Índice
Portadilla
Índice
Nota a la presente edición
Roald Dahl como refugio, por Elvira Lindo
Cuentos completos
Un cuento africano
Sólo esto
Katina
Cuidado con el perro
No llegarán a viejos
Alguien como tú
Muerte de un hombre muy, muy viejo
Madame Rosette
Pan comido
El ayer fue hermoso
Nunc dimittis
Tatuaje
Hombre del sur
El soldado
La máquina de sonido
El señor Botibol
La Venganza Es Mía, S. A.
El deseo
Veneno
Gastrónomos
Apuestas
El gran gramatizador automático
El perro de Claud
Mi querida esposa
Lady Turton
Cordero asado
Galloping Foxley
Edward el Conquistador
La subida al cielo
William y Mary
Placer de clérigo
El bello George
La señora Bixby y el abrigo del coronel
Jalea real
El campeón del mundo
Génesis y catástrofe.
Cerdo
La patrona
La visita
El último acto
El gran cambiazo
El mayordomo
Perra
Oh, dulce misterio de la vida
El autostopista
El hombre del paraguas
La princesa y el cazador furtivo
La princesa Mammalia
El librero
El cirujano
El chico que hablaba con los animales
El tesoro de Mildenhall
El cisne
La maravillosa historia de Henry Sugar
Racha de suerte (cómo me hice escritor)
Sobre el autor
Créditos de las traducciones
Notas
Créditos
Grupo Santillana
Nota a la presente edición
Ésta es la edición más completa de los cuentos de Roald Dahl. Ordenados de manera cronológica, incluye los relatos hasta ahora inéditos en castellano «Sólo esto», «No llegarán a viejos», «El ayer fue hermoso», «Alguien como tú», «Muerte de un hombre muy, muy viejo», «Madame Rosette», «Oh, dulce misterio de la vida» y «El librero». De toda la producción cuentística de Dahl, tan sólo quedan fuera «In the Ruins», «Smoked Cheese» y «The Sword», tres relatos que los herederos del autor no han permitido incluir en ninguna antología existente en cualquier idioma.
Roald Dahl como refugio, por Elvira Lindo
Llegué tarde a Roald Dahl, y permítanme comenzar con una afirmación que a cualquier amante de la literatura le parecería un disparate. Todos asumimos que hay clásicos que no hemos leído en los años juveniles o que los hemos leído por primera vez cuando ya teníamos una cierta formación literaria. Entendemos, pues, que un clásico se define porque llega a nosotros en cualquier momento de la vida, sin que las modas o las tendencias resten un ápice de valor a lo que un autor ha proporcionado a los lectores a lo largo de décadas o siglos. Aun así, insisto: llegué tarde a Roald Dahl. Fui consciente de esa penosa falta en mis lecturas cuando leía en voz alta a mi hijo Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate o Las brujas. Cierto es que a menudo la crítica minimiza la importancia de esos libros que pueden compartir con entusiasmo adultos y niños y que además de propiciar el nacimiento de nuevos lectores, generan una suerte de complicidad, de mundo íntimo compartido, que concierne a la literatura más que a ningún otro arte. El vínculo emocional que se genera entre el adulto y el niño por los cuentos compartidos no ha de agotarse en la vida. Por tanto, son poderosas las razones por las que debo estarle agradecida a este escritor galés, que poseía una envergadura física de marinero noruego y un alma sin edad que le impidieron envejecer como hombre y como escritor y le permitieron mantener un diálogo con lectores de todas las edades. Pero mientras leía estas extraordinarias novelas a mi hijo y las regalaba por doquier a los niños cercanos y queridos sentía un vacío retrospectivo, la pena por no haberlas tenido yo cuando era pequeña, en aquellos momentos en que devoraba cuanto libro caía en mis manos y estaba formando, sin yo saberlo, mi personalidad de lectora y de escritora.
Leer a un niño los libros del señor Dahl o ver cómo él solo se zambulle en sus páginas es asistir al espectáculo mismo de la literatura, a esa suspensión total del mundo real que rodea al lector y en el que, por un tiempo, deja de estar implicado. No disfruté de Dahl en mi infancia, y bien que lo siento, porque a buen seguro habría aumentado mi espíritu crítico y humorístico, que aunque fue alimentado por otras lecturas, siempre se trataba de una administración más lenta que la que ofrece el estilo subversivo de Dahl, que irrumpe en nuestra mente de la manera más directa posible; pero sería incierto afirmar que no experimenté el influjo de sus historias antes incluso de haberlo leído. Los episodios que Hitchcock rodó en los años cincuenta para televisión en su Alfred Hitchcock presenta estaban basados en algunos de los cuentos más emblemáticos de Dahl y se puede decir que en toda la serie había una especie de tono dahliano, una coherencia narrativa que respondía a los adjetivos que de manera más ajustada califican su obra: eran secos, ingeniosos y carentes de sentimentalismo.
Inmersa en este mar de narraciones extraordinarias he creído entrever las obsesiones de un autor que tiene por norma no mostrarse intrusivo en sus historias con pesadas consideraciones morales. La peripecia vital de Dahl, si se lee con ojos atentos, se encuentra entre estas páginas. No fue una vida fácil. Desde muy niño supo lo que era la pérdida de seres queridos, al perder a una hermana y a su padre. La madre, de origen noruego, a la que el autor estaba muy unido, quiso que Roald estudiara en un internado inglés, tal y como deseaba el difunto padre, y eso se convirtió en un calvario inesperado que inspiró no sólo el libro medio autobiográfico, Boy, que contiene muchas de sus penalidades de niño interno, sino alguno de los cuentos que se presentan en este volumen y, en realidad, toda su literatura.
Su obsesión por hacer justicia con los desamparados, con los débiles, salta a la vista en muchos de sus argumentos: desde el perturbador encuentro en un tren de cercanías de un hombre que va al trabajo con el que se supone era su compañero maltratador en el colegio, a la presencia de los niños perdidos en alguno de sus relatos de una segunda guerra mundial que también vivió en primera persona, como piloto de la RAF. Dahl no es cruel pero tiene muy claro quién es el malvado en un cuento y no muestra ningún interés en comprenderlo. Entiende la maldad como una característica que define por completo a un personaje y no trata de justificarlo psicológicamente. En ese aspecto, imita sin complejos la manera en que los cuentos clásicos estructuraban la división de papeles en una historia: los malos lo son sin matices; a los buenos se les permite casi cualquier atrocidad con tal de restablecer la justicia. Una mujer asesina a su marido porque descubre que éste está a punto de abandonarla; un hombre mata a un asesino de perros; un extraño personaje ha tratado de enriquecerse haciendo que sus contrincantes en las apuestas ofrezcan uno de los dedos de la mano como prenda. Para que exista el bien ha de existir el mal, para que haya un vencedor debe haber un vencido; para provocar inquietud en el lector Roald Dahl enfrenta a los personajes a situaciones macabras o morbosas.
Mientras la corrección política trató de borrar algunos relatos infantiles de Dahl del mapa, y en algún momento lo consiguió, como en el caso del genial Los cretinos —cuyo título fue retirado del catálogo de algunas editoriales—, la literatura de adultos se salvó por estar menos sobreprotegida que la infantil y por convertirse sus cuentos en fuente permanente de inspiración a creadores reconocidos también como clásicos, en el caso de Steven Spielberg, o aplaudidos por su modernidad, en el de Quentin Tarantino. Los críticos, siempre mezquinos con el arte del diálogo, han señalado en alguna ocasión, cómo no, una influencia notable del lenguaje cinematográfico en su estilo. Yo observaría justo lo contrario: Dahl ha servido de inspiración para varios grandes cineastas porque sus historias son concretas, no se andan por las ramas y tienen un argumento que conduce a una genial vuelta de tuerca final. Por otra parte, no eluden la crueldad, una característica común en el cine, y en contadas pinceladas que no perturban la imaginación de un director resumen la personalidad de los personajes. Son la base ideal para historias de cine. Por otra parte, estos cuentos están llenos de gente que habla. Hablan entre ellos, se explican a través del diálogo, o nos hablan directamente a nosotros, porque muchos de los relatos están escritos en primera persona: son individuos que rememoran alguna de las aventuras que marcaron sus vidas.
Era él mismo, Roald Dahl, un aventurero. No cabe la menor duda. Después de sus años sometido a la disciplina de un internado inglés podía con todo. Su juventud transcurrió en África. Los paisajes de Kenia o de Tanzania aparecen como escenario de las peripecias de los personajes; también el cielo que recorrió de un lado a otro de Europa en su calidad de piloto de la Royal Air Force. O América, donde fue destinado como servidor de las fuerzas aliadas y comenzó a curtirse como escritor narrando sus experiencias en la guerra. Se repuso en todas las etapas de su vida de adversidades que podrían haberle vencido y no lo hicieron: la orfandad, el desamparo, la soledad, la guerra. Más tarde, ya casado con la actriz Patricia Neal tuvo que enfrentarse a la pérdida de uno de sus hijos y al accidente de automóvil de Theo, el único varón, cuando era niño, que le trajo como consecuencia una hidrocefalia. Pero el espíritu constructivo de Dahl puso en marcha la máquina del ingenio y junto con dos amigos, uno neurólogo y el otro ingeniero, inventaron la Válvula Wade-Dahl-Till, que durante muchos años tuvo una indiscutible utilidad médica. El genio de los inventores también aparece en estos relatos, aunque sus máquinas estén al servicio de empresas extravagantes.
Sus hijos lo definían como un hombre permanentemente activo, amante de la vida, curioso y capaz de hacer frente a la desdicha. Fue la literatura su manera de comprender una vida llena de tropiezos. Escribió durante muchos años en Gipsy House, su casa de campo en el condado de Buckinghamshire, en un pequeño cobertizo, sentado en un confortable sillón orejero en el que colocaba un tablero sobre los reposabrazos. En ese escondite campestre fue donde pergeñó gran parte de estos argumentos; otros habían sido ya ideados y editados en su vida americana. Al mismo tiempo, se dedicaba a la jardinería y se entregaba a algunas actividades filantrópicas inspiradas por la enfermedad neurológica de su hijo. También dedicó tiempo y dinero a campañas de alfabetización. Su personalidad, por tanto, contiene una paradoja: por un lado, no podemos imaginarlo sin escribir, ni él mismo podía imaginarse sin una entrega permanente a la ficción; por otro, fueron tantas sus habilidades y sus aventuras, que sin duda era un hombre que contenía a otros muchos hombres posibles.
Lo que estos relatos nos dejan claro es su incontenible vitalismo: es como si una corriente de aire puro, fresco, nunca viciado sacudiera todas las páginas y nos impidiera leer rutinariamente. No son historias para moralistas, ni para pazguatos. Aquí hay hombres que antes de matar a las ratas estudian concienzudamente su compleja personalidad; aquí hay mujeres que guardan en un lugar recóndito de su corazón un rencor a su marido que espera el momento de hacerse presente; aquí hay mentes superdotadas que inventan máquinas que escriben novelas de éxito, o jóvenes que emprenden una empresa cuyo negocio consiste en castigar a periodistas que metieron la nariz en asuntos íntimos de gente adinerada. La venganza, el rencor, el desprecio, el odio... y al otro lado de todos esos oscuros sentimientos, los inocentes, los débiles, que suelen ser niños o animales, seres intocados por los vicios o las perversiones de la condición humana. Es extraordinario cómo Roald Dahl maneja al lector, cómo nos maneja hasta el punto de que compartamos la ferocidad de un castigo y eso sea precisamente lo que nos haga sentirnos más aliviados.
Si Dahl se refugió en la escritura, nosotros nos refugiamos en su genio literario. A mí me lleva acompañando muchos años, desde que descubrí sus novelas infantiles de la mano de mi hijo. Su estilo directo, elocuente, vivo, seco, expresivo, salpicado siempre de toques de humor, me subyugó desde el principio y no lo he abandonado nunca. Ha ocupado un espacio en las estanterías de una y otra casa y siempre vuelve a mis manos, fresco y novedoso, como si el autor lo acabara de escribir sobre el tablero de madera, en su cobertizo de Gipsy House, y me lo entregara en mano, con su gran envergadura de marinero noruego y esa alma sin edad que en ocasiones encuentro tan cercana a la mía.
ELVIRA LINDO
Cuentos completos
Un cuento africano
Para Inglaterra, la guerra empezó en septiembre del año 1939. Los habitantes de la isla se enteraron enseguida y empezaron a prepararse. En lugares más apartados, la gente tardó un poco más en oír la noticia y también empezó a prepararse.
En África oriental, en la colonia de Kenia, vivía un joven cazador blanco que adoraba las sabanas, los valles y las noches frescas en las laderas del Kilimanjaro. También él se enteró de la guerra y empezó a prepararse. Atravesó el país para llegar a Nairobi y alistarse en las fuerzas aéreas británicas. Les pidió que le hicieran piloto. Fue aceptado y empezó su formación en el aeropuerto de Nairobi. Le dieron un pequeño Tiger Moth y se convirtió en un buen piloto.
A las cinco semanas casi fue llevado ante un consejo de guerra porque en vez de despegar y practicar picados y virajes, como se le había ordenado, llevó su pequeño avión hacia las praderas de Nakuru para ver los animales salvajes. En el camino le pareció ver un antílope sable y, como se trata de un animal poco común, se emocionó y voló más bajo para verlo mejor. Por mirar al antílope a su izquierda no pudo ver la jirafa a su derecha. El borde delantero del ala de estribor chocó contra el cuello de la jirafa justo debajo de su cabeza y lo seccionó limpiamente. Así de baja era la altura a la que estaba volando. El ala sufrió daños, pero el piloto consiguió volver hasta Nairobi. Y, como ya he dicho, casi le llevan ante un consejo de guerra, porque se puede explicar una abolladura en el ala por haber chocado contra un ave grande, pero no si hay pellejos y pelos de jirafa pegados en el ala.
Después de seis semanas, le permitieron realizar solo el primer vuelo de larga distancia desde Nairobi hasta un lugar llamado Eldoret, un pequeño pueblo a dos mil cuatrocientos metros de altura en la montaña. Pero de nuevo tuvo mala suerte. Esta vez fue por un fallo del motor durante el camino, ocasionado por el agua que había entrado en los depósitos de combustible. Conservó la cabeza fría e hizo un aterrizaje forzoso muy bonito sin dañar el avión, cerca de una pequeña casa en el altiplano, lejos de cualquier población. El altiplano es una tierra muy solitaria.
Se acercó a la casa y se encontró con un viejo que vivía solo, sin más posesiones que un pequeño terreno para plantar batatas, unas gallinas marrones y una vaca negra.
El viejo le trató bien. Le ofreció comida y leche, y un lugar para dormir. El piloto se quedó dos días y dos noches. Después de ese tiempo, un avión de rescate de Nairobi descubrió su avión en el suelo, aterrizó a su lado, encontró el fallo, volvió a marcharse y le trajo combustible limpio para que pudiese por fin despegar de nuevo y regresar.
Durante su estancia en la casa del viejo, que se sentía muy solo y no había visto a nadie en muchos meses, éste le agradeció mucho la compañía y la oportunidad de hablar con alguien. Él hablaba y el piloto escuchaba atentamente. Habló de la vida solitaria, de los leones que le visitaban por la noche, del pícaro elefante que vivía al otro lado de las colinas al oeste, del calor durante el día y del silencio que llegaba con el frío de medianoche.
La segunda noche, el viejo habló de sí mismo. Contó una historia larga y extraña y, mientras la contaba, el piloto tenía la sensación de que el viejo se estaba quitando un gran peso de encima. Cuando terminó su historia, dijo que nunca se la había contado a nadie y que jamás la volvería a contar, pero al piloto le pareció tan extraña que la escribió nada más volver a Nairobi. No transcribió las palabras del viejo, sino que utilizó sus propias palabras, como si estuviese pintando un cuadro y el viejo fuera un personaje dentro de él, porque ésa le parecía la forma más adecuada. Nunca antes había escrito ninguna historia, así que era natural que cometiera errores. No conocía ninguno de los trucos que utilizan los escritores, que los utilizan igual que los pintores utilizan trucos en pintura, pero cuando terminó, cuando dejó el lápiz sobre la mesa y se fue a la cantina de los aviadores para tomarse una pinta de cerveza, había escrito un cuento extraño y lleno de fuerza.
Lo hallamos en su maleta dos semanas más tarde, al revisar sus pertenencias. Había muerto durante un entrenamiento y, como no parecía tener familia y era mi amigo, me he quedado con el manuscrito para hacerme cargo de él.
He aquí lo que escribió.
El viejo salió de la sombra de la puerta hacia el sol brillante y descansó un segundo apoyado sobre su bastón, mirando a su alrededor, guiñando los ojos debido a la fuerte luz. Inclinaba la cabeza un poco hacia un lado y miraba hacia arriba, intentando localizar el ruido que le parecía haber oído.
Era bajo, gordo y ya había pasado los setenta, aunque su aspecto más bien indicaba que estaba cerca de los ochenta y cinco. Tenía el cuerpo agarrotado y abultado por el reumatismo. Su rostro estaba cubierto por las canas y movía la boca sólo hacia un lado. En la cabeza, no importaba si estaba dentro o fuera de casa, llevaba siempre un sucio salacot que alguna vez había sido blanco.
Estaba totalmente quieto, entornando los ojos e intentando localizar el ruido.
Sí, lo oyó de nuevo. Giró bruscamente la cabeza para mirar hacia la pequeña cabaña de madera que estaba a unos cien metros, sobre la hierba de la pradera. Esta vez no quedaba duda: era el gañido de un perro, el gañido agudo y punzante de dolor que emite un perro al sentirse amenazado. Dos veces más lo oyó y la última vez era más un grito que un gañido. El tono era aún más agudo, más punzante, como si lo hubieran arrancado rápidamente de un rincón escondido del cuerpo.
El viejo se dio la vuelta y corrió cojeando a través de la hierba hasta llegar a la cabaña de Judson, empujó la puerta y entró.
El pequeño perro blanco estaba tumbado en el suelo y Judson estaba de pie por encima de él, con los pies separados y el pelo negro cayéndole sobre el alargado rostro rojo. Era alto, delgado y estaba allí, con la camisa grasienta mojada de sudor, murmurando en voz baja. Su boca estaba abierta de una manera extraña, sin vida, como si la mandíbula le pesara demasiado. La baba le resbalaba suavemente por la barbilla. Estaba allí, mirando al pequeño perro blanco tumbado en el suelo; con una mano se retorcía lentamente la oreja izquierda y con la otra sujetaba un pesado palo de bambú.
