Berezina

Sylvain Tesson

Fragmento

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Sin embargo, todo aquel que respiraba se puso en marcha.

SARGENTO BOURGOGNE,

Mémoires

¡Apatía extrema! Para huir de ella, de vez en cuando leo algún libro sobre Napoleón. A veces el valor de los demás nos sirve de tónico.

CIORAN,

Cuadernos, 17 de enero de 1958

Leo los recuerdos del capitán Coignet, en los que cuatro franceses vencen siempre a diez mil cosacos. Los tiempos han cambiado.

PAUL MORAND,

Journal inutile, tomo II

Luchar en voz alta es muy valiente —

Pero es más valiente, lo sé

Quien arremete dentro del seno

A la Caballería del Dolor

...

Confiamos, en procesión ceremoniosa

Pues así, los ángeles marchan —

Fila tras fila, con los pies a la par —

Y con uniformes de nieve

EMILY DICKINSON,

Escarmouches

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BERÉZINA [berezina] n. m. Río de Bielorrusia, afluente del Dniéper; 613 km. Fue escenario de una de las batallas de Napoleón contra las tropas del zar en 1812, durante la famosa retirada de Rusia. FAM. (Esto es) el Berézina, expresión francesa que designa una situación catastrófica: «Pero ¿qué te pasa, grandullón? Parece que estés en pleno Berézina» (Comisario SAN-ANTONIO).

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Seis meses antes de la partida
Julio, Tierra de Baffin

Las ideas de viaje surgen en un periplo anterior. La imaginación traslada al viajero lejos del avispero en el que se ha metido. En el desierto del Néguev soñará con los glen escoceses; en pleno monzón, con el Hoggar; en la ladera oeste de los Drus, con un fin de semana en la Toscana. El hombre nunca está contento con su suerte, aspira a otra cosa, cultiva el espíritu de la contradicción y se propulsa fuera del instante. La insatisfacción es el motor de sus actos. «¿Qué hago aquí?» es el título de un libro y la única pregunta que vale la pena hacerse.

Aquel verano rozábamos cada día quejumbrosos icebergs. Pasaban tristes y solos, surgiendo de entre la niebla, como cubitos en el whisky de la noche. Nuestro velero, La Poule, navegaba de fiordo en fiordo. La luz del verano, enturbiada por el vapor, amamantaba día y noche las costas de Baffin. A veces atracábamos al pie de una pared de seiscientos metros que se hundía en el agua. Entonces sacábamos las cuerdas y corríamos a escalar. El granito era compacto, había que clavar con fuerza los pitones. Para ello teníamos a Daniel du Lac, el más valiente de todos nosotros. Se sentía a sus anchas suspendido por encima del agua, más que en el puente del barco. Al abrir la vía arrancaba bloques de piedra. Las piedras restallaban a nuestras espaldas y golpeaban el agua con un ruido de gancho en una mandíbula culpable.

Cédric Gras nos seguía, empujado por la virtud de la indiferencia. Yo temía bajar. A bordo del barco el ambiente no era alegre. En el comedor, cada uno sorbía su sopa en silencio. El capitán nos hablaba como a perros, y por la noche nos convertía en su público. Teníamos que soportar sus grandes hazañas, escucharlo mientras exponía sus puntos de vista sobre la ciencia en la que era especialista: el naufragio. Hay napoleones de lo minúsculo. Suelen acabar en barcos, el único sitio en el que pueden gobernar imperios. El suyo medía dieciocho metros.

Una noche nos encontramos con Gras en la cubierta. Varias ballenas suspiraban a proa del barco, nadaban perezosamente y daban vueltas de lado: la vida de los grandes.

—Tenemos que resarcirnos con un viaje de verdad, amigo. Estoy harto de este crucero de mormones —dije.

—¿Qué es un viaje de verdad? —me preguntó.

—Una locura que nos obsesiona —le contesté—, que nos transporta al mito; una deriva, un delirio, vaya, traspasado por la historia, por la geografía, regado en vodka, un resbalón a lo Kerouac, algo que nos deje sin respiración por las noches, con lágrimas en los ojos al borde de un abismo. Con fiebre...

—¿Ah, sí? —dijo.

—Sí. Este año, en diciembre, tú y yo tenemos que ir a la Feria del Libro de Moscú. ¿Por qué no volvemos a París en sidecar? En una bonita Ural de fabricación rusa. Tú estarás calentito en la canasta, podrás pasarte el día leyendo. Yo pilotaré. Salimos de la plaza Roja y tiramos al oeste hacia Smolensk, Minsk y Varsovia. ¿Y sabes qué?

—No —respondió.

—Este año se cumplen doscientos años desde la retirada francesa de Rusia —señalé.

—¡No me digas!

—¿Por qué no homenajear con esos cuatro mil kilómetros a los soldados de Napoleón? A sus fantasmas. A su sacrificio. En Francia, todo el mundo pasa de los soldados de Napoleón. Están todos muy ocupados con el calendario maya. Hablan del fin del mundo y no ven que el mundo ya está muerto.

—No te falta razón —asintió Gras.

—Nosotros homenajearemos a la Grande Armée —dije—. Hace dos siglos, había tíos que soñaban con algo más que la banda ancha. Estaban dispuestos a morir por ver brillar las cúpulas de Moscú.

—Pero fue una carnicería espantosa... —señaló Gras.

—¿Y qué? Será un viaje para el recuerdo. Y también rondaremos algún desastre que otro, te lo prometo.

—Entonces de acuerdo.

Pasó un rato. Priscilla se reunió con nosotros en la proa. Siempre viajaba con nosotros, con sus cámaras de fotos, sus aceites esenciales y sus gestos de yogui. La pusimos al corriente del proyecto. Un sol cianótico vagaba por el horizonte. El mar era de acero. La cola de un gran rorcual batía aquel mercurio.

—¿Por qué repetir la retirada? —preguntó de repente Priscilla.

A babor, una ballena espiró una flor de vapor. La nube se quedó suspendida en la claridad.

—Por honor, querida, por honor.

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