El fondo de las cosas
Al despertar, Auri supo que faltaban siete días.
Sí, estaba segura. Él iría a visitarla al séptimo día.
Era mucho tiempo, una larga espera. Sin embargo, no tanto teniendo en cuenta todo lo que había que hacer. Al menos, si quería hacerlo con cuidado. Si quería estar preparada.
Auri abrió los ojos y vio un atisbo de luz tenue. Eso era algo muy inusual, porque se encontraba bien escondida en Manto, el más íntimo de sus rincones. Así pues, era un día blanco. Un día profundo. Un día de hallazgos. Sonrió, y en su pecho burbujeó la emoción.
Pese a ser escasa, la luz le permitió distinguir la pálida silueta de su brazo cuando buscó a tientas el cuentagotas que estaba en el estante junto a la cama. Lo desenroscó y echó una sola gota en el plato de Foxen. Al cabo de un momento, este empezó a iluminarse, y poco a poco fue adquiriendo un azul crepuscular.
Con movimientos concienzudos, Auri retiró su manta para que no tocara el suelo. Se levantó, y cuando las plantas de sus pies pisaron el suelo de piedra, lo notó caliente. Encima de una mesa, cerca de su cama, había una vasija junto a una pastilla de delicadísimo jabón. Nada se había alterado durante la noche, y eso era buena señal.
Auri echó otra gota directamente encima de Foxen. Vaciló un instante, sonrió y dejó caer una tercera gota. Los días de hallazgos no eran para medias tintas. Entonces recogió su manta y la dobló una vez y otra más, sujetándola esmeradamente con la barbilla para que no rozara el suelo.
La luz de Foxen seguía aumentando. Al principio no era más que un parpadeo, una motita, una estrella lejana; pero cada vez relucía más, como una luciérnaga. Su resplandor siguió intensificándose, y al final era todo él luz trémula; posado en su plato, parecía una brasa verde azulada, algo más grande que una moneda.
Auri le sonreía mientras él acababa de crecer por completo e inundaba todo Manto con su luz blanca azulada, brillante y auténtica.
Entonces Auri miró alrededor y vio su cama, perfecta. Era del tamaño ideal para ella, y muy pulcra. Miró su silla, su arcón de madera de cedro, su tacita de plata.
La chimenea estaba vacía, y sobre la repisa descansaban su hoja amarilla, su caja de piedra y su tarro de cristal gris, con dulces flores de lavanda secas. Nada era nada más. Nada era nada que no debiera.
Había tres caminos para salir de Manto: un pasillo, un portal y una puerta. La puerta no era para ella.
Auri salió por el portal y entró en Puerto. Foxen seguía descansando en su plato, de modo que allí su luz era más débil, pero aún lo suficientemente intensa para alumbrar. Aunque en Puerto no había habido mucho movimiento últimamente, Auri lo inspeccionó todo. En el botellero había media bandeja de porcelana rota, no más gruesa que un pétalo de flor. Debajo había un libro en octavo con tapas de piel, un par de corchos, un ovillo diminuto de cordel. Un poco más allá estaba su preciosa taza de té blanca, que lo esperaba con una paciencia que Auri envidiaba.
En el anaquel de la pared había: una gota de resina amarilla en un plato; un pedrusco negro; un guijarro gris; un trozo de madera liso y plano. Aparte de todo lo demás, había una botellita minúscula con el cierre de brida abierto que recordaba a un pajarillo hambriento.
En la mesa del centro un puñado de bayas de acebo descansaba sobre un impecable paño blanco. Auri las contempló un instante, y luego las puso en el estante para libros, más adecuado para ellas. Miró alrededor y asintió, satisfecha. Todo en orden.
De vuelta en Manto, Auri se lavó la cara, las manos y los pies. Se quitó el camisón, lo dobló y lo guardó en el arcón de madera de cedro. Se desperezó, feliz; levantó los brazos y, poniéndose de puntillas, estiró todo el cuerpo.
Luego se puso su vestido favorito, el que le había regalado él. La tela le acarició dulcemente la piel. Auri sintió que su nombre ardía como un incendio en su interior. Iba a ser un día de mucho ajetreo.
Auri recogió a Foxen y se lo llevó en la palma de la mano ahuecada. Atravesó Puerto colándose por una brecha irregular de la pared. No era una brecha muy ancha, pero Auri era tan menuda que apenas tuvo que girar los hombros para no rozar los bordes de piedra. No le costó nada pasar por ella.
Caraván era una habitación de techos altos y paredes rectas y blancas de sillares de piedra. Una estancia vacía, salvo por el espejo de cuerpo entero de Auri, en la que resonaba el eco. Sin embargo, ese día había otra cosa: un atisbo de luz de sol. Se filtraba por la parte superior de un portal rellenado con escombros: vigas rotas, trozos de piedra. Pero allí, en lo más alto, una manchita de luz.
Auri se plantó ante el espejo y cogió el cepillo de cerdas naturales que colgaba del marco de madera. Se cepilló el pelo, enmarañado por el sueño, hasta que quedó suspendido a su alrededor como una nube.
