La Castañeda

Fragmento

La Castañeda

   

UN PREFACIO EN CINCO VOCALES

a.

Estamos, ustedes y yo, ante el extraño caso del hermano siamés que fue separado, momentos apenas después de nacer, de su doble y su espejo y su contrario. Otro cuerpo. La hermana siamesa, porque a la novela le corresponde el artículo femenino, se echó a andar hacia finales de 1999 y, desde entonces, apenas tuvo el deseo o la inclinación de volver su mirada hacia atrás. Nadie me verá llorar. Arrancado de sí, el hermano siamés guardó silencio. Encerrado en cajones herméticos o perdido en listas interminables, cuando no intercambiables, de archivos, el siamés aprendió a observar con cuidado los bordes siempre tibios de su muñón. Carne viva. Más un arrancamiento que una división de caminos. Más un desmembramiento.

Estamos, ustedes y yo, ante un acto de violencia. Estamos en la restitución.

e.

Tengo una deuda de alrededor de quince años con este libro. Primero fue una tesis de maestría y, años más tarde, de doctorado. Luego, de entre las páginas de ese manuscrito salió otra cosa: su contrario. Los días fueron cortos y fríos; caía la lluvia y la escarcha. El hielo cubría con frecuencia las calles. Una mañana, frente a la montaña de nieve que cubría un vehículo, caí de rodillas. Me pregunté qué hacía ahí. Me contesté: escribo un libro. Su contrario, que era a su vez su hija y su hermana siamesa, surgió poco a poco, página tras página, para ayudarme a sobrevivir ese invierno y todos los otros inviernos. La novela logró su cometido, en efecto, pero a costa de la vida del hermano siamés que, escondido o desfalcado, o escondido y desfalcado, se dedicó a languidecer.

Estamos, ustedes y yo, ante la restitución. Ya había dicho eso.

i.

La cuestión con los hermanos siameses es que, se conozcan o no, se reconozcan o no, los dos se requieren. Son brotes, después de todo, de la misma raíz. Uno es la razón del otro y viceversa. Nadie me verá llorar es también esta colección de narrativas dolientes, aunque enunciadas de modo enigmático, y viene desde atrás en el tiempo y lejos en el espacio, es, también, aquella novela en la cual una mujer le sonríe apenas a la lente de una cámara y pregunta: “¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?” Matilda Burgos y Joaquín Buitrago estuvieron aquí. Diamantina Vicario y Eduardo Oligochea estuvieron aquí. Las relaciones con el lenguaje son distintas en cada libro: muestra de lo que puede hacerse, hasta dónde puede llegarse teniendo alguna noción, todavía, del camino del regreso.

o.

Dudé mucho acerca de la pertinencia de publicar un libro con el cual tengo una deuda de tanto tiempo. Al final me ganó la curiosidad. ¿En qué se convertiría una vez traducido al español y transformado, o medio transformado, de una escritura netamente académica a como escribo hoy? ¿Resistiría el cruce de tantas fronteras? ¿Desfallecería en el intento?

u.

El valor de un libro no es su novedad. El valor radica, en este caso, en que su lectura ofrece claves que, con algo de suerte, podrían incluso ahondar un misterio.

La Castañeda

   

INTRODUCCIÓN: PALABRAS EN UN TÍTULO

Mucho se ha escrito acerca de la locura: su historia, sus causas y sus efectos, sus símbolos, su naturaleza cambiante y sus numerosos nombres. Médicos, artistas, abogados, criminólogos e historiadores, por mencionar sólo a unos cuantos profesionistas modernos, han utilizado las herramientas propias de sus disciplinas en un intento por capturar el evasivo mundo que se supone que yace más allá de la razón. Dichos intentos son guiados con frecuencia por estereotipos: el genio atormentado, el lunático creativo, el iluminado. No he de mentir: puntos de vista sospechosamente similares animaron también las primeras etapas de esta investigación. El libro que ha resultado de años y años invertidos en archivos, leyendo documentos amarillentos y llenos de polvo, pretende, en primera y principal instancia, trascender dichas impresiones. La decisión de lograrlo no es resultado de un acto principista. Este objetivo fue desarrollándose a medida que mi contacto con los documentos del Manicomio General La Castañeda se hizo más cercano, más íntimo y, en consecuencia, más incómodo1 Quizás un conjunto de gestos lo explicaría todo: las manos que cierran el expediente con total frustración; los ojos que, incapaces de dar crédito a lo que tienen frente a ellos, miran hacia arriba; el cuerpo que, desesperado por falta de aire, cruza la puerta de salida. El loco por excelencia no estaba por ninguna parte. La loca ideal brillaba en su ausencia. En su lugar, capturadas en frases rotas y en terrible letra manuscrita, estaban las palabras. Ahí yacían, a medio hacer o revueltas ya, las historias. Lo que fui leyendo poco a poco, desde el día en que un hombre, todavía desconocido, me recomendó visitar las instalaciones del Archivo de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, donde apenas empezaba a ponerse orden en los documentos del Manicomio General, fueron las palabras expresadas por, o acerca de, hombres y mujeres muy reales del México de principios del siglo XX. Lejos de cualquier estereotipo, estos hombres y mujeres de carne y hueso intentaron articular, a veces de forma veloz y abrupta, y a veces entre tartamudeos y repeticiones interminables, su experiencia humana con el padecimiento mental. Las historias en las cuales esa experiencia corpórea y espiritual vivió y vive, se convirtieron desde entonces en el punto de partida hacia donde este libro se propuso, y se propone, llegar: las narrativas que, juntas a pesar de conformar una unidad difícilmente armoniosa, hicieron que la locura de principios del siglo XX pudiera llegar a ser inteligible para el observador contemporáneo.

