TE QUEJAS DE LLENA (EBOOK)

Paola Molina

Fragmento

II

II

Desperté al mediodía con siete llamadas perdidas del gásfiter y un mensaje que dice: «Mijita, fui y no me abrió nadie, ahora ya no puedo volver hasta el prósimo jueves, usté me avisa».

En el techo de la pieza una mancha oscura crece lentamente. Los hongos de la humedad, sumados al cemento y la pintura podrida, dejan marcas rojas, negras, verdes y algunos pelitos blancos. A veces me lo tomo bien y me entretengo mirando formas: veo vaginas, murciélagos y una vez estuve segura de que la mancha tenía la forma de la cara del Chino Ríos operado y me reí sola antes de dormir.

La verdad, los hongos están ahí hace unos cuatro meses, cuando se cumplió un año desde el arreglo pasado, en el que sellaron una antigua filtración de un trabajo mal resuelto anteriormente. Una fuerza sobrenatural me impidió llamar antes al gásfiter y a la dueña del departamento para solucionar el problema y ahora mi clóset está mojado, así que tengo la ropa repartida en el living. Cuando termino de lavarme, debo buscar entre los cojines los calzones, como quien busca huevos de pascua. Soy el caso raro de la santiaguina que tiene problemas de filtración de agua en medio de una sequía.

Levantarme a las doce del día implica que, entre pasarme una toalla húmeda por el cuerpo, elegir la ropa, hacer almuerzo y lavar la loza con un chorrito raquítico de agua, las tres de la tarde están a la vuelta de la esquina. Día perdido. Así que por lo habitual tomo un atajo y termino trabajando en pijama desde el comedor mientras como pan.

Al abrir la puerta de la pieza, Marcela —mi roomie— ya está levantada. Trabaja de repartidora en bicicleta mientras avanza en sus proyectos propios (ni idea cuáles), así que tiene horario flexible. Le pregunté por qué no me despertó y recibió al gásfiter, y dijo que fue porque no sabía qué onda, que no le dejé avisado nada, así que le dio no sé qué abrir la puerta. Siempre sale con esas cosas pajeras la Marce. Una vez le dije que abriéramos el departamento y que vendiéramos todo lo que no usábamos y que con esa plata compráramos mercadería común, ahora que todo está tan caro. Aceptó en un inicio, pero al final no sacó nada a la venta porque su pololo le compró todo lo que ella iba a vender y se lo regaló a ella misma, para que así tuvieran esa tarde libre para regalonear acostados viendo tele.

Detesto cómo se ponen las mujeres cuando están enamoradas. De niña, en la escuela sabática de la iglesia adventista —que era el living de la casa de una vecina—, me hice amiga de varias mujeres adultas. Todas eran simpáticas, desde esa jerárquica distancia trazada por la edad, menos la tía Rita, ella era especial. Deseaba que fuera mi mamá. Era chistosa y, en vez de verme jugar y hacer ese falso tono infantil mientras atiende otro asunto, realmente jugaba conmigo. Se tiraba al suelo y fantaseábamos que fumábamos pito marihuana hasta que llegaba Jesús y nos retaba por drogadictas y por usar pantalones rotos en las rodillas como los rockeros. Sin embargo, toda esa complicidad se cortaba cuando llegaba su novio a buscarla. La Rita se paraba rápidamente y él me miraba semi sonriendo, apenas levantando una ceja para parecer buena onda, pero sin dirigirme la palabra, invalidando mi humanidad infantil mientras ella cambiaba su performance asexuada y lúdica sentada de rodillas conmigo, por la coquetería con otro adulto. Creo que el asunto no ha cambiado tanto, algunas de mis amigas cancelan juntas grupales programadas «porque les salió cachita, sexo, follón, culión», así que a veces me caen mal, pero no tengo con quién pelarlas.

El psicólogo dice que me causan rechazo porque reflejan un aspecto que aún no libero del todo. Desde que tuve el episodio, el solo hecho de pensar en volver a depender de un vínculo amoroso me provoca las mismas náuseas que sentir el olor del vodka después de haberme intoxicado a los diecisiete años.

III

III

12:29 a.m.

Oiga, Gatito, le mando esta foto, mi señora se fue de la casa, así que aquí me estoy regaloneando con una cosita poca.

03:42 a.m.

Gatito, pue, no se me haga el leso, si esta cosa avisa que me leyó el mensaje.

05:15 a.m.

Salud, Gatito, afuera todas esas perras, mejor me quedo con mi gato, ¿sí o no?

05:18 a.m.

Gatito, ¿por qué no me regala una cajita de vino y yo le hago promo? Le iría re bien.

05:26 a.m.

Gato culiao.

13:40 p.m.

Jajajaj sorry, Gatito, es que anoche andaba malas pulgas.

13:41 p.m.

Salud, Gatito, mejor estar solo que mal acompañado, ¿sí o no?

«Marcela, ven, mira: ¡volvió el viejo weón!». Ricardo Soto, sesenta años aproximadamente. La única razón por la que me he reído estos días.

Cada cierto tiempo le respondo usando el tono de la marca de vino para la que trabajo llevando sus cuentas de redes sociales. «Oiga, don Ricardo, beba con moderación, ¡si no le vamos a tener que cortar el suministro!», fue lo primero que le respondí tras ver una fotografía que envió por mensaje directo, donde aparecía tomando solo en una mesa de comedor con una cocina a leña de fondo. Desde ese día cree que la marca lo conoce. Quizás imagina que un gerente general es quien le escribe y no una treintañera ansiosa con los mismos calzones hace tres días.

Sintiéndose íntimo y confidente, manda reclamos y sugerencias para los comerciales de TV: «Oiga, Gatito, saque a ese actor y mejor póngame a mí, pue jajaja», «Oiga, Gatito, muy fome el reclame de la tele, mejor me pone a mí de inventor de reclames jajaja», «Oiga, Gatito, mejor me manda a mí unas botellas a la casa de mi hermano Julio y yo le hago promo acá jajaja».

No tengo permitido chatear con los seguidores de la marca, pero todos los lunes a primera hora me meto a revisar los mensajes directos para ver si don Ricardo envió algo el viernes por la noche y casi nunca defrauda. «¡Excelente panorama, compadrito, espero que hayan disfrutado en familia, salud!», le respondí una vez, luego de ver un brindis junto a su hermano sobre un mantel salpicado de vino y con los vasos plásticos estrangulados por esas friolentas manos sureñas, una imagen claroscura barroca con boca color violeta, do

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