Tapó con una mano a Foxen, y sin su resplandor verde azulado la habitación quedó completamente a oscuras. Entonces Auri abrió mucho los ojos y solo vio la suave y débil manchita de luz cálida que se filtraba entre los escombros que tapaban el portal a sus espaldas. Una pálida luz dorada quedó atrapada en su pelo dorado pálido. Auri se sonrió a sí misma en el espejo. Parecía el sol.
Levantó la mano para destapar a Foxen y se deslizó rápidamente en el extenso laberinto de Rúbrica. No tardó ni un minuto en encontrar una tubería de cobre con el envoltorio de tela apropiado. En cambio, encontrar el lugar perfecto no iba a ser tan sencillo, ni mucho menos. Siguió el trazado de la tubería por los túneles de paredes curvadas de ladrillo rojo durante casi un kilómetro, esforzándose para no perderla de vista entre aquella maraña de tuberías.
De pronto, sin previo aviso, la tubería se doblaba y se metía en la pared, y Auri se quedó con las manos vacías. Qué grosería. Había incontables tuberías más, desde luego, pero las pequeñas de plomo no tenían envoltorio. Las frías de acero bruñido eran demasiado nuevas. Las de hierro estaban tan ansiosas que casi resultaba bochornoso, pero su envoltorio era de algodón, y eso le habría ocasionado más problemas de los que Auri estaba dispuesta a afrontar ese día.
De modo que Auri siguió el trazado de una gruesa tubería de cerámica que avanzaba a trompicones. Al final, horadaba el suelo y se perdía en las profundidades; pero en la parte por donde se doblaba, el envoltorio de lino quedaba colgando, suelto y deshilachado como la camisa de un golfillo. Auri sonrió y, con suavidad, desenrolló la tira de tela cuidando de no desgarrarla.
Al final se desprendió. Era perfecta: una sola pieza de lino grisáceo y gastado, casi transparente, largo como el brazo de Auri. Estaba cansada, pero era servicial; tras doblarla, Auri se dio la vuelta y salió disparada por el resonante Umbra, y descendió hasta el Doce.
El Doce era uno de los pocos lugares cambiantes de la Subrealidad. Era lo bastante listo para conocerse a sí mismo, lo bastante valiente para ser él mismo y lo bastante insensato para cambiarse a sí mismo y, al mismo tiempo, seguir manteniéndose auténtico. En ese sentido era prácticamente único, y si bien no siempre era seguro ni agradable, Auri no podía evitar tenerle cariño.
Ese día, el amplio espacio abovedado estaba tal como ella deseaba que estuviera: relumbrante y animado. Los rayos de sol penetraban como lanzas por las rejillas, allá en lo alto, y se clavaban en el valle estrecho y profundo de aquel recinto cambiante. La luz descendía dejando atrás tuberías, vigas de apoyo y la poderosa y recta línea de una antigua pasarela de madera. Los sonidos distantes de la calle caían flotando hasta el fondo de las cosas.
Auri oyó cascos de caballos sobre adoquines, un ruido redondo y nítido como el chasquido de unos nudillos. Oyó el lejano retumbar de un carromato y un murmullo impreciso de voces. Y, entretejido en todos esos sonidos, llegaba el llanto estridente y furioso de un crío que, sin ninguna duda, quería mamar y no lo conseguía.
En el fondo del Doce Amarillo había una balsa alargada y profunda con la superficie lisa como el cristal. La luz del sol que entraba desde arriba era lo suficientemente intensa para que Auri alcanzara a ver hasta la segunda maraña de tuberías bajo el agua.
Allí ya tenía paja y, en una estrecha cornisa de piedra que discurría a lo largo de una de las paredes, aguardaban tres botellas. Pero Auri las miró y arrugó el entrecejo. Había una verde, una marrón y una transparente. Una tenía cierre de brida; otra, un tapón de rosca gris; la tercera, un corcho grueso como un puño. Todas eran de distintas formas y tamaños, pero ninguna era idónea.
Auri levantó las manos en un ademán de exasperación.
Así pues, volvió corriendo a Manto, triscando el suelo de piedra con los pies descalzos. Una vez allí, vio el tarro de cristal gris con la lavanda. Lo cogió, lo examinó minuciosamente, volvió a dejarlo en su sitio correcto y salió de nuevo correteando.
Presurosa, atravesó Puerto, y esa vez salió por el umbral inclinado y no por la brecha de la pared. Subió por Mimbre; Foxen iba arrojando sombras espectaculares por las paredes. Mientras Auri corría, su pelo la seguía flotando como un estandarte.
Tomó la escalera de caracol de Casa Oscura y fue bajando y girando, bajando y girando. Cuando por fin oyó agua en movimiento y tintineo de cristal, supo que había cruzado el umbral por donde se accedía a Retintín. Poco después, la luz de Foxen se reflejó en el estanque de aguas negras y agitadas donde se sumergía el pie de la escalera de caracol.
Allí había dos tarros en una pequeña hornacina. Uno era azul y estrecho; el otro, verde y chato. Auri ladeó la cabeza y cerró un ojo; entonces estiró un brazo y tocó el verde con dos dedos. Sonrió, lo cogió, se dio la vuelta y echó a correr escaleras arriba.
