Introducción
Claro que mi padre solía golpearme, pero sólo para hacerme entrar en vereda. No entiendo qué tiene que ver eso con que mi matrimonio se derrumbe.
GORDON
Gordon, un excelente cirujano ortopedista, vino a verme cuando su esposa lo abandonó después de seis años de matrimonio. Estaba desesperado intentando conseguir que volviera, pero ella le dijo que ni pensara en esa posibilidad mientras no realizara una terapia para modificar su temperamento incontrolable. Los súbitos estallidos de cólera de Gordon le daban miedo, y además estaba agotada por sus críticas implacables. Él reconocía su temperamento colérico y sabía que podía ser machacón, pero aun así se quedó espantado cuando su mujer lo dejó.
Le pedí que me hablara de sí mismo, y mientras lo hacía fui orientándolo con algunas preguntas. Cuando le interrogué acerca de sus padres, sonrió y me pintó un cuadro resplandeciente, en especial de su padre, un distinguido cardiólogo:
Sin él, yo no habría llegado a ser médico. Él es el mejor, y todos sus pacientes lo consideran un santo.
Cuando le pregunté cómo era ahora su relación con su padre, se rió con nerviosismo y dijo:
Era estupenda... hasta que le dije que estaba pensando en introducirme en la medicina holista. Reaccionó como si yo quisiera convertirme en un asesino. Hará unos tres meses que se lo dije, y ahora cada vez que hablamos empieza a vociferar diciendo que él no me envió a la facultad de medicina para que terminara haciéndome curandero. Y ayer se puso realmente pesado. Se alteró tanto que me dijo que debía olvidarme de que alguna vez había formado parte de su familia, y eso me dolió realmente. No sé...; tal vez lo de la medicina holista no sea tan buena idea.
Mientras describía a su padre, que evidentemente no era tan maravilloso como él habría querido hacerme creer, observé que empezaba a cruzar y descruzar las manos con gran agitación. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, se controló, uniendo las puntas de los dedos, como suelen hacerlo los profesores cuando están en su cátedra: un gesto que podía haber copiado de su padre.
Le pregunté si el padre había sido siempre tan tiránico.
No, en realidad no. Quiero decir que gritaba y vociferaba mucho, y alguna que otra vez me sentó la mano, como pasa con cualquier niño. Pero yo no diría que era un tirano.
Algo en el tono con que dijo sentar la mano, algún sutil cambio emocional en su voz me llamó la atención. Le pedí más detalles. ¡Resultó que su padre le había «sentado la mano» dos o tres veces por semana, y con un cinturón! Y él no necesitaba hacer mucho para incurrir en un castigo: una palabra desafiante, un boletín de notas no del todo satisfactorio o una obligación olvidada ya eran «suficiente» delito. Tampoco era muy cuidadoso el padre en cuanto a dónde azotaba a su hijo. Gordon recordaba que le había pegado en la espalda, en las piernas, brazos, manos y nalgas. Le pregunté hasta qué punto lo había herido físicamente.
GORDON: No me hacía sangrar ni nada; quiero decir que yo siempre salía bien. Sólo necesitaba ser obediente.
SUSAN: Pero usted ¿le tenía miedo o no?
GORDON: Un miedo de muerte, pero ¿acaso no es siempre así con los padres?
SUSAN: Gordon, ¿es eso lo que usted quiere que sientan sus hijos por usted?
(Evitó mirarme a los ojos. Se sentía sumamente incómodo. Acerqué más mi silla.)
SUSAN: Su mujer es pediatra. Si en su consulta viera un niño con las mismas marcas en el cuerpo que le quedaban a usted cuando su padre le «sentaba la mano», ¿no tendría la obligación legal de denunciarlo a las autoridades?
No fue necesario que respondiera. Los ojos se le llenaron de lágrimas y susurró:
GORDON: Se me ha hecho un nudo terrible en el estómago.
Sus defensas se habían derrumbado. Con un terrible dolor emocional, había descubierto por primera vez la fuente primaria, y durante tanto tiempo oculta, de su mal genio. Desde su niñez venía sofocando un volcán de cólera contra su padre, y cada vez que la presión subía demasiado, él estallaba contra cualquiera que tuviese a su alcance, generalmente su mujer. Entonces supe lo que teníamos que hacer: reconocer y sanar al niñito maltratado que Gordon llevaba dentro.