Narrativas

Aunque utilizo los términos “historias” y “narrativas” de forma intercambiable, lo cual otorga a esas palabras una inocencia de la cual carecen, lo hago de manera general en relación con la idea de Hayden White acerca de la narrativa como “un sistema de producción de significado discursivo”.2 En este libro, exploro las estrategias discursivas que emplearon los psiquiatras y los internos del Manicomio General La Castañeda para producir un significado histórico y concreto acerca del padecimiento mental. Uno de mis argumentos es que este proceso se nutrió de, y nutrió, los debates cotidianos alrededor de las definiciones de género, de clase y de nación llevados a cabo entre 1910 y 1930, los primeros años de vida tanto del principal manicomio estatal de México como de la etapa revolucionaria en el país.

Dentro del cuarto de consulta de una institución que desde su flamante inauguración en septiembre de 1910 se ubicó en las afueras de la Ciudad de México, a menudo acompañado por familiares y elementos de la policía, y sin duda acotado por las preguntas de un cuestionario institucional, el encuentro entre el psiquiatra y el interno fue marginal sólo en apariencia. El contencioso diálogo alrededor del diagnóstico médico sólo pudo existir porque una sociedad tensa y volátil enfrentaba el reto de un presente violento y desencajado y, muy pronto, el reto de la configuración nacional. Las palabras “loco”, “irracional” o “raro” fueron poco más que dados cargados en este contexto: de éstas dependía, después de todo, la definición de las conductas racionales y productivas que, a decir de algunos, sacarían adelante al país. A ese “adelante”, en otras tramas, se le ha denominado el proceso de modernización o, como alternativa, la construcción del Estado mexicano moderno. Queda claro que no intento dilucidar en estas páginas si ciertos internos padecían de hecho, o de verdad, las condiciones por las cuales fueron diagnosticados como enfermos mentales. Tampoco estoy interesada en encender una luz retrospectiva e irónica sobre los errores de diagnóstico cometidos por los practicantes de la muy temprana psiquiatría mexicana moderna. En términos fundamentales, no pretendo dar voz a los sujetos históricos que cuentan, como lo atestiguan tantos expedientes de la institución, con voz propia. En lugar de ello, y con base en algunos preceptos de la antropología médica, en especial de aquella de persuasión etnográfica, exploro “las frases del libreto, las metáforas fundamentales y los elementos metafóricos que estructuran el padecimiento, [las cuales] se derivan de modos culturales y personales para organizar las experiencias de maneras significativas y para expresar esos significados de forma efectiva”.3

En estricto sentido podría decirse, como lo señala Arthur Kleinman, que los pacientes confinados en el manicomio estatal elaboraron “narrativas de sus padecimientos”, en las que quedan las huellas de las diversas maneras como el paciente percibe, vive con y responde a los síntomas de su condición; mientras los psiquiatras desarrollaron “narrativas de sus enfermedades”, a saber, la reclasificación del padecimiento en términos de las teorías del desorden.4 Los puntos de partida, y de llegada, de estas dos prácticas discursivas son, para sorpresa de nadie, no sólo distintos sino antitéticos. Sin embargo, en este libro estoy menos interesada en explorar cómo estos dos puntos de vista llegaron a ser divergentes, y potencialmente desacreditadores uno de otro, y más en cómo se produjeron uno al otro en la inmediatez del contacto dentro de un contexto que éstos mismos ayudaron a crear. Si deben emplearse metáforas de la cultura antropológica, estoy más interesada entonces en el proceso de la escritura del texto cultural y menos en el texto escrito que se vislumbra en la imaginación como terminado y autónomo.5 Al hacer un llamado implícito a “la actuación y la creación de la cultura”, esta perspectiva también subraya la relevancia y complejidad de la “situación de contacto”, a través de la cual se produce dicha cultura o, según define Mikhail Bakhtin, el punto (o la manifestación concreta de un sujeto hablante) “donde fuerzas tanto centrífugas como centrípetas tienen efecto”.6

Dominada por la tensión y caracterizada por la irregularidad, la situación de contacto no implica, de acuerdo con el argumento de William Roseberry, “el establecimiento de una línea de referencia entre dos culturas autónomas [o lenguajes], sino la intersección de al menos dos, y con frecuencia más, procesos históricos, cada uno de los cuales se desarrolló de maneras contradictorias e irregulares”.7

En los casos médicos que conciernen a este libro, la situación física de contacto en la cual se encontraron los psiquiatras y los internos fue una institución de beneficencia pública dedicada a la atención de hombres, mujeres y niños diagnosticados como enfermos mentales, localizada en la periferia de una ciudad que crecía de manera desmesurada y en la frontera temporal entre regímenes por lo regular descritos como antagónicos: el último año de la modernizadora administración de Porfirio Díaz y la fase más temprana del México revolucionario. Allí, en el interior de esos dos círculos concéntricos, tanto el territorial como el temporal, los psiquiatras y los internos produjeron la situación semiótica de contacto: un diálogo —con frecuencia vehemente, con frecuencia interrumpido— descrito con más acierto por el concepto bakhtiniano de la comprensión activa que caracteriza al diálogo interno. En éste:

uno asimila la palabra en consideración dentro de un nuevo sistema conceptual; de manera que, quien se esfuerza por comprender, establece una serie de interrelaciones, consonancias y disonancias complejas con la palabra y la enriquece con nuevos elementos. Es justo con dicha comprensión con la cual cuenta el hablante. Por lo tanto, esta orientación hacia el escucha es una orientación hacia un horizonte conceptual específico, hacia la palabra específica del escucha; introduce elementos nuevos por completo en su discurso; es de esta manera, después de todo, como varios puntos de vista, horizontes conceptuales, sistemas para aportar acentos expresivos diferentes y varios “lenguajes” sociales, llegan a interactuar unos con otros.8

