La señora Potter no es exactamente Santa Claus

Fragmento

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Cuando era niña, un día marcó el teléfono de su casa y descubrió que las letras de las teclas deletreaban la palabra SIEMPRE. Deseaba poder marcar SIEMPRE en el teléfono y oírlo sonar. Sonaría y sonaría. Probablemente colgaría al mismo tiempo en que alguien levantaba el auricular al otro lado.

El hijo cambiado,

JOY WILLIAMS

¿A eso se refiere Funch cuando dice que cada vez te pareces más a una sala llena de gente?

—Eso es lo que soy —dijo Mucho—. Es cierto. Todo el mundo lo es.

La subasta del lote 49,

THOMAS PYNCHON

Fíjate bien en todo. Ya has estado aquí antes, pero las cosas están a punto de cambiar.

La Tienda,

STEPHEN KING

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1

En el que aparece por primera vez Stumpy Mac­Phail y, también, una madre que cree que su hijo está (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA) y, por supuesto, la rara y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman, autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus

Era una apacible mañana en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth. Stumpy MacPhail acababa de servirse un café cargado, con doble de leche, doble de azúcar y una cucharadita de mermelada de melocotón. Mientras lo degustaba, chasqueaba los dedos, sus esqueléticos dedos de pianista torpe, y sonreía en dirección a la puerta. Su pequeña oficina, situada en una de las calles principales de la siempre desapacible y fría Kimberly Clark Weymouth, consistía en apenas una silla, la silla que el, en cierto sentido, un sentido casi infantil, atractivo agente inmobiliario ocupaba, una mesa, la mesa en la que descansaban su libreta de citas, su colección de facturas, una pequeña lámpara, un viejo ordenador y aún no el suficiente polvo como para provocar estornudos, y un puñado de estanterías, las suficientes como para forrar la pared que quedaba a su espalda. Dichas estanterías estaban repletas de anuarios de ventas de inmuebles del condado y de revistas de modelismo. Oh, y una de ellas, la afortunada, albergaba, un raído ejemplar de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, la novela que había llevado a aquel del todo iluso tipo que maldecía en nombre de Neptuno, a aquel desapacible rincón del mundo.

Louise Cassidy Feldman, la excéntrica y sin embargo famosa autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, había ambientado aquella, su única novela para niños, en la siempre desapacible, fría y horrible Kimberly Clark Weymouth, porque había sido allí donde había dado con la retorcida idea de la misma. Fue durante uno de sus viajes a ninguna parte, esos viajes en los que, para escribir, se limitaba a extraer del maletero de su destartalado todoterreno una mesa de camping y colocarla en cualquier lugar, ponerle encima su máquina de escribir, o a menudo tan sólo una libreta, y sentarse, en una silla plegable, junto a ella, y (TEC) (TEC) teclear, o, simplemente (TAP) (TAP) (TAP), deslizar un lápiz sobre cualquiera página en blanco, que se había detenido en aquel de­sapacible, oh, todas aquellas ventiscas heladas, el cielo perpetuamente en blanco, aburrido de sí mismo, perlado, a ratos, de nubes en absoluto amables, lugar, y sin casi poder evitarlo, había dado con la mismísima señora Potter. Por supuesto, la señora Potter con la que había dado no era su señora Potter, sino una camarera, la camarera que había tomado nota de su café y su emparedado, y que en su imaginación, la imaginación de la inclasificable pero sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman, se había convertido en una especie de bruja, una bruja aparentemente buena, dedicada a cumplir sueños, a hacer realidad todos tus deseos, con la inexplicable y mágica facilidad con la que hacían realidad todos tus deseos los genios de la lámpara en todos aquellos otros cuentos que nada tenían que ver con la única novela para niños que había escrito la rara y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman.

Stumpy Macphail, sus dedos de pianista hundiéndose, ligeramente, en aquel café cargado, una galleta de lo más común entre ellos, sumergiéndose en la taza, recordó la historia de cómo Louise Cassidy Feldman había dado con la cafetería (LOU’S CAFÉ) en la que había conocido a la protagonista de su, aún por entonces inexistente, única novela infantil. La escritora conducía despreocupadamente su viejo y destartalado todotorreno, un todoterreno al que llamaba (JAKE), y andaba pensando en cualquier cosa, y en este punto a Stumpy siempre le había gustado pensar que andaba pensando en la ciudad subacuática que estaba construyendo en el sótano de su casa, en un intento por crear un vínculo indestructible entre su escritora favorita y él mismo, puesto que era el propio Stumpy quien estaba construyendo una pequeña ciudad subacuática en el sótano de su casa, cuando la nieve, literalmente, la rodeó.

Porque así funcionaban las cosas en Kimberly Clark Weymouth. El cielo se aburría de su propia palidez y descargaba, sin avisar, una enorme cantidad de nieve, de forma un tanto aleatoria, aquí y allá, en todas partes, y en todas a la vez, y puede que los habitantes del lugar estuviesen preparados, pues siempre lo estaban, llevaban encima todo tipo de cosas, parecían, a menudo, escaladores listos para alcanzar la cima de una montaña muy nevada, pero era evidente que la siempre despreocupada y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman no lo estaba. Así que cuando toda aquella nieve apareció, de ninguna parte, y se estrelló contra el cristal delantero de su viejo todoterreno, su viejo todoterreno dijo (BASTA) y ella se dijo (OH, DE ACUERDO) y (NO ERES EL ÚNICO AL QUE ESTO NO LE GUSTA, JAKE), y se añadió, poniendo el intermitente, haciéndose a un lado, y exhalando una (FUUUUF) nube de humo, (YO TAMBIÉN NECESITO UNA TAZA DE CAFÉ). Café (UHM), pensó Stumpy, deteniendo un momento el recuerdo de aquella historia, la historia de cómo su escritora favorita había dado con aquel, su pequeño pueblo, para degustar su propia taza de café, su café con melocotón, aquella cosa.

Mientras lo hacía, el recuerdo siguió su curso, y Louise Cassidy Feldman vislumbró, entre todo ese (FUUUUF) humo, un sitio libre en el atestado aparcamiento de un lugar llamado LOU’S CAFÉ, algo que la escritora se tomó como una señal (OH, ¿HAS VISTO ESO, JAKE?), se dijo, y sin que Jake tuviera tiempo de contestarle, aunque, pensándolo bien, después de todo, tampoco iba a poder hacerlo puesto que no era más que un todoterreno viejo, se añadió (ALGUNA OTRA LOUISE SE ME HA ADELANTADO Y HA MONTADO UNA CAFETERÍA EN ESTE LUGAR), y, sin otro remedio, aparcó, bajó, cerró de un (BLAM) portazo la puerta de aquel viejo todoterreno, y se encaminó a la cafetería, exhalando (FUUUUF) nubes de humo, y disparando en todas direcciones sus feas botas de montaña que, oh, no, jamás habían visto tanta nieve, ni siquiera, de hecho, podían imaginarse que tanta nieve pudiera existir.

Stumpy MacPhail había reconstruido la cafetería de Lou en su ciudad sumergida, la ciudad sumergida que ocupaba el sótano de la pequeña casa que había alquilado en las afueras de Kimberly Clark Weymouth, y que era, claro, una ciudad sumergida nevada. Su madre solía preguntarle por ella cada vez que llamaba, y llamaba a menudo. Su madre, Milt Biskle MacPhail, reconocida articulista de la exclusiva, elitista y dolorosamente intelectual Lady Metroland, creía que su pequeño estaba (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA), o eso decía, decía (STUMP), (ESTÁS TIRANDO TU VIDA POR LA BORDA), todo el tiempo. A lo que Stump, que jamás había sido tan feliz, que ni siquiera el día en que empezó a mostrar todas aquellas casas que había estado construyendo en su habitación, casas de papel, cuando no era más que un niño, a posibles compradores, posibles inquilinos, iniciando así su, en el futuro considerada brillante, carrera de agente inmobiliario, había sido tan feliz, siempre respondía:

—Oh, no, mamá.

Luego se ajustaba la pajarita, porque Stumpy MacPhail nunca salía de casa, de su pequeña y enmoquetada casa de las afueras de Kimberly Clark Weymouth, sin su pajarita, que era siempre una pajarita bicolor, y añadía:

—A mi vida le va estupendamente.

A lo que Milt Biskle MacPhail, la reconocida articulista de Lady Metroland respondía con un chasquido de su viperina lengua, la lengua de una madre respetada y acostumbrada a tener siempre la razón, una razón que en este caso no necesitaba de una corte de abogados para defenderse, pues era obvio que uno no podía simplemente mudarse a la pequeña y desapacible población en la que se desarrollaba la acción de su novela favorita, su novela infantil favorita, y ser feliz, porque la felicidad, en la mente de aquella envidiada articulista, no tenía nada que ver con seguir siendo un niño, sino más bien con crecer y hacer todas aquellas cosas que los niños hacían cuando crecían, es decir, tener coches, tener casas, tener dinero, y no preocuparse por lugares llamados Kimberly Clark Weymouth porque nadie había oído hablar de ellos y lo más probable es que, se hablase con quien se hablase de un lugar así, su mera mención provocaría un alzamiento de cejas y un ligero asentimiento, un asentimiento de incomprensión e incredulidad ante tan ridículo exotismo.

—¿Por qué no…? Uhm, ¿mamá? ¿Por qué no simplemente un día te dejas, eh —Stumpy solía hacer todo tipo de cosas mientras hablaba con su madre, tomaba notas de posibles nuevas secciones y barrios de su ciudad en construcción, consultaba su agenda, (CENA EN CASA DE HOWARD YAWKEY GRAHAM. 21.15), se cambiaba el teléfono de oreja, daba sorbos a su taza de café— caer por aquí? Apuesto a que cambiarías de opinión.

—Oh, no, apuesto a que no, Stump.

Stump sonrió. No había manera de que su madre entendiera lo que había sentido la primera vez que había puesto un pie en Kimberly Clark Weymouth. No había manera de que entendiera que, para él, había sido como poner un pie en otro planeta. Así que, ¿qué sentido tenía? Una y otra vez, Stump tiraba la toalla. Decía algo parecido a:

—¿Por qué no hablamos en otro momento, mamá? Tengo una cita en cinco minutos.

A lo que su madre respondía:

—No, no la tienes, sólo estás tratando de escapar, Stump.

Pero aquel día no hizo eso. Aquel día le habló de la cena en casa de Howard Yawkey Graham y de sus condenados premios. Porque, por una vez, estaba nominado. Y algo en el tono de voz de su madre cambió. Algo le dijo que, por primera vez, lo que estaba a punto de decirle, le interesaba.

—Un momento, ¿estás nominado, Stump? —ronroneó.

—Ajá —Stump volvió a cambiarse el auricular de oreja, y, mientras coloreaba un pequeño castillo habitado por un bebé de dragón, añadió, orgulloso—. A Agente Audaz.

—Oh, y, uh, ¿crees que tienes posibilidades, hijo?

Oh, hijo, pensó Stump, sonriendo de una forma decididamente triste, aliviado en cualquier caso porque no estaba fallándole, porque, por una vez, estaba encajando en su mundo, un mundo de fiestas y artículos, de premios y discursos. De titulares.

—Por supuesto, mamá, ¿acaso hay algo más audaz que mudarse al pueblo que Louise Cassidy Feldman eligió para ambientar La señora Potter? ¿Un pueblo en el que apenas hay casas que vender? —Stumpy colocó sobre el hocico de aquel pequeño dragón coloreable un par de gafas que no le sentaban nada bien—. ¿No me darías el premio?

