente los derechos de las mujeres en la esfera política.[11]
Otra de las formas en las que las mujeres participaron en la política de este momento fue a través de los Cuadernos de Quejas. Fueron redactados en 1789 para hacer llegar a los Estados Generales (una especie de parlamento de la época que a los pocos días se constituyó en Asamblea Nacional) las reclamaciones. La apertura en mayo de 1789 de los Estados Generales, que no se reunían desde 1614, precipitó la Revolución. Las mujeres quedaron excluidas de la Asamblea General y entonces se volcaron en los Cuadernos de Quejas, donde hicieron oír sus voces por escrito, desde las nobles hasta las religiosas, pasando por las mujeres del pueblo. Esos Cuadernos «suponían un testimonio colectivo de las esperanzas de cambio de las mujeres».[12]
¿Qué querían las mujeres del siglo XVIII?
¿Qué pedían y reivindicaban las mujeres del siglo XVIII? Fundamentalmente, derecho a la educación, derecho al trabajo, derechos matrimoniales y respecto a los hijos e hijas y derecho al voto.[13] Mary Nash añade que asimismo quedaban reflejados en los Cuadernos de Quejas de las mujeres su deseo de que la prostitución fuese abolida, así como los malos tratos y los abusos dentro del matrimonio. También formulaban la necesidad de una mayor protección de los intereses personales y económicos de las mujeres en el matrimonio y la familia y se hacían planteamientos políticos nítidos como el que recoge el Cuaderno de Quejas y Reclamaciones de la anónima madame B. B. del Pais de Caux:
Se podría responder que estando demostrado, y con razón, que un noble no puede representar a un plebeyo, ni este a un noble, del mismo modo un hombre no podía, con mayor equidad, representar a una mujer, puesto que los representantes deben tener absolutamente los mismos intereses que los representados: las mujeres no podrían, pues, estar representadas más que por mujeres.[14]
Los Cuadernos de Quejas de las mujeres no fueron tenidos en cuenta. En agosto de 1789, la Asamblea Nacional proclamaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Frente a este texto, dos años más tarde, Olympe de Gouges publicó la réplica feminista: la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana,[15] que constituyó una de las formulaciones políticas más claras en defensa del derecho a la ciudadanía femenina. Con su declaración, Olympe denunciaba que la Revolución había denegado los derechos políticos a las mujeres y, por lo tanto, que los revolucionarios mentían cuando se les llenaba la boca de principios «universales» como la igualdad y la libertad, pero no digerían mujeres libres e iguales.
Olympe, sin duda, no encajaba en su época. Según Oliva Blanco, tenía todo a favor para escandalizar a la opinión pública de su tiempo. Y fue castigada. A una mujer que posee más de cuatro mil páginas de escritos revolucionarios que abarcan obras de teatro, panfletos, libelos, novelas autobiográficas, textos filosóficos, satíricos, utópicos..., se la acusó de que no sabía leer ni escribir. Olympe enviudó siendo muy joven, circunstancia que parece que no sintió mucho, ya que se refería al matrimonio como «la tumba del amor y de la confianza». Fue apasionada defensora del divorcio y la unión libre anticipándose así a las saintsimonianas en más de cincuenta años y ciento cincuenta años antes de que Simone de Beauvoir planteara una postura similar.[16]
Tras la muerte de su esposo renuncia al apellido de este, se hace llamar Olympe de Gouges y se traslada a París. Tenía veintidós años y era inteligente, indomable, bella, experta a menudo en provocar al sexo masculino y apasionada en la defensa de los asuntos más comprometidos: «Desde la prisión por deudas hasta la esclavitud pasando por los derechos de las mujeres (divorcio, maternidad, la masiva entrada forzada en la religión). Nada queda fuera de su interés y alzará la voz en defensa de las personas oprimidas con empecinamiento y generosidad.»[17] Todo ello no le abrió las puertas de la Asamblea de París ni siquiera las de la Comedia Francesa, donde peleó con todas sus fuerzas para que sus obras de teatro fueran representadas, sin conseguirlo. Eso sí, numerosos libros se hicieron eco tanto de su belleza como de las dudas sobre su «virtud». Lo que le hizo aparecer tanto en el Homenaje a las mujeres más bonitas y virtuosas de París como ser tratada como una prostituta en el Pequeño Diccionario de los Grandes Hombres o en la Lista de prostitutas de París.[18]
Cuando Olympe se decidió a escribir, recibió una carta de su padre que merece ser reproducida parcialmente:
No esperéis, señora, que me muestre de acuerdo con vos sobre este punto. Si las personas de vuestro sexo pretenden convertirse en razonables y profundas en sus obras, ¿en qué nos convertiríamos nosotros los hombres, hoy en día tan ligeros y superficiales? Adiós a la superioridad de la que nos sentimos tan orgullosos. Las mujeres dictarían las leyes. Esta revolución sería peligrosa. Así pues, deseo que las Damas no se pongan el birrete de Doctor y que conserven su frivolidad hasta en los escritos. En tanto que carezcan de sentido común serán adorables. Las mujeres sabias de Molière son modelos ridículos. Las que siguen sus pasos, son el azote de la sociedad. Las mujeres pueden escribir, pero conviene para la felicidad del mundo que no tengan pretensiones.[19]
Parece que los temores del padre de Olympe de Gouges eran idénticos a los que tenían la mayoría de los revolucionarios franceses. Pero nada amilanaba a las francesas. Como destaca Mary Nash, las mujeres participaron en el proceso revolucionario de forma muy activa. La marcha sobre Versalles la realizaron alrededor de seis mil parisinas el 5 y el 6 de octubre de