El viejo hizo caso omiso de Judson y se arrodilló junto al perro, pasándole suavemente la mano por el cuerpo. El perro se calló y le miró con los ojos húmedos. Judson no se movía. Estaba mirando a la vez al perro y al viejo.
El viejo se incorporó despacio, levantándose con gran dificultad, con las dos manos agarradas al bastón y haciendo fuerza sobre él para ponerse de pie. Paseó la mirada por toda la habitación. En la esquina vio un colchón sucio y arrugado sobre el suelo; al lado, una mesa fabricada con listones de cajas de madera y encima de ella, un hornillo Primus con una sartén de la que se desprendía el esmalte azul. El suelo estaba sucio de barro y plumas de gallina.
El hombre encontró lo que estaba buscando. Al lado del colchón, apoyada contra la pared, vio una pesada barra de hierro. Cojeó hacia ella, golpeando las tablas huecas del suelo con su bastón. Los ojos del perro seguían sus movimientos. El viejo se cambió el bastón a la mano izquierda, con la derecha agarró la barra de hierro, cojeó de nuevo hacia el perro y seguidamente levantó la barra y dio un golpe fuerte sobre la cabeza del animal. Tiró la barra al suelo y miró a Judson, que seguía inmóvil, con los pies separados, la baba cayéndosele y unas contracciones nerviosas en el rabillo del ojo. El viejo se acercó a él y empezó a hablar. Habló despacio y muy bajo, con una rabia terrible, y al hablar sólo se le movía un lado de la boca.
—Lo has matado —dijo—. Le has partido la columna.
Enseguida se le subió la rabia y encontró más palabras. Miró hacia arriba y escupió las palabras a la cara de Judson, que seguía con las contracciones en el rabillo del ojo e iba retrocediendo, hasta tocar con la espalda en la pared.
—Maldito cruel hijo de puta mataperros. Este perro era mío. ¿Quién diablos te ha dado el derecho de pegar a mi perro?, dime. ¡Contesta, loco baboso! ¡Contesta!
Judson se frotaba lentamente la palma de la mano izquierda contra la parte delantera de la camisa y ahora las contracciones se extendían por toda la cara. Sin mirar al viejo a los ojos, contestó.
—No dejaba de chuparse la pata. No soportaba el ruido. Usted sabe que no soporto ese tipo de ruidos, chupa, chupa, chupa. Le dije que lo dejara. Me miró y movió la cola, pero luego siguió chupándose. No lo soporté más y lo golpeé.
El viejo no dijo nada. Durante un instante parecía que iba a pegar al otro hombre. Levantó un poco el brazo, lo volvió a bajar, escupió al suelo, se dio la vuelta y salió cojeando por la puerta hacia la luz del sol. Atravesó la hierba hasta llegar a donde estaba una vaca negra rumiando a la sombra de una acacia. La vaca le miraba mientras el viejo se acercaba a ella cojeando desde la cabaña hasta el árbol. El animal seguía comiendo, rumiando, moviendo sus mandíbulas con gran regularidad, mecánicamente, como un metrónomo que va muy despacio. El viejo cojeó hasta llegar a su lado y empezó a acariciarle la nuca. Luego se apoyó en ella y utilizó el bastón para rascarle el lomo. Pasó un largo tiempo así, apoyado en ella y rascándole el lomo. De vez en cuando le hablaba, diciendo pequeñas palabras apenas audibles, casi susurrando, como si le estuviera contando un secreto.
Había sombra debajo de la acacia y el campo a su alrededor tenía un aspecto frondoso y agradable después de las largas lluvias. En las tierras altas de Kenia la hierba es verde y en esta época del año, después de las lluvias, está tan verde y frondosa como en cualquier otra parte del mundo. A lo lejos, en el norte, se veía el monte Kenia con su capuchón de nieve y una delgada pluma blanca donde los vientos habían soplado llevando el polvo blanco desde el pico a las cotas más bajas. En las faldas de la montaña había leones y elefantes, y a veces por la noche se oía el rugido de los leones que miraban a la luna.
Pasaron los días y Judson realizaba sus tareas en la granja de una forma silenciosa y mecánica, recogía el maíz, desenterraba las batatas y ordeñaba la vaca negra, mientras el viejo se escondía del agresivo sol africano dentro de su casa. Solamente al caer la tarde, cuando el aire empezaba a refrescar, salía cojeando y siempre se ponía al lado de la vaca. Pasaba una hora hablando con ella debajo de la acacia. Un día llegó a la hora habitual y encontró a Judson al lado de la vaca, mirándola de forma extraña y en una postura peculiar, con un pie adelantado, retorciéndose la oreja con la mano derecha.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó el viejo al acercarse cojeando.
—La vaca no deja de comer —respondió Judson.
—De rumiar —le corrigió el viejo—. Déjala en paz.
—Es el ruido —dijo Judson—. ¿No lo oye? Cruje. Como si estuviera masticando piedras, pero no es eso. Sólo come hierba y babas. Mírela. No deja de masticar. Cruje, cruje, cruje y sólo son hierba y babas. Se me graba directamente en los sesos.
—¡Fuera! —le dijo el viejo—. ¡Fuera de mi vista!
Al alba, el viejo estaba como siempre sentado frente a la ventana, observando cómo Judson atravesaba la pradera desde su cabaña para ordeñar la vaca. Esa mañana, observó cómo atravesaba la hierba, dormido, hablando consigo mismo, arrastrando los pies, dejando una huella verde oscura en la hierba mojada y llevando en la mano una vieja lata de queroseno de quince litros que utilizaba para recoger la leche. En ese momento el sol se asomó por encima de las colinas y dejó unas largas sombras detrás del hombre, de la vaca y de la acacia. El viejo vio cómo Judson dejaba la lata en el suelo y se sentaba encima de la caja de madera que estaba al lado del árbol para ponerse a ordeñar. Vio cómo de repente se arrodilló para tocar la ubre de la vaca y en ese mismo momento el viejo se dio cuenta de que la vaca no tenía leche. Vio cómo Judson se levantaba y corría hacia la casa. Se quedó parado debajo de la ventana y miró hacia arriba, adonde estaba sentado el viejo.
—No hay leche —dijo Judson.
El viejo se asomó a la ventana abierta, apoyándose con ambas manos en el borde.
—Maldito hijo de puta, la has robado.
—Yo no fui —respondió Judson—. Estaba durmiendo.
—La has robado —repitió el viejo, hablando en voz baja moviendo sólo un lado de la boca y asomándose más—. Te daré una paliza por esto.
—Alguien la robó durante la noche —se defendió Judson—, un nativo, un kikuyu. O igual está enferma.
El viejo tuvo la impresión de que Judson decía la verdad.
—Ya veremos —dijo al final— si esta tarde tiene leche o no. Y ahora, piérdete, por Dios.
Por la tarde la ubre estaba llena y el viejo vio cómo Judson sacaba dos litros de buena leche.
A la mañana siguiente estaba vacía. A la tarde estaba llena. La tercera mañana estaba de nuevo vacía.
La tercera noche, el viejo se quedó vigilando. En cuanto cayó la noche se sentó al lado de la ventana abierta con su viejo rifle del calibre doce cruzado sobre los muslos, esperando al ladrón de leche que ordeñaba su vaca durante la noche. Al principio la oscuridad era tan densa que no lograba ver absolutamente nada, ni siquiera la vaca, pero pronto salió por detrás de las colinas una luna de tres cuartos que daba tanta luz que casi parecía de día. Pero hacía un frío terrible en las tierras altas, porque están a una altura de más de dos mil metros, y el viejo se estremeció en su silla y colocó la manta marrón más pegada a sus hombros. Ahora podía ver perfectamente la vaca, igual que bajo la luz del sol, y la sombra de la pequeña acacia se dibujaba perfectamente sobre la hierba, con la luna justo detrás.
Durante toda la noche el viejo aguantó en su puesto mirando la vaca, a la que no quitó ojo salvo durante el instante en el que se fue a la habitación para traer otra manta. La vaca parecía estar a gusto debajo del árbol, rumiando y mirando la luna.
Una hora antes del amanecer, la ubre estaba llena. El viejo podía verlo. La había estado observando continuamente y, aunque no había conseguido apreciar el aumento, igual que no se aprecia el movimiento de la horaria del reloj, sí que había sido consciente de cómo la leche había ido aumentando durante toda la noche. Ahora faltaba una hora para el amanecer. La luna estaba más baja, pero seguía iluminando mucho. Podía ver perfectamente la vaca, el pequeño árbol y el verdor de la hierba alrededor de ella. De repente giró bruscamente la cabeza. Había oído un ruido. Seguro que había oído un ruido. Sí, ahora se oía de nuevo, algo se movía en la hierba justo debajo de su ventana. Se levantó rápidamente para mirar por encima del borde de la ventana hacia el suelo.
Entonces la vio. Una larga serpiente negra, una mamba de dos metros y medio de largo y del grosor del brazo de un hombre, se deslizaba con gran velocidad por la hierba mojada derecha hacia la vaca. Levantaba ligeramente su pequeña cabeza con forma de pera y el movimiento de su cuerpo contra la humedad de la hierba producía un pronunciado silbido, como gas que se escapa de una válvula. El viejo levantó el rifle para disparar. Enseguida lo volvió a bajar, sin saber por qué, y se quedó sentado, inmóvil, mirando a la mamba acercarse a la vaca, escuchando el silbido de su movimiento, mirando cómo llegaba al lado de la vaca y esperando que la mordiera.
Pero no la mordió. Levantó la cabeza y la meneó suavemente durante un instante, luego levantó toda la parte delantera de su cuerpo negro para acercarlo a la ubre, se metió suavemente una de las tetas en la boca y empezó a beber.
La vaca no se movió. Ya no se escuchaba ningún ruido mientras el cuerpo de la mamba se arqueaba con elegancia entre el suelo y la ubre. La serpiente negra y la vaca negra se distinguían claramente bajo la luz de la luna.
Durante media hora el viejo se quedó mirando cómo la mamba bebía la leche de la vaca. Observaba los suaves empujones de la serpiente mientras extraía la leche de la ubre y cómo después de cierto tiempo se cambió de una teta a otra, hasta que por fin ya no quedó nada de leche. Entonces la mamba bajó suavemente la cabeza al suelo y se marchó en la dirección por la que había venido. De nuevo producía ese silbido al moverse por la hierba y de nuevo pasó por debajo de la ventana en la que el viejo estaba sentado, dejando una fina huella oscura en la hierba mojada. Finalmente desapareció doblando la esquina de la casa.
La luna se escondía lentamente por detrás de la cresta del monte Kenia. Casi en ese mismo momento salió el sol por el este de entre las colinas y Judson se asomó a la puerta de su cabaña con la lata de quince litros en la mano. Caminó despacio hacia la vaca arrastrando los pies, mojándolos en el pesado rocío. El viejo le vio acercarse y se quedó esperando. Judson se inclinó para tocar la ubre y, mientras lo hacía, el viejo le pegó un grito. Judson se asustó al oír la voz del viejo.
—Se la han llevado otra vez —gritó.
—Sí —respondió Judson—, está vacía.
—Creo —siguió despacio el viejo— que era un chico kikuyu. Me había quedado dormido y sólo lo vi cuando ya se iba. No pude disparar porque la vaca estaba en medio. Desapareció por detrás de la vaca. Lo voy a esperar de nuevo esta noche y esta vez lo voy a pillar.
Judson no dijo nada. Agarró la lata de quince litros y volvió a su cabaña.
La siguiente noche el viejo se sentó de nuevo detrás de la ventana vigilando la vaca. Esta vez la anticipación del espectáculo que iba a ver le provocaba cierto placer. Sabía que la mamba volvería, pero quería estar totalmente seguro. Cuando la gran serpiente por fin se deslizó de nuevo a través de la hierba hacia la vaca, una hora antes del amanecer, el viejo se asomó apoyándose en el alféizar para seguir sus movimientos mientras ella se acercaba a la vaca. La vio pararse un instante debajo de la tripa del animal y menear la cabeza unas seis veces hasta que por fin levantó la parte delantera del cuerpo para meterse la teta de la vaca en la boca. El viejo estuvo mirando durante media hora cómo se bebía la leche hasta que ya no quedaba más. Luego vio cómo bajaba el cuerpo y se volvía por el camino por el que había venido hasta doblar la esquina de la casa. Y mientras la miraba se reía silenciosamente con un lado de la boca.
Luego se asomó el sol por detrás de las colinas y Judson salió de su cabaña llevando la lata de quince litros, pero esta vez fue directo a la ventana de la casa donde estaba sentado el viejo envuelto en sus mantas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Judson.
El viejo le miró desde lo alto de la ventana.
—Nada —contestó—. No ha pasado nada. Me he quedado dormido otra vez y el hijo de puta vino y se llevó la leche mientras yo dormía. Escúchame, Judson —añadió—, hemos de pillarlo, porque si no, se te acabará la leche, aunque tampoco te vendría mal. Pero hemos de pillarlo. No puedo dispararle porque es muy listo. Siempre se pone detrás de la vaca. Lo vas a tener que pillar tú.
—¿Pillarlo yo? ¿Cómo?
—Pienso —dijo el viejo muy despacio—, pienso que tendrás que esconderte al lado de la vaca, justo al lado. Es la única forma de atraparlo.
Judson se enredaba el cabello con la mano izquierda.
—Hoy —continuó el viejo— vas a excavar una pequeña zanja al lado de la vaca. Allí te tumbarás y yo te cubriré de hierba y heno para que el ladrón no te vea hasta que esté a tu lado.
—Y ¿si lleva navaja?
—No, no tendrá ninguna navaja. Tú tráete tu palo. No necesitarás otra cosa.
—Sí —contestó Judson—, traeré mi palo. Cuando llegue el ladrón, me levantaré y le daré con el palo.
De repente, Judson pareció acordarse de algo.
—Pero ¿qué pasa con la vaca? —preguntó—. No soportaría sus ruidos toda la noche rumiando, masticando hierba y babas como si fueran piedras. No lo soportaría.
Comenzó de nuevo a retorcerse la oreja izquierda.
—Harás lo que te he dicho, maldito —replicó el viejo.
Y Judson excavó la zanja al lado de la vaca, a la que después se ató al tronco de la pequeña acacia para que no se alejara durante la noche. Cuando al caer la tarde se dispuso a tumbarse en la zanja, el viejo se asomó a la puerta de su casa y le llamó.
—No tiene sentido hacer nada hasta la madrugada. No vendrá antes de que se llene la ubre. Ven y espera aquí dentro. Hace menos frío que en tu asquerosa cabaña.
Era la primera vez que el viejo invitaba a Judson a entrar en la casa. Le siguió hacia dentro, contento por no tener que estar en la zanja toda la noche. Una vela iluminaba la habitación. Estaba metida en el cuello de una botella de cerveza que estaba sobre la mesa.
—Haz té —ordenó el viejo indicando el hornillo Primus que estaba en el suelo. Judson encendió el hornillo e hizo té. Luego los dos hombres se sentaron cada uno sobre una caja de madera y bebieron. El viejo se puso enseguida a beber el té caliente haciendo mucho ruido al sorber el líquido. Judson no dejaba de soplar el suyo, tomando pequeños sorbitos de vez en cuando y con mucho cuidado, observando continuamente al viejo por encima del borde de su taza. El viejo seguía bebiendo y haciendo ruidos escandalosamente hasta que de repente Judson habló.
—Pare —dijo en voz muy baja, casi como si le doliera, y al hablar le aparecían contracciones alrededor de los ojos y de la boca.
—¿Cómo? —preguntó el viejo.
—Pare ese ruido. Ese ruido que hace cuando está sorbiendo el té.
El viejo apoyó su taza sobre la mesa y miró al otro sin decir nada durante un momento. Luego volvió a hablar.
—¿Cuántos perros has matado en tu vida, Judson?
No hubo respuesta.
—¿Cuántos?, te he preguntado. ¿Cuántos perros?
Judson se puso a sacar hojas de té de su taza y a pegarlas en el dorso de su mano izquierda. El viejo se inclinó hacia delante sin levantarse de la caja de madera.
—¿Cuántos perros, Judson?
Judson aceleró la operación de las hojas. Metió sus dedos con fuerza dentro de la taza vacía, sacó otra hoja de té, la estampó rápidamente contra el dorso de su mano y volvió enseguida a por otra. Cuando ya no quedaban muchas hojas en la taza y tardó en encontrar la siguiente, acercó la cabeza a la taza y buscó la hoja mirando concentradamente. El dorso de la mano que sostenía la taza estaba cubierto de hojas de té negro mojadas.
—¡Judson! —gritó ahora el viejo, y el lado de su boca se abrió y se cerró como si fuera unas tenazas. La llama de la vela se movió y volvió a calmarse.
Luego bajó la voz y siguió hablando despacio casi como si estuviera delante de un niño.
—En toda tu vida, ¿cuántos perros han sido?
—¿Por qué debería decírselo? —contestó Judson sin mirar al viejo. Se puso a retirar las hojas de té del dorso de su mano una por una para devolverlas a la taza.
—Quiero saberlo, Judson —dijo el viejo muy suavemente—. Me empieza a gustar la idea. Hablemos de ello y hagamos planes para divertirnos.
Judson le miró. Una gota de saliva le resbalaba por la barbilla, se quedó suspendida en el aire durante un segundo, se soltó y cayó al suelo.
—Sólo los mato por el ruido.
—¿Cuántas veces lo has hecho? Me gustaría saber cuántas.
—Antes, muchas veces.
—¿Cómo lo hacías? Dime cómo solías hacerlo. ¿Qué era lo que más te gustaba?
No hubo respuesta.
—Dime, Judson. Me gustaría saber.
—No entiendo para qué. Es un secreto.
—No se lo diré a nadie. Te lo juro.
—Bueno, si me lo promete —Judson acercó su caja de madera a la del viejo y habló susurrando—. Una vez esperé hasta que uno estuviera dormido. Levanté una piedra enorme y la dejé caer sobre su cabeza.
El viejo se levantó y se echó otra taza de té.
—Al mío no lo mataste así.
—Porque no me dio tiempo. El ruido era tan fuerte, chupándose, tuve que hacerlo rápido.
—Ni siquiera lo mataste del todo.
—Dejó de hacer ruidos.