Sin darse por aludida, sin caer en la cuenta de la manera en que todo aquello estaba importunando a su afortunadamente feliz hijo, Milty dejó escapar una pequeña carcajada, satisfecha, porque, por una vez, podría hablar de su hijo en un idioma que todos aquellos que la rodeaban entendían, y dijo:

—Oh, Stump.

—Déjame adivinar —dijo su hijo.

—¿Sí?

—¿Tienes que hacer unas llamadas?

—Oh, Stump, ¿cómo es posible que me conozcas? ¿Que me conozcas tanto?

Stump sonrió. Sonrió y se limitó a decir:

—Hasta luego, mamá.

Y antes de colgar oyó a su madre decir:

—Enhorabuena, hijo.

Luego regresó a su café con melocotón, consultó su reloj, y volvió, inevitablemente, a aquel desapacible día en el que Louise Cassidy Feldman había detenido su viejo todoterreno en el atestado aparcamiento del Lou’s Café.

Louise había llevado sus botas cubiertas de nieve hasta uno de los reservados de aquella cafetería y se había tomado un café y un emparedado de chocolate y luego había comprado una postal navideña.

A Louise Cassidy Feldman le traía sin cuidado la Navidad.

Todo lo que recordaba de ella era una cabeza de ciervo iluminada, la cabeza de ciervo que presidía la sala de estar de sus padres, una cabeza de ciervo triste y aburrida, que nunca se prestaba a hablar con ella, porque estaba, decía, (MUY OCUPADA), y quizá por eso se había sentido atraída por aquella postal en concreto, una postal en la que no había árboles ni regalos ni niños sonrientes, sólo tres esquiadores.

Tres esquiadores diminutos.

La postal por la que la escritora se había sentido irremediablemente atraída giraba en la estantería giratoria que aquella tal (LOU) había colocado junto a la caja registradora, y mostraba, sí, a tres diminutos esquiadores, con sus diminutos gorros y sus diminutas bufandas, sus diminutos esquís y sus diminutos guantes, bajando por la blanquísima ladera de una montaña, una pista, rodeada de árboles. De fondo, se intuía una acogedora cabaña. En el tiempo que aquella tal (LOU) empleó en dirigirse a la caja registradora y pulsar lo que demonios tuviese que pulsar para cobrarle el emparedado y el café, la escritora viajó hasta aquella cabaña y recostó su tumultuosa cabeza en el sillón afelpado que alguien había colocado junto a la chimenea, en cuyo interior crepitaba un fuego. Y cuando abrió los ojos, vio aquella escena, la escena de los esquiadores, el descenso, desde el otro lado, desde el interior de aquella cabaña, y pudo oírles gritar (¡UUAAAAUUUU!) y (¡ESTO ES LA MOOOONDA, JAKE!), gritaban (¿NO VAMOS DEMASIADO RÁPIDO?) y (¿DÓNDE ESTÁ JANE?) (¡JAAAAAAANE!), y a Louise, al instante, la embargó una profunda sensación de paz, la clase de sensación de paz con la que sólo un viajero incansable puede llegar a toparse alguna vez, esto es, la de alguien que jamás se ha sentido en casa sintiéndose en casa por primera vez. En adelante, la escritora se teletransportaría en más de una ocasión a aquel sillón afelpado y volvería a contemplar la escena, y de allí, de aquella cabaña acogedora, saldrían al menos tres de sus novelas, pero sólo una de ellas, la primera, contendría una escena que sucedería en la cafetería de aquella (LOU), y que describiría, en un párrafo aparentemente sin importancia, cómo se había acercado, un cigarrillo apagado colgando del labio, la cartera, una cartera decididamente masculina en la mano, los ojos ligeramente pintados, el pelo, corto y revuelto, a la caja registradora para pagar su café y aquel emparedado de chocolate, un emparedado reseco y aburrido, y que, al hacerlo, había visto aquel puñado de postales navideñas amontonadas en aquella pequeña estantería giratoria, un puñado de postales que parecían llevar demasiado tiempo esperando, y cómo había estado ojeándolas, y se había finalmente teletransportado a una de ellas mientras la camarera, Alice, Alice Potter, parloteaba con un tipo en la barra, hablaban del tiempo, del tiempo siempre desapacible de Kimberly Clark Weymouth, y finalmente, después de todo aquel (OJEAR) había decidido llevarse una de aquellas postales, no una postal cualquiera sino la única que había logrado teletransportarla a algún lugar.

Lo que Louise no había contado en aquella escena, y sólo había contado en una ocasión, a su buen amigo Jeff Bocka, el escritor que había perdido la cabeza después de escribir un libro llamado La pequeña Bess Hingdon, es que, en el momento en que sus ojos y los ojos de la camarera, Alice, Alice Potter, se habían encontrado, algo en la mente de (LOUISE) había (BUM) estallado, y ese algo tenía que ver con la postal, Alice Potter, el tiempo siempre desapacible de Kimberly Clark Weymouth, y Santa Claus, porque en el momento en el que los ojos de Louise Cassidy Feldman se habían topado con la mirada decididamente ilusa y ausente de Alice Potter, la escritora había irremediablemente pensado en la mañana de Navidad, en casa, bajo el árbol, y en ella, de niña, preguntándose, ante la atenta mirada de aquella cabeza de ciervo iluminada, qué demonios haría el resto del año Santa Claus, si aquel era verdaderamente su trabajo, su único trabajo, y si alguien podía vivir todo un año de trabajar un único día de ese mismo año.

Esa era la razón, le había contado a Jeff, de que hubiera tartamudeado cuando la camarera le había dicho (SEIS CON CINCUENTA). Louise había tartamudeado y había estado a punto de no (EH-UH-EH-¿SÍ?) pagar, había estado a punto de irse por donde había venido, instalarse en aquel aparcamiento, instalar, en realidad, su mesa y su silla plegable, y ponerse a escribir, porque había tenido una idea, y era una idea estupenda (ESTA CIUDAD VA A TENER UN SANTA CLAUS OFICIAL Y NO SERÁ EXACTAMENTE UN SANTA CLAUS), y aquella era la idea que había dado forma a la novela favorita de Stumpy MacPhail, aquella novela que llevaba por título La señora Potter no es exactamente Santa Claus, y que, en aquel momento, había dejado de reposar en una de aquellas estanterías repletas de anuarios de ventas y de revistas de modelismo, porque Stumpy había vuelto a ojearla, el sabor de aquel café amelocotonado en la boca, y se había detenido, precisamente, en la página en la que se reproducía aquella postal navideña. Se había fijado en los tres esquiadores diminutos que descendían aquella colina y se había dicho que, después de todo, él estaba en aquel momento dentro de aquella cabaña, la cabeza recostada en aquel sillón afelpado, contemplando la escena. Porque, por más que le pesara a su madre, Stumpy era feliz, como lo había sido el niño Rupert.

Oh, ¿había sido feliz el niño Rupert? Por supuesto, lo había sido. Pero sólo un tiempo. El niño Rupert era el protagonista de La señora Potter no es exactamente Santa Claus. En realidad, podría decirse que había sido el antagonista de tan estrambótico personaje. El niño Rupert había sido el primero en toparse con la señora Alice Potter, con su oronda figura, su pelo blanco y su disfraz de Santa Claus. La señora Potter era la nueva vecina de los siempre tímidos Brooke. El niño Rupert se la había encontrado un día en el jardín trasero, olisqueando, no como olisquearía una señora de pelo blanco, sino como lo haría un sabueso: a cuatro patas, aquel disfraz de Santa Claus cubriéndose de barro. ¿Acaso buscaba algo? Oh, no, nada, ella no buscaba nada, o eso le había dado a entender al niño Rupert cuando, sorprendida en tan poco decorosa situación, había sido interrumpida por el pequeño, que, aunque lo parecía, no era, en realidad, tan pequeño.

Tres días después de aquello, el pequeño Rupert había dado con un agujero del tamaño de una caja de zapatos en el jardín trasero, y les había dicho a sus padres que, fuese lo que fuese lo que buscaba aquella señora el otro día, lo había encontrado. Pero sus padres, siempre tan ocupados, con todos aquellos horribles trabajos de oficina que decían tener, porque siempre eran trabajos de oficina y eran trabajos horribles, no le habían prestado la más mínima atención, y el pequeño Rupert se había metido en su cuarto y había llamado a Chester, su mejor amigo, por teléfono. Le había llamado y le había dicho que aquella mujer, fuese quien fuese, había conseguido lo que quería, y Chester se ha­bía prestado a acompañarle, al día siguiente, después de clase, a casa de aquella mujer que parecía pero no podía ser Santa Claus porque, qué demonios, era una mujer. Pero ¿acaso tenía Santa Claus que ser forzosamente un hombre?, se había preguntado aquella mañana, en el colegio, Chester Vernon.

El par de amigos solían sentarse juntos en el comedor, y compartir sus almuerzos. El padre de Chester preparaba unos emparedados estupendos. Piénsalo, le había dicho su mejor amigo entonces, ¿quién sabe lo que verdaderamente esconde Santa bajo el disfraz? Rupert había sonreído y había sacudido la cabeza. No, tío, había dicho. Santa tiene barba. Una barba blanca y enorme. ¿Cómo demonios podría ser una mujer? Oh, había respondido, risueño, Chester, ¿acaso no has oído hablar de la mujer barbuda?

—No, tío, la mujer barbuda está en el circo, y es un invento.

—Piénsalo, Rupp. —Chester se toqueteó las gafas, aquellas gafas que no hacía más que quitarse y ponerse, como si en vez de un par de gafas fuesen una especie de botón de encendido y apagado de vete a saber qué, ¿el mundo?—. ¿No podría ser así como Santa Claus pasa desapercibido? Si fuese una mujer, una mujer barbuda, le bastaría con afeitarse para pasar desapercibido.

—¿Has perdido la cabeza, Chest? —Rupert se masajeaba compulsivamente el vello que cubría la zona en la que algún día no demasiado lejano le crecería un bigote rubio que los lectores de aquella novela jamás llegarían a ver—. ¿Por qué tendría Santa Claus que pasar desapercibido? ¡Santa Claus ni siquiera existe, Chester!

Chester miró entonces a uno y otro lado, como si en vez de un personaje de una novela infantil fuese un personaje de una novela de espías, y dijo:

—¿Cómo lo sabes? Quiero decir, ¿y si existiera? —El chaval se quitó las gafas, miró detenidamente a Rupert. Primero le miró un ojo y luego el otro—. Piénsalo. Esa mujer no tenía por qué llevar ese traje, y tampoco tenía por qué olisquear como un perro tu jardín. ¿Y si —Chester carraspeó, bajó aún más la voz, le miró detenidamente, primero un ojo, luego el otro— y si fuese una especie de animal, Rupp?

—¿Una especie de animal?

Chester asintió, volvió a ponerse las gafas, miró a uno y otro lado, dijo:

—¿Y si Santa es una especie de bruja, Rupp?

