Lealtad al fantasma

Enrique Serna

Fragmento

Título

El anillo maléfico

A Xavier Velasco

Fidel Ramírez entró al salón de profesores con ojeras de mapache y canas nuevas en el bigote. Al servirse un café instantáneo bien cargado, un flechazo de jaqueca le traspasó las sienes. Merecido se lo tenía: toda la noche pensando en ella, deletreando su nombre, dando vueltas en la cama entre pálpitos de ansiedad. El desasosiego apenas le había concedido algunos intervalos de sopor y ahora debía enfrentarse a las fieras de cuarto grado con la guardia baja, sin creer en su propia autoridad moral. Complementó el café con un par de aspirinas, agobiado por una mezcla de ilusión y vergüenza. Qué ridícula zozobra de colegial enamoradizo. Ridícula, sí, más le valía juzgarse con rigor, aunque una parte de su alma, la más débil y contumaz, defendiera ese capricho perverso y hasta pretendiera convertirlo en mérito. Ningún hombre de mundo se perturbaría a tal grado por las aparentes insinuaciones de una lolita.

Lamentó su inexperiencia en el difícil arte del adulterio. Ni en sueños había osado engañar a Sandra en quince años de matrimonio y cuatro de noviazgo. Era un tigre desdentado de circo pobre, que volvía cada tarde por su propio pie a la jaula de la monogamia. ¿De cuándo acá tanta urgencia por lanzar rugidos y zarpazos? Más que la tentación, lo atormentaba la amarga sospecha de no conocerse a sí mismo. Si tuviera más experiencia en lides eróticas quizá no estaría tan atribulado. Manejaría la situación con sangre fría en vez de esperar que un poder superior, los Hados o la Providencia, la manejaran por él. ¿O incluso los conquistadores más cínicos, los más curtidos en placeres egoístas, sufrían de vez en cuando esas rachas alternadas de temor y deseo?

En el patio saludó con una seña a Renato, el atlético profesor de gimnasia, que iba cargando una red con balones de voleibol. De camino al edificio de Bachillerato, unas ardillas juguetonas que salieron corriendo de unos arbustos se le atravesaron en el sendero de grava. A lo lejos vio a un ramillete de muchachas abrigadas con gruesas chamarras para guarecerse del frío. Tomaban café en termos que circulaban de mano en mano, mientras los hombres, en un grupo aparte, pateaban una pelota lanzando glifos de vaho. El Sweet Land College estaba en las faldas del Ajusco, en una zona boscosa que dominaba el plomizo valle del Anáhuac, y en las primeras horas del día los ventarrones gélidos calaban hasta los huesos. Pero Fidel conservaba el calor libidinal acumulado en su larga noche de insomnio y al acercarse un poco al grupo de chicas, la saliva le supo a lumbre. Ahí estaba Irene, con destellos homicidas en los ojazos negros, el pelo castaño arremolinado sobre los hombros, las mejillas de durazno y la boca pequeña de labios gruesos, donde la voluptuosidad libraba cruentas batallas con la inocencia. A pesar del frío, se las había ingeniado para combinar el grueso chaleco térmico con una coqueta minifalda, las piernas ceñidas por unos coquetos mallones negros. Tapadas así lo enfebrecían más aún que al desnudo. La comba de sus muslos, que tantas veces había besado en la imaginación, cuando la veía jugar básquet en el patio de recreo, prometía el edén y el infierno a quien fuera digno de poseerla.

Pero cuidado, ya tenía un conato de erección, vade retro, Satanás. Saludó al corrillo de ninfas con un lacónico buenos días, y apenas se permitió echar un vistazo a Irene, intimidado por la fulminante dulzura de su mirada. Ya tendría tiempo de contemplarla a sus anchas a media mañana, cuando le diera la tutoría. Por primera vez iban a estar solos un largo rato, una confrontación que presagiaba tormentas. Por lo general, sólo los malos alumnos solicitaban tutorías cuando tenían problemas en alguna materia. No era el caso de Irene, una lumbrera con 9.5 de promedio en Historia. La embajadora de la corte celestial en el colegio era también una alumna ejemplar. Si entendía todo a la primera, ¿para qué le habría pedido la tutoría? ¿Tenía o no motivo para abrigar esperanzas y sentir culpas anticipadas? ¿Era justificable o no su noche de insomnio?

Repasó las últimas provocaciones de Irene: el pícaro juego de arrimarle el pezón al hombro cuando le llevaba a corregir tareas al escritorio, la entrega de un cuaderno con la huella de sus labios impresa en la tapa, la obscena separación de piernas que le había dejado entrever el triángulo azul de su tanga cuando deambulaba entre las filas de bancas. Estaba seguro de que esa putilla sería presa fácil para un conquistador sin escrúpulos. Pero el riesgo era demasiado grande. Suponiendo que Irene se le ofreciera con más descaro en la tutoría y él aprovechara la oportunidad para iniciar algo parecido a un romance, ¿cómo lograría imponerle discreción? ¿Estaba dispuesto a jugarse la chamba por un demencial antojo, condenado por todas las leyes divinas y humanas?

A pesar de su crispación impartió las dos primeras horas de clase sin dar señales de inquietud. Para interesar a sus alumnos de cuarto en el tema del día, la Revolución Francesa, les describió la ejecución de Luis XVI y María Antonieta regodeándose adrede en cruentos detalles sobre el funcionamiento de la guillotina. Conquistada su atención, pasó a los asuntos de fondo que de verdad le importaban: la pugna entre jacobinos y girondinos, las principales características del sistema de gobierno republicano, la repercusión internacional de ese golpe demoledor a los privilegios aristocráticos. Dominaba a la perfección los trucos para cautivar a sus alumnos y cuando los tenía así, embebidos en la clase, asistiendo, sin saberlo, al nacimiento de su espíritu crítico, sentía el orgullo de un alfarero que ve a sus figurillas de barro cobrar vida y actuar por cuenta propia. A las diez de la mañana tenía una hora de descanso, que generalmente dedicaba a revisar tareas. Se acomodó en la mesa ovalada del salón de profesores con un altero de papeles, sin prestar oídos al chismorreo de sus colegas. Cuando apenas empezaba a calificar, don Filiberto, el adusto vigilante de la entrada, le entregó una cajita rectangular envuelta para regalo.

—Dejaron esto para usted, profe.

No solía recibir regalos, menos aún en la escuela, y desgarró la envoltura con extrañeza. Era un estuche con dos lujosas plumas Mont-Blanc, negras con filigrana de oro, acompañadas por una nota manuscrita de la señora Jacqueline Álvarez de Gaxiola: “Le agradeceré de todo corazón su empeño por ayudar a David”. ¿Por quién lo tomaba esa vieja engreída? El día anterior, Jacqueline se había entrevistado con Pablo Güemes, el director del colegio, para presentar una queja en su contra. Lo acusó de traer de encargo a su pobre hijo David, de tratarlo con excesiva dureza y de no tener paciencia para darle explicaciones cuando hacía preguntas. Según ella, David había enmendado sus errores del pasado, y a fuerza de sacrificios estaba logrando aprobar todas las materias del curso, menos Historia, donde seguía atorado porque el profesor Ramírez le tenía mala voluntad y no valoraba su gran esfuerzo.

Mandado llamar por Güemes, Fidel escuchó los cargos de la madre ofendida con un

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