Morir en el Golfo

Héctor Aguilar Camín

Fragmento

Morir en el Golfo

Capítulo 1

El archivo de Rojano

¿Qué agregar de Rojano? La historia sentimental es larga, vale más ahorrársela. Incluye dos años de hermandad estudiantil en Xalapa, cuatro de rivalidad universitaria en México, y una obsesión común, Anabela Guillaumín, a la que Rojano ganó, dejó y luego hizo su esposa (yo simplemente la perdí). Rojano siguió de largo a la política, con un puesto menor en el gobierno de Veracruz, nuestra tierra natal. Yo seguí hacia mi iniciación como reportero de página roja, el vicio de la vida de redacción y lo que vino con ella. Eran los años sesenta, veníamos de la represión ferrocarrilera, íbamos a la matanza de Tlatelolco. Era el fin del milagro mexicano, el principio de nuestra vida adulta.

El 14 de agosto de 1968, luego de años de no verla, me encontré nuevamente a Anabela en el famoso restaurante Arroyo del sur de la ciudad, cerca de la Villa Olímpica, donde ella trabajaba como edecán aquel año de Olimpiadas. Tenía el talle largo e irresistible de siempre, los mismos ojos radiantes de color verde sucio que se había radicado en Veracruz durante el siglo pasado con la intervención francesa y el apellido Guillaumín. No fue a trabajar esa tarde. Tomamos café y me habló de Rojano: manejaba porros (”servicios sociales”) en la Universidad Veracruzana y le telefoneaba borracho en la madrugada para insultarla por supuestos agravios. Cenamos en el Pepe's de Insurgentes, agujas norteñas con frijoles charros. Se burló de su trabajo en la Villa como edecán de la paz, recordó la muerte de su padre un año antes —la madre, quince años antes— y me habló de Rojano: los celos, las amenazas, el golpe con que casi le desprendió el labio una noche, la golpiza que encargó para Mújica, un compañero de la facultad con quien Anabela había salido tres alegres veces. Tomamos vodka y bailamos hasta las tres de la mañana en La Roca, un bar que estaba enfrente del Pepe’s, se rio de mi sed, de mis ansias de reportero y me habló de Rojano: el aborto al que la obligó, las exigencias y el abandono. Ebrios y confesados, en la madrugada la perdí de nuevo, esta vez en la puerta del hotel Beverly, de donde la sustrajo, para variar, el recuerdo de Rojano.

Dos años después se casaron, precisamente el mes en que Luis Echeverría subió al poder (diciembre de 1970) y el Partido Revolucionario Institucional reconoció en Francisco Rojano Gutiérrez al líder indiscutido de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares de Veracruz.

Pasé de la fuente policiaca a la de ciudad y luego cubrí el aeropuerto unos meses. Hacía mis pininos en la fuente agraria cuando me topé con Rojano en la oficialía mayor del entonces Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización. Llevábamos cuatro años de no vernos, desde la Navidad del año 67 que terminamos a golpes en el bar Monteblanco de las calles de Monterrey, en la colonia Roma. Un novedoso bigote le caía como una herradura de los labios al mentón. Su traje era blanco, cruzado, y la camisa anaranjada, con una corbata chillante de las que llamaban sicodélicas. Tramitaba la autentificación de un título de propiedad y hablaba sin parar al oído de un empleado, sacudiéndole en la cara unos papeles que llevaba en la mano: “¡Tienes que entenderme, hermano!”.

Había sido nadador, conservaba las espaldas anchas y el torso plano. Al pasarle el brazo al empleado por el hombro parecía absorberlo en su inmenso tórax, como si lo engullera. Traté de esquivarlo, pero me cazó con la mirada por encima de la cabeza de su abrazado:

—¿Eres tú, mi hermano? —dijo, sin soltar a su presa. Reconocí el brillo en los ojos, el encanto indefinible de su patanería. Sonrió y me mostró los papeles:

—Voy terminando aquí, no te me muevas.

Recogí lo que buscaba y salí sin esperar, por la puerta de otra oficina. Corriendo, me alcanzó cerca del estacionamiento. Se colgó de mi brazo, sofocado.

—¿Por qué huyes, hermano? No te vengo a cobrar. Tomó aire y aflojó la corbata:

—No te abracé arriba porque estaba trabajando, mi hermano —se mojó los labios, volvió a ceñirse el nudo de la corbata—: Estaba cosechando mi licenciado del día, hermano. El mundo está tan lleno de pendejos que, si no cosechas por lo menos uno diario, es que alguien te está cosechando a ti. ¿Dónde comes?

Comimos en El hórreo, frente a la Alameda, un restaurante español con una animada barra adjunta. Rojano ordenó wiskis de malta y pulpos con vinos riojanos. Habló sin parar sobre política veracruzana, una desbordada sucesión de amigos, enemigos, corruptos y pendejos. Había planeado una carrera hacia el gobierno del estado y el gabinete federal según una detallada escalera. Sería alcalde municipal, luego secretario de gobierno, luego senador, luego gobernador, luego secretario de Estado. Veinticuatro años de vida política ininterrumpida.

Pedimos coñac y café después del postre. Me ofreció, de su saco, un larguísimo puro. Decía en la fajilla: Cosecha especial para el Lic. Francisco Rojano Gutiérrez. Rojano no había pasado del tercer año de la facultad (yo reventé en el cuarto), así que pregunté:

—¿Desde cuándo licenciado?

—Desde que nos recibimos juntos —contestó, riendo—. No me digas que no te acuerdas. Hicimos aquella tesis sobre la política de masas del Estado mexicano. A ti te dio después por la prensa y a mí por el servicio del Estado. Y ahora andamos aquí, cada quien a su modo sirviendo a la República. Vamos a brindar por eso. Que nos traigan igual.

Nos trajeron igual toda la tarde, coñac y café, hasta las nueve en que nos cambiamos al Impala en la avenida Juárez y luego, de madrugada, al Capri, arriba del Impala, para oír cantar a Gloria Lasso. Amanecí en lo que supe luego que eran las Silver Suites de Villalongín, junto a una mujer que no conocía ni recordaba. Montado sobre otra, en la cama de al lado, roncaba Rojano. Tenía un calcetín puesto y el otro no, una doble pulsera de platino en la muñeca.

Cambié de periódico, tuve acceso a la fuente política y a una columna diaria de información, “Vida pública”, que hizo su propio camino. Empecé a llevar un archivo de asuntos oscuros, soltados a medias en desayunos y comidas, jefaturas de prensa del gobierno y columnas colegas. En 1973, obtuve una mención por la columna en el certamen anual del Club de Periodistas de México y, al año siguiente, el premio nacional del mismo club.

Dejé de ver a Rojano, pero no lo perdí de vista. Fue removido de la CNOP veracruzana a mediados de 1971 y regresó a su plaza de la Universidad Veracruzana, en Xalapa. Buscó sin éxito una diputación local por el distrito de Tuxpan. El 4 de febrero de 1972, borracho, protagonizó una balacera en el parque Juárez de Xalapa con saldo de un herido grave que le fue imputado (no murió), y del que quedó libre luego de un confuso careo. Desapareció de la política local, compró un rancho en Chicontepec y se hizo nomb

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