Carmilla

Joseph Le Fanu

Fragmento

I. El comienzo del horror

I

El comienzo del horror

No somos gente acaudalada, pero aun así vivimos en un castillo, en Estiria, rincón del mundo donde unos ingresos reducidos permiten una existencia próspera. Aquí, ochocientas o novecientas libras anuales obran milagros. En nuestro país de origen, nuestras rentas difícilmente nos habrían permitido estar a la altura de los ricos. Mi padre es inglés y, por lo tanto, llevo un apellido inglés, pero nunca he estado en Inglaterra. En un lugar tan solitario y primitivo como este, donde todo es extraordinariamente barato, no veo cómo disponer de mucho más dinero podría contribuir a incrementar nuestro bienestar material, e incluso nuestros lujos.

Mi padre trabajó para el gobierno austriaco hasta su retiro, a partir del cual contó para subsistir con una pensión y su patrimonio. Gracias a ello adquirió, a un precio irrisorio, esta propiedad feudal y los terrenos, no muy extensos, en que se halla.

No imagino nada más peculiar o aislado. El castillo está enclavado en lo alto de una colina, rodeado de bosques. El camino, antiguo y estrecho, pasa por delante de su puente levadizo (que jamás vi levantado) y su foso, en el que nadan los cisnes y flotan los nenúfares.

Por encima de todo ello se alza el castillo, con sus ventanas, sus torres y su capilla gótica.

Frente al portal, se abre un claro tan irregular como pintoresco, y a la derecha un puente, gótico también, permite cruzar un arroyo que serpea entre la espesura.

Ya he dicho que se trata de un lugar muy aislado, lo que puede comprobarse con solo mirar desde la entrada principal en dirección al camino: el bosque se extiende hasta una distancia de unas quince millas hacia la derecha y de unas doce hacia la izquierda. La aldea habitada más cercana se encuentra a algo más de cinco millas (según las medidas inglesas), también hacia la izquierda. El castillo más próximo con algún interés histórico se halla a casi veinte millas hacia poniente, y es propiedad del anciano general Spielsdorf.

Si me he referido a «la aldea habitada más cercana» se debe a que a apenas tres millas, en dirección al castillo del general Spielsdorf, existe otra, reducida a escombros, en la nave de cuya iglesia, que ha perdido el techo, se encuentran las tumbas de la orgullosa familia Karnstein (ya extinguida), que en tiempos fue dueña también del desolado castillo que, en lo más profundo del bosque, domina los silenciosos restos del poblado.

Con respecto a las razones que provocaron el abandono de este misterioso y melancólico lugar, circula una leyenda que relataré más adelante.

Describiré a continuación al reducido grupo que habita nuestro castillo. No incluiré a la servidumbre ni a quienes ocupan las dependencias adosadas. Leed y asombraos: mi padre, que es el hombre más agradable que existe y que entonces ya empezaba a envejecer, y yo misma, que en el tiempo a que se refiere mi relato solo tenía diecinueve años. Han pasado ocho años desde entonces. Así pues, la familia que vivía en aquel castillo estaba formada por mi padre y por mí. Mi madre, originaria de Estiria, murió cuando yo era muy pequeña, y desde entonces contaba yo con una bondadosa ama de llaves, cuyo rostro, simpático y regordete, siempre estuvo presente en mi memoria. Se llamaba madame Perrodon, era oriunda de Berna, y su cariño y bondad suplieron, al menos en parte, la ausencia de mi madre, a quien en verdad ni siquiera recuerdo, tan niña era cuando la perdí. Con madame Perrodon éramos tres las personas que nos sentábamos a la reducida mesa familiar. Había una cuarta, sin embargo, mademoiselle de Lafontaine, una mujer a la que en Inglaterra, según creo, califican de «institutriz». Hablaba francés y alemán. Madame Perrodon se expresaba en francés y chapurreaba el inglés, idiomas estos que mi padre y yo empleábamos a diario, en especial el último, tanto para evitar perderlo como por motivos digamos patrióticos. La consecuencia de ello era una Babel que los visitantes encontraban sumamente divertida y que no intentaré reproducir en estas páginas. Había asimismo dos o tres muchachas, aproximadamente de mi edad, que nos visitaban durante periodos más o menos prolongados y cuyos servicios yo solía retribuir.

Esos eran nuestros contactos sociales habituales, y aunque en ocasiones recibíamos también la visita de vecinos, que vivían no demasiado lejos del castillo, yo llevaba una existencia más bien solitaria, y aunque estaba al cuidado de personas por demás prudentes, era una muchacha mimada a quien su padre complacía prácticamente en todo.

El primer incidente serio en mi vida, y uno de los más remotos que soy capaz de recordar, produjo en mí una impresión tremenda (que, de hecho, jamás me ha abandonado). Alguno dirá que es tan trivial que no merecería consignarse aquí. Sin embargo, a su debido tiempo se comprenderá el motivo por el que lo menciono.

La habitación de los niños, llamada así a pesar de que yo constituía su única ocupante, era una estancia amplia situada en la planta superior del castillo, que culminaba en una empinada techumbre de madera de roble. Una noche (yo no debía de tener más de seis años) desperté y, al mirar alrededor, no conseguí ver a la niñera. Tampoco estaba la institutriz, y deduje que me habían dejado sola. No tuve miedo, porque era una de esas niñas afortunadas a las que no se intenta entretener con historias de fantasmas, ni cuentos de hadas, ni leyendas de esas que las obligan a taparse la cabeza cuando una puerta rechina al abrirse o la llama de una vela tiembla proyectando sombras sobre las paredes. Al comprobar, como suponía, que me habían abandonado, me sentí furiosa, humillada, y comencé a gimotear como preludio a una explosión de llanto. En ese instante me llevé una sorpresa al ver que un rostro, de expresión solemne pero muy bello, me observaba junto al lecho. Era el rostro de una joven, que estaba arrodillada y tenía las manos debajo de la manta. La observé azorada y dejé de gimotear. Me acarició, se tendió a mi lado y me atrajo hacia sí con una sonrisa. De inmediato me invadió una deliciosa sensación de serenidad, y volví a dormirme. Desperté al notar que dos finísimas agujas penetraban profundamente en mi cuello, y empecé a gritar con todas mis fuerzas. La joven retrocedió sin apartar los ojos de mí y se deslizó debajo de la cama, o eso me pareció.

Entonces, por primera vez, el horror se apoderó verdaderamente de mí y solté otro grito desgarrador. La niñera, la institutriz y el ama de llaves acudieron a la habitación al instante, y al escuchar mi relato intentaron aclarar los hechos al tiempo que hacían lo posible por tranquilizarme. A pesar de que yo no era más que una niña, advertí una rara expresión de ansiedad en su pálido rostro, y vi que miraban debajo de la cama y dentro de los armarios y que registraban el cuarto.

—Pon la mano en esa depresión que hay en la cama —indicó el ama de llaves a la niñera—. Sin duda es ahí donde se tendió. Todavía está tibio.

Recuerdo que la institutriz me acariciaba y qu

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