Esa noche, cuando llegué a casa, seguía pensando en Gordon, viendo sus ojos llenos de lágrimas al darse cuenta de la forma en que lo habían maltratado. Pensé en los miles de hombres y mujeres adultos con quienes había trabajado, y cuya vida cotidiana seguía estando influida —e incluso controlada— por pautas establecidas durante su niñez por padres emocionalmente destructivos. Me di cuenta de que debía de haber millones más que no tenían la menor idea de por qué su vida no funcionaba, y a quienes era posible ayudar. Fue entonces cuando decidí escribir este libro.
¿POR QUÉ VOLVER LA VISTA ATRÁS?
La historia de Gordon no es excepcional. En mis dieciocho años como psicoterapeuta he visto a miles de pacientes, tanto en mi consultorio privado como en grupos en el hospital, y una gran mayoría de ellos sufría de lesiones en su sentimiento de autovalía, debido a que uno u otro de los progenitores los habían golpeado rutinariamente, o los criticaban, o hacían «bromas» sobre lo estúpidos o lo feos o lo indeseados que eran los niños, o los habían abrumado de culpa, o habían abusado sexualmente de ellos, u obligado a asumir demasiadas responsabilidades, o los habían sobreprotegido de forma desesperada. Como Gordon, muy pocas de esas personas establecían la conexión entre sus padres y sus problemas. Es común que éste sea un punto ciego emocional. A la gente simplemente le cuesta admitir que su relación con sus padres ejerce una poderosa influencia sobre su vida.
Las tendencias terapéuticas, que antes confiaban principalmente en el análisis de las primeras experiencias vitales, se han apartado del «entonces» para penetrar en el «aquí y ahora». Ahora se insiste en examinar y cambiar el comportamiento, en la forma de actuar en las relaciones actuales. Creo que este cambio se debe al rechazo que provoca en los pacientes la enorme cantidad de tiempo y de dinero que exigen muchas terapias tradicionales, con frecuencia para obtener resultados mínimos.
Yo creo sinceramente en las terapias de plazos breves, que se concentran en cambiar las pautas de comportamiento destructivas. Pero mi experiencia me ha enseñado que no basta tratar los síntomas; también es menester ocuparse de las fuentes de esos síntomas. La terapia es más eficaz cuando sigue una doble pista, cambiando el comportamiento contraproducente actual, al mismo tiempo que efectúa la desconexión de los traumas del pasado.
Gordon tenía que aprender técnicas para controlar su enojo, pero para que los cambios fueran permanentes y capaces de resistir situaciones de estrés, también tenía que volver atrás para enfrentarse al dolor de su niñez.
Nuestros padres siembran en nosotros semillas mentales y emocionales, y esas semillas crecen con nosotros. En algunas familias, esas semillas son de amor, respeto e independencia. Pero en muchas otras lo que se siembra son semillas de miedo, de obligación o de culpa.
Si usted forma parte de este segundo grupo, este libro es para usted. Cuando se hizo adulto, aquellas semillas se convirtieron en invisible maleza que invadió su vida de una manera que a usted jamás se le ha ocurrido analizar. Quizás esas malas hierbas hayan dañado sus relaciones, su carrera o su familia; seguramente, han socavado su confianza en sí mismo y su autoestima.
Mi deseo es ayudarle a identificar esa maleza y a arrancarla de raíz.
¿CÓMO SON ESTOS PADRES?
Todos los padres cometemos errores algunas veces. Yo he incurrido en algunos terribles con mis hijos, que les han causado (y me han causado) un dolor considerable. Ningún padre o madre puede estar siempre emocionalmente accesible. Es perfectamente normal que los padres les griten en ocasiones a sus hijos, y la mayoría de ellos alguna vez —sólo alguna— les sientan la mano. ¿Es que estos fallos los convierten en padres crueles o indeseables?
Evidentemente, no. Al fin y al cabo, los padres son humanos, y tienen montones de problemas. Y la mayoría de los niños pueden superar algún que otro estallido de cólera, siempre que normalmente reciban todo el amor y la comprensión necesarios para contrarrestarlos.
Pero hay muchos padres cuyas pautas de comportamiento negativas son constantes y se convierten en una influencia dominante en la vida de un niño. Éstos son los padres a los que nos referimos, los padres que dañan a sus hijos.
