El gran bazar del ferrocarril

Paul Theroux

Fragmento

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Marian acababa de oír el lejano sonido del tren. Miró con ansiedad y enseguida lo vio aproximarse. La negra locomotora estaba cada vez más cerca, avanzando con una fuerza y una velocidad extraordinarias. Una embestida cegadora y el tren lanzó contra el puente una gran descarga de vapor iluminado por el sol. Milvain y su compañero corrieron hacia el otro lado del puente, pero ya el tren había salido y en cuestión de pocos segundos se perdió en una pronunciada curva. Las frondosas ramas que crecían extendiéndose por encima de la vía se agitaron violentamente hacia delante y hacia atrás por efecto del aire perturbado.

—Si fuese diez años más joven —dijo Jasper riendo—, diría que ha sido divertido. Eso me inspira. Me hace sentir deseos de volver otra vez a la lucha.

GEORGE GISSING, La nueva Grub Street

frsiiiiiiiiiifronnnnnng tren en alguna parte silbando la fuerza que estas locomotoras tienen en ellas como enormes gigantes y el agua rodando por encima y fuera de ellas por todos lados como el fin de los amores vieja dulce canciónnnnnn los pobres hombres que tienen que estar fuera toda la noche lejos de sus esposas y familias en esas herrumbrosas locomotoras.

JAMES JOYCE, Ulises

[…] la primera condición del pensamiento correcto es la sensación correcta, la primera condición para comprender un país extranjero es olerlo […]

T. S. ELIOT, Rudyard Kipling

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1. El tren de las 15.30 de Londres a París

De niño, cuando vivía cerca de la vía férrea de la compañía Boston & Maine, raras veces oí el paso de un tren sin sentir deseos de montar en él. Esos silbidos parecen cantos embrujados: los ferrocarriles son bazares irresistibles, que serpentean perfectamente nivelados por las desigualdades de cualquier paisaje, mejorando tu estado de ánimo con la velocidad y sin volcar nunca tu bebida. El tren es capaz de infundirte tranquilidad en lugares horribles, no tiene nada que ver con los angustiosos sudores de muerte que provocan los aviones, el mareo de los autobuses de trayectos largos o la parálisis que aflige al que va en automóvil. Si un tren es grande y confortable, ni siquiera necesitas un destino; un asiento en un rincón es suficiente y puedes ser uno de esos viajeros que están quietos en movimiento, avanzando sin llegar ni sentir la necesidad de llegar a ninguna parte, como aquel hombre afortunado que vive en los ferrocarriles italianos porque está retirado y tiene un pase. Mejor es viajar en primera clase que llegar, o, como dijo una vez el novelista inglés Michael Frayn, parafraseando a McLuhan, «el viaje es la meta». Pero yo había escogido Asia, y cuando recordaba que se encontraba medio mundo más allá, no podía por menos de sentir alegría.

Luego Asia apareció del otro lado de la ventanilla, y fui transportado a través de ella en esos expresos que van a Oriente, admirando tanto el bazar del interior del tren como aquellos otros ante los que pasábamos silbando. Cualquier cosa es posible en un tren: una deliciosa comida, una visita de unos jugadores de naipes, una intriga amorosa, un buen sueño por la noche y monólogos de personas extrañas construidos como novelas cortas rusas. Tenía intención de subir a todos los trenes que encontrase, desde la londinense Victoria Station hasta la Tokio Central; tomar el ramal de Simla, la vía que cruzaba el paso del Jaybar y la que enlaza los ferrocarriles indios con los de Ceilán; el expreso de Mandalay, el Flecha de Oro malayo, las líneas locales de Vietnam y los trenes con nombres fascinantes: el Orient Express, el Estrella del Norte y el transiberiano.

Yo buscaba trenes y encontraba pasajeros.

El primero de ellos fue Duffill. Le recuerdo porque su nombre se convirtió más tarde en un verbo, primero de Molesworth, luego mío. Se encontraba delante de mí, en el andén 7 de Victoria Station: «Salidas para el continente». Era viejo y su ropa le estaba grande, como si en un momento de prisa hubiera echado mano de las primeras prendas que hubiese encontrado o como si acabase de salir del hospital. Avanzaba lentamente y llevaba unos paquetes deformados, envueltos en papel marrón. Todos tenían un rótulo con su nombre, R. Duffill, y su dirección, Splendid Palas Hotel, Estambul. Íbamos a viajar juntos. Una viuda caricaturesca con un severo velo habría sido mejor recibida, y si su bolsa estuviese llena de ginebra y dinero heredado, tanto mejor. Pero no había ninguna viuda; había excursionistas, vendedores, chicas francesas con sus desabridos amigos y parejas inglesas de cabellos grises que, cargados de novelas, parecían estar embarcándose en costosos adulterios literarios. Nadie iría más lejos de Liubliana. Duffill iba a Estambul; yo me preguntaba con qué pretexto. Por mi parte, estaba haciendo una escapada más o menos a escondidas; no tenía empleo estable y nadie se fijaría en mí si, después de guardar silencio, me despedía de mi mujer con un beso y tomaba solo el tren de las 15.30.

El tren cruzaba ruidosamente Clapham. Cuando decidí que el viaje era mitad huida y mitad persecución ya habíamos dejado atrás las casitas de ladrillo, los patios de carbón y los estrechos jardines traseros de los suburbios del sur de Londres y estábamos pasando junto a los campos de juego de Dulwich College, donde unos niños hacían ejercicio perezosamente sin haberse desprendido de las corbatas. Me había amoldado al movimiento del tren y había olvidado los titulares sensacionalistas de los periódicos que había estado leyendo por la mañana y que por fortuna no hablaban del «novelista desaparecido». Luego pasamos por delante de una hilera de casas un poco separadas entre sí, entramos en el túnel y, después de viajar un minuto en completa oscuridad, fuimos disparados prodigiosamente hacia un nuevo escenario, unos prados abiertos, unas vacas que pacían y unos granjeros recogiendo el heno con sus blusones azules. Habíamos salido a la superficie en las afueras de Londres, una ciudad gris, húmeda y subterránea. En Sevenoaks pasamos otro túnel, otro atisbo de lo bucólico, campos con caballos piafando, algunas ovejas echadas en la hierba, unos cuervos posados en un secadero de lúpulo y, desde una ventanilla, atisbamos un barrio de casas prefabricadas. Por la otra ventanilla vimos una granja del siglo XVII y más vacas. Esto es Inglaterra: los suburbios s

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