Definitivamente, pensó Stump, el ejemplar de aquella vieja edición de su novela favorita en la mano, abierto por la página en la que transcurría aquel delicioso diálogo entre Rupert y Chester, aquel chaval tenía madera de detective, como no tardaría en resultar más que evidente, cuando se descubriera que, efectivamente, la señora Potter no era exactamente Santa Claus pero, como él, podía cumplir deseos, tenía, en realidad, una pequeña caja que los cumplía por ella. Oh, no es que en el mundo del que provenía las cajas cumpliesen deseos, es que aquella caja en concreto lo hacía. Porque contenía una pequeña colección de postales mágicas. Postales, evidentemente, navideñas.

MacPhail sonrió y devolvió su viejo ejemplar a la estantería, no sin antes olisquearlo, a la manera en que, pensó, lo hubiese olisqueado la mismísima señora Potter, y se dijo que no le vendría nada mal tener una de aquellas postales a mano. Si hubiera tenido una de aquellas postales a mano habría escrito en el dorso algo parecido a (¡LOADO SEA NEPTUNO! ¿PODRÍA CONCEDERME LA FORTUNA UN CLIENTE? UN CLIENTE ES TODO LO QUE NECESITO), y al hacerlo habría decepcionado una vez más a su madre, a quien le traían sin cuidado los clientes, porque, diría, los clientes le lloverían cuando ganase aquel condenado premio que no era más que un premio absurdo, un Howard Yawkey Graham a nada menos que Agente Audaz, pero ella, de todas formas, habría querido que escribiese aquello en la postal, que escribiese (QUERIDA SEÑORA POTTER) (DOS PUNTOS) (NADA ME HARÍA MÁS FELIZ QUE GANAR EL HOWARD YAWKEY GRAHAM a AGENTE AUDAZ, SEÑORA POTTER) (¿CREE QUE PODRÍA CONSEGUIRLO?) (SUYO ATENTAMENTE) (STUMPY MAC­PHAIL).

En cualquier caso, Stumpy no tenía una de aquellas postales a mano, por lo que no valía la pena pensar en lo que hubiese escrito en ella de haberla tenido. Más le valía seguir pensando en Louise Cassidy Feldman y en su novela favorita, la novela que le había llevado a mudarse a la aburrida y desapacible Kimberly Clark Weymouth, y en por qué no, aquel tipo que se había apostado ante su puerta, ¿acaso podía ser su primer cliente?

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2

En el que el protagonista de esta historia, Billy Bane Peltzer, maldice su suerte como propietario de una tienda de souvenirs, y se habla de la maldición que persigue a la fría y despiadada Kimberly Clark Weymouth y la obsesión de sus habitantes por una serie llamada Las hermanas Forest investigan

El tipo que iba a apostarse ante la puerta de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL) era, a su pesar, una pequeña celebridad en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth. Su nombre era Billy. Y, aunque detestaba con todas sus fuerzas aquella maldita y fría ciudad, la detestaba con la misma intensidad con la que detestaba todos aquellos cuadros, los cuadros que no dejaban de llegarle de todas partes, los cuadros que pintaba su madre, estuviese donde estuviese, no podía evitar ser una pequeña celebridad. Y todo porque su padre, el estúpidamente fallecido Randal Peltzer, Randal Zane Peltzer, se había, como aquel ri­dículo agente inmobiliario que aún no era más que una presencia vaporosa en la mente siempre meditabunda de Billy, Billy Bane Peltzer, obsesionado con la novela de aquella tal Louise hasta el punto de abrir el único establecimiento dedicado por entero a vender merchandising relacionado con aquella condenada señora Potter. De todas partes llegaban familias, familias al completo, familias que se embutían en pequeños coches, en pequeñas caravanas, familias que no tenían un centavo pero sí tenían niños, niños que habían leído la maldita novela y se habían obsesionado con ella a la manera en que lo había hecho su padre, que ni siquiera era un niño cuando la había leído, y habían insistido en visitar la casa de aquella mujer que definitivamente no era Santa Claus pero lo parecía, familias que compraban autén­ticas postales de la señora Potter, y todo tipo de cosas, aquellas otras cosas que Billy Bane vendía y que estaban todas relacionadas con el mundo que se describía en La señora Potter no es exactamente Santa Claus.

Los niños, todos aquellos niños, y, aún, algún adulto, la clase de adulto que viaja solo, con un ejemplar de la novela en la mochila, la mirada perdida, el nudo siempre en la garganta, una tristeza, por momentos, paralizante, querían saber dónde exactamente había veraneado aquella mujer, y si era cierto que toda aquella nieve que jamás se iba a ninguna parte, que caía, de improviso y a diario, sobre aquella fría ciudad, era cosa suya. Si a su marcha, a su definitiva desaparición, aquella tal señora Potter, la mujer que vestía aquel horrible disfraz de Santa Claus abominablemente sucio, había lanzado sobre Kimberly Clark Weymouth una maldición, y aquella maldición consistía en algo parecido a (TIEMPO DESAPACIBLE) y (NIEVE) (PARA SIEMPRE). Y todas aquellas veces, las veces en que aquellos niños definitivamente ilusos, las veces en que aquellos adultos decididamente tristes, preguntaban, Billy sacudía la cabeza, y su abultada y enmarañada melena rizada se sacudía con él, y decía que (NI PENSARLO), que aquel tiempo desapacible había nacido con la ciudad, que lo único que había hecho la señora Potter era soportarlo.

—Entonces ¿por qué veraneaba aquí? Mamá siempre dice que se veranea en sitios en los que hace calor. ¿No se veranea en sitios en los que hace calor? —preguntaba, de vez en cuando, al­guno de aquellos mocosos entrometidos, a lo que Billy, inva­riablemente, respondía que lo más probable era que su madre estuviese harta de la ciudad, y no pudiese darse nunca un baño en el mar, y que todo el mundo desea hacer en verano aquello que no puede hacer en invierno, pero ¿qué me dirías, pequeño mocoso del demonio, se aseguraba siempre de omitir Billy Bane, si te dijera que la señora Potter provenía de un lugar en el que no hacía otra cosa que bañarse en el mar y que, por lo tanto, para ella, lo raro, lo excepcional, lo fascinante, eran todas aquellas heladas ventiscas? ¿Qué me dirías si te dijera, tipo triste y solitario que en algún momento fuiste un niño triste y solitario, que la señora Potter soñaba con montar en trineo porque no había manera de que pudiese montar en trineo en el lugar del que procedía, porque en aquel lugar, al contrario que en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, jamás, nunca, nadie había visto nada parecido a aquellos copos helados que caían del cielo siempre encapotado de Kimberly Clark Weymouth y que, a base de no dejar de caer, acababan tiñendo de un blanco aborrecible hasta el último rincón de la para siempre navideña ciudad?—. Oh —musitaban entonces todos aquellos hombres, aquellos chicos, aquellas mujeres, aquellas chicas, que habían, por algún delirantemente absurdo motivo, peregrinado hasta aquella ciudad del demonio, con un ejemplar de la novela de Louise Cassidy Feldman en la mochila, la diminuta maleta, la guantera de su viejo utilitario. Algunos fruncían el ceño, le miraban de arriba abajo, decían (NO HABLA EN SERIO), y en ocasiones Billy Bane decía (POR SUPUESTO QUE NO), decía (¿AÚN NO SE HA ENTERADO?), y, con su mejor sonrisa, añadía (¡LA SEÑORA POTTER NO EXISTE!), y entonces todos aquellos tipos, y todas aquellas chicas, y los chicos, y las mujeres, sonreían, recogían sus cosas y se marchaban, pero los niños no lo hacían, los niños no se iban, los niños querían saber cuál era aquel lugar en el que no existían los trineos porque no existía el frío, cuál era aquel misterioso y cá­lido lugar del que procedía la señora Potter, y entonces Billy Bane bajaba la voz y decía:

—Sean Robin Pecknold.

Y todos aquellos niños lo repetían, en un susurro, se decían (SEAN ROBIN PECKNOLD), y les sonaba, a todos, a palabras mágicas, les sonaba a todo lo que ocurría con todas aquellas postales en las que podían garabatearse deseos, aquellas postales que luego empequeñecían y desaparecían en aquella caja, la caja de la señora Potter, que contenía una pequeña oficina de correos en la que se afanaban, aquí y allá, diminutos empleados, que eran diminutos empleados mágicos porque, una vez terminaba su jornada laboral, regresaban a sus casas, hacían la cena, se metían en la cama, leían algún diminuto libro mágico, y anotaban todo aquello que querían recordar en unas diminutas libretas que todos ellos guardaban en el primer cajón de su mesita de noche.

Y en el coche, de vuelta a casa, los padres y las madres de todos aquellos niños, se aferraban al volante, algunos (FUUUUF) fumaban, y decían, el volumen de la música ligeramente alto, que aquel lugar, aquel tal (SEAN ROBIN PECKNOLD) no existía. Que no había forma de que pudiesen veranear allí porque nadie veraneaba en lugares que no existían. Y entonces todos aquellos niños miraban la postal que, con toda seguridad, habían comprado en la única tienda dedicada por completo a vender mer­chan­dising de aquella condenada novela infantil, tienda que, por cierto, se llamaba (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ), y fantaseaban con la idea de que, por una vez, sus padres no tenían razón, y la señora Potter y aquel lugar, aquel (SEAN ROBIN PECKNOLD), existían.

Con las manos en los bolsillos y el pelo, aquella maraña bamboleante de rizos esponjosos, decididamente atormentado, Billy Bane Peltzer caminaba, dando enormes zancadas, sus viejas botas militares despellejadas aferrándose, cada vez, con seguridad, al asfalto, aquel asfalto congelado, el asfalto de la calle principal de la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, en dirección a la oficina de aquel tal (MACPHAIL), el tipo del que nada sabía y que, esperaba, nada sabía de él. Bane, el flequillo golpeándole aquí y allá, aquella frente que era una frente decidida, si algo así era posible, una frente segura de sí misma, una frente que había heredado, decían, de su tía, la fabulosa Mary Margaret Mackenzie, la fabulosa Mack Mackenzie, ex trapecista y ex domadora de leones que había pasado sus últimos días haciendo todo tipo de trucos con un puñado de delfines, apresuró el paso, pensando en lo que le diría a aquel tipo que nada iba a saber de él porque no había tenido tiempo de saber nada de él, porque puede que Billy Bane Peltzer fuese una pequeña celebridad en Kimberly Clark Weymouth, pero aquel tipo no era más que un recién llegado, un forastero, y le constaba que aún no había pisado el Scottie Doom Doom, y que no lo hubiera hecho lo convertía, con toda probabilidad, en el único hombre que jamás había oído hablar de aquella condenada Louise Cassidy Feldman y su estúpida novela.

Si así era, Bane estaría de suerte.

—Escuche —le diría entonces—. No sé de dónde viene usted ni me interesa, pero aquí, en Kimberly Clark Weymouth, las paredes no sólo escuchan sino que anotan todo lo que se dice, y hay ciertas cosas que no pueden decirse, y una de ellas es la que estoy a punto de decirle, señor, eh, MacPhail.

En ocasiones, Bane lo imaginaba sorprendiéndose. Mesándose la barba y murmurando un descuidado (OH). Un (OH) que parecía a la vez interesado en lo que demonios tuviese que de­cir aquel chiflado y alarmado por que lo que demonios fuese le convirtiera en alguna especie de blanco para todo el mundo.

En otras, el tipo simplemente fruncía el ceño, aquel ceño que imaginaba altamente sofisticado, y decía algo parecido a:

—Su secreto estará a salvo conmigo, señor, eh, Peltzer.

Esas veces, lo que Bane imaginaba que ocurría a continuación empezaba con un:

—Eso es justo lo que esperaba oír.