El viejo se acercó a la puerta y miró hacia fuera. Estaba oscuro. La luna no había salido, pero la noche estaba despejada y fría, con muchas estrellas. En el este se veía una luz pálida en el cielo y, según seguía mirando, la luz aumentaba y se convertía en un brillo que iba cubriendo todo el cielo hasta reflejarse en las gotas de rocío sobre la hierba en las colinas. Y muy despacio salía la luna. El viejo se giró hacia Judson.
—Prepárate. Nunca se sabe, puede que hoy llegue antes.
Judson se levantó y los dos salieron de la casa. Judson se acostó en la zanja al lado de la vaca y el viejo lo cubrió con hierba hasta que sólo se veía la cabeza a ras del suelo.
—Estaré vigilando desde la ventana —dijo el viejo—. Si pego un grito, te levantas y lo atrapas.
Cojeó de vuelta a la casa, subió la escalera, se envolvió en las mantas y se sentó al lado de la ventana. Todavía era pronto. La luna estaba casi llena y seguía subiendo en el cielo. Su luz caía sobre las nieves del monte Kenia.
Una hora más tarde, el viejo gritó:
—¿Sigues despierto, Judson?
—Sí —respondió éste—, estoy despierto.
—No te duermas —dijo el viejo—. Hagas lo que hagas, no te duermas.
—La vaca no deja de rumiar —dijo Judson.
—Bien, si te levantas ahora, te pego un tiro a ti —anunció el viejo.
—¿A mí?
—Sólo si te levantas, he dicho.
Se oyeron unos suaves sollozos que salían de donde Judson estaba acostado, extraños ruidos de respiración sofocada, como si un niño intentase no llorar.
—Me tengo que mover —sonó de repente la voz de Judson—. Por favor, déjeme moverme. Es por el ruido.
—Si te levantas —amenazó el viejo—, te pego un tiro en la tripa.
Los sollozos continuaron durante aproximadamente una hora. Luego, de repente, se hizo el silencio.
Un poco antes de las cuatro empezó a hacer mucho frío y el viejo se arrebujó en sus mantas.
—¿Tienes frío, Judson? —gritó el viejo.
—Sí —fue la respuesta—, mucho frío. Pero ya no me importa porque la vaca ha dejado de rumiar. Está dormida.
—¿Qué vas a hacer con el ladrón cuando lo pilles? —preguntó el viejo.
—No lo sé.
—¿Lo vas a matar?
Una pausa.
—No lo sé. Lo voy a atrapar.
—Estaré mirando —dijo el viejo—, será divertido.
Estaba asomado a la ventana, apoyando los brazos en el alféizar.
Luego escuchó el silbido debajo de la ventana, lo siguió con la mirada y vio la mamba negra deslizándose por la hierba hacia donde estaba la vaca, iba a gran velocidad y con la cabeza ligeramente erguida por encima del suelo.
Cuando la mamba estaba a sólo cinco metros, el viejo pegó un grito.
—Ya viene, Judson, ya está aquí. ¡A por él!
Judson levantó rápidamente la cabeza para mirar. Cuando vio la mamba, ella le vio también. Durante un segundo, o tal vez dos, la serpiente se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y levantó la parte delantera del cuerpo. Enseguida mordió. Sólo hubo un rayo negro y un ruido seco cuando tocó el pecho de Judson. Le salió un grito, un grito largo y agudo que ni subió ni bajó de tono, sino que se mantuvo hasta que por fin se apagó gradualmente y se hizo de nuevo el silencio. Se puso de pie, se rompió la camisa, buscó el lugar de la mordedura y se puso a gemir en voz baja, quejándose y respirando con dificultad, con la boca muy abierta. Durante todo el tiempo, el viejo permaneció sentado en silencio al lado de la ventana abierta, asomándose sin apartar sus ojos ni un instante del hombre que estaba abajo.
Si una mamba negra muerde, todo va muy rápido y el veneno empieza a actuar enseguida. Judson se cayó al suelo y dio vueltas en la hierba con la espalda encorvada. Ya no emitía ningún ruido. Todo lo demás ocurría sumergido en un silencio total, como si un hombre con unas fuerzas extraordinarias estuviese luchando contra un gigante invisible y como si el gigante lo estuviese retorciendo, impidiéndole que se levantara, metiéndole los brazos por entre las piernas y tirándole de las rodillas hacia la barbilla.
Luego empezó a arrancar la hierba con las manos y enseguida se puso boca arriba dando patadas al aire. Pero no duró mucho. De repente, se estremeció, dio media vuelta encorvando otra vez la espalda y al final se quedó tieso, boca abajo y con la rodilla derecha doblada, metida debajo del pecho, con los brazos extendidos por encima de la cabeza.
El viejo seguía sentado al lado de la ventana, e incluso cuando todo se había acabado, siguió allí sin moverse. Una sombra se movió debajo de la acacia y la mamba avanzó despacio hacia donde estaba la vaca. Avanzó, se paró, levantó la cabeza, esperó, bajó la cabeza y avanzó el último tramo hasta colocarse debajo de la tripa del animal. Se irguió, se metió una de las tetas pardas en la boca y empezó a beber. El viejo observaba la mamba bebiendo la leche de la vaca y de nuevo veía los suaves empujones de su cuerpo al sacar el líquido de la ubre.
La serpiente todavía estaba bebiendo cuando el viejo se levantó y se apartó de la ventana.
—Quédate con su parte —dijo en voz baja—, no nos importa que te quedes con su parte.
Mientras hablaba se dio la vuelta y volvió a ver el cuerpo negro de la mamba arqueándose para engancharse a la otra teta.
—Sí —repitió—, no nos importa nada que te quedes con su parte.
Sólo esto
La escarcha era muy abundante esa noche. Cubría los setos y blanqueaba la hierba de los campos de manera que casi parecía que hubiese nevado. Pero la noche era clara y hermosa, las estrellas brillaban y la luna estaba casi llena.
La granja se levantaba solitaria en la esquina del gran campo. Una senda salía desde la puerta principal y atravesaba el prado hasta una escala que permitía salvar la cerca. Luego cruzaba el siguiente campo, hasta una cancela que se abría al camino conducente al pueblo, a unas tres millas de distancia. No se divisaba ninguna otra casa y el paisaje alrededor era llano y diáfano, y muchos campos estaban labrados, a causa de la guerra.
La luz de la luna iluminaba la casa de campo y brillaba a través de la ventana abierta de una habitación en la que dormía una mujer. La mujer dormía bocarriba, con el rostro vuelto hacia el techo y la larga melena esparcida a su alrededor sobre la almohada. Aun dormida, su expresión no era la de alguien que duerme. Había sido guapa, pero ahora surcaban su frente delgadas arrugas y su piel parecía tensarse sobre los pómulos. La boca, sin embargo, era todavía amable. Dormida se le entreabrían los labios.
El dormitorio era pequeño y de techo bajo, y estaba amueblado con una cómoda y un sillón, sobre el respaldar del cual la mujer había colocado sus ropas tras desvestirse. Sus zapatos negros estaban en el suelo, junto al sillón. Sobre la cómoda, un cepillo para el pelo, una carta y una gran fotografía de un sonriente joven en uniforme, cuya guerrera lucía un par de alas en el lado izquierdo del pecho. Era el tipo de foto que cualquiera querría enviar a su madre. Estaba enmarcada en un delgado portarretratos de madera negra. La luna resplandecía a través de la ventana abierta y la mujer dormía un sueño inquieto. No se oían ruidos salvo el rumor suave y regular de su respiración y el susurro de las sábanas cuando se revolvía en sueños.
Entonces, desde lejos, pareció llegar un zumbido profundo y quedo que creció y creció, y se fue haciendo más y más fuerte, hasta que el cielo se inundó de un estruendo, una vibración continua, que no decaía, incesante.
La mujer había oído ese ruido muy desde el principio, antes incluso de que se acercase. Lo había estado esperando en sus sueños, afinando el oído para detectarlo, temiendo el momento de su llegada. Cuando lo oyó, abrió los ojos, apartó la sábana y salió de la cama. Se acercó a la ventana y se asomó, apoyándose en el alféizar para contemplar el cielo. Sus largos cabellos se le derramaban sobre los hombros y sobre el camisón de algodón fino. Ahí se quedó durante un buen rato, asomada al frío, oyendo el ruido, escudriñando el cielo. Pero no vio más que la brillante luna y las estrellas.
—Que Dios te guarde —dijo en voz alta—. Que Dios te guarde sano y salvo.
Entonces se giró y regresó sin dilación a la cama, quitó las mantas y se las echó sobre los hombros a modo de chal. Se calzó los zapatos negros, caminó hacia el sillón y lo empujó hasta colocarlo ante la ventana. Acto seguido se sentó.
El ruido y la vibración por encima de su cabeza eran enormes. Continuaron durante largo tiempo: una infinita procesión de bombarderos avanzaba hacia el sur. Mientras tanto, la mujer se arrebujaba entre las mantas, mirando hacia el cielo a través de la ventana.
Entonces el ruido desapareció. De nuevo la noche se sumió en el silencio. La abundante escarcha helaba los campos y los setos y parecía que todo el paisaje aguantase la respiración. Un ejército había marchado por el cielo. A lo largo de su camino la gente escuchaba el ruido y sabía de qué se trataba; todo el mundo sabía que pronto, quizá antes de que se echaran a dormir, se libraría una batalla. Los hombres que bebían cerveza en los pubs habían dejado de charlar y escuchaban. Las familias en sus casas habían apagado la radio y habían salido al jardín, desde donde contemplaban el cielo. Los soldados que discutían en sus tiendas de campaña habían dejado de gritar y los hombres y mujeres que volvían a sus hogares desde las fábricas permanecían inmóviles en la calzada, escuchando el ruido.
Siempre ocurre igual. Cuando los bombarderos atraviesan el país de noche rumbo al sur, quienes los oyen son presa de un extraño silencio. Para las mujeres cuyos hombres vuelan en esos aviones, no es un momento fácil.
Habían partido, pues. La mujer se dejó caer sobre el respaldar del sillón y cerró los ojos, pero no se durmió. Su rostro estaba lívido y parecía que se le hubiera estirado la piel de los pómulos y se le hubiera acumulado en arrugas alrededor de los ojos. Sus labios se entreabrían y era como si estuviese escuchando a alguien hablar. Casi podía oír la voz de él, como cuando la llamaba desde fuera al volver de trabajar en el campo. Lo oía exclamar que tenía hambre y preguntar qué había para cenar; entonces, entraba y le echaba el brazo sobre los hombros, y le contaba lo que había hecho durante el día. Ella le llevaba la cena y él se sentaba y empezaba a comer y siempre le preguntaba «¿Por qué no comes también tú?», pero ella no sabía qué contestar, salvo que no tenía hambre. Ella se sentaba y lo miraba y le servía té y al rato se levantaba, retiraba el plato, volvía a la cocina y le ponía más.
No era fácil criar a un solo hijo. El vacío cuando él se ausentaba y saber todo el tiempo que podría pasarle cualquier cosa; ser consciente en lo más hondo de que no tenía otra razón de vida más que él; si algo le ocurría de verdad, ella también moriría. No habría razón para barrer el suelo o lavar los platos o limpiar la casa; no habría razón para recoger leña o dar de comer a las gallinas; no habría razón para vivir.
No sentía frío sentada junto a la ventana abierta: sólo una gran soledad y un gran miedo. El temor se apoderó de ella y creció hasta que no pudo soportarlo, así que se levantó de la silla y de nuevo se asomó a la ventana para mirar al cielo, y la noche perdió su hermosura. La vio entonces fría y clara y muy peligrosa. No vio los campos ni los setos ni la alfombra de escarcha que cubría el paisaje; sólo las profundidades de la bóveda celeste y el peligro que acechaba.
Se dio la vuelta lentamente y se volvió a dejar caer en el sillón. Ahora la embargaba el miedo. No podía pensar más que en verlo otra vez y estar con él; en verlo de nuevo en ese instante, porque al día siguiente sería demasiado tarde. Descansó la cabeza contra el respaldar del sillón y cuando cerró los ojos vio el avión; lo vio claramente a la luz de la luna, volando a través de la noche como un gran pájaro negro. Lo tenía tan cerca que podía ver cómo el morro de la máquina se adelantaba, como si el pájaro estirase el cuello ansioso por avanzar en su vuelo. Veía los distintivos en las alas y el fuselaje del avión y sabía quién viajaba en él. Lo llamó dos veces, pero no hubo respuesta; entonces el pavor y la añoranza crecieron en ella al punto de no poder soportarlo, y la llevaron en volandas a través de la noche y sobre los campos, hasta que estuvo con él, a su lado, tan cerca que podría haberlo tocado si hubiese alargado la mano.
Estaba a los controles: las manos enguantadas, enfundado en un grueso traje de vuelo que le hacía un cuerpo amorfo, el doble de su tamaño habitual. Su hijo miraba justo al frente y observaba los instrumentos del panel, concentrándose en lo que hacía en ese momento, sin pensar en otra cosa que no fuese pilotar el aparato.
Entonces lo llamó otra vez y él la oyó y miró alrededor y, cuando la vio, sonrió y alargó una mano y la tocó en el hombro. El miedo y la soledad y la añoranza desaparecieron, y ella fue feliz.
Pasó largo tiempo de pie tras de él mientras pilotaba el avión. Cada tanto, él se volvía y le sonreía, y en una ocasión le habló, pero ella no lo entendió por el ruido de los motores. De repente señaló algo a través de la carlinga del avión y ella vio que el cielo se había llenado de haces de luz. Había cientos; largos dedos de luz blanca que recorrían perezosamente el cielo, balanceándose de un lado a otro, moviéndose al unísono de manera que varios de ellos alumbraban un único punto y tras un momento se separaban y coincidían de nuevo en otro punto, escudriñando sin descanso la noche en busca de los bombarderos que avanzaban hacia su objetivo.
Tras los focos vio el fuego antiaéreo, que ascendía desde la ciudad en espesas cortinas multicolor. El destello de los proyectiles al explotar en el aire iluminaba el interior del bombardero.
El hijo miraba hacia delante, concentrándose en el pilotaje, haciendo eses entre los haces de los focos, directo hacia la cortina de fuego antiaéreo, y la madre observaba y esperaba y no se atrevió a moverse ni a decir palabra, no fuera a distraerlo de su tarea.
Supo que el avión había sido alcanzado cuando vio fuego en el motor más cercano del lado izquierdo. Observó a través de las ventanillas cómo las llamas lamían la superficie del ala al empujarlas hacia atrás el viento, cómo se apoderaban de ella y se acercaban bailando sobre el metal negro hasta que llegaron justo al pie de la carlinga. Al principio no se asustó. Ella lo veía ahí sentado, muy tranquilo, mirando una y otra vez hacia el lado, observando las llamas y pilotando el aparato. En una ocasión miró atrás y le sonrió y ella supo que no había peligro. Ella veía haces de luz todo en rededor, y el fuego antiaéreo y las explosiones y el color de las balas trazadoras, y el cielo no era cielo sino un pequeño espacio cerrado tan espeso de luces y estallidos que no parecía posible atravesarlo.
Las llamas resplandecían aún más sobre el ala izquierda. Se habían extendido por toda su superficie. Se habían avivado, pues las alimentaba el tejido. El viento las peinaba, alentándolas, eliminando cualquier posibilidad de que se extinguiesen.
Entonces se produjo la explosión. Hubo un destello blanco, cegador, y un crujido hueco, como si alguien hubiese reventado una bolsa de papel hinchada de aire. Luego no hubo más que llamas y un espeso humo entre blanquecino y grisáceo. Las llamas penetraban a través del suelo y las paredes de la carlinga; el humo era tan espeso que era casi imposible respirar. La madre estaba aterrorizada. El pánico se apoderó de ella, pues su hijo seguía sentado al mando de la aeronave, luchando por mantener la estabilidad, volteando los mandos primero a un lado, luego al otro, hasta que de repente sintió una vaharada de aire frío y tuvo la vaga impresión de ver por el rabillo del ojo unas siluetas que pasaban junto a ella agachadas y a toda prisa se arrojaban al vacío, dejando atrás el avión en llamas.
El aparato se había convertido en un infierno. Lo vio ahí sentado a través del humo, luchando mando en mano mientras la tripulación se lanzaba en paracaídas. Él se cubría el rostro con un brazo por el calor insoportable y ella se abalanzó sobre él y lo agarró de los hombros, lo agitó gritando «vamos, rápido, tienes que salir de aquí, rápido».
En ese momento vio cómo la cabeza se le caía hacia delante. Estaba sin fuerzas, inconsciente. Como loca trató de sacarlo del asiento para llevarlo hacia la puerta, pero pesaba demasiado. El humo le inundaba los pulmones y la garganta, y comenzó a sentir náuseas y a jadear en busca de oxígeno. Cayó presa de la histeria, luchando contra la muerte y contra todo mientras trataba de pasar los brazos bajo los hombros de él y arrastrarlo en dirección a la puerta. Pero era imposible. Tenía las piernas atascadas bajo el mando y el arnés lo aprisionaba por algún punto. Supo que no habría escapatoria, que no había esperanza por el humo, por el fuego y porque no había tiempo. De repente, todas las fuerzas abandonaron su cuerpo. Cayó sobre él y empezó a llorar como nunca antes.
El avión entró entonces bruscamente en barrena; una instantánea y feroz fuerza tiró del aparato hacia abajo, ella se vio arrojada hacia las llamas y lo último que sintió fue el amarillo intenso del fuego y el olor de la quemazón.
Tenía los ojos cerrados y su cabeza aún descansaba contra el respaldar del sillón. Aferraba entre las manos las mantas como si estuviera tratando de estirarlas sobre su cuerpo, y el pelo le caía sobre los hombros.
Fuera, la luna se levantaba cerca ya del horizonte. La alfombra de escarcha que cubría los campos era más gruesa que nunca y no se oía un ruido. Entonces, al sur, de muy lejos, llegó un zumbido profundo y quedo que creció y creció, y se fue haciendo más y más fuerte, hasta que el cielo se inundó del estruendo y los cánticos de quienes estaban de regreso.
Pero la mujer sentada junto a la ventana no se movió. Llevaba un rato muerta.
Katina
Apuntes sobre los combatientes de la RAF
en los últimos días de la primera campaña griega
Peter fue el primero en verla.
Estaba sentada en una piedra, completamente inmóvil, con las manos posadas en el regazo. Miraba al frente con expresión vacía, sin ver nada, y a su alrededor, a un lado y otro de la callejuela, la gente iba y venía corriendo con cubos de agua que arrojaba por las ventanas al interior de las casas incendiadas.