Regresó atravesando Brincos para variar. Corrió por el pasillo y saltó por encima de la primera fisura profunda del suelo agrietado con la agilidad de una bailarina. La segunda grieta la salvó con la ligereza de un pájaro. Brincó por encima de la tercera con el arrojo de una niña preciosa que parecía el sol.
Entró en el Doce Amarillo fatigada y jadeando. Mientras recobraba el aliento, metió a Foxen en el tarro verde, lo rellenó cuidadosamente de paja y cerró la brida que aseguraba la junta de goma, con lo que el tarro quedaba sellado. Se lo acercó a la cara; entonces sonrió y lo besó antes de dejarlo con cuidado en el borde de la balsa.
Se quitó su vestido favorito y lo colgó en una brillante tubería de latón. Sonreía, y temblaba un poco, y unos pececillos nerviosos nadaban por su estómago. Entonces, desnuda como estaba, se recogió el vaporoso cabello con las manos. Se lo peinó hacia atrás y se lo ató, enrollándolo y enlazándolo con la vieja tira de tela de lino gris. Cuando hubo terminado, una larga cola le colgaba hasta la rabadilla.
Abrazándose el torso, Auri dio un par de pasitos y se acercó a la balsa. Metió la punta del dedo de un pie en el agua, y luego el pie entero. El agua, fría y dulce como la menta, la hizo sonreír. Entonces se agachó e introdujo las piernas en el agua; las dejó colgando un momento, sosteniendo su cuerpo desnudo con ambas manos para no sentarse en la piedra fría del borde de la balsa.
Pero no había más remedio. Así que Auri frunció el ceño y flexionó los brazos hasta bajar del todo. El frío borde de piedra no tenía nada que ver con la menta. Era una mordedura seca y dura en su tierna y desnuda parte posterior.
Entonces se dio la vuelta despacio y fue tanteando con los pies hasta que encontró el pequeño saliente de piedra; se sujetó a él con los dedos y se quedó con el agua a la altura de los muslos. Respiró hondo varias veces, cerró fuertemente los ojos, apretó los dientes, se soltó del saliente y se hundió hasta la cintura. Dio un débil chillido, y el frío hizo que se le pusiera la piel de gallina.
Una vez superado lo peor, cerró los ojos y sumergió también la cabeza. Emergió boqueando y parpadeando, y se quitó el agua de los párpados. Entonces, mientras se tapaba los pechos con un brazo, un fuerte estremecimiento la sacudió de la cabeza a los pies. Pero, para cuando dejó de temblar, su mueca se había transformado en sonrisa.
Sin su halo de pelo, se sentía muy pequeña. No era la pequeñez por la que ella luchaba todos los días. No era la pequeñez de un árbol entre árboles. Ni la de una sombra subterránea. Ni era solo pequeña físicamente. Sabía que no era gran cosa. Cuando se le ocurría examinarse más atentamente en su espejo de cuerpo entero, veía a una niña diminuta como una golfilla de las que mendigan por las calles. La niña que veía era sumamente delgada. Tenía los pómulos prominentes y delicados, y se le marcaban mucho las clavículas.
Pero no. Con el pelo recogido, y empapado, se sentía... menos. Se sentía apisonada. Tenue. Más leve. Fina. Falsa. Afinada. De no ser por aquella tira de lino tan perfecta, habría resultado muy desagradable. Sin ella, Auri no se habría sentido simplemente como una mecha enroscada, sino absolutamente repugnante. Valía la pena hacer las cosas de la forma correcta.
Pasados unos momentos, había parado por completo de temblar. Los pececillos seguían nadándole por el estómago, pero Auri sonreía, expectante. La luz dorada que entraba por arriba descendía, recta, esplendorosa y firme como una lanza, hasta la balsa.
Auri inspiró hondo y expulsó el aire con fuerza, al tiempo que agitaba los dedos de los pies. Inspiró hondo una vez más y soltó el aire más despacio.
Inspiró por tercera vez. Asió el cuello del tarro de Foxen con una mano, se soltó del borde de piedra de la balsa y se zambulló en el agua.
La luz caía con el ángulo perfecto, y Auri vio con toda claridad el primer nudo de tuberías. Rápida como un pececillo, giró y se deslizó suavemente por él, evitando que las tuberías la tocaran.
Más abajo estaba el segundo nudo. Auri empujó una vieja tubería de hierro con el pie para seguir impulsándose hacia abajo; tiró de una válvula al pasar con la mano que tenía libre, cambiando de velocidad y deslizándose por el estrecho hueco entre dos tuberías de cobre del grosor de su muñeca.
La lanza de luz iba desvaneciéndose a medida que Auri buceaba, y al poco rato ya solo contaba con el resplandor verde azulado de Foxen. Pero allí su luz estaba amortiguada, filtrada a través de la paja, el agua y el grueso cristal verde. Auri formó una «O» perfecta con los labios y lanzó dos rápidas ráfagas de burbujas. La presión aumentaba a mayor profundidad, y Auri veía surgir formas borrosas en la oscuridad.