Porque era cierto. Si Bane acudía a aquel tipo, el tipo que ha­bía abierto aquella oficina en la calle principal creyendo que podía (SOLUCIONAR) lo que hubiese que (SOLUCIONAR), inmobiliariamente hablando, a los habitantes de la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, era porque no había nadie más a quien acudir en aquella asfixiante ciudad del demonio. Había otro agente inmobiliario, por supuesto, un tipo llamado Ray Ricardo. Ray Ricardo había sido el único agente inmobiliario de Kimberly Clark Weymouth hasta que a su sobrina Wayne, Wayne Ricardo, se le había ocurrido empezar a competir por los escasísimos clientes disponibles en un lugar al que jamás a nadie se le ocurriría mudarse.

Pero dejarse caer por el despacho de Ray Ricardo, o por el de Wayne Ricardo, habría significado para Bane el fin de su pequeña aventura. Porque ayudarle a vender su casa, la casa en la que había crecido, la casa en la que su madre había abandonado a su padre, la casa en la que su padre, el iluso Randal Zane había muerto, la casa a la que seguían llegando todos aquellos cuadros, los cuadros que su madre pintaba, aquellos cuadros que eran como postales, postales de otros mundos que sólo ella podía pisar, porque, sí, ella había escapado, y lo había hecho sola, sería lo último que aquel par harían. Porque Kimberly Clark Weymouth era tan desapacible como decididamente rencorosa. Y necesitaba atención. Era una tipa solitaria y triste, que a menudo se enfadaba, que se enfadaba en realidad todo el tiempo, que gritaba y rompía platos, que daba puñetazos en la mesa, la clase de mesa a la que podría sentarse una ciudad entera, y que lo único que quería era un poco de atención, y esa atención se la daba aquella horripilante tienda suya, (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ), y a nadie se le ocurriría quitársela.

—Oh, no, Bill, ¿vender? —Bane había imaginado cientos de miles de veces cómo habría acabado cualquier encuentro con Ray o Wayne Ricardo y ese encuentro siempre habría acabado con un—. Ni pensarlo.

Ajá, un (NI PENSARLO).

Todas aquellas veces, Bane había imaginado a Ray y a Wayne sacudiendo la cabeza, sonrientes, porque eso era todo lo que hacían, después de todo eran agentes inmobiliarios, diciéndole (OH, NO, BILL) (NI PENSARLO) y, a menudo les había oído añadir un (¿ACASO QUIERES QUE ME DESPELLEJEN?), porque eso imaginaba Bane que podía hacerle aquella ciudad. Porque aquella ciudad era como una amante abandonada y completamente trastornada. Jamás iba a atender a razones. Quería conservar lo único bueno que tenía. Aunque fuese una estúpida tienda de souvenirs.

Bane cruzó la calle. Saludó a Meriam Cold, que parecía dirigirse a la oficina postal, tironeando de su rebelde mastín. Apresuró el paso. Había colgado un diminuto cartel en la puerta asegurando que regresaba en (MENOS DE LO QUE TARDA LA SEÑORA POTTER EN CONCEDER UN DESEO) pero temía que el señor Howling, el propietario de Trineos y Raquetas Howling le hubiese visto salir y acabara preguntándose por qué demonios el chico de Randal tardaba tanto en regresar de dónde demonios estuviera y que eso le llevase a preguntarse dónde demonios estaría. Alguien podría sugerirle entonces que lo más probable era que estuviese con la hija de Lacey Breevort, Sam, porque Sam, Samantha Jane, era su única amiga, pero aquello no evitaría que el señor Howling sospechara y pusiese en marcha una pequeña investigación.

De todos era sabido que los habitantes de Kimberly Clark Weymouth eran buenos investigadores. Se habían curtido viendo los episodios de Las hermanas Forest investigan, una serie de televisión protagonizada por dos hermanas detectives, las hermanas Forest, que, sin duda, vivían en el pueblo más peligroso del mundo puesto que no pasaba un sólo día sin que se descubriera un cadáver en una juguetería, en la sala de espera de la consulta del único dentista, o en la trastienda de una de las demasiadas armerías del lugar, puesto que, si por algo era conocido aquel pueblucho de montaña venido a más, era por sus rifles.

Ajajá, Little Bassett Falls, el pueblucho en el que vivían y trabajaban las gemelas Jodie y Connie Forest, era famoso por sus rifles. Y quizá aquello explicara por qué las hermanas tenían tanto trabajo. A menudo, quien demonios fuera que conducía hasta allí para comprar uno de sus famosos rifles, acababa utilizándolo antes incluso de que éste diera contra el mullido asiento trasero de la camioneta de su dueño. De ahí que, de haber existido, de no limitarse a ser lo que era, es decir, un pueblucho de cartón piedra protagonista de una serie de televisión, pudiese ser considerado el pueblo más peligroso del mundo, porque ¿acaso había otro lugar en el mundo que pudiese igualar el índice de criminalidad de Little Bassett Falls? Oh, no, por supuesto que no. Teniendo en cuenta que el pueblo no debía superar los 5.326 habitantes, tal y como recordaba a menudo Mildway Reading, la impertinente y poderosa bibliotecaria local, que se hubiesen emitido 1.489 capítulos de la serie en cuestión y sólo en tres ocasiones los asesinatos investigados por las hermanas Forest hubiesen sucedido más allá de los límites del municipio, lo convertía en la clase de lugar del que cualquiera en su sano juicio huiría. Y puede que esa fuese una de las razones por las que los habitantes de Kimberly Clark Weymouth amasen a las hermanas Forest. Ellas también vivían en un lugar horrible. Sólo que en ese lugar horrible nunca nevaba. Lo que pasaba en ese lugar horrible era que no dejaba de morir gente, algo que, por otro lado, teniendo en cuenta a lo que se dedicaban una y otra, era una buena noticia. De la misma manera que era una buena noticia que no dejase de nevar en Kimberly Clark Weymouth. Después de todo, si todos ellos tenían trabajo era gracias a la señora Potter y la señora Potter, por más que no fuese Santa Claus, lo parecía, ¿y acaso podía parecer alguien Santa Claus en una ciudad soleada? Oh, no, por supuesto que no.

En cualquier caso, de la misma manera que Little Bassett Falls podría dividirse entre futuras víctimas y futuros asesinos, Kimberly Clark Weymouth se dividía, sin poder remediarlo, entre aquellos que amaban a la perfecta Jodie Forest y aquellos que se atrevían a amar a la decididamente poco amable y aparentemente imperfecta Connie Forest. Sí, las hermanas representaban a dos tipos opuestos de investigadora y, por lo tanto, de persona, y, aunque buena parte de los habitantes de Kimberly Clark Weymouth, como buena parte de los habitantes del mundo, se sentían cómodos con la idea de adorar a Jodie, la aplicada, cavilosa, extremadamente ordenada, aburrida y sin duda falta de talento Jodie, los había, como Billy Bane y su amiga Sam, que adoraban el afilado instinto de la despreocupada y a menudo feroz Connie Forest. Porque no importaba la de veces que dejara tirado a aquel novio suyo, aquel tenista aburrido llamado James Silver James, hijo de trabajadores del rifle y oveja negra de la familia en tanto que tenista y no trabajador del rifle como todos los suyos, Connie tenía siempre una buena razón para hacerlo: estaba resolviendo un caso. Porque era ella quien resolvía todos aquellos casos. Sí, su hermana recababa y ordenaba, diligentemente, toda la información, pero era Connie quien resolvía el misterio. Aunque, puesto que, cada vez, le traía sin cuidado lo que demonios ocurriese después, el mérito era siempre de su hermana, porque era ella quien recogía las piezas una vez el rompecabezas se había desarmado, y era ella, claro, quien las exponía ante su superiora, la también pesarosamente cuidadosa Etta Marston, que había sido una vez exactamente el mismo tipo de investigadora que por entonces era Jodie y sabía perfectamente lo que ocurría entre ellas, pues se daba la extremadamente rara coincidencia de que la propia Etta tenía también una hermana gemela que, antes de volverse novelista, y no una novelista de éxito pero sí una novelista de talento, había sido detective, la clase de detective a la que le bastaba un vistazo a la escena del crimen y al listado de sospechosos, para señalar, sin equivocarse, al culpable. En secreto, Etta había odiado a su hermana, y lo seguía haciendo. En secreto también, un secreto que no pasaba por alto a los espectadores de Las hermanas Forest investigan, la aparentemente perfecta Jodie Forest también odiaba a su hermana.

A Connie, sin embargo, su hermana le traía sin cuidado.

Lo único en lo que Connie pensaba era en encajar piezas.

Bane y Sam hablaban a menudo de ella, siempre ante un par de espumosas jarras de cerveza. Hablaban de su más que enfermiza relación con el profesor Deveboise, un tipo que, en otra época, la época en que las gemelas Forest habían tenido catorce años, la época en la aún iban al instituto, les había dado clases, clases de química. Una y otra se habían enamorado entonces perdidamente de él, y aquello las había unido por un tiempo, pero luego las había, inevitablemente, separado, porque una y otra habían tratado de conquistarlo, a su manera. Y habían fracasado. Una y otra vez, habían fracasado. Porque al profesor Deveboise le traían sin cuidado las chicas. El profesor Deveboise no hacía otra cosa que contemplar la tabla periódica y anotar cosas en libretas. Aseguraban, quienes le conocían, que estaba tratando de descifrar algún tipo de misterio indescifrable, la clase de misterio que podría hacer rodar el mundo en otra dirección. Tanto a Bane como a Sam les fascinaba la figura del profesor que había enamorado a las hermanas Forest y discutían a menudo la posibilidad de que aquel amor, doblemente no correspondido, hubiera marcado su relación, como si, más que intentar ser la fa­vorita de papá o mamá, intentasen serlo de aquel profesor de química al que cualquier habitante del planeta le traía sin cui­dado.

Sea cual sea el caso, lo cierto era que los episodios de Las hermanas Forest investigan se emitían cada noche, invariablemente, alrededor de la medianoche, y que toda la ciudad, toda Kimberly Clark Weymouth, se mantenía despierta hasta entonces, porque no había nada que le gustara más que aquella serie de televisión. Entrenada como estaba, entrenados como estaban, en realidad, sus habitantes, en el arte de detectar cualquier tipo de anomalía, iban por ahí anotando todo tipo de cosas, como si fuesen, ellos también, investigadores, de quién sabía qué, y no pudiendo evitarlo, impedían que nada ocurriese de verdad, que nada cambiase porque ¿no era atemorizante la sola idea de convertirse en el desencadenante de cualquier tipo de pequeño hu­racán?

De ahí que Bill temiese lo que pudiese pensar el señor How­ling si tardaba en regresar. Después de todo, el señor How­ling debía saber que había recibido aquella carta, la carta de la oficina de (DEFUNCIONES) de la siempre soleada Sean Robin Pecknold, la carta en la que el Departamento de Bienes Inmuebles de la ciudad le comunicaba que, tras la muerte de la señora Mac­kenzie, su tía, Mary Margaret Mackenzie, él, Billy Bane Peltzer, era el único (DEPOSITARIO) de la que había sido su vivienda habitual, aquella vivienda en la que, además de una aborrecible colección de cuadros, cuadros en muchos sentidos idénticos a los que colgaban de las paredes de su propia casa, atesoraba una impresionante colección de útiles para amaestrar animales salvajes, pues, después de todo, a eso se había dedicado toda su vida, a amaestrar animales salvajes, y por eso era conocida en todo el mundo, oh, Mack Mackenzie, la legendaria domadora de casi cualquier cosa.

