Niebla ardiente

Laura Baeza

Fragmento

Título

1.

Barcelona, 2013.

Esther no creía en milagros ni apariciones, pero aquel día el cenit del invierno iba a sorprenderla.

El 1 de enero del 2013 el presentador del noticiero de la mañana dijo que ese año habría más frío que el anterior, cuando buena parte de Cataluña amaneció cubierta de nieve. La estación duraría más y pese a ello esas vacaciones no faltaron los bañistas noruegos o finlandeses en las playas de Barcelona o Castelldefels sintiendo que estaban en el paraíso tropical que sus coordenadas nórdicas no ofrecían. Ella los identificaba en la Rambla en dirección al mar: para algunos, los recién llegados, Barcelona era una fiesta.

Cambió de canal, el dolor en la pierna le avisaba con mayor precisión que los pronósticos en pantalla inteligente del descenso de temperatura a la que se hallaba expuesta. Ese día Esther cumplía cinco años en Europa. 1 de enero era una fecha fácil de recordar. Estar lejos de su familia —o lo que quedaba de ella— fue la mejor de sus decisiones.

Esa Nochevieja, o Año Nuevo, como se acostumbró a llamarlo toda su vida, se acostó temprano. Sus compañeros del trabajo harían la celebración en casa de uno de ellos en Sabadell, pero solo de imaginar cómo estaría el metro un 31 de diciembre —el año anterior los turistas provocaron disturbios, rompieron máquinas de boletos y hubo una redada en el edificio donde la invitaron a celebrar— optó por cenar sola e irse a dormir.

Hubo un tiempo, hacía más de diez años, que disfrutaba escaparse de su casa en la colonia Narvarte e irse a discotecas, a fiestas o desvelarse en los clubes de salsa del Distrito Federal, porque salir de madrugada era la única forma de sentirse libre de obligaciones. Regresaba a dormir un par de horas y despertaba con sentimiento de culpa, con la misma idea desde que tenía memoria: su mundo no podía girar en torno a sí misma, ella estaba ahí para hacerse cargo de alguien más. De eso hacía una década, tiempo suficiente para cambiar de país y de vida, intentar dejar atrás todo lo que fue.

Le quedaban varios días de vacaciones, pudo aprovechar para ir a alguna ciudad de Europa con lo que le habían pagado por la traducción de un libro o el bono de fin de año que le dieron en la editorial para la que trabajaba de tiempo completo. Sus compañeras de la oficina cada año organizaban un viaje a Andorra para esquiar o cruzaban a Francia y se quedaban un par de días en un club de campo, pero ese tipo de encierro no era una opción que le interesara. Esther había pasado casi toda su vida con dos mujeres, creyendo que las cuidaba a ambas. La compañía femenina no estaba entre sus prioridades. Ya no le emocionaba cruzar fronteras.

Mientras veía el noticiero de la primera mañana de enero y el pronóstico del tiempo, revisó los mensajes de felicitación en su celular. Varios eran de México. El de Rebeca, su madre, prefería contestarlo más tarde. O quizá no. En lugar de quedarse respondiendo mensajes o correos de sus amigos, salió a caminar.

La ciudad estaba desierta. Horas antes se desbocó en alegría, champán, gritos, pleitos entre novios, besos después de las doce campanadas y los fuegos artificiales; grupos de borrachos moviéndose en hordas y felicitando a quien se pusiera en frente. Pero esa mañana a las diez Barcelona continuaba dormida. El barrio de Gràcia no daba señales de actividad, y el único movimiento constante era el del confeti o bolsas de plástico sobre las aceras, movidos por voluntad del viento invernal. Compró un café en la única tienda abierta cerca de su casa, el establecimiento de unos pakistanís, frente al parque de Joanic. Salvo por el encargado de la tienda, que barría la entrada de su negocio, no vio a nadie más por los alrededores. Esther se acomodó en una banca donde chocaba un incipiente rayo de sol. Una semana libre era el tiempo suficiente para hacer varias cosas que postergaba todos los días, comenzando por los cálculos de cuánto dinero tenía en su cuenta de ahorros, en tanto que el país colapsaba con la crisis.

No le iba mal, podía vivir perfectamente como asistente editorial y traductora. Cuando terminó Literatura Inglesa en la UNAM quiso hacer inmediatamente una maestría, pero sus ganas de mantener la cabeza ocupada no compensaban el retraso que tuvo con la titulación, y perdió la oportunidad. Algún conocido de la escuela le dijo sobre la convocatoria de unas becas que la Universidad de Nueva York acababa de ofertar. La NYU becaba totalmente a los aspirantes a un curso de traducción por internet, con diploma incluido. Se acababa de graduar con mención honorífica, y traduciendo era de las mejores de su generación. Esther presentó el examen online y aprobó. Hizo el curso de cuatro meses y tuvo un promedio alto. La NYU le ofreció hacer una especialidad de un año y medio como traductora y productora de contenidos académicos, solo tendría que pagar la mitad de la matrícula, lo cual era una ganga. Rebeca pidió un préstamo en el banco y al final de dieciocho meses de tortura por la mala calidad del internet en casa, se graduó. Algunas semanas después llegó el diploma, aunque la deuda permaneció dos años más en la cuenta bancaria de Rebeca.

Desechó las esperanzas de ser maestra de literatura inglesa, de hacer el posgrado en Literatura Comparada y llevar a cabo los planes que tenía cuando entró a la carrera, que perdían forma cada año, y de pronto colapsaron. Buscó dedicarse a la traducción solo por los ingresos extra y las oportunidades comenzaron a llegar. Pasó de ser famosa por su diligencia haciendo tareas de otros alumnos a asistente de un profesor, y a traducir textos académicos para editoriales dentro y fuera de México, hasta que dio con la compañía española que le ofreció el cambio de vida necesario cuando sintió que la obsesión por el accidente de su hermana, unos años antes, nunca iba a dejarla en paz.

Se fue en el momento preciso: la editorial con la que llevaba un par de años trabajando por internet necesitaba a alguien de tiempo completo en su área de traducción y producción editorial. A Esther le pareció extraño que la consideraran, dado que la crisis económica del país daba preferencia a los nacionales, pero fue un golpe de buena suerte, aunque le pagarían menos que a un español. Quizá ni los mismos que la contemplaron para el puesto se imaginaban que ella podía dejar todo en México y cruzar el océano, y buscaban a alguien con esa urgencia por huir. Lo único que le hacía falta era esa luz verde. Utilizó los ahorros de los últimos años, hizo los trámites migratorios y se fue.

A los veintiocho años salió de México por primera vez y llegó a una residencia de estudiantes de intercambio donde pagó la mitad del alojamiento gracias a las buenas relaciones de la mujer que la contrató en la editorial. Estuvo tres meses ahí, mientras salían los cheques acumulados y se mudaba a un lugar donde no tuviese que compartir habitación con otras tres mujeres, igual de desorientadas que ella. Conoció el barrio de Gràcia y se prometió a sí misma que en cuanto pudiera se mudaría a una de sus calles. Pasó más de un año para que hallara alg

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