A lo largo de este libro sostengo que la interacción psiquiatra-interno, según está registrada en los archivos médicos de la institución, fue, al mismo tiempo, menos armoniosa y menos irregular que lo descrito en la exégesis médica de la época.9 Fue menos armoniosa porque la aquiescencia de los pacientes al diagnóstico psiquiátrico implicaba algún grado de desacuerdo y fricción, y fue menos irregular porque, incluso dentro de las jerarquías del hospital psiquiátrico, los psiquiatras recibían con agrado, y de hecho incitaban, la muy necesaria participación de los pacientes y de sus familiares en la elaboración de los diagnósticos.

En la intimidad de la pobremente equipada sala de observación o entre muchos individuos en saturados pabellones, psiquiatras e internos se involucraban en una relación vigorosa, un tanto dinámica y a veces incluso volátil. Juntos, tras cruzar frágiles puentes, cargados de aprensiones y desconfianza, se convertían en autores de narrativas polisémicas, multivocales y heteroglotas, con las cuales capturaban la fluida realidad de los padecimientos mentales, no obstante sus cualidades efímeras y fragmentarias. Estas construcciones dialógicas surgieron de la tensión producida por el contacto humano mientras se veían, escuchaban y evaluaban uno al otro. Estas narrativas surgieron, entonces, más a través de una hábil negociación que de una franca oposición.10

Dolientes

Los antropólogos médicos que trabajan con sujetos vivos suelen describir, con frecuencia de forma memorable, el alto nivel de complejidad y sutileza que caracteriza a las interacciones psiquiatra-paciente. Hablar del cuerpo, de las sensaciones del cuerpo, ya lo anotaba Wittgenstein en una de sus más famosas alocuciones, no es tarea fácil. Decir: “Ésta es mi boca”. Decir: “Duele aquí”. Decir: “Siento esto o lo otro”. O “lo sentí”. Hablar de la mente. Decir: “Éstas son las varias derrotas de mi voluntad”. Todos estos aspectos sólo se vuelven más y más desconcertantes cuando se intenta seguir los rastros de las voces que, desde el pasado —inscritas en las historias clínicas—, llegan hasta el presente. Aquí. A pesar de que los archivos médicos del Manicomio General no pueden replicar la riqueza de un relato etnográfico ni sustituir el trabajo de campo, sí contienen interpretaciones de padecimientos mentales producidas tanto por los psiquiatras como por los pacientes, específicamente referidos en este punto como médicos e internos del hospital.11 Dado que los diagnósticos constituían entonces, tal como ahora, “una actividad minuciosamente semiótica” que implicaba el “análisis de un sistema de símbolos seguido por su traducción a otro”, éstos ayudan sin duda a develar las estrategias discursivas distintivas que fueron utilizadas por los médicos y los internos del hospital psiquiátrico mientras discutían los significados de los padecimientos mentales en el México de principios del siglo XX.12

De hecho, por una parte, los médicos se esforzaron por elevar el nivel científico de su profesión al comprometerse con una narrativa lineal donde la causa física y el efecto mental estaban vinculados a través del empleo de categorías psiquiátricas producidas en Europa; en particular, ideas relacionadas con la teoría de la degeneración, más tarde sustentada y a veces reclasificada por evidencias concretas de casos locales. El énfasis de los médicos en un “orden de argumentación”, que percibían como una réplica del “orden de las cosas”, sólo reforzó su fe en la naturaleza progresiva y ascendente de la sociedad revolucionaria. Los internos, por otra parte, traían consigo historias de sus vidas con los padecimientos. Organizadas en conjunción con los especialistas y dentro de los estrechos confines del cuestionario médico, estas historias de vida manifestaban el notable ímpetu de los internos por explicar por qué y cómo comenzaron y evolucionaron sus padecimientos.

Si, como arguye la antropóloga Ruth Behar, tener una historia de vida por contar, y tener al mismo tiempo la disposición para contarla, implica de manera implícita “el hecho de renombrar y rehacer el mundo en el cual nacieron”; ese ímpetu era difícilmente insustancial o vago.13 Como Behar también descubrió cuando investigó la biografía de cierta vendedora ambulante, Esperanza, los recursos retóricos y los libretos empleados para organizar una historia de vida varían con el tiempo, a través de las culturas y entre géneros. De hecho, Esperanza contó su historia dividida en tres etapas, que correspondían a los títulos respectivos de sufrimiento, ira y redención, las cuales ilustró a través de ricas viñetas, por lo regular en formato de diálogo.

A pesar de que los internos del hospital psiquiátrico no disfrutaron de ninguna manera del flexible arreglo con el cual Esperanza reconstruyó su vida, ellos también organizaron sus historias de vida de acuerdo con recursos que, con más frecuencia que sin ésta, contradecían las ideas de los médicos respecto de lo que es una vida y cómo dicha vida debe ser contada. En lugar de emplear una lógica de logro que pudiera replicar la aparente inevitabilidad del progreso, los internos enfatizaban, de forma muy elocuente, ejemplos de sufrimiento físico y espiritual en libretos fragmentados, dominados por el deterioro. A pesar de que los sucesos reales variaban en gran medida, la mayoría de los internos situaban el sufrimiento al inicio de sus vidas: un hogar roto, la pobreza rampante, el alcoholismo, la violencia doméstica y, en especial entre las mujeres, el abuso sexual.