Billy Bane Peltzer, su a menudo apesadumbrado sobrino, sólo había estado en aquella casa en tres ocasiones. Y en todas ellas se había escondido en algún rincón —la casita de la enorme piscina en la que tía Mack amaestraba focas y delfines; la jaula en la que habían pasado la noche el puñado de bebés de tigre que había recibido por equivocación; el armario en el que guardaba los juguetes del pequeño Corvette, el elefante enano con el que vivía, y que, decía, la entendía mejor que ninguno de los hombres con los que había estado— con la esperanza de que su madre no diera con él y olvidara que, además de aquel montón de cuadros, había traído consigo a su pequeño.

Pero, evidentemente, eso nunca ocurría.

Y no porque su madre pensase en él más de la cuenta, sino porque era su tía quien lo hacía. Todas y cada una de las veces había sido su tía quien primero había advertido su ausencia y luego había dado con él.

—¿En qué demonios estabas pensando, pequeño Bill? —le había dicho, todas aquellas veces.

—En que quiero quedarme aquí contigo, tía Mack —le había contestado el entonces pequeño Bill—. Creo que no me gusta mamá.

—¿Por qué no iba a gustarte mamá, pequeño Bill?

—Porque no es como tú, tía Mack.

—Oh, pequeño Bill.

—Es verdad —solía decir el pequeño Bill y, siempre, todas y cada una de las veces, en aquel preciso instante, justo después de murmurar (ES VERDAD), enjugaba una lágrima y, a continuación se ponía muy serio, tremendamente serio y decía (TÍA MACK), decía—. ¿No podría quedarme aquí contigo?

—Oh, pequeño Bill —decía tía Mack, y a menudo eso era todo lo que decía, porque, cansada de esperar en el cobertizo, aquel cobertizo que su tía Mack había habilitado para recibir visitas, para, en concreto, recibir las visitas de su hermana Madeline, Madeline Frances Mackenzie, su madre, la mismísima Made­line Frances Mackenzie, gritaba (MACK) y (¿DÓNDE DEMONIOS TE HAS METIDO?) y hacía pedazos el sueño de su hijo, aquel sueño que consistía en no tener que regresar a casa jamás.

—¿Bill?

Bill volvió en sí. Seguía caminando por la calle, camino de aquel lugar, camino de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MAC­PHAIL), como alma que lleva el diablo, sus viejas botas aferrándose al asfalto congelado, haciendo frente a las ventiscas que salían a su encuentro al doblar cada esquina con su vieja bufanda de esquiadores, la bufanda que, con el tiempo, se había convertido en el producto estrella de aquella condenada tienda, oh, (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ), y aquel gorro, el gorro de cazador con orejeras que le había regalado Sam, pero acababa de toparse con Catherine Crocker, la agente Catherine Crocker, la pequeña Katie Crocks, y sus enormes ojos azules, y su escandalosamente torpe risa infantil, aquella risa inoportuna que, evidentemente, fue lo primero que escuchó de ella, aquella risa ridícula y luego aquel (¿BILL?).

—¿Cats? —Ése era Bill, saliendo de su inútil ensimismamiento.

—Un día estupendo, ¿no crees?

—Oh —Bill miró a uno y otro lado. Las ventiscas desordenaban su melena decididamente poco ordenada, y hacían lo mismo con la de Catherine, que, sin embargo, sonreía, con aquella sonrisa que parecía coleccionar dientes de leche, porque eso parecían los dientes de la pequeña Cats, dientes de leche—. Yo no diría eso.

—Es, bueno —Oh, (JIJU JI)—. ¿Vas a alguna parte?

—Eso creo, sí —Bill se metió las manos en los bolsillos y sonrió.

Oh, Cats, la pequeña Cats, suspiró.

Suspiró y, sin poder evitarlo, (GLUM), dijo:

—¿Puedo acompañarte?

—¿Acompañarme?

—No, eh, yo, lo, lo siento, Bill, es, bueno, a veces me pregunto si, me preguntaba si, no sé, ¿te apetece un café? Yo podría tomarme un café, Bill, yo, eh, ya sabes, la jefe Cotton no me espera hasta dentro de un rato y he pensado que quizá, no sé.

Billy frunció el ceño.

El ceño de Billy había tenido una vida complicada.

Había tenido, en realidad, una adolescencia complicada.

—Me temo que no tengo tiempo para un café ahora mismo, Cats.

Bill volvió a sonreír. Bill tenía una sonrisa francamente bonita. Nadie se lo había dicho nunca. Ni siquiera Sam, su mejor amiga, le había dicho nunca que tenía una sonrisa bonita, la clase de sonrisa que podía volver loca a una agente de la ley en prácticas como Catherine Crocker, la pequeña Katie Crocks.

—Y, eh, ¿Bill? No sé, ¿te apetece que nos veamos luego? Hace tiempo que, no sé, ¿y si nos viéramos luego en el Scottie Doom Doom, Bill?

Billy volvió a fruncir el ceño.

Aquel ceño que jamás dejaría de ser un ceño adolescente porque eso es lo que ocurre con los ceños que tienen una adolescencia complicada.

—¿Va todo bien, Cats?

—Sisisí —Ella se rio (JIJU JI) y luego dijo—. Sólo es que —(SÉ VALIENTE, CATS), (SÉ VALIENTE)— me apetece —Oh, el corazón de Katie Crocks iba a estallar, iba a (BUM) (BUM) (BUM) estallar— invitarte a una —(CASI LO TIENES, CATS)— copa.

—Yo, eh —Bill acababa de caer en la cuenta de que ya había caminado lo suficiente, de que aquello que veía a lo lejos, al otro lado de la calle, era, por fin, sí, el iluso letrero de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL), así que dijo—. Cats. —Y la chica le miró, tan condenadamente ilusionada como parecía estarlo aquel ridículo cartel, si es que algo así era de alguna manera posible, como recordaba haber visto en al menos una ocasión ilusionada a su propia tía, la tía Mack, que había dicho aquello del pequeño Corvette, el pequeño Corvette, encerrado como debía estar en aquel momento en una jaula, la jaula de la que le había hablado Tracy, Tracy Seeger Mahoney, la abogada que firmaba la carta que le había sido remitida desde la Oficina de Últimas Voluntades de Sean Robin Pecknold hacía exactamente una semana, y añadió un (EJEM)—. Claro, ¿por qué no?

La pequeña Cats se ruborizó. Solía ruborizarse a menudo. Sobre todo, cuando tenía que interrogar a testigos. Llevaba poco tiempo en el cuerpo. Aún era una agente en prácticas y, aterrorizada ante, al parecer, cualquier tipo de posibilidad, es decir, convencida de que podía ocurrir cualquier cosa horrible en cualquier momento, desenfundaba sin reparo su minúscula Beatrice Johnson, desatando el pánico a su alrededor cada vez. Aquello sacaba de quicio a la jefe Cotton, que no podía evitar aborrecer ligeramente a la pequeña Cats. No le gustaba la forma en que el alcalde Jules había impuesto su, digamos, candidatura. Cuando John-John Cincinnati lo había dejado, oh, después de aquel asunto de la chica muerta, aquel asunto del montículo (CHALMERS) y el asesinato irresuelto, el padre de Cats, aquel escritor de whodunnits, el hasta cierto punto aborrecible Francis Violet McKisco, se había personado un día en comisaría y había exigido hablar con el alcalde Jules. No quería para su hija el puesto de John-John, por supuesto. Ni siquiera sabía que aquel puesto estaba libre. Lo único que quería era, oh, bueno, un puesto. A la jefe Cotton, su desconsiderada actitud le había resultado aborrecible, pero no había podido evitar sentir cierta fascinación por aquel inaudito descaro. Fascinación que se tradujo en curiosidad por su obra. Así que, en los días que siguieron a la definitiva llegada de la chica McKisco a aquel puesto de agente en prácticas, la jefe Cotton se había agenciado una pequeña colección de novelas de aquel absurdamente engreído escritor y, para su sorpresa, las había devorado con un placer, en cierto sentido, culpable. No, la pequeña Cats no sabía nada al respecto. Suficiente tenía con lidiar con Francis McKisco y su inusitado y obsesivo interés en, precisamente, la jefe Cotton. Al parecer, la fascinación había sido, en aquel momento, mutua. La suya, sin duda, acrecentada por la posibilidad de igualar, de alguna forma, a aquella otra escritora, Katie Simmons, la máxima autoridad en (WHODUNNITSLANDIA), que presumía de sus citas con todo tipo de detectives reales. ¿Y podría contarle aquello a Bill aquella noche? ¿De qué iba a poder hablar con él? ¿De aquella tienda de souvenirs?

—Nos vemos en el Scottie entonces —dijo Cats.

—Por supuesto —dijo Bill, y llevándose una mano al gorro de cazador con orejeras que le había regalado Sam, dijo (HASTA LUEGO, CATS).

Y Cats dijo (HASTA LUEGO, BILL).

Y dijo algo más, dijo algo relacionado con el (SCOTTIE DOOM DOOM), y Bill alzó la mano al otro lado de la calle, y se detuvo, esperó, esperó hasta que la vio marchar, hasta que la vio doblar la esquina y entonces, sólo entonces, mirando a uno y otro lado, apresuró el paso, bajó la cabeza, se aclaró la garganta, aunque (EJEM) no había a su alrededor nadie que pudiera (EJEM) oírle, y, al fin, alcanzó la puerta de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL), pero no la empujó. Lo primero que hizo fue darle la espalda y mirar a uno y otro lado, apostándose ante ella con el único fin de comprobar que nadie, absolutamente nadie, le veía entrar.

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3

En el que, ¡OH! ¡Loado sea Neptuno! ¡Stumpy MacPhail tiene (UN CLIENTE)! Pero es un cliente (COMPLICADO) que prefiere que (NADIE) sepa que su casa está (EN VENTA), y, adivinen qué, ese cliente es (BILLY PELTZER)

El tintineo de la campanilla (DING DONG), la campanilla de la que pendían tres esquiadores diminutos que inevitablemente a Stumpy MacPhail le recordaban a los tres esquiadores que descendían aquella entrañable montaña, por supuesto, nevada, en la famosa postal que había inspirado su novela favorita, sacó al agente de la absurda ensoñación en la que le había sumido la lectura de un artículo firmado por una tal Ann Johnette MacDale en el que se daban las pertinentes indicaciones para la construcción de un pequeño lago de cisnes junto a una (NEW ORLEANS). Aquel artículo en concreto había llamado la atención de Stumpy porque él mismo acababa de adquirir una de aquellas casas victorianas (NEW ORLEANS), y aún se estaba preguntando en qué sección, en qué, en realidad, barrio de su cada vez mayor (CIUDAD SUMERGIDA) podía instalarla, y había tenido la sensación de que aquella tal Ann Johnette había escrito aquel artículo (PON UN PUÑADO DE CISNES EN TU NEW ORLEANS) para él, única y exclusivamente para él, y esa era la razón de que anduviese en otro mundo, un otro mundo en el que invitaba a cenar a aquella tal Ann Johnette y luego la invitaba a tomar una copa en su casa, sin otra intención que la de mostrarle su (CIUDAD SUMERGIDA) y pedirle consejo, porque (¿CÓMO PODÍA INSTALARSE UN LAGO DE CISNES EN UNA CIUDAD SUMERGIDA?) (¿ACASO NO DEBERÍA TRANSFORMARSE ESE LAGO DE CISNES EN UNA PEQUEÑA RESERVA NATURAL PARA ANIMALES NO ACUÁTICOS?), y ella no hacía otra cosa que elogiar su (CIUDAD SUMERGIDA) y tomar notas, notas para artículos, artículos que, tarde o temprano, su madre leería, y tal vez sintiera algo parecido al orgullo, tal vez no pensase, por un momento, que su hijo estaba (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA) porque su vida, o parte de aquello que hacía con ella, era motivo, tema, de un artículo.