En el lado opuesto de la calle, sobre el empedrado, había un niño muerto. Alguien había arrimado el cadáver contra la pared para que no obstruyese el paso.
Un poco más abajo, un anciano se afanaba sobre una montaña de adoquines y escombros. Iba quitando las piedras de una en una y las dejaba caer a un costado. A veces se inclinaba y escudriñaba entre las ruinas, pronunciando reiteradamente un nombre.
Todo aquello en medio de los gritos, las corridas, las llamas, los cubos de agua y la polvareda. Y la chiquilla sentada en silencio en aquella piedra, mirando fijamente hacia delante, sin moverse. Le caía sangre por el lado izquierdo de la cara. Manaba de su frente y goteaba desde su quijada sobre el sucio vestido estampado.
Peter la vio y dijo:
—Mirad a esa chiquilla.
Nos acercamos a ella y Fin le posó una mano en el hombro, inclinándose para examinarle la herida.
—Parece un fragmento de metralla —dijo—. Debería verla el Doc.
Peter y yo formamos una silla con las manos cruzadas y Fin alzó a la muchacha para sentarla. Partimos de regreso al aeródromo, los dos andando dificultosamente de lado, de frente a nuestra carga. Sentía los dedos de Peter aferrados con fuerza a mis muñecas, y el peso leve de las nalgas de la muchachita apoyadas en mis manos. Yo iba del lado izquierdo, y la sangre que goteaba de su rostro sobre la manga de mi traje de aviador resbalaba por la tela impermeable y caía sobre el dorso de mi mano. La chiquilla no se movía ni decía palabra.
—Está sangrando bastante —dijo Fin—. Será mejor que apretemos el paso.
Aunque la sangre no me dejaba verle bien el rostro, me daba cuenta de que la criatura era encantadora. Tenía pómulos bien marcados, unos grandes ojos redondos, de un azul claro como el cielo de otoño, y el cabello corto y rubio. Calculé que tendría unos nueve años.
Aquello ocurría en Grecia, a comienzos de abril de 1941, en Paramythia. Nuestro escuadrón de combate estaba estacionado en un fangoso terreno próximo a la aldea. Era un valle profundo, rodeado de montañas. El helado invierno había pasado y ahora, casi sin que nos diésemos cuenta, había llegado la primavera. Lo había hecho callada y rápidamente, derritiendo el hielo en los lagos y barriendo la nieve de las cimas montañosas; y en el aeródromo veíamos por todos los lados el pálido verdor de la hierba que pugnaba por asomar a través del fango, formando una alfombra para nuestros aterrizajes. En el valle teníamos vientos cálidos y flores silvestres.
Los alemanes, que unos días antes habían embestido desde Yugoslavia, operaban ahora intensamente, y esa tarde habían incursionado desde una gran altura con alrededor de treinta y cinco Dornier bombardeando la aldea. Peter, Fin y yo disponíamos de un rato de descanso y habíamos bajado para ver si podíamos ayudar en las tareas de rescate. Habíamos empleado unas horas en hurgar entre las ruinas y en ayudar a apagar incendios, y habíamos emprendido el regreso cuando vimos a la niña.
Al aproximarnos ahora al campo de aterrizaje vimos los Hurricane que describían círculos aprestándose a tomar tierra y, como era de esperar, allí estaba el Doc de pie delante de la tienda sanitaria, pendiente de que alguien llegase herido. Nos dirigimos hacia él con nuestra chiquilla en volandas y Fin, que iba unos metros por delante, dijo:
—Eh, Doc, gandul perezoso, aquí hay trabajo para ti.
El Doc era joven, agradable y retraído, excepto cuando se emborrachaba. Cuando estaba borracho cantaba muy bien.
—Llevadla a la enfermería —dijo.
Peter y yo entramos y la depositamos sobre una silla. A continuación nos apartamos y nos pusimos a recorrer la tienda para ver cómo marchaban los muchachos.
Estaba empezando a oscurecer. Había una puesta de sol al otro lado de las montañas del oeste, y una luna llena, luna de bombardero, trepando por el cielo. La luna brillaba en la superficie de las tiendas y las teñía de blanco; pequeñas pirámides albas y erguidas, ordenadamente reunidas en grupos reducidos en torno a los límites del aeródromo. Por el modo de agruparse semejaban ovejas asustadas, y la forma de permanecer de pie unas junto a otras les otorgaba un aire humano; y casi daba la impresión de que supieran que iba a haber problemas, como si alguien les hubiese advertido que podían olvidarse de ellas y dejarlas abandonadas. Mientras las miraba tuve incluso la impresión de verlas moverse. Me pareció notar que las veía juntarse un poco más.
Y luego, silenciosamente, sin un sonido, las montañas se arrastraron haciendo un poco más angosto nuestro valle.
Durante los dos días siguientes hubo mucha actividad aérea. Levantarse al amanecer, volar, combatir y dormir; y la retirada del ejército: eso fue más o menos todo lo que ocurrió, o para lo que hubo tiempo. Pero al tercer día las nubes se abalanzaron sobre las montañas y se deslizaron hasta el valle. Y llovió. De modo que nos instalamos en la tienda-comedor a beber cerveza y vino local, mientras el ruido de la lluvia en el techo remedaba al de una máquina de coser. Después, la comida. Por primera vez en muchos días estaba presente todo el escuadrón. Quince pilotos sentados en una larga mesa flanqueada por bancos a ambos lados, y el Mono, nuestro comandante, en la cabecera.
Estábamos aún en mitad del plato de carne en conserva cuando el faldón de la tienda se alzó y entró el Doc con un enorme impermeable chorreante sobre la cabeza. Y con él, debajo del abrigo, venía la chiquilla. Llevaba una venda alrededor de la cabeza.
—Hola —dijo el Doc—, he traído a una invitada.
Todos miramos en derredor y súbitamente, de una forma automática, nos pusimos en pie.
El Doc se estaba quitando el impermeable y la chiquilla se quedó allí con los brazos colgando a los costados, mirándonos, mientras nosotros la mirábamos a ella. Con su cabello rubio y la tez pálida, tenía menos aspecto de griega que cualquier otra a quien yo hubiese visto antes. Aquellos quince hombres de rudo aspecto puestos súbitamente de pie ante su entrada la habían asustado, y por un instante giró a medias el cuerpo como si se aprestase a salir corriendo bajo la lluvia.
—Hola, hola. Ven a sentarte —dijo el Mono.
—Háblele en griego —dijo el Doc—. Si no, no entiende.
Fin, Peter y yo nos miramos, y Fin dijo:
—Por Dios, si es nuestra chiquilla. Buen trabajo, Doc.
Ella reconoció a Fin y se encaminó hacia el lugar ocupado por éste. Él la cogió de una mano y le hizo sentarse en el banco, y todos los demás nos sentamos a nuestra vez. Le dimos un poco de carne y ella la comió lentamente, con la mirada clavada en el plato.
—Que venga Pericles —dijo el Mono.
Pericles era el intérprete griego asignado al escuadrón. Era un hombre estupendo al que habíamos reclutado en Yánina, donde había sido el maestro de la escuela local. Se había quedado sin trabajo desde que comenzó la guerra. «Los niños no vienen a la escuela —decía—. Están arriba en las montañas, combatiendo. Yo no puedo enseñar a sumar a las piedras».
Pericles entró. Era viejo, llevaba barba, tenía la nariz puntiaguda y unos tristes ojos grises. No se le veía la boca, pero la barba hacía una especie de sonrisa cuando él hablaba.
—Pregúntale cómo se llama —dijo el Mono.
Él le dijo a la chiquilla algo en griego. Ella alzó la mirada y dijo: «Katina». Fue lo único que dijo.
—Oye, Pericles —dijo Peter—, pregúntale qué estaba haciendo sentada sobre aquel montón de ruinas en la aldea.
—Por el amor de Dios, dejadla en paz —dijo Fin.
—Pregúntale, Pericles —insistió Peter.
—¿Qué debo preguntarle? —dijo Pericles frunciendo el ceño.
—Que qué estaba haciendo cuando la encontramos en la aldea sentada sobre aquel montón de escombros.
Pericles se sentó en el banco al lado de ella y volvió a hablarle. Lo hacía con dulzura y era visible que mientras tanto su barba le sonreía un poco, para animarla. Ella escuchó, y pareció que tardaba un largo rato en responder. Cuando lo hizo, fue con unas pocas palabras, que el viejo tradujo:
—Dice que bajo aquellas piedras estaba su familia.
Fuera, la lluvia caía con más fuerza que nunca. Golpeaba la cubierta de la tienda-comedor y el impacto del agua hacía temblar la lona. Yo me puse de pie para ir hasta la puerta y levanté el faldón de la tienda. Las montañas eran invisibles detrás de la lluvia, pero yo sabía que nos rodeaban por los cuatro costados. Tuve la sensación de que se reían de nosotros, de nuestro escaso número y del valor desesperado de los pilotos. Sentí que las montañas eran las listas, y no nosotros. ¿Acaso aquella misma mañana no se habían vuelto a mirar al norte, hacia Tepëlene, donde habían visto un millar de aviones alemanes reunidos a la sombra del Olimpo? ¿No era cierto que la nieve en la cima del Dodona se había fundido en un solo día, provocando los pequeños torrentes de agua que cruzaban nuestro campo de aterrizaje? ¿No había el Katafidi sepultado la cabeza en una nube para que nuestros pilotos sintieran la tentación de volar a través de aquel espacio blanquecino y se estrellasen contra sus abruptas espaldas?
Y mientras permanecía de pie contemplando la lluvia a través de la abertura de la tienda, tuve la convicción de que las montañas se habían vuelto en contra nuestra. Lo sentí en las tripas.
Retorné al interior de la tienda y allí estaba Fin, sentado junto a Katina, tratando de enseñarle palabras inglesas. No sé si hacía muchos progresos, pero sí sé que en un momento dado la hizo reír, y eso fue un logro estupendo por su parte. Recuerdo el inesperado sonido de la carcajada de ella y cómo todos la miramos a la cara: un rostro diferente de como había sido hasta entonces. Nadie más que Fin podía haberlo logrado. Él mismo era tan alegre que resultaba difícil mantener la seriedad en su presencia. Era alegre, alto y moreno, y allí estaba sentado en el banco, inclinado hacia delante, susurrando sonriente mientras le enseñaba a Katina a hablar inglés y también a reír.
Al día siguiente, el cielo se despejó y volvimos a ver las montañas. Salimos a patrullar sobrevolando las tropas que se retiraban lentamente hacia las Termópilas, y encontramos algunos Messerschmitt y Ju 87 que bombardeaban en picado a los soldados. Creo que les dimos a unos pocos, pero ellos derribaron a Sandy. Lo vi caer. Estuve treinta segundos completamente parado observando su avión, que bajaba suavemente en espiral. Me acuerdo de que puse en funcionamiento mi radio y dije quedamente: «Sandy, tienes que saltar ahora. Salta; estás muy cerca de la tierra». Pero no hubo ningún paracaídas.
Aterrizamos y rodamos hasta nuestros respectivos emplazamientos, y allí estaba Katina, de pie con el Doc, delante de la tienda sanitaria: una diminuta joven de sucio vestido estampado, observando la llegada y el aterrizaje de las máquinas. Dirigiéndose a Fin en el momento en el que éste entraba, dijo:
—Tha girisis xana.
—¿Qué significa eso, Pericles? —preguntó Fin.
—Pues quiere decir «habéis vuelto» —dijo Pericles, sonriendo.
La muchacha había contado con los dedos los aviones cuando emprendieron vuelo, y ahora advirtió que faltaba uno. Estábamos desperdigados quitándonos los paracaídas y ella intentaba preguntarnos por él cuando de pronto alguien exclamó:
—Mirad. Ahí vienen.
Aparecieron entre las colinas, como un conjunto de finas siluetas negras posándose sobre el aeródromo
Todos nos lanzamos hacia las estrechas trincheras, y recuerdo haber visto que Fin cogía a Katina por la cintura y la llevaba con nosotros, y a ella luchando como una tigresa durante todo el camino hasta allí.
Tan pronto como estuvimos en la trinchera y Fin la hubo soltado, Katina saltó fuera y salió corriendo hacia el campo de aterrizaje. Como meteoritos se precipitaban los Messerschmitt, con los cañones vomitando fuego, y descendían tanto que a los pilotos se les podía ver la nariz emergiendo de las gafas de vuelo. Por todas partes las balas levantaban columnas de polvo, y vi a uno de nuestros Hurricane estallar en llamas. Vi a Katina plantada firmemente en el centro mismo del campo, de pie con las piernas separadas, de espaldas a nosotros, mirando cara a cara a los alemanes que efectuaban sus pasadas en picado. Nunca en mi vida he visto a alguien más pequeño, indignado y furioso. Parecía estar gritándoles, pero el ruido era tal que no se oían más que los motores y las detonaciones del fuego de los aviones.
Entonces se acabó. Se acabó tan súbitamente como había empezado, y nadie habló gran cosa excepto Fin, que dijo:
—Yo jamás habría hecho eso, ni aunque estuviera loco.
Esa noche, el Mono cogió los registros del escuadrón, añadió el nombre de Katina a la lista de sus integrantes y el oficial de equipamiento recibió orden de suministrarle una tienda. De modo que, el 11 de abril de 1941, la muchacha se convirtió en miembro del escuadrón.
Al cabo de dos días se sabía el nombre de pila o el apodo de cada piloto y Fin ya le había enseñado a decir «¿Ha habido suerte?» y «Buen trabajo».
Pero fue una época de mucha actividad, y cuando intento reconstruirlo hora a hora, el período entero se vuelve confuso en mi mente. En su mayor parte, recuerdo, se trataba de escoltar a los Blenheim a Vlorë, y si no era eso, de ametrallar los camiones italianos en la frontera albanesa; o recibíamos un SOS del regimiento de Northumberland afirmando que estaban siendo ferozmente bombardeados por la mitad de la aviación de Europa.
Nada de eso recuerdo. No me acuerdo con claridad de nada relativo a aquella época, salvo de dos cosas. Una es Katina y su permanente presencia entre nosotros; que estaba en todas partes y que adondequiera que iba, la gente quedaba encantada al verla. La otra cosa que recuerdo es la entrada del Toro en la tienda-comedor una noche, tras haber patrullado en solitario. El Toro era un gigante, con una espalda enorme ligeramente encorvada, y su pecho era como el tablero de una mesa de roble. Antes de la guerra había hecho muchas cosas, la mayoría eran cosas de las que uno sería incapaz de hacer a menos que aceptase de antemano que no hay diferencia entre la vida y la muerte. Era calmoso y relajado, y siempre que entraba en una habitación o en una tienda daba la impresión de haberse equivocado y de no haber tenido realmente la intención de hacerlo. Cuando él entró estaba oscureciendo y nos encontrábamos sentados en círculo jugando a shove-halfpenny[1]. Sabíamos que acababa de aterrizar.
Lanzó una mirada de disculpa y después dijo:
—Hola —y se encaminó a la barra a coger una botella de cerveza.
Alguien preguntó:
—¿Encontraste algo, Toro?
El Toro dijo que sí y continuó jugueteando con la botella de cerveza.
Supongo que todos estábamos enfrascados en nuestro juego, porque nadie dijo nada más durante cerca de cinco minutos. Entonces Peter dijo:
—¿Qué encontraste, Toro?
El Toro, apoyado contra el mostrador, intercalaba los sorbos de cerveza con intentos de producir un sonido como de sirena soplando a ras del cuello de la botella vacía.
—¿Qué encontraste? —dijo Peter.
El Toro dejó la botella y lo miró.
—Cinco S-79 —dijo.
Lo recuerdo a él diciéndolo, pero también me acuerdo de que estábamos entusiasmados con nuestra partida y de que a Fin le restaba un intento para ganar. Todos lo vimos errar y Peter dijo:
—Fin, creo que vas a perder.
—Vete al infierno —replicó Fin.
Cuando terminó la partida alcé la mirada y vi al Toro, que seguía recostado contra el mostrador haciendo sonar la botella de cerveza.
—Suena como el viejo Mauretania entrando en la bahía de Nueva York —dijo, y empezó a soplar nuevamente.
—¿Qué pasó con los S-79? —pregunté yo. Él cesó de soplar y dejó la botella sobre el mostrador.
—Los derribé.
Todos le oyeron. En ese instante, cada uno de los once pilotos que estaban en aquella tienda interrumpió lo que estaba haciendo, y once cabezas se volvieron a mirar al Toro. Él bebió otro sorbo de cerveza y dijo sencillamente:
—En un momento dado conté dieciocho paracaídas juntos en el aire.
Unos días más tarde salió de patrulla y no regresó. Poco después, el Mono recibió un mensaje de Atenas. Decía que el escuadrón debía trasladarse a Eleusis y desde allí defender la propia Atenas, además de cubrir a las tropas que se retiraban por el paso de las Termópilas.
Katina debía ir con los camiones y le dijimos al Doc que a él le correspondía ocuparse de que llegase sana y salva. El viaje les llevaría un día entero. Los pilotos —éramos catorce— volamos sobre las montañas hacia el sur y a las dos y media aterrizamos en Eleusis. Era un aeródromo estupendo, con pistas y hangares; y lo mejor de todo, Atenas quedaba a sólo veinticinco minutos en coche.
Ese atardecer, mientras iba oscureciendo, me quedé fuera de la tienda. Permanecí de pie con las manos en los bolsillos contemplando la puesta de sol y pensando en la tarea que teníamos encomendada. Cuanto más lo pensaba, más imposible sabía que era. Lo sabía. Alcé la vista, y una vez más vi las montañas. Aquí las teníamos más próximas, acosándonos desde todos los lados, hombro con hombro, altas y desnudas, con la cabeza entre las nubes, rodeándonos por todas partes salvo por el sur, donde se hallaban El Pireo y el mar abierto. Yo sabía que cada noche, en la más completa oscuridad, mientras todos estuviésemos fatigados durmiendo en nuestras tiendas, aquellas montañas irían avanzando, reptando un poco más cerca, sin hacer ruido, hasta que al fin, el día señalado, se precipitaran irresistiblemente sobre nosotros y nos empujaran al mar.
Fin emergió de su tienda.
—¿Te has fijado en las montañas? —le pregunté.
—Están llenas de dioses. No sirven para nada —respondió.
—Ojalá se queden quietas —dije.
Fin alzó la mirada hacia los grandes riscos del Parnés y el Pentélikon.