El padecimiento no se presentaba entonces como un punto de ruptura dentro del contexto lineal y ascendente de una vida. Por el contrario, el padecimiento parecía un destello de luz que iluminaba la destrucción continua. Cierto es que los motivos fluctuaban pero la mayoría de éstos se desenvolvían alrededor de la pérdida: el fallecimiento de un hijo, los repentinos o largos periodos de abandono y descuido, la violencia infligida por padres o familiares, la pérdida de un empleo, la muerte del amor. Como expresó de manera muy concisa la interna Olga I., esas vidas eran “amargas”, eran “zanja[s] rodeadas por muros altos”. Tenían, por tanto, un sabor peculiar; pertenecían a un universo distintivo de metáforas.

De hecho, al contar la historia de su vida con el padecimiento mental, los internos privilegiaban la experiencia vivida y, al hacerlo, privilegiaban el deterioro sobre la mejora, la dispersión sobre la unidad, el fracaso sobre el éxito. Hablaban, en resumen, desde el otro lado del progreso. Lo hacían de forma directa, en una serie de movimientos sin intermediarios: palabras crudas. Tanto en contenido como en forma, lo que trajeron las narrativas sobre los padecimientos de los internos al hospital psiquiátrico y, de manera más precisa, a los oídos y ojos de los médicos, fueron las ruinas de la modernidad; es decir, esos “fragmentos altamente significativos” que, para Walter Benjamin, constituyeron un emblema de la transitoriedad, fragilidad y destructividad de la cultura capitalista.14 Al trabajar como alegorías, estas narrativas iban claramente en contra del vanguardista mito del progreso tan valorado por las élites del México tanto prerrevolucionario como posrevolucionario.15 Como el ángel de la historia de Benjamin, estos relatos invitaban al escucha de entonces, como lo hacen con el lector de ahora, a contemplar el pasado con una mirada retrospectiva, en lugar de una mirada prospectiva, y a prestar atención, además de hacer vívida de nuevo, a la destrucción como en realidad ha tenido lugar en cuerpo y espíritu.16 Sin finales felices y, de hecho, sin finales en absoluto, abiertos a una tensión sin remedio y permanente, el contenido y la forma de estas historias cuestionaba de manera implícita las fuentes de la desgracia de los internos.

Y éste, por cierto, es el argumento principal del libro que ahora continúa.

Psiquiatras e internos debaten

Los diagnósticos del Manicomio General no sólo arrojaron luz sobre los divergentes métodos retóricos y los distintos libretos a través de los cuales los médicos y los internos construyeron los padecimientos mentales, sino también dejaron en claro que las interpretaciones de los médicos y los internos fueron el resultado de su contacto necesario; un proceso particularmente notorio en el uso frecuente de citas indirectas en las historias clínicas. Veamos. Los actores médicos de La Castañeda se enfrentaban por primera vez en el pabellón de observación de la institución. En su mayoría educados en escuelas prerrevolucionarias y con frecuencia imbuidos de sólidas convicciones acerca de la inevitabilidad del progreso, los médicos varones estructuraban el ritual de la entrevista de acuerdo con preguntas incluidas en el cuestionario oficial. Los internos del hospital, más a menudo hombres y mujeres de escasos recursos en los primeros años de sus vidas adultas, respondían a tantas preguntas como permitía su condición. Si los familiares estaban presentes, cosa que ocurría con cierta frecuencia, también ellos hablaban y, de hecho, a veces respondían por los internos. En otras ocasiones, sin más alternativas de por medio, se resignaban a los puntos de vista de un agente de policía o de un trabajador social. Mientras en algunos casos, los menos, de hecho, los internos eran capaces y estaban dispuestos a escribir sus propias versiones de sus vidas con el padecimiento mental, los médicos siempre registraban datos y observaciones profesionales en espacios asignados en el cuestionario médico. Fue allí donde, motivados por su necesidad de aportar evidencias para sustentar sus diagnósticos, los médicos incluían fragmentos seleccionados del discurso de los internos, en especial de aquellos que presentaban los retos más obvios a su entendimiento. Allí, en el escueto espacio dentro del cuestionario oficial, los médicos anotaron la palabra ocasional que validaba sus puntos de vista, aunque también la anécdota que escapaba a su comprensión, el relato que les resultaba poco plausible o, de manera conocida por los historiadores culturales contemporáneos, la broma que en definitiva no los hacía reír.17

Los médicos sacaban el discurso de los internos del contexto de sus vidas y lo colocaban, inscrito en fragmentos y flanqueado, de modo muy apropiado, por comillas, dentro del contexto de su propio discurso, con lo cual colaboraban, tal vez de manera involuntaria, aunque también por necesidad, en la puntuación de ambos.18 Tan naturales y esperadas como las citas indirectas pudieran parecer, tanto para los médicos como para los internos del manicomio de principios del siglo XX, estas citas implicaban una complicidad que inquietaba, aunque de manera momentánea, a las disparejas jerarquías que daban forma a la vida dentro de la institución. También manifestaban que, al menos dentro del contexto del manicomio y, de manera más específica, dentro del contexto del expediente médico, el pasado de los ciudadanos ordinarios, los más débiles entre los débiles, en este caso, se había vuelto “citable”. Si, como Walter Benjamin señaló en sus Tesis de filosofía de la historia: “sólo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos”, éste no era un suceso insignificante ni para los internos, ni para los médicos, ni para las historias clínicas que ambos produjeron.19 Por tanto, los expedientes médicos que contenían estas huellas de tal interacción dinámica —identificación del paciente, antecedentes, causas y evolución de la condición mental, observaciones de exámenes mentales y físicos, diagnóstico y tratamiento— podrían ser interpretadas, o utilizadas, como una redención de alguna especie. El inicio.