Cuando buscaba una expresión para designar lo que tienen en común estos padres que dañan, la idea que me acudía insistentemente a la cabeza era la de un tóxico. Como una toxina química, el daño emocional infligido por padres así va impregnando todo el ser de su hijo, y a medida que el niño crece, también crece el dolor. No se me ocurre mejor palabra que tóxico* para designar el efecto de «esos» padres que sin pausa infligen traumas a sus hijos, maltratándolos y denigrándolos, y que en la mayoría de los casos siguen haciendo lo mismo cuando los hijos ya son mayores.
Hay excepciones a los aspectos «repetitivos» o «sin pausa» de esta definición. En el nivel sexual o físico, el maltrato puede ser tan traumático que con una vez que se produzca baste para causar un daño emocional tremendo.
Lamentablemente, la forma en que cada uno desempeña su rol de padre o madre —una de nuestras posibilidades más importantes— sigue siendo en gran medida cuestión de pura improvisación. Nuestros padres la aprendieron principalmente de personas que es probable que no hicieran del todo bien su trabajo: sus propios padres. Muchas de las venerables técnicas que se han ido transmitiendo de generación en generación no pasan de ser malos consejos disfrazados de sabiduría (¿recuerdan aquello de «la letra con sangre entra»).
¿QUÉ NOS HACEN ESTOS PADRES?
Independientemente de que cuando eran pequeños los hayan golpeado o dejado demasiado tiempo solos, de que hayan abusado sexualmente de ellos o los hayan tratado como tontos, los hayan sobreprotegido o abrumado con sentimientos de culpa, casi todos los hijos adultos de estos padres sufren síntomas sorprendentemente similares: disminución de su autoestima, que los empuja a un comportamiento autodestructivo. De una manera o de otra, casi todos ellos se sienten indignos, no queridos e inadecuados.
Estos sentimientos derivan en gran medida de que los hijos de tales padres se culpan —consciente o inconscientemente— a sí mismos de los malos tratos que reciben. Para un niño indefenso y dependiente es más fácil sentirse culpable de haber hecho algo «malo», que atrae sobre él la cólera de papá, que aceptar el hecho aterrador de que no se puede confiar en papá, el protector.
Cuando esos niños llegan a la edad adulta, siguen soportando esa carga de inadecuación y culpa, que les hace enormemente difícil llegar a tener una imagen positiva de sí mismos. La falta de una autovaloración positiva y de confianza en sí mismos que de ello resulta, puede entonces teñir todos los aspectos de su vida.
CÓMO TOMARSE EL PULSO PSICOLÓGICO
No siempre es fácil para uno darse cuenta de cómo fueron en este aspecto sus padres. Mucha gente tiene relaciones difíciles con los padres, pero eso por sí solo no significa que hayan sido emocionalmente destructivos. Muchas personas se encuentran luchando en un punto de indecisión, preguntándose si en realidad fueron maltratadas o si son «hipersensibles».
He preparado el cuestionario siguiente para ayudar a mis lectores a dar los primeros pasos que los lleven a resolver esa pugna. Es probable que algunas preguntas le hagan sentirse angustiado o incómodo. No se preocupe. Siempre nos cuesta mucho decirnos la verdad si lo que nos preguntamos es cuánto daño nos han hecho nuestros padres. Aunque pueda ser doloroso, tener una reacción emocional es perfectamente sano.
Para simplificar las cosas, las preguntas se refieren a «los padres» en plural, aunque tal vez su respuesta sólo sea válida para uno de los progenitores.
I. SU RELACIÓN CON SUS PADRES CUANDO USTED ERA NIÑO:
1. ¿Le decían sus padres que era malo o inútil?
¿Se dirigían a usted con palabras insultantes?
¿Lo criticaban constantemente?
2. ¿Sus padres se valían del dolor físico para disciplinarlo?
¿Le pegaban con cinturones, cepillos u otros objetos?
3. ¿Se emborrachaban o se drogaban? ¿Se sentía usted confundido, incómodo, asustado, dolido o avergonzado por eso?
4. ¿Estaban gravemente deprimidos o se mostraban inaccesibles debido a dificultades emocionales o a enfermedades mentales o físicas?
5. ¿Tuvo usted que cuidar de sus padres debido a los problemas que ellos tenían?
