Este vacío que hierve

Jorge Comensal

Fragmento

Título

1. Tokyo

Desde que anduvo perdida entre las tumbas del panteón quemado en busca de sus padres, Karina siente que el polvo de una tragedia cósmica le atrofia el pensamiento. Teme estar perdiendo la memoria, como si la vejez de Rebeca, su abuela, fuera una enfermedad contagiosa. Hace dos meses que se le pierden las llaves, olvida pagar las cuentas —cortaron la luz de su departamento un sábado de julio cuando acababa de encender la lavadora—, sale sin paraguas a la calle. El día de su cumpleaños dejó la cafetera en el fuego hasta que el mango comenzó a gotear plástico negro sobre la estufa. Antier hizo que el universo colapsara frente al seminario de gravitación cuántica —tardó un buen rato en darse cuenta de que se había equivocado al escribir la longitud de Planck—. Hoy no logra recordar si le avisó a su abuela Rebeca que volverá bastante tarde porque Mila, su mejor amiga de la infancia, la invitó a una fiesta mexicana para celebrar el Grito de Independencia.

—No mames —dice Mila—. Qué rico está este sushi.

Karina tiene veinticinco años y Rebeca acaba de cumplir noventa. Una siente que su vida se tarda mucho en comenzar, la otra se desespera porque no llega la muerte.

—¿Verdad? En ningún lado lo hacen como aquí —Karina había vencido la tentación de pedir chutoro, la carne más sabrosa del atún, porque leyó que los pocos atunes que sobrevivían en el Pacífico estaban repletos de microplásticos y metales pesados—. No había venido desde hacía años —su exnovio Mario la invitó a cenar aquí en su tercera cita.

—Nunca había venido a la Zona Rosa —dice Mila—. Literal pensé que había puros antros de mala muerte.

—Este restaurante lleva siglos aquí —el restaurante Tokyo es un fósil viviente de la época en que este barrio era el corazón bohemio de la ciudad; hablar de siglos suele ser una exageración retórica que, si estuvieran en Japón, podría resultar pertinente: Karina ha leído que los hoteles, tiendas y restaurantes más antiguos del mundo se encuentran en ese país insular que la obsesiona desde la adolescencia.

—Está buenísimo. Como a Rosi no le gusta el sushi ya nunca voy —Rosi es la novia de Mila, a quien Karina todavía no conoce.

Mientras su amiga remoja un trozo de sushi en la salsa de soya —la gravedad es tan débil que la capilaridad basta para que la salsa ascienda entre los recovecos del arroz pegajoso—, Karina ve la hora. Son las nueve y cuarto de esta noche de jueves 15 de septiembre de 2030 —aunque la cuenta cristiana de los años resulta útil para fechar conquistas, independencias, epidemias, biografías y graduaciones, su pequeña escala disimula la verdadera edad de la Tierra, las más de cuatro mil quinientas millones de veces que ha girado alrededor del sol.

—Oye, déjame hablarle a mi abuela para ver cómo está. No me acuerdo si le avisé que iba a salir contigo.

Mila le llamó hace diez días para felicitarla por su cumpleaños. Acordaron festejarlo hoy porque ambas estaban muy ocupadas. Karina aceptó ir a la fiesta después de cenar porque necesita distraerse del doctorado y de la pesadilla colectiva desatada por el incendio del Bosque de Chapultepec.

—Doña Rebe —exclama Mila con ternura—, hace años que no la veo. ¿Crees que se acuerde de mí?

La ola de calor que arrasó el país en la primavera revolcó a la capital una noche de mayo. No había llovido en meses. Era la peor sequía registrada.

—Obvio sí —Karina sostiene el aparato contra la oreja—. Siempre le has caído súper bien.

El Bosque de Chapultepec se convirtió en el pastel de cumpleaños de una civilización que festejaba su bochornoso ingreso en la tercera edad. Los bomberos y soldados tardaron cuatro días en apagar todas las velas. El humo se quedó flotando sobre el valle varias semanas.

—Porque no sabe que tú eras mi crush —dice Mila—, si no, imagínate —a Karina le halaga que su amiga se haya enamorado de ella cuando estudiaban la secundaria.

El fuego comenzó en el Panteón Civil de Dolores, donde están enterrados los papás de Karina desde hace dieciocho años. Una hoguera truculenta —la pira sacrificial de un sacerdote cuya identidad todavía no se confirma— fue el origen del siniestro que arrasó con seiscientas cincuenta hectáreas de vegetación reseca y enferma, novecientos mil sepulcros descuidados, la fachada de siete museos y la fauna recluida en el zoológico.

—Eso no lo supo —dice Karina mientras escucha el timbre de espera del teléfono—, pero sí le dije que te dejara de preguntar si ya tenías novio porque no te gustaban los hombres.

Por la mañana del lunes 26 de mayo, Karina vio con horror los videos tomados desde los rascacielos del Paseo de la Reforma. Como espuma de una cerveza agitada por la sed alcohólica de la ciudad reseca, el incendio rebasó las bardas del cementerio público y se derramó con prisa sobre el bosque. Primero se creyó que el fuego no podría cruzar los dieciséis carriles asfaltados del Periférico, pero el incendio engendró su propia tormenta eléctrica y los rayos llevaron el fuego al otro lado de la vía rápida.

—¿En serio? ¿Y qué te dijo? —pregunta Mila con sorpresa—. Nunca me habías contado.

Karina no está acostumbrada a ponerse aretes, por lo que el ruido de los choques de la arracada de plata contra la pantalla del celular la desconcierta.

Su abuela no contesta. Al colgar confirma haberle llamado a “Vera R” —para evitar extorsiones, si llegaran a robarle su celular, bautizó el contacto de su casa con el nombre de la astrónoma que descubrió la incongruencia entre la masa visible de las galaxias y su velocidad de rotación. A Vera Rubin le atribuyen el descubrimiento de la materia oscura, pero Karina está convencida de que esa sustancia es un mito y que el extraño comportamiento galáctico que descubrió la astrónoma a la que le está llamando se puede explicar mejor con una nueva teoría de la gravitación universal, como la que ella misma está construyendo.

—¿Qué? Perdón.

Vuelve a marcar, esperando que su abuela ya se haya acercado lo suficiente al teléfono para alcanzar a contestarlo. Hace tiempo le compró un aparato inalámbrico, pero siempre se quedaba sin pila y la artritis le impedía a la anciana marcar los botones para contestar y hacer llamadas. Tras el fiasco, Karina reconectó el teléfono de disco con el que su abuela llevaba cuarenta años, una reliquia de baquelita amarilla cuyo auricular es tan pesado que podría usarse como mancuerna para fortalecer los bíceps, lo cual ayuda a evitar que se quede mal colgado.

—¿Qué dijo tu abue cuando le contaste que no me gustan los vatos?

Uno, dos, tres, cuatro timbres y se activa el buzón de voz que Karina nunca ha abierto.

—No me acuerdo —dice Karina, distraída, pensando en que su abuela a veces llama al 030 para pedir la hora y se enfrenta con la penosa realidad de que la compañía telefónica ya no ofrece ese servicio.

Cuando se enteró de que se había quemad

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