En cualquier caso, la campanilla (DING DONG) tintineó y Stump alzó la vista y lo primero que vio fue una bufanda, una bufanda de esquiadores, y, tras ella, la más torpe de las sonrisas a las que su modestamente abultada experiencia como agente inmobiliario había tenido acceso jamás.

—¿El señor Mac, eeeh, Phail? —dijo el dueño de la sonrisa.

Estaba apresurándose a quitarse los guantes. Se quitó un guante y luego el otro, y en el tiempo que empleó en hacerlo, Stumpy se puso en pie, se retocó su pajarita bicolor y carraspeó (JRUM) (JRUM), le tendió la mano, su delicada mano de pianista torpe, y sonrió. (EL MISMO), dijo, y (HACE FRÍO AHÍ FUERA, ¿VERDAD?).

—Oh, sí —dijo el desconocido—. Pero, eh, je, no más que de costumbre.

—JOU JOU —rio el agente—. Supongo que tendré que acostumbrarme.

Sus manos se estrecharon. La mano del desconocido era una mano fuerte, pero en cierto sentido era también una mano delicada. Una mano que sabía lo que era trabajar duro, pero que siempre se había sentido, de alguna manera, protegida.

—Sí, eso me temo —dijo el desconocido.

—Tome asiento, por favor, señor…

—Peltzer.

—Señor Peltzer —dijo, risueño, mientras Bill tomaba asiento en aquella, por otro lado, cómoda silla de felpa—. ¿Le apetece una taza de café?

—Oh. —Billy sonrió. Stump notó el ligero temblor de su labio superior cuando lo hizo—. Claro —dijo—. ¿Por qué no?

Stumpy le dio la espalda para preparar el café, pero no dejó de hablar. Habló de aquel tiempo desapacible, de lo, sin embargo, encantadora que le resultaba la ciudad, de que aún no había tenido tiempo de salir a cenar, de que quizá, él, el señor Peltzer, podía recomendarle algún buen restaurante, de que el lugar del que provenía jamás alcanzaría a tener el carisma que tenía aquel pequeño rincón del mundo. Antes de sentarse a la mesa y en­carar a su puede que primer cliente, quiso saber dónde podría comprar un buen par de esquís y si había alguien en el pueblo, y dijo pueblo sin pensar, porque aquello era lo que Kimberly Clark Weymouth le parecía, un pueblo, que pudiera enseñarle a esquiar.

—Oh, el señor Howling. Tiene una tienda de esquís estupenda. —Billy Peltzer se quitó el gorro—. Todos sus hijos esquían. Deben ganar todo tipo de campeonatos porque ese sitio está repleto de trofeos. No tiene más que salir a la calle y preguntar por la tienda del señor Howling. Yo mismo puedo acompañarle, si quiere.

—Oh, es usted muy amable, señor Peltzer —dijo Stumpy, tomando asiento—. Pero imagino que no ha venido hasta aquí para dejarse preguntar por unas clases de esquí —Stumpy sonrió—, ¿me equivoco?

—Oh, no, claro. —Bill se arrellanó en aquella pequeña silla de despacho que, después de todo, era francamente confortable, y dijo—: Yo, es, bueno, verá. —Bill carraspeó. ¿Cómo demonios iba a decir aquello? ¿Y si había alguien allí? ¿Y si alguien estaba escuchando? ¿No escuchaban, acaso, las paredes, en Kimberly Clark Weymouth? ¿No anotaban todo lo que se decía? ¿No le prestaban especial atención a cosas como la que él, Billy Bane Peltzer, estaba a punto de decir?—. Necesito vender una casa.

—Oh —dijo Stumpy, y se le iluminó la mirada. Su pajarita bicolor pareció emitir un breve destello—. Supongo que ha meditado usted su decisión, señor Peltzer.

—Por su, eh, puesto.

Stumpy sonrió. Retiró el tapón de un bolígrafo, se hizo con un inmaculado folio en blanco y, alzando la vista en dirección a Billy, preguntó:

—¿Me permite?

—Sisí —titubeó Bill.

—Entiendo que esta es una decisión importante para usted, señor Peltzer.

—Sí.

—¿Es la casa en la que vive?

—Sí.

Stumpy anotó algo en aquel folio en blanco.

—Muy bien, señor Peltzer, ¿dónde se encuentra su, eeeh, casa?

—En el, en —Bill bajó la voz—. Mildred Bonk.

—¿Mildred Bonk? —Stump no podía dar crédito. ¿Qué era aquello, su día de suerte? ¿Acaso había, sin saberlo, enviado una de aquellas postales a la señora Potter y la señora Potter la había leído y había puesto en marcha a su pequeño ejército de concededeseos y su deseo le había sido ampliamente concedido? Pues, aunque Stumpy aún no se había atrevido a pisar aquella calle, sabía que era la calle en la que vivían tanto los siempre tímidos Brooke como la misteriosamente huraña señora Potter, y aunque era una calle de las afueras, una calle de los suburbios de aquella abominable ciudad, era una calle preciada, una calle a la que cualquiera, un cualquiera que, como el propio Stumpy, hubiese leído el clásico de Louise Cassidy Feldman, querría mudarse.

—Sí, eh, .

—Ajá. —Stump trató de fingir el más absoluto desinterés—. Así que, eh, Mildred Bonk —anotó—. Estupendo. No conozco aún lo suficiente la ciudad pero sé que es un, eeeh, buen lugar. ¿Me equivoco?

—No, eh, es un buen lugar.

—¿Planta baja?

—Dos plantas.

—Oh.

—Jardín trasero.

—Estupendo.

Stump pensó en Ruppert Brooke y en lo que había visto hacer a la señora Potter en su jardín trasero y se dijo que aquello tenía un potencial increíble.

—Y cuándo, (UHM), ¿cuándo cree que podría verla, señor Peltzer?

—Cuando quiera.

—¿Es una casa vieja, señor Peltzer?

Billy se encogió de hombros.

—Supongo —dijo.

—¿Está, eh, reformada?

—No.

Las respuestas de Bill eran escuetas. No parecía tener demasiadas ganas de hablar. Aquel gorro de cazador con orejeras estaba sobre la mesa.

—Vaya.

—¿Algún problema?

—Ninguno, sólo que, depende del cliente, es algo importante.

—Nunca he tenido la sensación de que necesitara una reforma.

Stump asintió. Dijo:

—¿Creció usted en ella?

Billy frunció el ceño.

—Es, bueno, ¿tiene algo de malo?

—No, eh, por supuesto que no, sólo es que, a menudo, cuando crecemos en una casa no tenemos la sensación de que esa casa pueda necesitar una pequeña reforma.

—Bueno, tal vez la necesite —admitió Billy.

—Bien. No importa. —Stump seguía anotando cosas. Billy se preguntaba qué clase de cosas podía estar anotando—. ¿Cuándo ha dicho que podría ir a verla?

—No sé, eh. —Bill no podía dejar de pensar en el señor How­ling, en Ray Ricardo, en Archie Krikor, en la señora MacDougal, en Rosey Gloschmann, en Don Gately, en, qué demonios, todo el mundo, en todo el mundo que (DE NINGUNA MANERA) podía enterarse de lo que pensaba hacer porque lo que pensaba hacer era (VENDER SU CASA) y (LARGARSE) y él no podía (LARGARSE) porque si lo hacía el motor de aquel desapacible agujero, aquella ridícula tienda de ridículos souvenirs, se apagaría, se apagaría para siempre, ¿y qué sería entonces de ellos? ¿Qué sería de todos ellos?—. ¿Mañana?

—Uhm, mañana, . Déjeme echar un vistazo a mi agenda pero supongo que no habrá ningún, eh, problema. —Stumpy abrió el primero de los cajones de su mesa, sacó su enorme agenda y echó un vistazo, sabiendo que, evidentemente, estaba, por completo, en blanco—. Ajá. Bien. Tengo un pequeño asunto pero puede esperar —mintió, y alzando la vista hacia su primer cliente, preguntó—. ¿A las diez le parece bien?

—Claro, lo que usted, ehm, diga.

—Estupendo, pues —dijo el agente inmobiliario—. Anotaré su dirección y le veré allí a las diez —dijo a continuación—. Apuesto a que no tardaremos en venderla. Es, disculpe si le parezco un poco entrometido, pero ¿ha intentado venderla antes?

Bill sacudió la cabeza.

—No —dijo.

—Entiendo.

—Y debo pedirle una cosa, señor MacPhail —dijo Bill.

Stump clavó sus diminutos ojos de roedor en los esquivos ojos de su primer cliente y dijo (DISPARE, SEÑOR PELTZER).

—No puede hablar de esto con nadie.

—¿Disculpe?

Stump frunció el ceño. El ceño de Stump era el ceño de un coleccionista de casas diminutas. También era el ceño de un coleccionista de cisnes aún más diminutos.

—Nadie en Kimberly Clark Weymouth puede enterarse de que mi casa está en venta, señor MacPhail. Ni siquiera mañana yo estaré allí. Le daré una copia de las llaves y usted le echará un vistazo. Entre por la puerta trasera y asegúrese de que nadie le ve hacerlo.

—¿No va a estar usted allí?

—No puedo estar allí, señor MacPhail. Acabo de decírselo. Nadie puede enterarse de que mi casa está en venta.

—Y cómo espera que, je, señor Peltzer, ¿cómo espera que la venda? Si no, eh, si no me deja usted decírselo a nadie, es, bueno, ¿no va a resultar imposible?

Stumpy sonrió.

Aquel primer cliente también era un espejismo.

Un espejismo con un gorro de cazador a cuadros.

Un gorro de cazador a cuadros con orejeras.

Su anterior primera clienta también lo había sido.

Sólo que ella no llevaba un gorro de cazador a cuadros con orejeras sino un librito titulado Señorita, ¿por qué no se dedica usted también a esto? No es tan complicado. Lo firmaba un tal Russ Kermack, un famosísimo mago.

—No lo sé, señor MacPhail. Lo único que sé es que si alguien descubre que esa casa está en venta, no va a conseguir usted venderla.

Desde que había recibido aquella carta, la carta de la oficina de (DEFUNCIONES) de la siempre soleada Sean Robin Pecknold, la carta en la que el Departamento de Bienes Inmuebles de la ciudad le comunicaba que, tras la muerte de la señora Mackenzie, él, Billy Bane Peltzer, era el único (DEPOSITARIO) de la que había sido su vivienda habitual, el hijo de Randal Zane Peltzer había dejado de pegar ojo. Lo hacía, de vez en cuando, y a menudo tenía pesadillas, pesadillas en las que no hacían más que llegar a su casa, y a la tienda, y también a la casa de su tía Mack, cuadros, cuadros como postales firmados por su madre, Madeline Frances Mackenzie, desde cientos, miles, de rincones del mundo, rincones que él jamás pisaría porque estaba enterrado en aquel agujero, aquel agujero horrendo y helado. Pero, también, algunas veces, pocas, soñaba con aquel gorro, su gorro de cazador, saliendo despedido por la ventanilla de un coche, un segundo antes de que el coche arrancara y se alejara (OH, SÍ) definitivamente de (ALLÍ). El coche era un todoterreno diminuto y polvoriento. En el asiento trasero había un perro, un bobtail enorme. Era el bobtail enorme de Sam, y parecía, por una vez, qué demonios, feliz.