6. ¿Le hicieron sus padres algo que hubiera que mantener en secreto? ¿Abusaron sexualmente de usted en algún sentido?
7. ¿Tenía usted miedo de sus padres durante gran parte del tiempo?
8. Cuando estaba enojado con sus padres, ¿tenía miedo de expresarlo?
II. EN SU VIDA ADULTA:
1. ¿Considera que mantiene relaciones destructivas o de maltrato?
2. ¿Cree que si se acerca (afectivamente) demasiado a alguien, terminarán por herirlo o abandonarlo?
3. ¿Espera lo peor de la gente? ¿De la vida en general?
4. ¿Se le hace muy difícil saber quién es, qué siente y qué es lo que quiere?
5. ¿Teme que si la gente supiera cómo es usted realmente, no lo querría?
6. ¿Cuando tiene éxito, ¿se siente angustiado y temeroso de que alguien descubra que usted no es más que un fraude?
7. ¿Se enoja o se entristece sin razón aparente?
8. ¿Es perfeccionista?
9. ¿Le cuesta relajarse o divertirse?
10. A pesar de sus mejores intenciones, ¿se descubre conduciéndose «exactamente como sus padres»?
III. DE ADULTO, EN SU RELACIÓN CON SUS PADRES:
1. Sus padres ¿siguen tratándolo como si fuera un niño?
2. ¿En su vida hay muchas decisiones importantes basadas en la probable aprobación o desaprobación de sus padres?
3. Cuando pasa o proyecta pasar algún tiempo con sus padres, ¿tiene intensas reacciones emocionales o físicas?
4. ¿Le da miedo estar en desacuerdo con sus padres?
5. ¿Sus padres lo manipulan amenazándolo o haciendo que se sienta culpable?
6. ¿Lo manipulan con el dinero?
7. ¿Se considera responsable de cómo se sienten sus padres? Si son desdichados, ¿usted cree que la culpa es suya? ¿Opina que le corresponde a usted hacer que se sientan mejor?
8. ¿Cree que, por más que usted se esfuerce, lo que hace por sus padres nunca es bastante?
9. ¿Cree que algún día, no se sabe cómo, sus padres mejorarán?
Si usted ha respondido sí a un tercio de estas preguntas, podrá encontrar gran ayuda en este libro. Aunque le parezca que hay capítulos que no tienen nada que ver con su situación, es importante recordar que todos estos padres, con independencia del tipo de maltrato a que sometan a sus hijos, dejan básicamente las mismas cicatrices. Por ejemplo, quizá sus padres no hayan sido alcohólicos, pero el caos, la inestabilidad y la pérdida de la niñez que caracterizan a los hogares de los alcohólicos no son menos reales para los hijos de otras variedades de esta clase de padres. Los principios y las técnicas de recuperación también son similares para todos los hijos ya adultos, de manera que insisto a mis lectores en que no dejen de leer ninguno de los capítulos.
CÓMO LIBERARSE DEL LEGADO DE ESTA CLASE DE PADRES
Si es usted un hijo adulto de padres como los que describimos, son muchas las cosas que puede hacer para liberarse de esa pesada herencia de culpa e inseguridad en sí mismo. A lo largo de todo el libro me referiré a esas estrategias, y quisiera que el lector siga adelante con mucha esperanza: no la esperanza delirante de que sus padres cambiarán por arte de magia, sino la esperanza realista de que usted puede desengancharse psicológicamente de la influencia poderosa y destructiva de sus padres. Para eso sólo tiene que encontrar el coraje que existe dentro de usted.
Yo le señalaré una serie de pasos que le ayudarán a ver claramente esta influencia y a enfrentarla, aunque en la actualidad no se trate con sus padres, haga años que no los ve, o incluso que uno de ellos, o los dos, hayan muerto.
Por extraño que pueda parecer, hay mucha gente que sigue estando controlada por sus padres después de la muerte de éstos. Es probable que, en un sentido sobrenatural, los fantasmas que los acosan no sean reales, pero en el psicológico lo son, y mucho. Las exigencias, expectativas y amenazas de los padres pueden seguir teniendo vigencia mucho tiempo después de que ellos hayan muerto.