En todo caso y a final de cuentas, los diagnósticos institucionales eran registrados por los médicos del Manicomio General y no por los internos del mismo, hecho de relevancia médica, cultural y, en última instancia, política. A pesar de que las frases indirectas acercaban a los médicos y a los internos, lo cual alteraba las jerarquías del hospital psiquiátrico aunque fuera sólo de momento, la firma que aparecía en la parte inferior de cada observación restituía el terreno desigual sobre el cual ambos actores se movían. Y eso, renormalizado, es lo que leemos.

Asuntos de sexo, violencia y redención

Los médicos de La Castañeda registraron alrededor de ochenta distintos diagnósticos durante las tres primeras décadas del siglo XX. Esta cantidad no sólo puso al descubierto la falta de sistematización en las clasificaciones psiquiátricas en el México de principios del siglo XX, sino también reflejó la implacable interacción que les dio forma. Factores tanto médicos como no médicos desempeñaron una función primordial en dicho proceso. Entre muchos, este libro examina de cerca la elaboración y evolución de un grupo de diagnósticos: el de la locura moral, esencialmente porque los debates que los produjeron pusieron de manifiesto de manera más acusada la interacción entre la sociedad y el padecimiento mental. Los casos de locura moral, por ejemplo, se relacionaron de manera estrecha con las deliberaciones en curso acerca del sitio adecuado para las mujeres y, de manera más específica, con la sexualidad femenina en la sociedad en general. En algún libro futuro, que tal vez ya esté siendo escrito ahora mismo por algún avezado historiador, podrían discutirse a fondo los casos de alcoholismo, los cuales guardaban una relación directa con argumentos contemporáneos acerca de la correcta configuración de la masculinidad. Por otra parte, además de ser muy numerosos, los diagnósticos de epilepsia arrojaron luz sobre la dinámica particular del cuidado familiar cuando era desafiado por una condición crónica.

Los expedientes médicos donde se resguardan los casos diagnosticados como locura moral suelen distinguirse por el generoso número de sus páginas. Ya en letra manuscrita o en hojas mecanografiadas, ya acompañados de cartas personales, manifiestos públicos o incluso dibujos, estos documentos confirman que, cuando los temas tratados concernían a la sexualidad de las pacientes o a sus sufrimientos relacionados con la violencia tanto social como doméstica, el debate entre psiquiatras e internas solía ser largo. Llenos de datos íntimos sobre su vida cotidiana y de interpretaciones agudas alrededor de las interacciones sociales y sexuales de sus cuerpos, los casos de locura moral, en suma, me han ayudado a explorar la construcción de conceptos de género, clase y nación desde el punto de vista más personal y dinámico, más oscuro y zigzagueante de las entrevistas médicas. Asimismo, será preciso considerar que estos puntos de vista contribuyeron a dar forma a las definiciones de los padecimientos mentales y, de manera más amplia, a las prácticas médicas en el Manicomio General.

Tanto en amplitud como en tema, esta tarea se ha vuelto cada vez más familiar para los estudiosos interesados en la historia de la medicina. Antes dominado por historiadores aficionados y médicos profesionales, el campo de la historia de la medicina ha incorporado en épocas más recientes las preocupaciones de un sector más amplio de actores médicos, a saber: “curanderos y personas enfermas dentro del contexto real de su interacción (social e intelectual)”.20 Las historias de la psiquiatría han avanzado en la misma dirección.21 Una sociedad tan psicoanalizada como la argentina ha producido, y esto para sorpresa sólo de muy pocos, historias bastante amplias sobre las bases sociales y culturales del psicoanálisis a través de los estudios de Mariano Plotkin, así como también una historia médica y política de manicomios estatales, comparables con La Castañeda mexicana, ubicados en Buenos Aires.22 En el caso de México habría que mencionar las importantes aportaciones al tema hechas por Cristina Sacristán, con análisis históricos que datan desde la época colonial hasta la etapa moderna asociada con la construcción y el desarrollo del Manicomio General, así como también, de manera más reciente, el análisis de Andrés Ríos Molina, en el cual privilegia el estudio de la primera década de esta misma institución.23 Hubonor Ayala Flores ha llevado el análisis histórico de las instituciones dedicadas a la atención de enfermos mentales fuera de la Ciudad de México y hacia la provincia mexicana, al estado costero de Veracruz.24

En conjunto con este número creciente de obras, alguna de éstas interdisciplinarias, este libro pretende colocar al paciente donde el paciente debe ir: bajo la luz principal del escenario, justo en el centro de la historia, que es el punto focal del texto. Tal como Elizabeth Lunbeck ha aportado al caso en Estados Unidos o Ann Goldberg al de Alemania, este libro hace énfasis en las distintas maneras como las percepciones de los pacientes sobre sus propias aflicciones han dado forma a la comprensión médica de los padecimientos mentales, así como a las interpretaciones de género y clase en el contexto de la construcción nacional.25 No es mi intención, sin embargo, emplear las narraciones del padecimiento como meras ilustraciones de preocupaciones particulares y confinadas en términos históricos al género, la clase y la nación y proclamar, aunque sea de manera implícita, que el padecimiento y sus interpretaciones constituyen reflejos de reflejos de lo real. En lugar de ello, aspiro a poner atención en las palabras con las que se enunció el padecimiento; es decir, los libretos a través de los cuales se estructuró, así como los quiebres y censuras mediante los cuales se introdujo no pocas veces el silencio, para detectar después, y sólo después, cómo las interpretaciones opuestas de género, clase y nación contribuyeron a explicar el nacimiento y la evolución del padecimiento. Esto implica, aunque de forma explícita, que lo que importa aquí es la enunciación primera de la condición y la compleja interrelación de esa enunciación con la sociedad.