—Están llenas de dioses —repitió él—. A veces, en mitad de la noche, cuando hay luna, se los ve sentados en las cimas. Había uno sobre el Katafidi cuando estábamos en Paramythia. Era enorme, como una casa, pero sin forma alguna y completamente negro.
—¿Tú lo viste?
—Claro que lo vi.
—¿Cuándo? —pregunté—. ¿Cuándo lo viste, Fin?
—Vámonos a Atenas —dijo Fin—. Vámonos a Atenas a ver mujeres.
Al día siguiente, los camiones portadores del personal de tierra y el equipo entraron rugiendo en el aeródromo, y allí estaba Katina sentada en el asiento delantero del vehículo que venía en cabeza, con el Doc a su lado. Nos saludó con la mano, descendió de un salto y vino corriendo hasta nosotros, riendo y llamándonos por nuestros nombres, que en griego sonaban extrañamente. Seguía con el mismo sucio vestido estampado y llevaba aún una venda alrededor de la cabeza; pero en su cabellera brillaba el sol.
Le mostramos la tienda que le habíamos preparado y el pequeño camisón de algodón que Fin había conseguido misteriosamente la noche anterior en Atenas. Era blanco, con montones de pajarillos azules bordados en la parte delantera, y a todos nos parecía muy bonito. Katina quiso ponérselo enseguida y llevó un buen rato convencerla de que era únicamente para dormir. Seis veces tuvo Fin que ejecutar una complicada pantomima consistente en fingir que se ponía el camisón, luego saltaba al lecho y se quedaba profundamente dormido. Al final ella asintió vigorosamente con la cabeza y entendió.
Durante los dos días que siguieron no ocurrió nada, aparte de la llegada de los restos de otro escuadrón que vino del norte a unirse a nosotros. Trajeron seis Hurricane, de modo que en total teníamos unas veinte máquinas.
A continuación, esperamos.
Al tercer día aparecieron aviones de reconocimiento alemanes describiendo círculos a gran altura sobre El Pireo y salimos a perseguirlos, pero nunca nos elevábamos a tiempo para darles caza. Resulta comprensible, porque nuestro radar era de un tipo muy especial. Actualmente está obsoleto y dudo que vuelva a ser utilizado alguna vez. Por todo el país —en todas las aldeas, en lo alto de las montañas y en las islas circundantes— había griegos que se comunicaban con nuestra pequeña sala de operaciones a través del teléfono de campaña.
Carecíamos de oficial de operaciones, de modo que nos turnábamos para hacer sus veces durante un día entero. Mi turno llegó al cuarto día, y recuerdo claramente lo que sucedió.
A las seis y media de la mañana sonó el teléfono.
«Aquí A-7 —dijo una voz inequívocamente griega—. Aquí A-7. Hay ruidos aquí arriba».
Yo miré el mapa. Había un pequeño círculo en cuyo interior ponía «A-7» al lado mismo de Yánina. Marqué una cruz sobre el celuloide que cubría el mapa y a un costado escribí «Ruidos», además de la hora: «06.31».
Tres minutos más tarde volvió a sonar el teléfono.
«Aquí A-4. Aquí A-4. Hay muchos ruidos aquí arriba —dijo una temblorosa voz de viejo—, pero no veo nada porque hay nubes espesas».
Miré el mapa. A-4 era el monte Karava. Marqué otra cruz sobre el celuloide, escribí «Muchos ruidos. 06.34», y luego tracé una recta entre Yánina y Karava. Apuntaba hacia Atenas, de modo que hice la señal de «alerta» a la tripulación, que levantó vuelo y circundó la ciudad. Al rato vieron un Ju 88 de reconocimiento que volaba a mucha mayor altura que ellos, pero no lograron cazarlo. Así era como funcionaba nuestro radar.
Esa noche, cuando quedé libre, no pude evitar pensar en el viejo griego sentado a solas en una choza en A-4; sentado en una ladera del Karava, escudriñando el espacio blanco y atento día y noche a los ruidos en el cielo. Imaginé la ansiedad con la que echó mano al teléfono cuando oyó algo, y la alegría que debió de experimentar cuando la voz al otro extremo repitió su mensaje y le dio las gracias. Pensé en sus ropas y me pregunté si serían lo bastante abrigadas, y no sé por qué pensé en sus botas, a las que casi con seguridad no les quedaba suela y que estarían rellenas con papel y corteza de árbol.
Fue el 17 de abril. Fue la noche en la que el Mono comentó: «Dicen que los alemanes están en Lamia, lo que significa que estamos al alcance de sus cazas. Mañana debería comenzar la fiesta».
Así fue. Al amanecer llegaron los bombarderos, con los cazas dando vueltas en lo alto a su alrededor, cuidándolos y esperando para abalanzarse a su vez, pero sin hacer nada a menos que alguien interfiriese con los primeros.
Creo que teníamos ocho Hurricane en el aire justo antes de que ellos arribasen. No era mi turno de vuelo, así que observé la batalla desde tierra, con Katina de pie a mi lado. La chiquilla no dijo una palabra. De cuando en cuando movía la cabeza siguiendo las motitas plateadas que danzaban en lo alto del cielo. Vi un avión que caía dejando tras de sí un rastro de humo negro y miré a Katina. El odio pintado en su rostro era el fiero y candente odio de una anciana que lo lleva en su corazón; era un odio de vieja y resultaba extraño verlo.
En aquella batalla perdimos a un sargento llamado Donald.
A mediodía, el Mono recibió otro mensaje de Atenas. Decía que la moral estaba decaída en la capital y que todos los Hurricane disponibles debían volar en formación a baja altura sobre la ciudad para demostrar a los habitantes lo fuertes que estábamos y qué cantidad de aviones teníamos. Despegamos dieciocho de nosotros. Volamos en estrecha formación de un extremo al otro de las principales calles, poco menos que rozando los techos de las casas. Yo veía a la gente que miraba hacia arriba protegiéndose los ojos contra el sol, contemplando nuestro paisaje, y en una calle vi a una anciana que no alzó los ojos para nada. Nadie saludaba, y supe entonces que estaban resignados a su suerte. Nadie saludaba, y supe —aunque no veía sus rostros— que ni siquiera se alegraban al vernos pasar.
Después nos dirigimos rumbo a las Termópilas, pero de camino dimos dos vueltas alrededor de la Acrópolis. Era la primera vez que la veía tan de cerca.
Vi una pequeña colina —casi parecía un montículo— y en lo alto las blancas columnas. Eran numerosas, agrupadas en perfecto orden, no amontonadas, blancas bajo la luz del sol, y me pregunté, al mirarlas, cómo alguien pudo colocar tanta cosa de una forma tan elegante en lo alto de una colina tan pequeña.
Luego volamos sobre el gran paso de las Termópilas y vi extensas hileras de vehículos que se desplazaban con lentitud hacia el sur, en dirección al mar. Veía ocasionalmente pequeños surtidores como de humo blanco en los lugares donde algún proyectil daba en tierra en el valle, y vi un blanco directo en la carretera que dejó un espacio vacío en la caravana de vehículos. Pero no vimos ningún avión enemigo.
Cuando aterrizamos, el Mono dijo:
—Repostad combustible rápidamente y volved a salir; creo que están esperando a cogernos en tierra.
Pero fue inútil. Descendieron desde el cielo cinco minutos después de nuestro aterrizaje. Recuerdo que me encontraba en el cuarto de los pilotos del hangar número dos hablando con Fin y con un hombretón alto, de cabello alborotado, llamado Paddy. Oímos las balas en el techo de chapa ondulada del hangar, después unas explosiones y los tres nos zambullimos bajo la mesita de madera que había en el medio del cuarto. Pero la mesa se volcó. Paddy la acomodó y se arrastró debajo.
—Es bueno estar debajo de una mesa —dijo—. Yo no me siento a salvo si no estoy debajo de una mesa.
—Yo nunca me siento a salvo —dijo Fin. Estaba sentado en el suelo observando los agujeros que las balas hacían en la pared de chapa corrugada del cuarto. Las balas producían un gran estruendo al golpear contra la hojalata.
A continuación cobramos ánimo, nos levantamos y atisbamos el exterior desde la puerta. En torno al aeródromo giraba un gran número de Messerschmitt 109 que, uno tras otro, enderezaban el rumbo y efectuaban pasadas sobre los hangares rociando de metralla el pavimento. Pero hacían algo más. Deslizaban hacia atrás la cubierta de la cabina y al pasar arrojaban unas pequeñas bombas que explotaban al golpear el suelo y proyectaban violentamente grandes bolas de plomo en todas direcciones. Ésas eran las explosiones que habíamos oído, y el ruido producido por las bolas de plomo al dar en el hangar era tremendo.
Entonces vi a los hombres, el personal de tierra, de pie en las estrechas trincheras, disparando con rifles contra los Messerschmitt, recargando y disparando con la mayor rapidez posible, al tiempo que maldecían a gritos; apuntando de forma risible, desesperadamente, ¡rifles contra aviones! En Eleusis no existían más medios de defensa.
De pronto, todos los Messerschmitt giraron y pusieron rumbo a su base; todos menos uno, que bajó y efectuó un suave aterrizaje de panza en el aeródromo.
Entonces se produjo el caos. Los griegos que estaban con nosotros lanzaron un grito unánime, montaron en el vehículo apagafuegos y se dirigieron hacia el avión alemán accidentado. Al mismo tiempo, por los cuatro costados del campo aparecieron más griegos gritando y clamando por la sangre del piloto. Era una muchedumbre dispuesta a tomarse venganza, y era difícil reprochárselo; pero existían otras consideraciones que atender. Queríamos al piloto para interrogarlo, y lo necesitábamos vivo.
El Mono, que estaba de pie en la pista, nos llamó a gritos. Y Fin, Paddy y yo corrimos con él hacia la furgoneta que estaba a cuarenta y cinco metros. El Mono se introdujo en ella como un relámpago, arrancó el motor e inició la marcha en el momento mismo en que nosotros tres saltábamos a la plataforma. El apagafuegos con los griegos encima no era rápido y todavía le faltaban ciento ochenta metros por recorrer, y los demás se encontraban aún muy lejos. El Mono conducía velozmente y les ganamos como por cuarenta y cinco metros.
Saltamos de la furgoneta y corrimos hasta el Messerschmitt; allí, sentado en la carlinga, había un chico rubio de mejillas sonrosadas y ojos azules. Nunca he visto a nadie cuyo rostro expresara tanto miedo.
—Estoy herido en la pierna —le dijo al Mono en inglés.
Lo sacamos de la carlinga y lo metimos en el coche, con los griegos alrededor, observándonos. La bala le había astillado la tibia.
Lo llevamos de regreso, y cuando se lo entregamos al Doc, vi a su lado a Katina, que miraba el rostro del alemán. Aquella criatura de nueve años estaba allí de pie mirando al alemán, incapaz de hablar; ni siquiera podía moverse. Con las manos aferradas a la falda del vestido, miraba fijamente el rostro del hombre. «Tiene que haber un error —parecía decir—. Tiene que haber un error. Éste tiene mejillas sonrosadas, y cabello rubio, y ojos azules. No es posible que sea uno de ellos. Es un chico corriente». Tras contemplar cómo lo colocaban en una camilla y se lo llevaban, Katina se volvió y salió corriendo por la hierba hacia su tienda.
Por la noche, en la cena, me comí las sardinas fritas pero no pude comer el pan ni el queso. Llevaba tres días con una sensación en el estómago, una sensación opresiva como la que se experimenta antes de una operación o mientras aguardas en la antesala del dentista a que te extraigan una muela. La había tenido permanentemente, desde que abría los ojos hasta que me dormía. Peter estaba sentado frente a mí y se lo comenté.
—Yo la tengo desde hace una semana —dijo él—. Es bueno para los intestinos. Los relaja.
—Los aviones alemanes son como las pastillas de hígado —dijo Fin desde el fondo de la mesa—. Hacen mucho bien, ¿verdad, Doc?
—Puede que hayas tomado una sobredosis —dijo el Doc.
—Así es —dijo Fin—. He tomado una sobredosis de pastillas de hígado alemanas. No leí las instrucciones en el frasco. Dos antes de acostarse.
—Me encantaría acostarme —dijo Peter.
Después de la cena, tres de nosotros fuimos andando hasta los hangares con el Mono, que dijo:
—Me preocupan estas incursiones contra blancos en tierra. Los alemanes jamás atacan los hangares porque saben que nunca ponemos nada dentro. Me parece que esta noche cogeremos cuatro de los aviones y los meteremos en el hangar número dos.
Era una buena idea. Normalmente, los Hurricane estaban dispersos por todo el perímetro del aeródromo, pero eran atacados de uno en uno, porque era imposible mantenerlos todo el tiempo en el aire. Cada uno de los cuatro cogió un avión y lo condujo rodando al interior del hangar número dos, y a continuación empujamos las grandes puertas correderas y las dejamos cerradas.
A la mañana siguiente, antes de que el sol hubiera asomado sobre las montañas, apareció una bandada de Ju 87 que borró el hangar número dos de la faz de la tierra. Fue un bombardeo de precisión, que no tocó siquiera los hangares adyacentes.
Esa tarde mataron a Peter. Salió hacia una aldea llamada Khalkis, que estaba siendo bombardeada por unos Ju 88, y nadie volvió a verlo nunca. El alegre y risueño Peter, cuya madre, que vivía en una granja en Kent, solía escribirle en unos sobres largos de color azul celeste que él llevaba a todas partes en los bolsillos.
Yo siempre había compartido alojamiento con Peter, desde que llegué al escuadrón, y aquella noche, cuando estuve acostado, él volvió a la tienda. Podéis no creerme; no espero que lo hagáis, pero os estoy contando lo que ocurrió.
Acostumbraba a acostarme el primero, porque en esas tiendas no hay sitio para que dos personas se muevan al mismo tiempo. Peter solía entrar dos o tres minutos después. Esta vez me metí en el camastro y me quedé pensando en que esa noche él no iba a venir. Me preguntaba si su cuerpo yacería entre los restos de su avión sobre la desolada ladera de una montaña, o si se hallaría en el fondo del mar, y mi deseo era que ojalá hubiese tenido un funeral decente.
De pronto oí que algo se movía. El faldón de la tienda se abrió y volvió a cerrarse. Pero no hubo ruido de pasos. A continuación lo oí sentarse en su camastro. Era un ruido que yo había oído todas las noches a lo largo de las últimas semanas y que había sido siempre igual. Un sordo impacto al sentarse y el crujido de las patas de madera del camastro. Una después de otra, las botas de aviador fueron quitadas y dejadas caer al suelo y, como siempre, una tardó tres veces más tiempo en salir que la otra. Lo siguiente fue el roce suave de la manta retirada, seguido por el estruendo del desvencijado camastro al recibir el peso del cuerpo de un hombre.
Eran sonidos que yo había oído todas las noches, los mismos y en el mismo orden, e hicieron que me sentara en mi lecho y dijese: «Peter». La tienda estaba a oscuras. Mi voz sonó muy fuerte.
—Hola, Peter. Hoy has tenido mala suerte.
Pero no hubo respuesta.
Yo no me sentía nervioso ni asustado, pero me acuerdo de que me toqué la nariz con un dedo para asegurarme de que estaba allí; enseguida, como me encontraba muy fatigado, me quedé dormido.
Por la mañana miré el lecho y vi que había sido usado. Pero no se lo mostré a nadie, ni siquiera a Fin. Yo mismo coloqué las mantas de nuevo en su lugar y di unos golpecitos para alisar la almohada.
Fue aquel mismo día, 20 de abril de 1941, cuando libramos la batalla de Atenas. Tal vez la última de las grandes batallas aéreas, porque actualmente los aviones vuelan siempre en grandes formaciones de alas y escuadrones y el ataque se efectúa metódica y científicamente siguiendo las órdenes del jefe. Hoy en día uno no se bate en el cielo, excepto en muy raras ocasiones. Pero la batalla de Atenas fue un prolongado y hermoso combate, en el cual quince Hurricane combatieron durante media hora contra unos ciento cincuenta o doscientos bombarderos y cazas alemanes.
Los bombarderos empezaron a aparecer en las primeras horas de la tarde. Era un espléndido día de primavera y por primera vez el sol tenía algo del verdadero calor estival. El cielo estaba despejado, salvo por unas pocas nubecillas aisladas, y las montañas resaltaban negras y nítidas contra el azul del cielo.
El Pentélikon ya no escondía la cabeza en las nubes. Se alzaba ante nosotros, torvo y amenazante, vigilando todos nuestros movimientos y sabedor de que cada cosa que hacíamos servía de poco. Los hombres eran estúpidos y estaban hechos únicamente para morir, en tanto que las montañas y los ríos eran perennes y no notaban el paso del tiempo. ¿Acaso el propio Pentélikon, al dirigir despectivamente la mirada a las Termópilas, muchos años atrás, no había visto a un puñado de espartanos defendiendo el paso contra los invasores?; ¿no los había visto pelear hasta que ninguno de ellos quedó vivo? ¿No había visto a los persas hacer pedazos a Leónidas en Maratón, y no había estado mirando con desdén hacia Salamina y el mar cuando Temístocles y los atenienses expulsaron de sus costas al enemigo, haciéndole perder más de doscientas embarcaciones? Todas esas cosas y muchas más había visto, y ahora nos miraba desdeñosamente a nosotros, que no éramos nada a sus ojos. Había casi una mueca de desprecio en el rostro de la montaña, y por un momento me pareció oír la risa de los dioses. Sabían perfectamente que no éramos bastantes y que al final debíamos perder.
Los bombarderos llegaron inmediatamente después de la hora de comer y enseguida comprobamos que eran muy numerosos. Al mirar el cielo vimos que se llenaba de pequeñas motas plateadas y que la luz solar bailoteaba emitiendo destellos sobre un centenar de pares de alas diferentes.
Los Hurricane eran quince en total y combatieron con el furor de una tormenta celeste. No es fácil recordar mucho de una batalla semejante, pero me acuerdo de que alcé la vista y vi una profusión de pequeños puntos negros en el cielo. Recuerdo haber pensado para mis adentros que aquéllos no podían ser aviones; simplemente no podían serlo, porque no había tantos aviones en el mundo.