Quizá usted ya haya reconocido que necesita liberarse de la influencia de sus padres. Tal vez, incluso, haya mantenido una confrontación por este motivo. A una de mis clientas le gustaba decir que sus padres no tenían el menor control sobre su vida... «Yo los odio y ellos lo saben», concluía. Pero, después, llegó a darse cuenta de que al avivar el fuego de su cólera, los padres aún seguían manipulándola, y que la energía que ella canalizaba hacia el enojo iba en mengua de la que podía dedicar a otros aspectos de su vida. La confrontación es un paso importante cuando se trata de exorcizar los fantasmas del pasado y los demonios del presente, pero jamás se ha de intentar cuando es uno presa de la furia.
¿NO SOY YO EL RESPONSABLE DE SER COMO SOY?
A estas alturas es probable que usted esté pensando: «Un momento, Susan. Casi todos los demás libros y los otros expertos dicen que yo no puedo culpar a nadie más de mis problemas».
Tonterías. Sus padres son responsables de lo que hicieron. Claro que usted es responsable de su vida adulta, pero esa vida estuvo en gran medida configurada por experiencias sobre las cuales usted no tuvo control alguno. El hecho es que:
— ¡Usted no es responsable de lo que le hicieron cuando era un niño indefenso!
— ¡Usted es responsable de hacer ahora algo positivo para remediar aquello!
¿QUÉ PUEDE HACER POR USTED ESTE LIBRO?
En este momento empezamos, juntos, un viaje importante. Un viaje de autenticidad y descubrimiento, al término del cual usted encontrará que es, mucho más que nunca, dueño de su vida. No voy a asegurarle pomposamente que sus problemas desaparecerán por arte de magia de la noche a la mañana. Pero si tiene el valor y la fuerza de hacer el trabajo que le propone este libro, será capaz de recuperar de manos de sus padres gran parte del poder que usted se merece por su condición de adulto, y la dignidad a que es acreedor como ser humano.
Por este trabajo se paga un precio emocional. Una vez que desmonte sus defensas, descubrirá sentimientos de rabia, angustia, dolor, confusión y, especialmente, de pena. La destrucción de la imagen que de sus padres ha tenido durante toda la vida puede movilizar en usted intensos sentimientos de pérdida y abandono. Quiero que vaya abordando con su propio ritmo el material que el libro le ofrece. Si en el trabajo encuentra algo que le resulte incómodo, dedíquele todo el tiempo necesario Aquí lo importante no es la rapidez, sino el progreso
Para ejemplificar los conceptos de que me valgo en el libro, me he basado en historias clínicas tomadas de mi práctica terapéutica. Algunas son transcripciones directamente de cintas grabadas, y otras las he reconstruido a partir de mis notas. Todas las cartas que figuran en mi libro han sido tomadas de mis archivos y reproducidas tal como fueron escritas. Recuerdo de forma muy vívida las sesiones de terapia que no grabé y que reproduzco de memoria, y me he esforzado por recrearlas tal como se desarrollaron. Por razones legales he modificado solamente los nombres y toda circunstancia que pudiera permitir la identificación de los pacientes. Ninguno de los casos ha sido «dramatizado».
Quizá parezca que los casos han sido escogidos con ánimo sensacionalista, pero en realidad son típicos. No seleccioné en mis archivos los casos más dramáticos ni los más impresionantes; antes bien, escogí los que más claramente representan los tipos de relatos que oigo día tras días. Los problemas que plantearé en este libro no son aberraciones de la condición humana; son parte de ella.
El libro se divide en dos partes. En la primera examinaremos cuántos tipos diferentes hay de esta clase de padres. Investigaremos las diversas maneras en que sus padres pueden haberlo herido y quizá sigan hiriéndolo. La comprensión que de ella obtenga lo preparará para la segunda parte, en la cual le ofreceré técnicas conductuales específicas que le permitirán invertir el equilibrio de poder en sus relaciones con sus padres.
El proceso que conducirá a disminuir el poder negativo de sus padres es gradual, pero terminará por liberar en usted su fuerza interior, el yo que ha permanecido oculto durante todos estos años, la persona única, capaz de amar y de ser amada, que usted está destinado a ser. Juntos ayudaremos a que esa persona se libere, para que así su vida pueda finalmente ser suya.