El Manicomio General La Castañeda

Los diagnósticos de locura moral también son relevantes porque sufrieron transformaciones peculiares desde 1910, año en el cual el Manicomio General abrió sus puertas, hasta principios de la década de 1930, cuando sus directores Samuel Ramírez Moreno y Manuel Guevara Oropeza implementaron reformas tendientes a sustentar el carácter médico de la institución. De hecho, el hospital, antes honrado como el epítome del progreso y el orden, dos valores fundamentales del régimen del porfiriato, que aportó fondos para su diseño y construcción, se deterioró en gran medida y a paso veloz con el transcurso de los años. Localizado en los bordes de la creciente Ciudad de México y con un imponente diseño arquitectónico de influencia francesa, el manicomio representaba, casi a la perfección, un propósito modernizador que daba énfasis a la producción de conocimiento científico y a la reproducción de las jerarquías sociales existentes.26 El mensaje que enviaba a la sociedad era el de un futuro prometedor en el cual el aislamiento de los enfermos impediría el contagio biológico y moral de los ciudadanos sanos, con lo cual se garantizaría un progreso continuo y saludable para México. Sin embargo, como muchas instituciones para enfermos mentales financiadas por el Estado en otros países, el hospital mexicano pronto enfrentó los desafíos de la sobrepoblación, la falta de personal debidamente capacitado y el deterioro físico general, acentuado, en este caso, por el descuido derivado de los años de la Revolución.

La que había sido admirada como una empresa médica moderna pronto sé convirtió en una institución fétida sólo capaz de brindar, y eso escasamente, el servicio de custodia para un creciente número de pacientes desposeídos que sufrían padecimientos crónicos. Incapaz de replicar y, mucho menos, de reforzar las nociones de orden, el hospital difícilmente constituyó una institución “total” en la cual los médicos y los administradores médicos impusieran su conocimiento y su poder vertical con libertad.27 En lugar de ello, La Castañeda pronto se convirtió en un establecimiento altamente heterogéneo que cumplía funciones variadas e importantes: una cárcel improvisada para borrachos y vagabundos, un centro de beneficencia donde los pacientes desposeídos encontraban servicio de custodia, y un establecimiento de salud donde los médicos prestaban más atención a los casos que ellos consideraban prometedores.28

A finales de los veinte, en conjunción con la reforma del Sistema de Asistencia Social, el Manicomio General inició una nueva fase. De acuerdo con el creciente énfasis en las funciones científicas y, más propiamente, psiquiátricas del hospital, los médicos adoptaron las clasificaciones internacionales con mayor rigor y se esforzaron por registrar las historias clínicas de manera más sistemática. Las antiguas nomenclaturas médicas utilizadas para describir pabellones enteros, tales como “idiocia”, fueron desechadas a favor de clasificaciones más actuales, como “retraso mental”. El incremento en los fondos estatales contribuyó a reparar las construcciones deterioradas y para desarrollar nuevas; las más notables de éstas fueron los grandes talleres en los cuales los médicos esperaban implementar la terapia del trabajo. De hecho, en línea con el creciente énfasis en las responsabilidades de bienestar social del Estado, los médicos del hospital dirigieron más esfuerzos a elevar y reformar las mentes enfermas y menos a aislarlas. En este contexto, los diagnósticos cambiantes de los médicos no fueron una sorpresa.

En 1910, por ejemplo, los médicos del hospital se habían mostrado demasiado ansiosos por diagnosticar a las mujeres con locura moral; misma condición que, de acuerdo con el médico inglés James Prichard, ocurría cuando la paciente distinguía la diferencia entre lo bueno y lo malo pero era incapaz de controlar sus impulsos malévolos. Esta práctica disminuyó de manera abrupta con el paso de los años. De hecho, para 1930, los médicos dejaron de diagnosticar a las mujeres con este padecimiento. También en 1910, los médicos registraron un gran número de internos varones por sufrir alcoholismo, cantidad que declinó de manera dramática en la siguiente década y se incrementó de nuevo, también de manera dramática, a principios de los treinta. Los casos de epilepsia, numerosos en 1910, también disminuyeron en la misma década.

Esta serie de cambios respondió a la creciente adherencia de los médicos a las clasificaciones internacionales. La comunidad psiquiátrica había sometido a cuestionamiento a la locura moral desde cuando menos el siglo XIX, y muchos sospechaban del estatus del alcoholismo como enfermedad mental, por ejemplo, gracias a un mayor acceso a la nueva tecnología, como los exámenes de laboratorio y, sobre todo, al mayor énfasis de la institución en la reforma en lugar de en el aislamiento. Por motivos tanto médicos como sociales, los galenos se interesaron más por atender a los pacientes que ellos consideraban curables a través de los programas de reeducación y entrenamiento, lo cual daba al hospital una función relevante en los esfuerzos de construcción del Estado de la era revolucionaria. De ello se deriva la desaparición de la locura moral, el creciente número de alcohólicos y la cada vez mayor renuencia de los médicos a aceptar pacientes epilépticos, para quienes no tenían un tratamiento adecuado.