Entonces se nos echaron encima, y me acuerdo de haber accionado un pequeño alerón para poder girar en círculos más apretados; después recuerdo sólo algunas pequeñas incidencias que me quedaron grabadas en la mente. Las llamaradas que surgieron de los cañones de un Messerschmitt que me atacaba directamente por estribor. El alemán cuyo paracaídas se prendió fuego en el momento de abrirse. El que se colocó a mi altura y me hizo señas obscenas con los dedos. El Hurricane que chocó con un Messerschmitt. El avión que chocó contra alguien que descendía en paracaídas y entró en una espantosa barrena enloquecida, con el hombre y el paracaídas enganchados del ala de babor. Dos bombarderos que colisionaron al virar para eludir a un caza, y conservo nítidamente la visión de un hombre expulsado de entre el humo y los restos del choque que quedó suspendido en el aire con los brazos extendidos y las piernas abiertas. Os aseguro que no hubo nada que no ocurriese en aquella batalla. Hubo un momento en el que vi un Hurricane que describía círculos cerrados en torno a la cima del monte Parnés con nueve Messerschmitt tras él, y recuerdo que súbitamente los cielos parecieron despejarse. No había ya ningún avión a la vista. La batalla había terminado. Di media vuelta para dirigirme de regreso a Eleusis y de pasada miré hacia abajo y vi Atenas y El Pireo, y la orilla del mar, que se curvaba en torno a la bahía y se enderezaba hacia el sur camino del Mediterráneo. Vi el puerto de El Pireo donde habían caído las bombas, y vi el humo y las llamas que subían de los muelles. Vi la estrecha llanura litoral y en ella unas diminutas hogueras, delgadas columnas de humo negro que ascendían en espiral y se perdían hacia el este. Eran los aviones derribados, y tuve la esperanza de que ninguno de ellos fuese de los nuestros.
En ese preciso momento apareció de golpe ante mí un Junkers 88; un rezagado, el último bombardero que volvía de la incursión. Estaba averiado y uno de los motores iba dejando un reguero de humo negro. Aunque le disparé, no creo que sirviese de nada, pues ya estaba descendiendo irremediablemente. Nos hallábamos sobre el mar, y comprendí que no llegaría a tomar tierra. Y no lo hizo. Tras un pausado descenso, se posó de panza en el golfo azul de El Pireo, a dos millas de la costa. Lo seguí y volé en círculo, esperando a que la tripulación se pusiera a salvo en un bote.
La máquina comenzó a sumergirse lentamente, hundiendo el morro en el agua y alzando la cola en el aire. Pero no había señales de la tripulación. De improviso, sin la menor señal previa, la ametralladora de popa empezó a disparar. Abrieron fuego con ella y las balas hicieron unos pequeños agujeros irregulares en mi ala de estribor. Viré alejándome, y me acuerdo de haberles gritado. Deslicé hacia atrás la cubierta de la cabina y les grité: «¡Malditos bastardos valientes! ¡Ojalá os ahoguéis!». El bombardero se hundió al poco rato.
Cuando regresé, todos mis camaradas estaban de pie formando un círculo fuera de los hangares contando las marcas; a Katina, sentada en un cajón, le rodaban las lágrimas por las mejillas. Pero no estaba llorando, y Fin, arrodillado junto a ella, le hablaba suave y dulcemente en inglés, sin acordarse de que ella no sabía el idioma.
Perdimos un tercio de nuestros Hurricane en aquella batalla, pero los alemanes perdieron más.
El Doc, que estaba vendando a uno que había sufrido quemaduras, alzó la mirada y dijo:
—Tendríais que haber visto a los griegos en el aeródromo celebrando con vítores la caída de cada bombardero derribado.
Mientras estábamos allí hablando apareció un camión del que saltó un griego que dijo que dentro traía un cadáver hecho pedazos.
—Éste es el reloj que llevaba en el brazo —agregó. Era un reloj de pulsera plateado, con esfera luminosa, y tenía unas iniciales grabadas al dorso. Ninguno de nosotros miró al interior del camión.
En ese momento nos quedaban, me parece, nueve Hurricane.
Esa noche vino de Atenas un oficial de muy alto rango de la RAF y nos dijo:
—Mañana al amanecer volaréis todos a Megara. Está a unas diez millas por la costa. Allí hay un pequeño campo en el que podéis aterrizar. El ejército va a trabajar en él toda la noche. Tienen dos grandes apisonadoras y van a dejarlo bien plano. Tan pronto como aterricéis, deberéis ocultar vuestros aviones en el olivar que hay al sur del campo. El personal de tierra irá más al sur, a Argos, y vosotros podréis uniros a ellos después, pero tenéis que operar desde Megara durante un día o dos.
—¿Dónde está Katina? —preguntó Fin—. Doc, tienes que buscar a Katina y asegurarte de que llegue a Argos sana y salva.
—Lo haré —dijo el Doc, y sabíamos que podíamos confiar en él.
Al amanecer de la mañana siguiente, mientras aún estaba oscuro, despegamos y volamos hacia el pequeño campo de Megara, distante diez millas. Aterrizamos y ocultamos nuestros aviones en el olivar, arrancando ramas de los árboles para cubrirlos con ellas. Después nos sentamos en la ladera de una pequeña colina a esperar órdenes.
Cuando el sol se elevó sobre las montañas, miramos hacia el lado opuesto del campo y vimos que una multitud de campesinos griegos de la aldea de Megara se encaminaba a nuestro campo. Eran varios cientos, en su mayoría mujeres y niños, y todos venían hacia nuestro campo, cada vez más deprisa.
—¡Qué demonios...! —exclamó Fin, y todos nos pusimos de pie en nuestra pequeña colina para observar, preguntándonos qué se propondrían hacer.
Lo que hicieron fue dispersarse a lo largo del perímetro del campo y juntar manojos de brezo y de helecho, tras lo cual, formando largas filas, empezaron a esparcirlos sobre la hierba. Estaban camuflando nuestro campo de aterrizaje. Las apisonadoras, al recorrer el campo para dejarlo liso, habían dejado también marcas fácilmente visibles desde las alturas, y por eso los griegos —hombres, mujeres y niños— habían venido de la aldea para enmendar las cosas. Hasta hoy ignoro quién les dio la orden. Formaron una larga fila de un lado al otro del campo, y andando lentamente iban esparciendo el brezo. Fin y yo fuimos a mezclarnos con ellos.
Eran en su mayoría ancianas y ancianos, muy pequeños y de aspecto triste, con el rostro oscuro y arrugado, y trabajaban lentamente. A nuestro paso, interrumpían la tarea para sonreír y decirnos en griego cosas que nosotros no comprendíamos. Uno de los niños le dio a Fin una florecilla rosada y él no supo qué hacer con ella, pero siguió andando con la flor en la mano.
Después retornamos a la ladera de la colina y continuamos la espera. No tardó en sonar el teléfono de campaña. El que hablaba era el mismo alto oficial. Dijo que alguien debería volar inmediatamente de vuelta a Eleusis a recoger importantes mensajes y un dinero. También dijo que esa noche debíamos abandonar el pequeño campo de Megara e irnos todos a Atenas. Los demás dijeron que aguardarían a que yo regresase con el dinero para poder volar a Atenas todos juntos.
Simultáneamente, alguien había dicho a los dos hombres del ejército que continuaban allanando el campo que destruyeran las apisonadoras para que no cayesen en poder de los alemanes. Me acuerdo de que mientras trepaba a mi Hurricane, vi aquellas dos grandes máquinas embistiéndose mutuamente y a los dos hombres saltar a un costado instantes antes de la colisión. Hubo un gran estruendo y vi a todos los griegos que esparcían el brezo suspender la tarea y alzar la cabeza. Por un momento se quedaron de piedra, mirando las apisonadoras. Después alguien comenzó a correr. Era una anciana que emprendía el regreso a la aldea lo más rápido que podía, gritando al mismo tiempo; y al instante, cada hombre, mujer y niño que estaba en el campo pareció asustarse y empezó a correr tras ella. Tuve ganas de bajarme y correr junto a ellos y explicarles: decirles que lo sentía, pero que no podíamos hacer otra cosa. Quería decirles que no los olvidábamos y que un día regresaríamos. Pero era inútil. Perplejos y asustados, corrían a refugiarse en sus hogares, y no se detuvieron, ni siquiera los viejos, hasta que estuvieron fuera de la vista.
Despegué y volé a Eleusis. Aterricé en un aeródromo muerto. No se veía un alma. Aparqué mi Hurricane, y cuando me dirigía andando a los hangares, aparecieron de nuevo los bombarderos. Me oculté en una zanja hasta que acabaron su tarea, luego me puse de pie y me encaminé al pequeño cuarto de operaciones. Como el teléfono continuaba aún sobre la mesa, sin saber por qué cogí el auricular y dije: «Hola».
Al otro extremo contestó una voz más bien alemana. Yo dije: «¿Me oye?», y la voz dijo: «Sí, sí, le oigo». «Muy bien —dije yo—, escuche con atención». «Sí, continúe, por favor.» «Le habla la RAF. Y un día volveremos, ¿me entiende? Un día volveremos.»
A continuación arranqué el teléfono del enchufe y lo lancé a través del cristal de la ventana cerrada. Cuando salí había un hombrecillo vestido de civil de pie cerca de la puerta. Tenía un revólver en una mano y un maletín en la otra.
—¿Busca usted algo? —dijo en muy buen inglés.
—Sí —dije yo—, busco unos mensajes importantes y unos papeles que he de llevar a Argos.
—Aquí los tiene —dijo él, y me entregó el maletín—. Y buena suerte.
Volé de regreso a Megara. Frente a la costa había dos destructores ardiendo y a punto de hundirse. Mientras sobrevolaba en círculos nuestro campo de aterrizaje los demás despegaron, y todos juntos nos dirigimos a Argos.
La pista de aterrizaje en Argos no era más que un pequeño campo pelado. Lo rodeaban espesos olivares hacia los cuales hicimos rodar los aviones para ocultarlos. No sé qué largo tenía el campo, pero no era fácil aterrizar en él. Había que descender muy bajo, manteniendo la propulsión, y en el momento de tocar tierra empezar a darle al freno, accionándolo y soltándolo de nuevo cuando la máquina empezaba a inclinar el morro. Pero sólo uno de nosotros se pasó y sufrió averías.
El personal de tierra ya había llegado, y cuando dejamos los aviones, Katina vino corriendo hacia nosotros con una canastilla de olivas negras, que nos ofreció señalándonos el estómago para indicarnos que debíamos comer.
Fin se inclinó y le desordenó el cabello, diciendo:
—Katina, un día tenemos que ir al pueblo a comprarte un vestido nuevo.
Ella le sonrió sin entenderle y todos nos pusimos a comer olivas negras.
Entonces miré a mi alrededor y vi que el bosque estaba lleno de aviones. En cada rincón había un aparato oculto entre los árboles, y cuando preguntamos, supimos que los griegos habían traído toda su fuerza aérea a Argos y la habían estacionado en aquel pequeño bosque. Eran modelos particularmente anticuados, ninguno con menos de cinco años, y no sé cuántas docenas eran.
Esa noche dormimos bajo los árboles. Envolvimos a Katina en un holgado traje de aviador y le dimos un casco por almohada; y cuando se durmió, nosotros nos sentamos en rueda a comer olivas y a beber vino griego de un enorme barril. Pero estábamos muy fatigados y pronto nos echamos a dormir.
Durante todo el día siguiente vimos camiones cargados de soldados que avanzaban por la carretera rumbo al mar, y con la mayor frecuencia posible despegamos para volar sobre ellos.
Los alemanes continuaban viniendo a bombardear la cercana carretera, pero todavía no habían localizado nuestro campo de aviación.
Avanzado el día nos dijeron que todos los Hurricane disponibles debían despegar a las seis de la tarde para proteger una importante maniobra de embarque, y las nueve máquinas, que eran todas las que ahora nos quedaban, repostaron y quedaron prontas. A las seis menos tres minutos empezamos a salir del monte de olivos en dirección a la pista.
Las primeras dos máquinas despegaron, pero tan pronto como estuvieron en el aire algo negro surgió velozmente del cielo y las derribó envueltas en llamas. Miré en derredor y vi no menos de cincuenta Messerschmitt 110 volando en círculo sobre nuestro campo, y en el mismo momento, algunos de ellos giraron y se precipitaron sobre los siete Hurricane que aguardaban para el despegue.
No hubo tiempo para nada. Todos nuestros aviones fueron alcanzados en aquella primera pasada, aunque curiosamente sólo uno de los pilotos resultó herido. Como ya era imposible despegar, saltamos fuera de los aviones, sacamos al herido de su cabina y corrimos con él de vuelta a las trincheras, a las maravillosas trincheras profundas y en zigzag que habían sido excavadas por los griegos.
Los Messerschmitt se tomaron su tiempo. No hubo oposición desde tierra ni desde el aire, excepto la de Fin, que disparaba su revólver.
No es una experiencia agradable la de ser atacado en tierra desde el aire, en particular si los aviones poseen cañones en las alas; y a menos que se tenga una trinchera profunda en la que refugiarse, la cosa no tiene futuro. Por alguna razón, quizá porque les pareció un buen chiste, los pilotos alemanes se dedicaron a las trincheras antes de ocuparse de los aviones. Los primeros diez minutos estuvimos yendo como locos de una parte a otra de las trincheras para no ser cogidos en una que corriese paralela a la línea de vuelo del avión atacante. Fueron diez minutos agitados y horribles, con todo el mundo gritando «¡Ahí viene otro!» y precipitándose hacia la esquina más próxima para situarse en un tramo diferente.
Después los alemanes se dedicaron a los Hurricane y al mismo tiempo a la multitud de viejos aviones griegos estacionados por todo el olivar, y de uno en uno, metódica y sistemáticamente, los hicieron estallar en llamas. El ruido era tremendo, y por todas partes —en los árboles, en las rocas y en la hierba— llovían las balas.
Recuerdo haberme asomado con precaución al borde de nuestra trinchera y haber visto una pequeña flor blanca a pocas pulgadas de mi nariz. Era de un blanco inmaculado y tenía tres pétalos. Recuerdo que al mirar más allá vi tres de los aviones alemanes que se lanzaban en picado sobre mi Hurricane, que estaba estacionado al otro lado del campo, y recuerdo que les grité, aunque no sé qué dije.
Entonces, súbitamente vi a Katina. Salía corriendo desde la esquina más alejada del aeródromo; corría cuanto podía en dirección al centro mismo de aquella confusión de armas que vomitaban fuego y de aviones incendiados. Tropezó una vez, pero se las compuso para ponerse nuevamente de pie y siguió corriendo. Después se detuvo y se quedó mirando hacia lo alto, levantando los puños hacia los aviones que pasaban.
Con Katina allí de pie, recuerdo que vi a uno de los Messerschmitt que efectuaba un giro para volar directamente hacia ella, y recuerdo haber pensado que era tan pequeña que no podrían darle. Recuerdo haber visto los chorros llameantes de las ametralladoras y recuerdo fugazmente a la chiquilla de pie, completamente inmóvil, enfrentada a la máquina. Me acuerdo de que el viento le sacudía la cabellera.
Entonces cayó al suelo.
Jamás olvidaré el momento siguiente. De todas partes, como por arte de magia, brotaron de la tierra los hombres. Salieron en multitud de las trincheras y como una turba enloquecida se volcaron sobre el aeródromo, corriendo hacia el diminuto bulto que yacía inmóvil en el centro del campo. Corrían velozmente, agazapados, y recuerdo que salté de mi trinchera para unirme a ellos. Recuerdo que no pensaba en nada y que me fijé en las botas del hombre que iba delante de mí, notando que era algo patizambo y que los pantalones azules le quedaban demasiado largos.
Recuerdo haber visto que Fin llegaba el primero, seguido de cerca por un sargento llamado Wishful, y recuerdo que entre los dos levantaron a Katina y empezaron a correr para llevarla de nuevo a las trincheras. Le vi la pierna, sólo un montón de sangre y huesos, y le vi el pecho, del cual brotaba la sangre que le manchaba el blanco vestido estampado; vi, por un momento, su rostro, blanco como la nieve de la cima del Olimpo.
Alcancé a Fin, que mientras corría iba diciendo: «Malditos bastardos, malditos bastardos inmundos»; y luego, al llegar a la trinchera, recuerdo que miré en derredor y descubrí que ya no había ruido ni disparos. Los alemanes se habían ido.
—¿Dónde está el Doc? —preguntó Fin, y súbitamente lo vimos, de pie junto a nosotros, mirando a Katina, mirando su rostro.
El Doc le cogió la muñeca con suavidad y sin levantar la vista dijo:
—Ya no vive.
La colocaron bajo un arbolillo, y cuando giré la cabeza vi por todas partes las incontables hogueras de otros tantos aviones incendiados. Vi mi propio Hurricane ardiendo allí cerca y me quedé mirando desesperadamente las llamas que bailoteaban alrededor del motor y lamían el metal de las alas.
Me quedé mirándolas fijamente, y mientras las contemplaba, las llamas se volvieron de un rojo más intenso, y lo que veía detrás de ellas no era una masa de despojos humeantes, sino las llamas de una hoguera más caliente e intensa, la que ahora ardía sin tregua en el corazón del pueblo de Grecia.
Continué mirando fijamente, y en el centro de la hoguera, de donde surgían las llamas rojas, vi un núcleo blanco y brillante, un brillo deslumbrante e incoloro.
Mientras miraba, el brillo se acentuó y se volvió suave y amarillo como la luz solar, y más allá vi a una joven criatura de pie en medio de un campo, con el cabello iluminado por el sol. Por un momento permaneció mirando al cielo, que era claro y azul y sin nubes; luego se volvió para mirarme, y en ese momento vi que su blanco vestido estampado estaba manchado de un rojo oscuro, el color de la sangre.
Después desaparecieron el fuego y las llamas, y vi delante de mí los retorcidos restos incandescentes de un aeroplano quemado. Debo de haber permanecido allí de pie un largo rato.
Cuidado con el perro
Abajo no había nada más que un infinito y ondulado mar de nubes. Arriba estaba el sol, igual de blanco que las nubes, porque el sol nunca está amarillo si lo miras desde un punto muy alto en el aire.
Seguía pilotando el Spitfire. Tenía la mano derecha sobre la palanca de la dirección y accionaba la barra del timón sólo con el pie izquierdo. Era bastante fácil. El aparato volaba bien. Sabía lo que estaba haciendo.