Primera parte
«Esos» padres
1
Las deidades parentales
El mito de los padres perfectos
Los antiguos griegos tenían un problema. Desde su etéreo patio de recreo en la cumbre del monte Olimpo, los dioses los contemplaban y se erigían en jueces de todo lo que hacían los griegos. Y cuando no estaban complacidos, se apresuraban a imponer el castigo. No tenían por qué mostrarse bondadosos; no tenían por qué ser justos; ni siquiera debían tener razón. A decir verdad, los dioses podían comportarse de manera totalmente irracional. Según su capricho, podían convertirlo a uno en un eco o condenarlo a subir una roca por la falda de una colina durante toda la eternidad. No hace falta decir que la imprevisibilidad de esos poderosos dioses causaba un miedo y una confusión considerables entre sus mortales devotos.
Es algo bastante parecido a lo que sucede en la relación entre el tipo de padres que nos interesa y sus hijos. A los ojos de un niño, un padre/madre impredecible es un dios que inspira un temor sagrado.
Cuando éramos muy pequeños, aquellas deidades parentales lo eran todo para nosotros. Sin ellas, para nosotros no habría habido amor, ni protección, ni hogar; sin nadie que nos alimentara, habríamos vivido en un estado constante de terror, sabiendo que no éramos capaces de sobrevivir solos. En la primera y en la segunda infancia ellos son nuestros proveedores omnipotentes. Nosotros sólo tenemos necesidades, y ellos las satisfacen.
Al no tener nada ni a nadie que nos sirva de patrón para juzgarlos, suponemos que nuestros padres son perfectos. A medida que nuestro mundo se ensancha más allá de los límites de la cuna, aparece la necesidad de mantener esta imagen de perfección como defensa contra las grandes incógnitas que vamos encontrando. En tanto podamos sentir que nuestros padres son perfectos, nos consideramos protegidos.
Durante el segundo y tercer año de vida empezamos a afirmar nuestra independencia. En el «terrible segundo año» nos divertimos resistiéndonos a aprender el control de esfínteres. Nos apasionamos por la palabra no porque nos permite ejercer cierto control sobre nuestra vida, en tanto que sí no sirve más que para mostrar asentimiento. Nos esforzamos por alcanzar una identidad propia, por establecer nuestra voluntad.
El proceso de separarnos de nuestros padres culmina durante la pubertad y la adolescencia, cuando planteamos una confrontación activa con los valores, los gustos y la autoridad de los progenitores. Éstos, en una familia razonablemente estable, son capaces de resistir gran parte de la angustia que provocan tales cambios. Sobre todo intentan tolerar, si no precisamente estimular, la creciente independencia del hijo. La expresión «no es más que una etapa» se convierte en un recordatorio tranquilizador para los padres comprensivos, que recuerdan sus propios años de adolescencia y ven en aquella rebelión una etapa normal del desarrollo emocional.
Pero hay padres —«estos» padres— que no son tan comprensivos. Desde el control de esfínteres hasta la adolescencia, tienden a ver la rebelión, e incluso las diferencias individuales, como una agresión personal. Y se defienden de ella reforzando la dependencia y el desvalimiento de su hijo. En vez de promover una evolución saludable, inconscientemente la socavan, creyendo con frecuencia que actúan en el mejor interés de su hijo. Quizás utilicen frases como «así se fortalece el carácter» o «es necesario que sepáis distinguir el bien y el mal», pero con sus arsenales de negatividad lesionan realmente la autoestima de sus hijos y sabotean cualquier tentativa de independencia. Por más razón que ellos crean tener, los ataques y agravios de estos padres, por su animosidad, su vehemencia y su carácter abrupto e imprevisible crean confusión y perplejidad en el niño.
Nuestra cultura y nuestras religiones respaldan, de manera casi unánime, la omnipotencia de la autoridad parental. La expresión de enojo contra el cónyuge, el amante, los hermanos, los jefes y los amigos es aceptable, pero el enfrentamiento con nuestros padres, con ánimo de hacernos valer, es poco menos que tabú. ¿Cuántas veces no hemos oído decir «no le contestes a tu madre» o «no te atrevas a gritarle a tu padre»? La tradición judeocristiana sacraliza el tabú y lo incorpora a nuestro inconsciente colectivo al hablarnos de «Dios Padre» e imponernos como mandamiento el «honrarás a tu padre y a tu madre». La idea encuentra expresión en nuestras escuelas, en las iglesias, en los gobiernos («un retorno a los valores de la familia») e incluso en las sociedades anónimas. Si atendemos a la sabiduría convencional, nuestros padres tienen el poder de controlarnos por el simple hecho de habernos dado la vida.