México 1910-1930

A lo largo de este periodo de importantes transformaciones médicas, sin embargo, las narraciones de los padecimientos permanecieron notablemente inalteradas. En claro contrapunto con las perspectivas cambiantes de los médicos, los internos insistían en los viejos temas (dificultad, pérdida, sufrimiento), incluso cuando incorporaron nuevos términos. Resultaba evidente que esta recurrencia, esta tenaz falta de cambio, era opuesta a una era y a un país inmerso no en otra cosa sino en el cambio mismo. A finales de la década de 1910, es decir, sólo dos meses después de la inauguración del hospital, para ser precisos, México fue testigo del surgimiento de la Revolución que llevó al régimen del general Porfirio Díaz, de alrededor de treinta años de antigüedad, a su fin. Pronto, el país experimentó conflictos armados en el sur, donde el ejército campesino, encabezado por Emiliano Zapata, se apoderaba de las antiguas haciendas al grito de “Tierra y libertad”; y en el norte, donde las fuerzas del legendario general Francisco Villa capturaron pueblo tras pueblo.29 En alrededor de un año, el terrateniente Francisco I. Madero, demócrata ferviente, se convirtió en presidente sólo para ser derrocado por el general Victoriano Huerta mediante un golpe de Estado, conocido como la Decena Trágica, un año más tarde. El caos político y la violencia se hicieron presentes. La pobreza se extendió tanto que, en 1915, el año de la gran hambruna, hombres y mujeres pobres llegaron al hospital psiquiátrico en busca de comida y refugio.30

Las fuerzas del Ejército de la Constitución, comandadas por el terrateniente Venustiano Carranza, capitalizaron el antagonismo generalizado contra Huerta y, para 1916, una vez que Villa fue derrotado en términos militares y disminuyera ya la fortaleza del movimiento zapatista, Carranza surgió como líder revolucionario en el Congreso de Aguascalientes. No obstante, la estabilidad política no comenzó entonces. El asesinato de Zapata en 1919, el de Villa en 1921 y más tarde el de Carranza sólo expresaron la ferocidad con la cual los ejércitos revolucionarios luchaban unos contra otros. Álvaro Obregón, un exmaestro y general revolucionario del Ejército Constitucionalista, fue el primer presidente de la era capaz de finalizar su mandato asignado, de 1920 a 1924. Plutarco Elías Calles, también general constitucionalista del estado septentrional de Sonora, asumió el cargo en 1924 y lo dejó, sólo en términos nominales, en 1928. Después del asesinato de Obregón, ese mismo año, una serie de presidentes, bajo el estricto control de Calles, gobernó al país en un periodo conocido como el Maximato, en honor del autoproclamado estatus de Calles como Jefe Máximo. Los especialistas en los albores de la era revolucionaria, como son conocidos esos años en la historiografía mexicana, por lo regular la han abordado con preguntas acerca de los procesos de formación del Estado, la incorporación de las clases populares, la centralización del poder político y la redefinición de una identidad nacional.31 Algunos han enfatizado los cambios estructurales o las discontinuidades que marcaron el inicio de una nueva era.32

En épocas más recientes, y principalmente con las herramientas analíticas de la nueva historia cultural, un número de expertos cada vez mayor ha subrayado el discreto conjunto de continuidades que vinculan los esfuerzos modernizadores iniciados bajo el mandato de Díaz con los propósitos de los generales revolucionarios.33 Aunque las dicotomías son poco evidentes, las narrativas de los padecimientos mentales, en las cuales los internos rara vez utilizaban el término “revolución” o sólo lo hacían con desprecio, constituyen una evidencia de lo anterior. A diferencia de la propaganda revolucionaria, tanto la contemporánea como la extemporánea, la cual acentuaba el conjunto de cambios positivos producidos por los regímenes emergentes, las historias de vida de los internos insistían en el tipo de temas que son evocados cuando se cuestiona a dichos regímenes. Escalofriante y lógica a la vez, la insistencia de los internos en el sufrimiento y la pérdida sirve como contraevidencia del progreso histórico. En realidad, hace eco a las palabras de Benjamin cuando afirmó que las revoluciones no son las locomotoras de la historia, sino “la búsqueda de los frenos de emergencia de la humanidad que viaja en este tren”.34

En el contexto de los debates historiográficos que intentan proponer “las formas cotidianas de la formación del Estado”, según se relacionan con el México revolucionario, estas polémicas narrativas de padecimientos mentales pulsan cierto número de cuerdas discordantes.35 En primer lugar, a pesar de que las interpretaciones de médicos e internos eran divergentes, la creación de la historia médica y, por tanto, de la definición del padecimiento mental en el más amplio sentido, pertenecía por derecho propio a ambos; aspecto que lleva a cuestionar las nociones rígidas y dicotómicas de los contextos hegemónicos en contraposición con la acción o el pensamiento contrahegemónico. La estrecha y complicada interconexión entre médicos e internos, más visible en el uso de las citas indirectas, resuena con la idea de William Roseberry acerca de la manera como los actores sociales construyen de forma dinámica “un material común y un marco de referencia significativo para vivir a través, hablar acerca de y actuar con base en órdenes sociales caracterizados por la dominación”.36 Las narraciones de los padecimientos no surgieron en un contexto predeterminado y de apariencia estable, sino que ayudaron a dar forma a dicho contexto de maneras fundamentales y tensas. En otras palabras, ellos no se resistían contra determinada realidad u orden social ni proponían un reclamo contrahegemónico; por el contrario, participaban en su creación misma y producían, por su parte, un “problemático y cuestionable proceso político de dominación y lucha”.37