—Está bien —dijo Stump—. Deje que lo piense —dijo. Seguía sonriendo. Sonreía abiertamente. Aquello no le gustaba. No le gustaba en absoluto. ¿Cómo demonios iba a vender una casa si no podía enseñarla? (PIENSA, STUMP), se dijo, (PIENSA), pero no tuvo que pensar demasiado, le bastó con echar un vistazo a aquel folio en el que había escrito lo que demonios fuese que hubiera escrito y en el que también había dibujado, junto al nombre de la calle, junto aquel (MILDRED BONK), una pequeña casa, la casita en la que vivían los Brooke, la familia protagonista de su novela favorita, para darse cuenta de que allí, ante su (¡LOADO SEA NEPTUNO!), primer cliente, tenía la solución a su problema, sólo le faltaba escenificarla, así que (OH), se dijo, y a continuación se dio un golpecito en la frente, como si acabara de caer en la cuenta de algo, (ALGO REALMENTE IMPORTANTE), se golpeó la frente y dijo (¡POR SUPUESTO!), dijo—. ¿Qué me dice de los lectores de Louise Cassidy Feldman? —Y como si al decirlo, aquel raído ejemplar de La señora Potter no es exactamente Santa Claus en el que no había reparado al entrar acabara de chistarle desde aquella estantería afortunada, Bill cayó en la cuenta de que tenía delante a uno de aquellos ruperts, es decir, uno de aquellos amantes de aquella novela del demonio, ¿acaso no lo había visto en la tienda? ¿No era aquello que se insinuaba en otra de aquellas atestadas estanterías una pequeña colección de duendes veraneantes? ¿No había tras ellos una de aquellas desagradablemente enormes señoras Potter?—. ¿Ha oído hablar de ella, verdad?

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4

En el que Sam Breevort, la chica que es, como James Silver James, una oveja negra, vende un rifle, y se habla de lo complicado que es tener el cerebro de un buscador de oro y cazar patos de goma como lo hace la mujer más admirada de Kimberly Clark Weymouth, otra James, Kirsten James

La única persona en Kimberly Clark Weymouth que sabía que Billy Bane Peltzer se había dirigido aquella mañana a (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL) era su mejor amiga, Sam. Sam era, como James Silver James, el aburrido novio tenista de la brillante aunque descuidada Connie Forest, una oveja negra. Y no lo era únicamente porque jamás se hubiese puesto un vestido, ni hubiese calzado nada que no tuviese aspecto de bota militar, ni siquiera lo era por no saber qué hacer con su pelo, ni por no haber tenido una sola amiga, ni por beber más de la cuenta casi cada noche. No. Lo era porque regentaba la única armería de aquella pequeña, triste y fría ciudad. Al contrario que James Silver James, Sam había seguido los pasos de su padre, que había sido un buen cazador, y había abierto, a su retiro, una pequeña boutique del rifle. Aunque también podría decirse que había seguido los pasos de su abuela, Beakie Breevort, que había sido la primera mujer en empuñar una escopeta en su familia, y, qué demonios, la primera mujer en hacerlo en todo el condado. Beakie acostumbraba a ser nombrada Miss Rifle en toda feria del condado en la que decidía, siempre acertadamente, participar. Llegaba hasta ellas a caballo, con un sombrero calado, un pañuelo al cuello, vaqueros, camperas, y la escopeta cruzada a la espalda. Beakie Scott Breevort creía haber nacido en el tiempo equivocado.

—Tengo el cerebro de un buscador de oro. No sé qué demonios hago en este mundo —solía decir. Aunque a veces no era un buscador de oro. A veces era un sheriff, a veces un cazarrecompensas, y otras, un mero forastero a caballo.

Sam aún conservaba uno de sus pañuelos. Era rojo. A veces se lo metía en el bolsillo y lo tocaba para recordar que, en cierto sentido, no estaba sola.

—¿Y no tienes nada más pequeño, querida?

La señora Russell, Glenda Calloway Russell, había decidido salir a cazar patos aquel fin de semana y, para ello, necesitaba una escopeta. Sólo que la señora Russell no se veía a sí misma empuñando nada que no resultase mínimamente coqueto. Y ninguna de las escopetas que le había mostrado Sam le parecían en absoluto coquetas.

Y eso no era lo peor.

Lo peor era que ni siquiera podía sostenerlas.

—¿No pesan demasiado? —le había dicho.

—Oh, no, señora Russell, no son de plástico.

—¿Disculpa?

—La tienda de disfraces está al final de la calle. ¿Conoce a Bernie Meldman?

La señora Russell frunció el ceño. El ceño de la señora Russell era un ceño empolvado y aburrido. Un ceño que no acostumbraba a llevarse bien con nadie que tratase de bromear respecto a algo que su propietaria hubiese dicho.

—Por supuesto que conozco a Bernie Meldman, querida, ¿a qué ha venido eso?

Sam había sonreído. Sam no tenía una sonrisa bonita. Aunque a Billy Bane se lo parecía. Digamos que Sam no tenía sonrisa bonita para la clase de persona que era la señora Russell. ¿Y por qué? Pues porque uno de sus colmillos estaba ligeramente desplazado hacia delante, y no podía evitar sobresalir ligeramente cada vez que su boca se alargaba en una sonrisa. A la señora Russell aquello no le parecía en absoluto coqueto, pero tampoco se lo parecía aquel horrendo gorro de cazador que llevaba puesto, ni todas aquellas pecas. La señora Russell aborrecía las pecas, quién sabía por qué.

—Oh, a nada, señora Russell.

La señora Russell había seguido frunciendo el ceño mientras examinaba las tres escopetas que Sam había colocado sobre la mesa. Sam no tenía un mostrador en la tienda, tenía una mesa. Era una mesa vieja y enorme. Cuando no colocaba allí ninguna escopeta, se sentaba y tomaba café y leía, los pies cruzados sobre ella, un cigarrillo apagado en la boca. Cuando había tenido suficiente, sacaba su cuaderno y dibujaba. Dibujaba osos. En una ocasión, hacía mucho mucho tiempo, tanto tiempo que Sam a menudo se preguntaba si realmente aquella ocasión había existido, había perdido la cabeza por un oso. Oh, bueno, no era exactamente un oso. Era un tipo que vestía como un oso, que car­gaba, en realidad, con una piel de oso. El único que sabía que había pasado semanas sin dormir pensando en él era su buen amigo Billy Peltzer.

—No sé, chica, ¿no es todo demasiado grande?

—Un poco, sí —había dicho Sam.

Era entonces cuando la señora Russell había dicho:

—¿Y no tienes nada más pequeño, querida?

Sam aborrecía a casi todos sus clientes porque casi todos sus clientes eran tan engreídos como la señora Russell. Casi todos sus clientes creían estar haciéndole un favor a Sam pasándose por allí. Y no podían entender por qué el mundo no se ajustaba exactamente a sus necesidades. Después de todo, le estaban haciendo un favor al, en muchos sentidos, maldito mundo del rifle, como para que éste se comportase como si le trajese sin cuidado que por fin alguien de su condición, una condición decididamente superior, se hubiese dignado a tomarlo en consideración y a incluirlo, quién sabe con qué fin, en su vida. Oh, todas aquellas señoras Russell eran decididamente aborrecibles. Sam cruzaba los dedos cada mañana para que en la pequeña expedición de seguidores de aquella escritora que le había hecho la vida imposible a su mejor amigo hubiese al menos un amante de los rifles, o si no un amante, sí un curioso de los rifles, y que se dejase caer por allí. Cuando eso ocurría, y no ocurría a menudo, Sam preparaba café para dos y se disponía a mostrarle hasta el último de sus ejemplares, y si el tipo, o la tipa, le caía bien, le invitaba, o la invitaba, a disparar con ella en el bosque.

Sí, Sam disparaba con sus clientes.

Y a veces incluso hacía otras cosas con sus clientes.

Pero antes de hacer esas otras cosas, cosas que Sam había hecho en tan sólo dos ocasiones aquel año, con dos tipos distintos, uno de los cuales aún le enviaba postales, que eran siempre la misma postal, y que llegaban desde un lugar llamado Knocka Maroon, disparaban. ¿Y a qué disparaban? Oh, a botellas, por supuesto.

Sam les prestaba a aquellos tipos, o a aquellas tipas, uno de sus gorros de cazador y salían, juntos, o juntas, en su vieja camioneta Portbane Lanoir, y en algún momento se detenían, en mitad del bosque, aquel bosque poderosamente nevado, y disparaban. Antes de disparar, Sam hacía salir de la camioneta a su viejo bobtail, y colocaba un puñado de botellas en el tronco de un árbol caído que era siempre el mismo árbol caído. Luego servía un par de tazas de café, oh, Sam jamás salía de la boutique del rifle sin su termo, un termo de latón rojo abollado, y empezaba a tirarle a Jack Lalanne, su viejo bobtail, un palo que era siempre el mismo palo, y Jack Lalanne iba y volvía con aquel viejo palo entre los dientes, mientras el quién sabe si futuro cliente probaba a derribar, a hacer (CHAS) estallar, alguna de aquellas botellas, disparando, mientras Samantha Jane se abstraía, anotaba cosas en su cuaderno, esperaba a Jack, y bebía aquel café recalentado. Había quien aseguraba, en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, que lo único que consumía la hija de Lacey Breevort eran filtros para el café, cigarrillos, café molido y, por supuesto, cerveza, la cerveza que tomaba cada noche en el Stower Grange con su amigo Bill. Para cuando Sam tomaba aquellas cervezas con Bill en el Grange, Jack Lalanne, que debía su nombre a un personaje de Las hermanas Forest investigan, uno con el que Sam se identificaba especialmente, un desnortado dependiente de una tienda de municiones y uniformes a la que las hermanas acudían a hacer sus compras, ya se había dormido. En secreto, aquel otro Jack Lalanne, estaba perdidamente enamorado de Connie, pero nadie más que él y Sam lo sabían, porque Jack no había tenido una sola línea de diálogo en la que no tratase de vender algo a alguien, pero a Sam le bastaban con sus miradas, las miradas que, por otro lado, no sabía si estaban en el guión o eran simples miradas de amor real, para saber que, cuando las luces se apagaban y Jack Lalanne le decía adiós a otro día, en lo único en lo que podía pensar era en Connie Forest.

—Señora Russell, no existe nada más pequeño —dijo entonces Sam.

El ceño de la señora Russell volvió a encogerse de aquella manera en que se encogían los ceños, empolvados y aburridos, de quienes no podían creerse que el mundo no fuese exactamente como ellos esperaban.

—¿Y cómo demonios caza la maldita Kirsten James todos esos patos?