El niño está a merced de estas deidades parentales y, como los antiguos griegos, nunca sabe cuándo descargará el rayo sobre él. Pero el hijo de «esta clase» de padres sabe que, tarde o temprano, el rayo se abatirá sobre él. En lo más profundo de todos los adultos que de niños fueron maltratados —incluso de los que parecen haber alcanzado los mayores logros— hay un niñito que se siente impotente y tiene miedo.
LO QUE CUESTA APACIGUAR A LOS DIOSES
A medida que se socava su autoestima, la dependencia de un niño crece, y con ella su necesidad de creer que sus padres están ahí para protegerlo y ocuparse de él. La única manera de que el niño encuentre un sentido en los agravios emocionales o en el maltrato físico es que asuma la responsabilidad por el comportamiento de un padre o madre así.
Por más que sus padres puedan haberlo agraviado, el hijo sigue teniendo la necesidad de deificarlos. Incluso si uno entiende, en cierto nivel, que sus padres hicieron mal en pegarle, puede seguir creyendo que el maltrato se justificaba. Entender intelectualmente la situación no basta para convencernos emocionalmente de que no éramos responsables.
Uno de mis pacientes lo expresó así:
— Como yo creía que eran perfectos, cuando me trataban mal me imaginaba que el malo era yo.
Esta fe en las deidades parentales se centra en dos doctrinas:
1. «Yo soy malo y mis padres son buenos.»
2. «Yo soy débil y mis padres son fuertes.»
Éstas son creencias poderosas, capaces de sobrevivir largo tiempo a nuestra dependencia física de nuestros padres. Son creencias que mantienen viva la fe y le permiten a uno evitar el enfrentamiento con la dolorosa verdad: que, en realidad, nuestras deidades parentales nos traicionaron cuando más vulnerables éramos.
El primer paso que puede llevarnos a controlar nuestra propia vida es enfrentarnos con esta verdad. Para ello se necesita coraje, pero si usted está leyendo este libro, ya ha asumido el compromiso de cambiar. Y para eso también le hizo falta coraje.
«JAMÁS ME PERMITIERON QUE OLVIDARA LA VERGÜENZA
QUE LES HICE PASAR.»
Sandy, una llamativa morena de veintiocho años a quien no parecía faltarle nada, estaba gravemente deprimida la primera vez que vino a verme. Dijo sentirse insatisfecha con todo lo que tenía en la vida. Durante varios años se había ocupado de los diseños florales en una prestigiosa tienda, y aunque siempre había soñado con establecerse por su cuenta, estaba convencida de ser una inútil, incapaz de tener éxito. La posibilidad de fracasar la aterrorizaba.
Sandy llevaba más de dos años tratando infructuosamente de quedar embarazada. Mientras hablábamos, empecé a comprender que su incapacidad para procrear la estaba haciendo alimentar un gran resentimiento contra su marido. Además, comprometía su relación de pareja, a pesar de que, por lo que contaba, él se mostraba comprensivo y afectuoso. Las cosas se habían agravado desde una reciente conversación de Sandy con su madre:
Esto del embarazo se ha convertido en una verdadera obsesión. La última vez que almorcé con mi madre le conté lo desilusionada que estaba, y me dijo: «Apuesto a que es por aquel aborto que te hiciste. Los caminos del Señor son misteriosos». Desde entonces no he podido dejar de llorar. Ella no quiere dejarme olvidar.
Cuando le pregunté por el aborto, después de cierta vacilación me contó lo siguiente:
Fue cuando yo estaba en la escuela secundaria. Mis padres eran católicos muy, muy estrictos, de modo que yo iba a un colegio de monjas. Me desarrollé pronto, y para cuando tenía doce años medía un metro sesenta y cinco, pesaba sesenta kilos y usaba talla noventa de sostén. Los chicos empezaban a fijarse en mí, y a mí en realidad me gustaba, pero papá se ponía furioso. La primera vez que me encontró dando un beso de despedida a un chico, me gritó que era una puta, tan fuerte que se enteró todo el barrio. Desde entonces, todo fue cuesta abajo. Cada vez que yo salía con un muchacho, papá me decía que iría al infierno. Siempre siguió con lo mismo, y como yo sentía que de todos modos ya estaba condenada, cuando tenía quince años me acosté con un chico y, ¡vaya suerte la mía!, me quedé embarazada. Cuando lo descubrieron los viejos, les dio el ataque, y cuando les dije que quería abortar, se acabaron de enloquecer. Deben de haberme gritado mil veces por lo menos que era un «pecado mortal». Si ya no me había ganado el infierno, seguro que así lo conseguiría. La única forma de lograr que firmaran el consentimiento fue amenazar con suicidarme.