En segundo lugar, cuando los internos hablaban y los médicos los citaban se involucraban en una implacable estrategia de desplazamiento y negociación.38 Al blandir sus armas particulares —discurso y progreso científico por una parte y experiencia vivida por la otra— se enfrentaron, sí, pero también, como suele decirse, dieron y tomaron. Los internos del manicomio pudieron elegir permanecer en silencio, y algunos lo hicieron por convicción mientras otros padecían condiciones que les impedían comprender y hablar a la vez. Aquellos que no lo hicieron, no obstante, tuvieron que encontrar maneras para hacer inteligibles sus historias. Algunos, los más cultos y experimentados, llegaron al punto de utilizar tropos médicos de forma selectiva y de dividir las historias de su vida, por ejemplo, de acuerdo con patrones de salud-enfermedad. La mayoría relataba historias de sufrimiento y dolor, como si éstas constituyeran nodos universales hechos de significados compartidos. De igual manera, los médicos del hospital pudieron elegir permanecer apáticos, lo cual algunos sí hicieron; aunque aquellos interesados en convertirse en profesionistas, en convertirse en psiquiatras, tuvieron que escuchar. Algunos, los más conocedores y experimentados, incluso llegaron al punto de citar nombres famosos o categorías extranjeras para alertar a los lectores, médicos o integrantes de la administración pública, entre otros, acerca de las influencias que informaban sus conceptos, lo cual hizo accesible el proceso de traducción del padecimiento a la enfermedad. La mayoría aportó oídos y atención, quiero decir, a los relatos de sufrimiento y dolor que se configuraron dentro del manicomio, así como nodos de significado particulares y disputados.

Esta relación hecha de capas múltiples y con todos los registros peculiares de las cosas íntimas no puede ser apreciada, y mucho menos comprendida, dentro del eje bifocal de la oposición. Había demasiada ansia —de conocimiento, de una audiencia, de validación, de estatus, de poder, de un oído confiable—, demasiada necesidad —entre uno y otro, de hecho, de uno por el otro— como para llamarla oposición. Había, sobre todo, demasiada complicidad (esa clase de complicidad forzada, para ser precisos) entre el que hablaba y el que reorganizaba el discurso; entre el que estaba consciente de la reorganización y, sin embargo, continuaba con el discurso; entre el que reorganizaba y, por ese motivo, tenía que prestar mucha atención al discurso en crudo en primer lugar. Estaban interrelacionados, interno y médico, porque ambos necesitaban del otro para ser, en términos fundamentales, interno y médico; es decir, para convertirse en uno y en el otro. El médico del hospital ansiaba, a menudo ardientemente, el estatus de un verdadero profesionista: el psiquiatra. El interno del hospital ansiaba el reconocimiento de sus sufrimientos, de su núcleo humano. El logro de ambos propósitos presentaba desafíos que los médicos y los internos del hospital alcanzaron a dirimir a través de flexibles, aunque muy tensas, estrategias de negociación.

En medio de los debates historiográficos que por lo regular enfatizan los procesos de construcción, reconstrucción o centralización del Estado, las narrativas polisémicas de los padecimientos mentales recuerdan de manera vívida la destrucción, el desmantelamiento y la dispersión; es decir, las fuerzas centrífugas que Bakhtin asoció con la heteroglosia.39 Los individuos con padecimientos mentales nunca lograron gran cosa, después de todo. Ninguno de éstos se convirtió en héroe, en el sentido épico. Hasta donde yo sé, ningún paciente se coronó con el aura del poeta maldito o del crítico feroz del sistema. Ninguno de éstos articuló sus interpretaciones del padecimiento en discursos sistemáticos o, más en boga en estos días, en discursos fragmentarios publicados de forma póstuma por audaces editoriales independientes. Algunos lograron aparecer en este libro pero, incluso aquí, cuando recibieron la oportunidad, sólo hablaron acerca de sufrimiento y dolor, palabras con poca oportunidad para la validación histórica. El valor, tanto político como epistemológico y humano, de tales, sólo reside, creo yo, en reubicar el sufrimiento, el sufrimiento humano, de regreso y en el centro del escenario de una nación comprometida con la modernidad y el progreso a cualquier costo. Este acto, pues eso es, puede cuestionar cierta interpretación unívoca de la agencia humana como necesariamente proactiva, orientada a resultados concretos o incluso oportuna. Sin ser pasivo, pues un acto siempre es un acto, este agente clama por una denominación alternativa: trágico.

En el México moderno, donde las generaciones posrevolucionarias han convertido al movimiento armado de 1910, con más o menos éxito, en una épica oficial y en un parteaguas, muy poca atención seria se ha prestado a sus trágicos orígenes y a sus trágicos sujetos. Las narrativas dolientes, en las cuales, como en la tragedia, “el detalle del sufrimiento es insistente, así sea por violencia o por la reconfiguración de las vidas por un nuevo poder en el Estado”, proporcionan esa oportunidad al lector.40 Como han señalado los estudiosos que trabajan en el campo emergente e interdisciplinario de los estudios del sufrimiento social, el sufrimiento es una acción, una experiencia social y cultural que implica los más ominosos aspectos de los procesos de modernización y globalización.41 Al considerar que las formas locales de sufrimiento, establecidas históricamente, “merecen atenció

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