Kirsten James era, con toda probabilidad, la mujer más admirada de Kimberly Clark Weymouth. Tenía una pequeña legión de seguidoras de las que, que Sam supiera, la señora Russell no había formado parte hasta entonces. Kirsten James había sido Miss Kimberly Clark Weymouth en hasta dieciséis ocasiones, nueve de las cuales se había clasificado para el campeonato nacional, ganándolo en tres ocasiones, lo que le había reportado, en primer lugar, un puesto en la cadena nacional como (CHICA DEL TIEMPO), en segundo, un buen puñado de papeles en todo tipo de películas, y un matrimonio con un famoso actor, un tal (DANSEY DOROTHY SMITH), y en tercero, una fugaz carrera política, a la que había dado pie su aventura con un senador, al que había cambiado por su secretaria en la tercera cita. En todo ese tiempo, además, Kirsten no había dejado de hacer nada que se le hubiera ocurrido, y se le habían ocurrido cosas como dar la vuelta al mundo en submarino.

En cualquier caso, desde que la aventura con la secretaria del senador, aquella tal (RENNIE MORGAN), había llegado a su fin, y lo había hecho a los pies del Misti, un aparentemente dormido volcán con vistas a la ciudad tristemente salvaje de Arequipa, Kirsten James había vuelto a Kimberly Clark Weymouth y se había instalado en una cabaña algo perdida en mitad del bosque en el que Sam solía disparar, con un poeta llamado Johnno, Johnno McDockey, y todo lo que había hecho desde entonces era salir a cazar patos que en realidad no eran patos corrientes sino patos de goma que expedía una máquina que en otro tiempo había expedido pelotas de tenis.

Porque sí, Kirsten James también había coqueteado con la posibilidad, del todo factible, de convertirse en jugadora profesional de tenis y tratar de escalar puestos en la lista de (LAS MEJORES JUGADORAS DE TENIS DEL MUNDO), pero había acabado desestimando la idea. Para entonces ya había empezado a verse con aquel tal (JOHNNO) y su vida se había vuelto ligeramente más intelectual que física puesto que, aunque Johnno había sido nadador, en aquel momento se dedicaba por completo a la poesía. De hecho, todo lo que hacía el tal Johnno era sonreír, leer, escribir, vestir enormes jerséis de lana y fumar en pipa. Oh, por supuesto, también comía y dormía, y a veces incluso hacía otras cosas con Kirsten James, la clase de cosas que Samantha Jane había hecho con aquel par de tipos aquel año, pero eso se daba por supuesto.

—Kirsten James es una profesional —fue todo lo que dijo Sam.

La señora Russell asintió, estaba de acuerdo, pero luego sacudió la cabeza y trató de coger uno de aquellos rifles, se dijo (SI TODAS LAS DEMÁS PUEDEN HACERLO) (YO TAMBIÉN), lo agarró con ambas manos, lo levantó y, oh, temiéndose lo peor, lo abrazó, lo abrazó para que no cayera al suelo, y dijo:

—Me lo llevo.

—Oh, no, señora Russell.

—Por supuesto que sí, niña.

¿Qué demonios creía aquella maldita vieja que iba a pasar si se llevaba aquel rifle? ¿Acaso creía que iba a poder cambiar a su aburrido marido por un poeta que fumaba en pipa y leía periódicos viejos y, a veces, se bañaba desnudo en el río, pese a todo aquel frío de invierno que reinaba siempre, en todas partes, en aquella desapacible ciudad? ¿Creía acaso que aquel poeta iba a follársela cada noche (ENCANTADO) y que luego iba a escribir un puñado de cientos de versos (¡CIENTOS DE VERSOS!) sobre los patos que habían cazado juntos y sobre lo adorable que le resultaba su destartalada (CONVIVENCIA)?

Era lo más probable.

Y si no creía algo así, creía algo parecido.

Tal vez, que su marido no iba a irse a ninguna parte, pero sí que iba a empezar a interesarse por la poesía y el tabaco, que iba a ponerse en forma, que iba a ponerse (MUY EN FORMA), y que cada noche, (CADA NOCHE), la esperaría junto al fuego, junto a la crepitante chimenea, completamente desnudo.

Sólo algo así podía explicar la del todo irracional necesidad que la señora Russell sentía en aquel momento.

Sam se encogió de hombros y esperó a que la señora Russell maniobrara con su bolso y le tendiera el dinero, aún abrazada a aquel Jacob Horner que, Sam sospechaba, jamás iba a ser disparado, aunque quizá tuviera una confortable existencia, puede que incluso una popular existencia, porque nunca podía descartarse que alguien como la señora Russell, decidida a presumir de haber seguido los pasos de Kirsten James, hiciese colgar el rifle de alguna de las paredes de su casa, con toda probabilidad, una de las paredes del salón de su casa, y lo mostrase, con orgullo, a todo aquel que osase pisarla.

—¿No quiere que le explique cómo se dispara?

—Oh, no, querida, le preguntaré a Mavis.

Mavis era Mavis Mottram, la líder de aquella pequeña congregación de seguidoras de la que la propia Kirsten James apenas tenía noticia.

—Está bien —dijo Sam, que a continuación informó a la señora Russell de lo que costaba aquel ejemplar de Jacob Horner, y la señora Russell seguía maniobrando con aquel (CONDENADO BOLSO) cuando el teléfono

(RIIIIIIING)

sonó.

—Oh, si es Donald dile que estoy de camino —dijo la señora Russell.

—¿Donald?

—El señor Russell.

Sam frunció el ceño. El ceño de Sam era un ceño al que a veces le gustaba que le llamasen Jane y otras veces prefería que le llamasen Sam, pero que casi siempre prefería estar en cualquier otro lugar a estar en el que estaba.

Descolgó.

—Rifles Breevort —dijo.

—Sam.

—Bill.

—Adivina qué.

—Qué.

—He ido a ver a ese tipo.

—¿Qué tipo?

—El tipo de la inmobiliaria.

Sam sonrió en dirección a la señora Russell, que por fin ha­bía accedido a devolver el Jacob Horner a la mesa y a maniobrar con aquel bolso como era debido, y dijo:

—¿Por qué no me lo cuentas esta noche en el Grange, Bill?

Se produjo un silencio al otro lado.

—¿Bill?

—Esta noche no puedo.

—¿Cómo que no puedes? Siempre puedes, Bill.

¿Cuándo había sido la última vez que Billy Bane Peltzer no había podido hacer algo? ¿Nunca? ¿Acaso podía, Billy Bane, tener algún tipo de planes? ¿Planes que no incluyeran a Samantha Jane, su única amiga?

—Ya, pero esta noche no.

Sam frunció el ceño, aquel ceño que a veces querría que le llamasen Jane, y dijo:

—¿Por qué no?

Otra vez aquel condenado silencio.

Sam se temió lo peor.

¿Le habría escrito ella? ¿Le habría escrito tan rápido? Sam ha­bía estado ensayando, Sam había ensayado delante de Jack Lalanne. Le había dicho a Jack Lalanne (BILL, TENGO QUE DECIRTE ALGO) y (ES ALGO IMPORTANTE). Y luego, una de aquellas noches, había estado a punto de hacerlo. Había estado a punto de decírselo. Tenía que decírselo. Pero ¿y si jamás volvía a dirigirle la palabra?

—¿Bill?

—He quedado con alguien, Sam.

De repente, fue como si una diminuta Sam se lanzara al vacío desde su hombro y lo que sintiese, todo aquel vértigo de una caída absurdamente ficticia, pues (JAMÁS) iba a existir una pequeña Sam que se dedicara a saltar al vacío desde el hombro de la auténtica Sam, lo sintiese su estómago, que, por un momento, pareció haber sido propulsado hacia arriba y abandonado a su suerte al momento siguiente.

—Claro —dijo Sam, y a continuación dijo algo parecido a (UN MOMENTO, BILL), o puede que fuese (UN SEGUNDO, BILL), porque la señora Russell estaba tendiéndole un cheque, y la miraba con ojos impacientes porque ya había tomado una decisión y no tenía por qué esperar, así que Sam dejó el auricular sobre la mesa, cogió el cheque, dijo algo parecido a (ESTUPENDO, SEÑORA RUSSELL) y (¿QUIERE QUE LE ECHE UNA MANO Y LA ACOMPAÑE HASTA EL COCHE?), algo a lo que la señora Russell accedió, puesto que no se veía capaz de llevar aquel condenado chisme hasta su pequeño Rob Jones. Así que Sam la ayudó a cargar el Jacob Horner hasta el coche y le aconsejó que se anduviese con cuidado con todos aquellos patos y que si tenía (ALGUNA DUDA) por (PEQUEÑA) que fuese, no dudase en volver a (PREGUNTAR), porque puede que Mavis Mottram supiese (DEMASIADO) sobre cómo debían funcionar las cosas, pero de ahí, dijo Sam, a que supiese cómo funcionaban en realidad esas mismas cosas, había un pequeño trecho que la señora Russell no podía correr el riesgo de (RECORRER) desarmada.

—Oh, querida, gracias, pero me temo que no será necesario —dijo la señora Russell, ya sentada en el asiento delantero de su Rob Jones, con las manos, aquellas manos enguantadas y decididamente cursis, sobre el volante.

—Estupendo —dijo Sam, y luego, cuando el pequeño Rob Jones arrancó, le dijo adiós, pero no se lo dijo en realidad a la señora Russell, sino a su Jacob Horner, que, Sam sospechaba, no iba a ser disparado en ninguna ocasión, sino que iba a colgar de alguna de las paredes de la casa de los Russell para que la señora Russell pudiera presumir ante sus visitas de su otra vida, una vida que jamás había tenido ni jamás tendría, pero de la que podría presumir, porque, en otro tiempo, diría la señora Russell, ella, (COMO KIRSTEN JAMES), había cazado patos, y, oh, había sido peligroso y estupendo, y puede que para corroborarlo se hiciese con una cabeza de pato, o con algo menos macabro, un título, un trofeo, y lo mostrase a continuación, pero, quién sabe, quizá le daría por ir a disparar un día, aunque si quería hacerlo iba a tener que regresar a Rifles Breevort, porque había olvidado comprar munición.

—¿Bill? ¿Sigues ahí?

Sam había pasado un rato en la puerta, había encendido un ci­garrillo, le había dado tres caladas y había dejado que sus dedos se congelaran, preguntándose a qué había venido aquello, a qué había venido el salto de la diminuta Sam, si Bill no era más que Bill, y las únicas veces que había pensado en besarle eran las veces que había bebido más de la cuenta porque se había sentido más sola de la cuenta, y él, con todo aquel silencio, con toda aquella tristeza, su rabia contenida e infantil, le había parecido un lugar se­guro, el único lugar seguro que quedaba en la desapacible y fría Kimberly Clark Weymouth.

—No —dijo él, y su voz le pareció distinta, tan distinta que, ¿qué demonios era aquello? ¿Un escalofrío? Oh, ¿de veras, Sam Breevort? ¿Billy Bane te provoca escalofríos? ¿Qué será lo siguiente? ¿Vas a tartamudear? ¿Va a ponerte nerviosa? ¿Por Billy Bane?

—Lo siento, Bill. Yo, eh, la señora Russell quería un rifle.

—¿La mujer de Donald Russell?

—Sí. Adivina qué, Bane —Sam llamaba a Bill por su segundo nombre a menudo. Bill en cambio no solía llamarla Jane nunca, aunque a Sam le hubiera encantado que lo hiciera—. Quiere sumarse al Club Kirsten.

—No.

—Sí.

—Pues ad

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