Todo va bien, se decía. Estoy bien. Lo estoy haciendo muy bien. Sé cómo llegar a casa. Llegaré en media hora. Aterrizaré y rodaré hasta el hangar. Apagaré el motor y diré: «Ayudadme a salir». Lo diré con voz normal y natural, y al principio nadie se dará cuenta. Luego diré: «Que alguien me ayude a salir. No puedo salir solo porque he perdido una pierna». Todos se reirán y creerán que estoy de broma, y les diré: «Vale, venid a mirar si no me creéis, cabrones». Yorky se subirá al ala y mirará dentro. Probablemente vomitará por la cantidad de sangre y porquería que hay. Me reiré y diré: «Por el amor de Dios, ¿no me vais a sacar?».
Volvió a mirar su pierna derecha. No quedaba mucho de ella. El proyectil le había dado en el muslo, un poco más arriba de la rodilla, y ahora sólo había un montón de porquería y mucha sangre. Pero no le dolía. Cuando se miraba la pierna tenía la sensación de ver algo que no le pertenecía. No tenía nada que ver con él. Sólo era algo asqueroso que por casualidad se encontraba en su cabina, algo extraño y poco habitual, más bien algo interesante. Como cuando te encuentras un gato muerto en el sofá.
Se sentía realmente bien y, como seguía sintiéndose bien, se sentía emocionado y sin temor.
Ni siquiera los llamaré por radio para decirles que me esperen con una ambulancia con reservas de sangre, se dijo. No hace falta. Cuando haya aterrizado, haré como si no pasara nada y diré: «Chicos, venid para ayudarme a salir, por favor, porque he perdido una pierna». Será divertido. Lo diré riéndome. Lo diré despacio y tranquilo, y pensarán que estoy de broma. Cuando Yorky suba al ala y vomite, le diré: «Yorky, cabrón, ¿ya me has arreglado el coche?». Luego saldré del avión y haré el parte. Después iré a Londres. Me llevaré aquella media botella de whisky y se la daré a Bluey. Lo beberemos en su habitación. Lo mezclaremos con agua de grifo del cuarto de baño. No hablaré mucho hasta la hora de ir a la cama. Entonces le diré: «Bluey, tengo una sorpresa para ti. Hoy he perdido una pierna. Pero a mí no me importa, si no te importa a ti. Ni siquiera me duele. Iremos a todas partes en coche. Nunca me ha gustado caminar, excepto una vez, paseando por la calle de los artesanos del cobre en Bagdad, pero allí volveré en rickshaw». Podría ir a casa y cortar leña, pero el hacha siempre se sale del mango. Con agua caliente, eso es. Pondré el mango en agua para que se hinche. La última vez que estuve en casa corté mucha leña y puse el hacha en agua caliente...
Vio el reflejo del sol en la cubierta del motor. Vio el reflejo del sol en los remaches metálicos y se acordó del avión y de dónde estaba. Se dio cuenta de que ya no se sentía bien, que sentía vértigo y que se mareaba. La cabeza se le caía hacia delante porque el cuello ya no tenía fuerza para soportar el peso. Pero recordaba que estaba pilotando el Spitfire. Sentía la palanca entre los dedos de la mano derecha.
Estoy perdiendo el conocimiento, se dijo. En cualquier momento voy a perder el conocimiento.
Miró el altímetro. Veintiún mil pies. Para comprobar sus facultades intentó leer también los centenares. ¿Veintiún mil cuántos? Al mirar los números, éstos se ponían borrosos y dejó de distinguir la aguja. Entonces decidió que tenía que saltar, que no debía perder ni un segundo, si no quería quedarse inconsciente. Con movimientos rápidos, frenéticos, intentó desenganchar la capota, pero no tenía la fuerza suficiente. Durante un instante, despegó la mano derecha de la palanca y con las dos manos consiguió echar la capota hacia atrás. El golpe de aire frío en la cara pareció despertarle. Tuvo un momento de gran lucidez. Sus movimientos se volvieron ordenados y precisos. Eso les pasa a los buenos pilotos. Respiró profundamente de la máscara de oxígeno unas cuantas veces mientras miraba hacia abajo por el lateral de la cabina. El enorme océano blanco de nubes seguía allí abajo y se dio cuenta de que no sabía dónde se encontraba.
Por encima del canal de la Mancha, suponía. Seguro que me caeré al agua.
Desaceleró y se quitó el casco. Se desabrochó el cinturón y movió bruscamente la palanca hacia la izquierda. El ala de babor bajó y el Spitfire se dio la vuelta con suavidad hasta quedar al revés. El piloto se cayó.
Mientras caía, tenía los ojos abiertos porque sabía que no debía perder el conocimiento antes de tirar de la cuerda. Por un lado veía el sol, por el otro lado veía la blancura de las nubes. Mientras caía, mientras daba una vuelta de campana tras otra, las nubes blancas perseguían el sol y el sol perseguía las nubes. Se perseguían mutuamente formando un pequeño círculo, corrían cada vez más deprisa, ahora el sol y las nubes, ahora las nubes y el sol, y las nubes se acercaban hasta que de repente ya no vio el sol, sólo una blancura muy grande. Todo estaba blanco y totalmente vacío. Era tan grande la blancura que a veces parecía negra y después de un rato todo estaba o blanco o negro, pero casi siempre estaba blanco. Lo observaba mientras cambiaba de blanco a negro, luego de nuevo de negro a blanco, y el blanco se mantenía mucho tiempo y el negro sólo unos segundos. Se acostumbró a dormirse durante los ratos blancos y a despertarse justo cuando el mundo estaba negro. El negro era muy rápido. A veces era como un rayo, un rayo de luz negra. El blanco era mucho más lento y con tanta lentitud el piloto se quedaba dormido.
Un día, cuando el mundo estaba blanco, extendió la mano y tocó algo. Lo agarró con los dedos y lo apretó. Durante un tiempo, se quedó quieto jugando con esa cosa entre los dedos. Después abrió los ojos muy despacio, enfocó su mano y observó que la cosa que tenía en la mano era blanca. Era la esquina de una sábana. Sabía que era una sábana porque sentía el material, la textura y la costura del dobladillo. Cerró los ojos y volvió a abrirlos rápidamente. Esta vez vio la habitación. Vio la cama en la que se encontraba tumbado. Vio las paredes grises y la puerta y las cortinas verdes que cubrían la ventana. Vio las rosas que estaban encima de la mesilla.
Después vio la jofaina en la mesilla al lado de las rosas. Era una jofaina de esmalte blanco y a su lado había un vaso pequeño para las medicinas.
Estoy en un hospital, se dijo. Esto es un hospital. Pero no recordaba nada. Se echó hacia atrás apoyando la cabeza en la almohada y miró hacia el techo gris, intentando recordar qué podría haber pasado. Observaba el techo, tan limpio, tan gris, cuando de repente vio una mosca colgando de él. La visión de esta mosca, la brusquedad de la aparición de esta mancha negra en el enorme mar gris, cepilló la superficie de su cerebro y, de repente, en ese mismo instante, recordó todo. Se acordó del Spitfire y se acordó del altímetro que indicaba veintiún mil pies. Recordó cómo echaba hacia atrás la capota con ambas manos y recordó la caída. Se acordó de su pierna.
Ahora parecía que estaba bien. Miró hacia el extremo de la cama, pero no pudo ver nada. Metió una mano debajo de la manta y buscó sus rodillas. Encontró una, pero al buscar la otra, se topó con algo blando cubierto de vendas.
En ese momento se abrió la puerta y entró una enfermera.
—Hola —dijo la enfermera—, por fin se ha despertado.
No era guapa, pero era alta y estaba limpia. Tenía entre treinta y cuarenta años y era rubia. No le dio tiempo al piloto a darse cuenta de más.
—¿Dónde estoy?
—Ha tenido mucha suerte. Cayó en un bosque cerca de la playa. Está en Brighton. Llegó aquí hace dos días y ahora ya está bien. Tiene buen aspecto.
—He perdido una pierna —dijo él.
—Eso no importa. Le pondremos otra. Ahora tiene que dormir. Dentro de una hora vendrá el médico para verle.
La enfermera salió de la habitación llevándose la jofaina y el vaso.
Pero él no consiguió dormirse. Quería mantener los ojos abiertos porque tenía miedo de que todo desapareciera si los cerraba. Miró al techo. La mosca seguía allí. Tenía mucha energía. Corría hacia delante unos pocos centímetros y luego paraba. Después corría de nuevo, paraba, corría y cada tanto despegaba para volar maliciosamente en pequeños círculos. Luego volvía al mismo lugar en el techo y empezaba de nuevo su juego de correr y parar. Él la estuvo mirando tanto tiempo que al final ya no veía la mosca, sino sólo una mancha negra en un enorme mar gris. Seguía mirándola cuando la enfermera abrió la puerta y dejó pasar al médico. Era un médico del ejército, un mayor, y tenía unos galones de guerra en el pecho. Era bajo y estaba calvo, pero su cara era alegre y sus ojos, simpáticos.
—Bueno, bueno —dijo el médico—, así que por fin ha decidido despertarse. ¿Cómo se siente?
—Me siento bien.
—Así me gusta. Dentro de nada se podrá levantar y andar.
El médico le agarró la muñeca para tomarle el pulso.
—Por cierto, han llamado unos chicos de su escuadrón para preguntar por usted. Querían venir a verle, pero les dije que sería mejor esperar un día o dos. Les dije que usted estaba bien y que podrían venir un poco más tarde. Usted se queda aquí tumbado descansando. ¿Tiene algo para leer?
El médico vio la mesa con las rosas.
—¿No? Pues la enfermera le traerá lo que quiera.
Con estas palabras, el médico se despidió con la mano y salió, seguido por la enfermera alta y limpia.
Cuando se quedó solo de nuevo, se recostó y volvió a dirigir su mirada al techo. La mosca seguía allí y mientras la miraba oyó el ruido de un avión en la distancia. Se fijó en el ruido del motor. Aún estaba muy lejos. Me pregunto qué tipo de avión será, pensó. A ver si lo localizo. De repente giró bruscamente la cabeza hacia un lado. Cualquiera que haya estado en un bombardeo reconoce el ruido de un Junkers 88. Puede reconocer prácticamente todos los bombarderos alemanes, pero un Junkers 88 antes que ningún otro. Los motores parecen cantar a dúo. Uno hace la voz baja y vibrante, y el otro es el tenor agudo. Es esa voz de tenor la que convierte el ruido del Ju 88 en inconfundible.
Escuchaba el ruido y estaba muy seguro de lo que era. Pero ¿por qué no se oían las sirenas y los tiros de los antiaéreos? ¡Qué nervios de acero debe de tener el piloto alemán para atreverse a volar solo hasta Brighton a la luz del día!
El avión no se acercaba y pronto el ruido desapareció en la distancia. Un tiempo después volvió. Esta vez también se quedó lejos, pero era el mismo dúo inconfundible de bajo oscilante y tenor agudo. Durante la batalla había oído ese mismo ruido todos los días.
Se sentía confuso. Al lado de la cama, sobre la mesilla, había una campanilla. Extendió la mano y la tocó. En el pasillo enseguida se oyeron los pasos de la enfermera. Entró.
—Enfermera, he oído aviones. ¿Qué eran?
—No tengo ni idea. Yo no oí nada. Deben de ser cazas o bombarderos. Supongo que volvían de Francia. ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Eran Ju 88. Estoy seguro de que eran Ju 88. Reconozco el ruido de sus motores. Eran dos. ¿Qué estarían haciendo por aquí?
La enfermera se acercó a la cama y empezó a alisar las sábanas y a meter los bordes debajo del colchón.
—Dios mío, vaya imaginación que tiene usted. No se preocupe ahora por esas cosas. ¿Quiere que le traiga algo para leer?
—No, gracias.
La enfermera colocó la almohada y le quitó un mechón de pelo de la frente.
—Debería saber usted que hace mucho que ya no vienen durante el día. Seguro que eran Lancaster o Fortalezas Volantes.
—¿Enfermera?
—¿Sí?
—¿Me daría un cigarrillo?
—Pues claro que sí.
Salió de la habitación y volvió casi inmediatamente con un paquete de Players y cerillas. Le ofreció uno y cuando él se lo metió en la boca, ella le dio fuego.
—Si me necesita de nuevo, toque la campanilla.
Con estas palabras salió.
Por la tarde, el piloto escuchó de nuevo el ruido de un avión. Estaba muy lejos, pero sabía que era un aparato con un solo motor. Iba muy rápido, se oía claramente. No era capaz de identificarlo. No era ni un Spit ni un Hurricane. Tampoco era ningún motor norteamericano. Eran más ruidosos. No sabía lo que estaba oyendo y eso le preocupaba mucho. Tal vez esté muy enfermo, se dijo. Tal vez tenga alucinaciones. Tal vez esté delirando. Simplemente no sé qué pensar.
Esa misma tarde, la enfermera llevó una jofaina con agua caliente y se puso a lavarlo.
—Bueno —le animó ella—, espero que no piense que nos van a bombardear.
Le quitó la parte superior del pijama y le enjabonó el brazo derecho con una manopla. Él no dijo nada.
Aclaró la manopla en el agua, la enjabonó de nuevo y le lavó el pecho.
—Tiene buen aspecto esta tarde —dijo ella—, le operaron nada más llegar. Lo hicieron muy bien. Se pondrá bien pronto. Tengo un hermano en las fuerzas aéreas —añadió—, vuela en un bombardero.
—Fui al colegio en Brighton —dijo él.
La enfermera le miró rápidamente a la cara.
—¡Qué bien! Entonces conocerá a gente aquí.
—Sí —dijo él—, conozco a muchos.
La enfermera había terminado de lavarle el pecho y los brazos. Ahora echó la manta hacia atrás para dejar la pierna izquierda al descubierto. Lo hizo de tal manera que el muñón vendado se quedó debajo de las sábanas. Le desató el cordón del pijama y se lo quitó. No había problema con el muñón porque habían cortado la pierna derecha del pijama para que no interfiriese con las vendas. La enfermera se puso a lavar la pierna izquierda y el resto del cuerpo. Al hombre nunca antes le habían lavado en una cama y se sentía avergonzado. Ella puso una toalla debajo de su pierna y le lavó el pie con la manopla.
—Es tan malo este jabón que no limpia nada —dijo ella—. Y menos con esta agua, es más dura que el hierro.
—Ya no queda ningún jabón bueno —afirmó él— y, claro, con el agua tan dura es peor aún.
Al decir eso, recordó algo. Recordó los baños en el colegio de Brighton. Era una sala alargada con el suelo de piedra y con cuatro bañeras, una detrás de otra. El agua era tan blanda que, después de bañarse, uno tenía que tomar una ducha para quitarse el jabón. Recordó la espuma flotando en la superficie del agua, que ni siquiera dejaba ver las propias piernas. Recordó que el médico del colegio a veces les daba pastillas de calcio porque decía que el agua blanda era mala para los dientes.
—En Brighton —dijo—, el agua no es...
No terminó la frase. Se le había ocurrido algo, algo tan fantástico y absurdo que durante un instante sintió la tentación de contárselo a la enfermera y echarse unas buenas risas entre los dos. Ella le miró.
—Disculpe, no le entendí. El agua no es ¿qué? —preguntó.
—Nada —respondió él—, estaba soñando.
La enfermera aclaró la manopla en el agua, le quitó el jabón de la pierna y se la secó con la toalla.
—Da gusto que le laven a uno —dijo él—. Ya me siento mejor.
Se tocó la cara con la mano.
—Tengo que afeitarme —añadió.
—Mañana —respondió ella—. Entonces tal vez pueda hacerlo ya usted mismo.
Esa noche el hombre no conseguía conciliar el sueño. Pensaba en los Junkers 88 y en la dureza del agua. No conseguía pensar en otra cosa. Sí que eran Ju 88, se decía. Estoy seguro. Aunque sea imposible porque jamás volarían a una altura tan baja a la luz del día. Sé que eso es verdad, y también sé que es imposible. Tal vez esté enfermo. Tal vez me esté comportando como un idiota y ya no sepa ni qué hago ni qué digo. Tal vez esté delirando. Durante mucho tiempo se quedó despierto repitiendo esos mismos pensamientos. Una vez se incorporó en la cama y dijo en voz alta:
—Voy a demostrar que no estoy loco. Haré un discurso sobre cualquier cosa complicada e intelectual. Hablaré sobre qué hacer con Alemania después de la guerra.
Pero antes de empezar con el discurso, se quedó dormido.
Se despertó con la primera luz del día colándose por la ranura en lo alto de las cortinas de la ventana. La habitación seguía a oscuras, pero se veía que fuera ya se estaba haciendo de día. Miró la luz gris que se colaba por la ranura de encima de las cortinas y se acordó del día anterior, de los Junkers 88 y de la dureza del agua. Recordó a la enfermera alta y agradable y al médico simpático, y de repente una pequeña mancha de duda se le coló en el pensamiento y empezó a crecer.
Miró a su alrededor. La noche anterior, la enfermera se había llevado las rosas. Ahora no había nada más que la mesilla con el paquete de cigarros, la caja de cerillas y un cenicero. La habitación estaba vacía. Ya no le parecía ni cálida ni acogedora. Ni siquiera cómoda. Era sólo una habitación fría, vacía y muy silenciosa.
La mancha de la duda crecía cada vez más y con ella venía el temor. Era un temor ligero y movedizo que avisaba, pero no aterrorizaba, el tipo de temor que no era miedo, sino la sensación de que algo va mal. La duda, y con ella el temor, crecía rápidamente y le hacía sentirse intranquilo y furioso. Cuando se tocó la frente con la mano, se dio cuenta de que estaba sudando. En ese momento supo que tenía que hacer algo. Tenía que encontrar una manera de demostrarse a sí mismo que o bien tenía razón, o bien estaba equivocado. Levantó de nuevo la vista y vio las cortinas verdes de la ventana. Estaban justo enfrente de su cama, pero a una distancia de casi diez metros. Tenía que encontrar la manera de llegar allí y mirar hacia fuera. Esa idea le obsesionaba y pronto no pudo pensar en otra cosa que en la ventana. Y ¿la pierna? Metió la mano debajo de la manta y tocó el gran muñón vendado, todo lo que le había quedado en el lado derecho. Parecía que estaba bien. No le dolía. Pero no sería fácil.
Se incorporó. Apartó la manta y puso el pie izquierdo en el suelo. Giró lenta y cuidadosamente hasta que ambas manos tocaron el suelo. Bajó y se arrodilló sobre la alfombra. Miró el muñón. Era muy corto y ancho, y estaba cubierto de vendas. Le empezaba a doler. Sentía el latido de la sangre. Le entraban ganas de caerse y quedarse tumbado sobre la alfombra, pero sabía que tenía que seguir.