Le pregunté cómo habían ido las cosas después del aborto, y Sandy se hundió en su asiento con un aire de abatimiento que me partió el corazón.
Digamos que yo había perdido la gracia. Me refiero a que papá ya me había hecho sentir bastante mal antes, pero desde entonces me sentí como si ni siquiera tuviera derecho a existir. Cuanto más avergonzada me sentía, más me empeñaba en remendar las cosas. Lo único que quería era dar marcha atrás al tiempo, recuperar el amor que me tenían cuando era pequeña. Pero ellos jamás pierden la oportunidad de traer a colación aquello. Son como un disco rayado, con la historia de lo que hice y de la vergüenza que les causé. No puedo culparlos. Yo jamás debí haber hecho lo que hice... Quiero decir que ellos habían depositado en mí muchas expectativas morales. Ahora lo único que quiero es compensarles por el daño que les he causado con mis pecados. Por eso hago todo lo que ellos quieren. Y mi marido se enfurece y tenemos unas peleas terribles, pero yo no puedo evitarlo. Lo único que quiero es que ellos me perdonen.
Mientras escuchaba a aquella hermosa joven, me conmovió el sufrimiento que le había causado el comportamiento de sus padres y la forma en que Sandy necesitaba negar que ellos fueran responsables de ese sufrimiento. Me pareció casi desesperada en su intento por convencerme de que la culpable de todo lo que le había sucedido era ella misma. A sus autorrecriminaciones se sumaba la inflexible fe religiosa de sus padres. Sentí que era un trabajo hecho a mi medida: conseguir que Sandy entendiera cuán crueles habían sido sus padres y cómo la habían maltratado emocionalmente. Decidí que no era el momento de mostrarme imparcial en mis juicios.
SUSAN: ¿Sabes una cosa? Estoy realmente enojada por aquella muchacha. Creo que tus padres se portaron horriblemente contigo. Me parece que se aprovecharon de tu religión para castigarte, y no creo que tú merecieras nada de aquello.
SANDY: ¡Pero yo cometí dos pecados mortales!
SUSAN: ¡Si no eras más que una criatura! Quizá cometiste algunos errores, pero no tienes que pasarte la vida pagándolos. Hasta la Iglesia te permite hacer penitencia y seguir viviendo en paz. Si tus padres fueran tan buenos como tú dices, habrían demostrado un poco de compasión por ti.
SANDY: Lo que querían era salvar mi alma. Si no me amaran, no les habría importado.
SUSAN: Mirémoslo desde un ángulo diferente. Supongamos que no te hubieras hecho aquel aborto y hubieras tenido una niña. Ahora tendría unos dieciséis años, ¿verdad?
(Asintió con la cabeza, sin entender a dónde quería yo ir a parar.)
SUSAN: Imagínate que quedara embarazada. ¿La tratarías tú como te trataron a ti tus padres?
SANDY: ¡Jamás en la vida!
(Inmediatamente se dio cuenta de lo que querían decir sus palabras.)
SUSAN: Tú le demostrarías más amor, y a ti tus padres deberían haberte demostrado también más amor. El fallo es de ellos, no tuyo.
Sandy se había pasado media vida construyéndose un elaborado muro defensivo. Esas murallas defensivas son demasiado comunes entre los hijos adultos de padres de estas características. Son murallas que se pueden levantar con diversos ladrillos psicológicos, pero el principal material en el muro de Sandy, y el más común, es un ladrillo especialmente obstinado, que se llama la «negación».
EL PODER DE LA NEGACIÓN
La negación, es a la vez, la más perjudicial y poderosa de las defensas psicológicas. Se vale de una realidad ficticia para restar importancia al impacto de ciertas experiencias vitales dolorosas, o incluso para negarlas. Hasta puede hacer que algunos olvidemos las cosas que nos hicieron nuestros padres, un olvido que nos permite seguir manteniéndolos en sus pedestales.
El alivio que proporciona la negaci