Con la ayuda de sus dos brazos y la pierna izquierda se arrastró hacia la ventana. Adelantaba los brazos hasta donde llegaban, y luego daba un pequeño salto deslizando la pierna izquierda hasta llevarla a la altura de las manos. Con cada salto rozaba la herida y lanzaba pequeños gruñidos de dolor, pero seguía adelante arrastrándose sobre las manos y la rodilla. Cuando llegó a la ventana, extendió los brazos y apoyó las manos en el alféizar, primero una y luego otra. Se incorporó despacio, hasta tener la pierna izquierda completamente enderezada. Luego apartó rápidamente las cortinas y miró hacia fuera.
Veía una pequeña casa con tejas grises al lado de una carretera estrecha y detrás un gran campo arado. Entre la casa y la carretera había un pequeño jardín descuidado, separado de la carretera por un seto verde. Al mirar el seto, vio la señal. No era más que un trozo de tabla en lo alto de un palo corto y, como hacía mucho que nadie recortaba el seto, las ramas se habían comido la señal y daba la impresión de que alguien la había plantado en medio del seto. La señal tenía pintadas letras blancas. El piloto apretó la frente contra el cristal de la ventana para intentar descifrarlas. La primera letra era una G, la vio claramente. La segunda era una A y la tercera una R. Una por una iba descifrando las letras. Formaban tres palabras en total y él consiguió muy despacio juntar las letras y pronunciar estas tres palabras en voz alta: G-A-R-D-E A-U C-H-I-E-N, Garde au chien. Eso era lo que ponía.
Se quedó mirando la señal y sus letras pintadas en blanco, balanceándose sobre una pierna y a la vez agarrándose fuertemente al alféizar. Durante un instante no pudo pensar en nada. No hacía otra cosa que mirar la señal y repetir las palabras una y otra vez. Poco a poco se daba cuenta de lo que significaban realmente. Miró la casa y el campo arado. Miró hacia la izquierda, donde había una pequeña huerta, y hacia los campos verdes, más allá de la huerta y la casa.
—O sea, esto es Francia —dijo al final—. Estoy en Francia.
Ahora el latido de la sangre en el muslo derecho se hizo muy fuerte. Tenía la impresión de que alguien le daba con un martillo contra el extremo del muñón. De repente, el dolor aumentó tanto que le afectaba la cabeza. Durante un instante pensó que se iba a caer. Rápidamente volvió a bajar para arrodillarse de nuevo y enseguida se arrastró hacia la cama y se subió. Se tumbó, se cubrió con la manta y se recostó en la almohada, agotado. Seguía sin poder pensar en nada más que en la pequeña señal al lado del seto, el campo arado y la huerta. Eran las palabras de la señal las que no se le iban de la cabeza.
Pasó mucho tiempo hasta que entró la enfermera llevando una jofaina con agua caliente.
—Buenos días —dijo—, ¿cómo se siente esta mañana?
—Buenos días, enfermera —dijo él.
Seguía sintiendo un dolor muy fuerte debajo de las vendas, pero decidió no contarle nada a esa mujer. La observaba mientras ella preparaba todo para el lavado. La observaba con más detalle que el día anterior. Era muy rubia. Era alta, de huesos grandes y su rostro tenía un aspecto simpático. Pero a la vez había algo tenso alrededor de sus ojos. No dejaban nunca de moverse. Jamás se detenían en nada durante más de un segundo y se movían demasiado rápido entre un objeto y otro dentro de la habitación. Los movimientos de su cuerpo eran igual de extraños. Eran demasiado bruscos y nerviosos, y no pegaban con su forma despreocupada de hablar.
La enfermera dejó la jofaina sobre la mesilla, le quitó la parte superior del pijama y se puso a lavarle el cuerpo.
—¿Ha dormido bien?
—Sí.
—Bien —dijo ella.
Le lavó el pecho y los brazos.
—Creo que hoy, después del desayuno, vendrá alguien del Ministerio del Aire para hablar con usted —siguió ella—. Dicen que necesitan un parte o algo así. Supongo que usted se acuerda de todo, de cómo recibió el impacto y cómo cayó y todo eso. No voy a permitir que le moleste durante mucho tiempo, no se preocupe.
El piloto no respondió. Ella terminó de lavarle y le entregó un cepillo de dientes y polvos dentífricos. Él se lavó los dientes, se enjuagó la boca y escupió el agua en la jofaina.
Poco tiempo después, la enfermera volvió con el desayuno sobre una bandeja, pero él no tenía ganas de comer. Se seguía sintiendo débil y mareado, y no quería hacer otra cosa que tumbarse tranquilo y pensar en lo que había ocurrido. Había una frase que no se le iba de la cabeza. Era la frase que Johnny, el oficial de espionaje de su escuadrón, había repetido todos los días delante de los pilotos antes de despegar. En su mente, el piloto veía a Johnny apoyado en la pared de la sala de instrucción, con la pipa en la mano, diciendo: «Si los pillan alguna vez, no se olviden: nunca digan más que su nombre, su grado y su número. Nada más. ¡Por Dios, no digan nada más!».
—Aquí tiene —dijo la enfermera apoyando la bandeja sobre el regazo de él—. Le he traído un huevo, ¿cree que va a poder comer solo?
—Sí.
Ella se quedó de pie al lado de la cama.
—¿Seguro que se siente bien?
—Sí.
—Bien. Si quiere otro huevo, veré lo que se puede hacer.
—Con uno vale.
—De acuerdo. Si necesita cualquier cosa, me llama con la campanilla.
Con estas palabras salió.
Justo cuando había acabado de desayunar, la enfermera volvió a entrar.
—Ha llegado el teniente coronel de Aviación Roberts —dijo ella—, le he dicho que sólo va a poder quedarse cinco minutos.
Hizo un gesto con la mano y el teniente coronel entró.
—Siento tener que molestarle en el estado en que se encuentra —dijo Roberts.
Se trataba de un oficial normal de las fuerzas aéreas británicas vestido con un uniforme un tanto desgastado. Llevaba el distintivo de las alas de los pilotos y la Cruz del Mérito de las fuerzas aéreas. Era alto, delgado y de pelo moreno y tupido. Sus dientes, muy irregulares y con huecos entre uno y otro, sobresalían incluso cuando tenía la boca cerrada. Mientras hablaba, sacó de su bolsillo un impreso y un lápiz, acercó una silla y se sentó.
—¿Cómo se encuentra?
El piloto no respondió.
—Siento lo de su pierna. Sé cómo se siente. He oído por ahí que dio un buen espectáculo antes de que le pillasen.
El hombre tumbado seguía sin hablar, observando al hombre sentado.
—Bueno, mejor acabar con esto cuanto antes —dijo el hombre sentado—. Me temo que me tendrá que contestar a unas cuantas preguntas para completar el parte de batalla. Vamos a ver, lo primero: ¿cuál era su escuadrón?
El hombre tumbado no se movió. Sin apartar los ojos de los del teniente coronel, comenzó a hablar.
—Mi nombre es Peter Williamson, mi grado es comandante y mi número es nueve siete dos cuatro cinco siete.
No llegarán a viejos
Estábamos los dos sentados sobre unas cajas de madera, ante el hangar.
Era mediodía. El sol estaba alto y quemaba como un incendio. Hacía un calor del diablo y se notaba el aire tórrido acariciando el interior de los pulmones al respirar. Uno se sentía mejor entreabriendo los labios y respirando rápidamente: así se refrescaba el aire. El sol brillaba sobre nuestros hombros y nuestras espaldas y el sudor no dejaba de rezumarnos por la piel, fluyendo cuello abajo, por el pecho y el abdomen. Se acumulaba justo donde el cinturón se ajusta sobre la cinturilla del pantalón, traspasaba éste y mojaba la entrepierna, donde se hacía incomodísimo y provocaba sarpullidos.
Nuestros Hurricanes estaban aparcados a unos metros de nosotros, ambos con ese aspecto paciente y engreído que tienen los cazas con el motor apagado. Tras ellos se extendía la pista, una franja negra que descendía en dirección a las playas y el mar. La oscura superficie de la pista refulgía y refulgía bajo el sol. La calima colgaba como vapor sobre el aeródromo.
El Ciervo miró su reloj.
—Ya debe de estar de vuelta.
Los dos estábamos a la espera, aguardando orden de despegar. El Ciervo removió los pies sobre el suelo ardiente.
—Ya debe de estar de vuelta —repitió.
Habían pasado dos horas y media desde la marcha de Aleta y, definitivamente, tendría que haber vuelto ya. Escudriñé el cielo y escuché. Se oía al personal del aeródromo charlando junto al camión cisterna y el tenue romper de las olas contra la playa, pero ningún indicio sonoro de un avión. Nos quedamos callados por unos momentos.
—Parece que no hay nada que hacer —dije.
—Sí —dijo el Ciervo—. Eso parece.
El Ciervo se levantó y se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos militares. Yo también me levanté. Nos quedamos contemplando la claridad del cielo, hacia el norte, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro por la blandura del asfalto y por el calor.
—¿Cómo se llamaba esa chica? —preguntó el Ciervo sin mirarme.
—Nikki —respondí.
El Ciervo volvió a sentarse en su caja de madera sin sacar las manos de los bolsillos y clavó la mirada en el suelo, entre sus pies. El Ciervo era el piloto de más edad del escuadrón; tenía veintisiete años. En la cabeza le crecía una mata de pelo crespo y rojizo que nunca peinaba. Era claro de piel, incluso tras incontables horas al sol, y tenía el rostro sembrado de pecas. Su boca era ancha y apretada. No era alto, pero bajo la camisa caqui los hombros se ensanchaban como los de un boxeador. Era un tipo tranquilo.
—Seguro que está bien —dijo, alzando la mirada—. Y, de todos modos, no estaría mal conocer al francés de Vichy que haya sido capaz de echarle el guante a Aleta.
Estábamos en Palestina, luchando contra los franceses de Vichy movilizados en Siria. Nos encontrábamos en Haifa y tres horas antes nos habían puesto en guardia al Ciervo, a Aleta y a mí. Aleta había despegado tras una llamada urgente de la Marina, que anunciaba que en el puerto de Beirut había dos destructores franceses a punto de zarpar. Acudan de inmediato, echen un vistazo y vuelvan cuanto antes para comunicar adónde se dirigen.
Así que Aleta salió en su Hurricane. Había pasado el tiempo y no volvía. Sabíamos que no quedaban muchas esperanzas. Si no lo habían derribado, se le habría terminado el combustible hacía tiempo.
Yo bajé la mirada y vi su gorra azul de la Royal Air Force en el suelo. Aleta la había tirado al salir corriendo hacia su avión. Vi las manchas de aceite en el plato de la gorra y la visera ajada y doblada. Era difícil creer que ya no lo fuéramos a ver. Había servido en Egipto, en Libia y en Grecia. En el aeródromo y en el comedor, siempre estábamos juntos. Era alegre y alto y risueño, el bueno de Aleta, con su pelo negro y una nariz larga y recta que se acariciaba arriba y abajo con la yema del dedo. Tenía un particular modo de escuchar cuando alguien contaba una historia, recostado en la silla con el rostro dirigido al techo pero mirando hacia abajo. Justo la noche anterior, durante la cena, anunció de repente:
—¿Sabéis qué? No me importaría casarme con Nikki. Creo que es buena chica.
El Ciervo estaba sentado frente a él, comiendo judías con tomate.
—Quieres decir de cuando en cuando —apuntó.
Nikki trabajaba en un cabaret de Haifa.
—No —corrigió Aleta—. Las chicas de cabaret son unas esposas estupendas. Nunca te engañan. No les aporta nada nuevo, sería como volver al antiguo trabajo.
El Ciervo levantó la mirada de las judías.
—No seas idiota, Aleta, joder. Casarte con Nikki es una estupidez.
—Nikki —explicó Aleta muy serio— es de buena familia. Es una buena chica. No usa almohada. ¿Sabes por qué no usa almohada?
—No.
El resto de la mesa puso atención. Todos escuchaban lo que Aleta iba a decir sobre Nikki.
—Bueno, cuando era muy joven la prometieron en matrimonio a un oficial de la marina francesa. Ella estaba muy enamorada. Entonces, un día, mientras tomaban el sol en la playa, él le contó que nunca usaba almohada. Una de esas cosas sin importancia que la gente dice por decir. Pero Nikki no lo olvidó nunca. Probó y desde entonces durmió sin almohada. Un día, el oficial francés fue atropellado por un camión. Murió. Aunque le era muy incómodo, siguió durmiendo sin almohada para guardar el recuerdo de su amante —Aleta se llevó una cucharada de judías a la boca y las masticó despacio—. Es una historia triste. A mí me demuestra que es una buena chica. Creo que me gustaría casarme con ella.
Eso había contado Aleta la noche anterior, durante la cena. Y resulta que lo habíamos perdido y yo me preguntaba qué cosa sin importancia haría Nikki en su memoria.
El sol me ardía en la espalda e instintivamente me giré para recibir el calor del otro lado del cuerpo. Al darme la vuelta, el monte Carmelo y la ciudad de Haifa quedaron ante mis ojos. Vislumbré la empinada ladera verde claro que descendía en dirección al mar, y a su pie vi la ciudad y los vivos colores de las casas refulgiendo al sol. Las casas de muros encalados cubrían las faldas del Carmelo y los tejados rojos eran como un sarpullido en el rostro del monte.
Se nos acercaban caminando lentamente tres hombres, los siguientes pilotos de guardia, que acababan de salir del hangar. Traían sobre los hombros los salvavidas amarillos, los Mae West como los llamábamos, y se acercaban caminando despacio hacia nosotros con los cascos en la mano.
Cuando ya se encontraban muy cerca, el Ciervo dijo:
—Hemos perdido a Aleta.
—Sí, lo sabemos.
Se sentaron en las cajas de madera que habíamos usado nosotros y de inmediato el sol empezó a tostarles los hombros y la espalda, y se pusieron a sudar. El Ciervo y yo nos alejamos.
El día siguiente era domingo. Por la mañana volamos hasta el valle del Líbano para bombardear un aeródromo llamado Rayak. Dejamos atrás el monte Hermón con su sombrerete de nieve. Descendimos desde detrás del sol sobre Rayak y los bombarderos franceses que había en el aeródromo, sobre los que soltamos nuestras bombas. Recuerdo que mientras hacíamos pasadas, las puertas de los bombarderos franceses se abrían. Recuerdo ver a un montón de mujeres vestidas de blanco corriendo por el aeródromo. Me acuerdo especialmente de los vestidos blancos.
Al parecer, los pilotos franceses habían invitado a sus chicas de Beirut a que echaran un vistazo a sus bombarderos. Los pilotos de Vichy les decían «Venid el domingo por la mañana y veréis nuestros aviones». Algo muy de los franceses de Vichy.
De modo que cuando empezamos a disparar, salieron dando tumbos y corriendo como locas por el aeródromo con sus vestidos blancos de domingo.
Recuerdo oír la voz del Mono por la radio diciendo: «Dejadlas, dejadlas», y el escuadrón al completo comenzó a volar en círculos mientras las mujeres corrían por la hierba en todas direcciones. Una de ellas tropezó y cayó dos veces, y había otra que cojeaba y a la que ayudaba un hombre. Les dimos tiempo. Recuerdo los breves fogonazos de una ametralladora antiaérea; pensé que ellos deberían dejar de disparar mientras nosotros esperábamos a que sus mujeres vestidas de blanco se quitasen de en medio.
Aquello fue al día siguiente de que Aleta desapareciese. Al otro, nos tocó guardia otra vez al Ciervo y a mí. Nos sentamos en las cajas de madera, a la puerta del hangar. Paddy, un muchacho rubio y grandote, había reemplazado a Aleta y estaba sentado con nosotros.
Era mediodía. El sol estaba alto y calentaba como un incendio. Brillaba sobre nuestros hombros y nuestras espaldas y el sudor no dejaba de rezumarnos por la piel, fluyendo cuello abajo, por el pecho y el abdomen. Ahí nos quedamos sentados, esperando el momento en que nos relevaran. El Ciervo estaba cosiendo la correa de su casco con una aguja e hilo de algodón y nos contaba que la noche anterior había visto a Nikki en Haifa y que le había dicho lo de Aleta.
Súbitamente oímos el motor de un avión. El Ciervo se calló y todos miramos arriba. El ruido provenía del norte y se hacía más y más fuerte conforme el aparato se acercaba.
—Es un Hurricane —anunció el Ciervo súbitamente.
Al momento lo vimos volando en círculos sobre el aeródromo y bajar el tren de aterrizaje.
—¿Quién es? —preguntó el rubio Paddy—. No ha salido nadie.
Entonces, al pasar frente a nosotros sobre la pista, leímos el número de la cola del avión, H.4427, y supimos que era Aleta.
Nos quedamos en pie, observando el aparato rodar por la pista en dirección a nosotros. Cuando ya estaba cerca giró sobre sí mismo para estacionarse, y vimos a Aleta en la cabina. Nos saludó con la mano sonriendo y salió. Corrimos hacia él preguntándole: «¿Dónde has estado?», «¿Dónde cojones has estado?», «¿Hiciste aterrizaje forzoso y te escapaste otra vez?», «¿Has conocido a una chica en Beirut?», «¿Aleta, dónde cojones has estado?».
Llegó más personal y al final se vio rodeado por una muchedumbre, los mecánicos y los del camión de bomberos, todos esperaban escuchar las explicaciones de Aleta. Éste permaneció en su lugar, se quitó el casco, se echó para atrás el pelo negro. Estaba tan sorprendido por nuestro comportamiento que al principio no hizo más que mirarnos sin decir palabra. Al final echó una carcajada y preguntó: «¿Qué coño pasa? ¿Qué os pasa?».
—¿Dónde has estado? —gritamos—. ¿Dónde has estado estos dos días?
En el rostro de Aleta se dibujó una sorpresa mayúscula. Aleta se apresuró a consultar su reloj.
—Las doce y cinco —dijo—. Despegué a las once, hace una hora y cinco minutos. Dejad de hacer el idiota. Tengo que ir a informar de inmediato. En la Marina querrán saber que esos destructores siguen atracados en Beirut.
Se dispuso a marchar. Yo le cogí del brazo.
—Aleta —dije en voz baja—, has estado fuera desde antes de ayer. ¿Qué es lo que te pasa?
Aleta me miró y rió.
—Os he visto montar bromas mucho mejores que ésta. Ésta no tiene gracia. Ni pizca.
Y se alejó.