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Enero, 1991
Crecí en una ciudad calurosa al sur de México, con una madre alcohólica y con mi hermana Samanta, que abandonó el disfuncional hogar a los dieciséis —se fue a vivir a Cabo San Lucas con su novio Santiago—.
A pesar de todo lo vivido, Samanta jamás nos olvidó. Llamaba frecuentemente y cada mes le enviaba un pequeño giro a mamá. Ella, al salir de Telégrafos, con la cantidad recibida, se iba a meter a la primera cantina que encontraba en el camino. Mi mente se aferraba a olvidar los detalles amargos de mi infancia.
El padre de Samanta fue en la vida de mi madre el segundo matrimonio fallido y sin duda el hombre al que más amo. A pesar de ese amor desmedido, él la abandonó cuando yo tenía alrededor de cinco años. Jamás superó la depresión en la que cayó y poco a poco se hundió en el vicio del alcohol; ella les llamaba tragos de olvido.
A los trece años, empecé a trabajar, empacaba la mercancía de los clientes en el mismo supermercado donde mamá llevaba mucho tiempo laborando, hasta que un día la despidieron. La casa en la que vivíamos nos la dejó la abuela antes de morir. Al menos el techo y la cama eran algo seguro en nuestras endebles vidas.
Concluí la preparatoria y me dieron trabajo de cajera en el mismo supermercado de toda la vida. No sé si en realidad no busqué otro empleo por falta de oportunidades o por el miedo a arriesgarme a ir por algo diferente.
Esa noche tenía mucho trabajo, salí más tarde de lo normal. Al llegar a casa, mi madre estaba tirada en el suelo, no paraba de vomitar, su rostro pálido, sus ojos hundidos. Traté de levantarla para limpiarla, pero volvió a resbalar. Su mejilla fue a dar al suelo. Quería llorar, pero me contuve, llamé a emergencias. Al poco rato llegó la ambulancia. Unos instantes después de ingresar al hospital, el doctor se acercó a decirme solemnemente que mi madre había muerto.
Me tragué todos mis sentimientos, los ojos se me llenaron de lágrimas, pero no derramé alguna.
Llegué a sentir admiración por mamá. ¡Cómo era posible que resistiera una vida tan miserable y triste!
Siempre disfruté el silencio, pero esa noche no. Era tétrico. Mis pensamientos fueron interrumpidos por el ring ring del teléfono.
—Hola, Sam.
—Hola, Colibrí —respondió Samanta.
—Todo estará bien.
—Lamento no estar ahí…
—Lo sé.
No dijimos nada más. La despedida fue breve, susurré: “te amo”.
—Te amo también —me repitió ella y colgué.
Samanta me llamaba Colibrí desde niñas. Cuando yo tenía seis años y ella cuatro, un colibrí chocó contra la ventana, se deslizó hasta el suelo, inconsciente. Corrimos a verlo, lo recogí con delicadeza y lo acaricié, Samanta observaba sorprendida, le dijo al pajarito palabras de aliento. Entré a la casa con el ave entre las manos y le pedí a Samanta que buscara entre los tiliches la jaula que alguna vez fue de un par de canarios australianos. El colibrí no sobrevivió ni una noche, pensé que fue debido a que no supe cómo cuidarlo. En sus diminutos ojos pude ver su tristeza.
Desde entonces tuve la atracción por las aves. Por su majestuosidad y belleza, por lo que representa volar. Ir por doquier sin que nada te detenga, tan alto o tan lejos como sea posible.
Desde el día que me topé con aquel colibrí color violeta con azul, supe que algún día me quería ir lejos de ese pueblito caluroso, porque los colibríes, a pesar de ser las aves más pequeñas del mundo, son capaces de vivir con intensidad cada día de su existencia.
Su corazón llega a latir hasta dos mil pulsaciones por minuto y su aleteo ochenta veces por segundo. No importa si es mucho o poco su tiempo de vida, si se vive así, sin límites, vale la pena.
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MI CORAZÓN ME DECÍA QUE MI ESPÍRITU ERA EL DE UN COLIBRÍ Y QUE YO TAMPOCO TENÍA POR QUÉ VIVIR EN CAUTIVERIO. |
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Me acosté en el sofá mirando el techo. Escuchaba el latido de mi corazón y cada respiro. Sí, mis signos vitales me decían que, aunque no me sintiera así, yo estaba viva. Mi mente estaba en blanco, no sentía tristeza, ni alegría, ni paz, ni rabia. No podía recordar nada de mi pasado, ni tenía aspiraciones del futuro. No podía soñar despierta.
Entonces llegó a mi mente la imagen de Samanta. Tan hermosa, llena de vida, tan valiente, haciendo su propio camino.
Mi madre estaba muerta, ya no había a quién cuidar. ¿Y yo? ¿Quién era yo? Romina Pármeno, la cajera del supermercado, sin ambiciones, sin pasión, sin ilusiones. Yo era la chica que estaba mirando el techo, acostada en el sofá, en una vieja casa.
Al siguiente día limpié la casa, cubrí los pocos muebles con enormes bolsas de plástico. Regalé casi todo a los vecinos y otras cosas a mis compañeros de trabajo. Al fin y al cabo, no le harían falta a mamá, ni a Samanta, ni a mí. Dejé la casa casi vacía.
Renuncié a mi trabajo. No me despedí de nadie, nadie me extrañaría. Probablemente, nadie notaría mi ausencia. Cuando mi jefe me preguntó a dónde iría, sólo sonreí débilmente y con los ojos llorosos. Para ser sincera no tenía respuesta a esa pregunta, porque ni yo lo sabía.
Tomé dos maletas. Metí algo de ropa, un portarretratos con una fotografía donde mamá cargaba a Samanta que tenía un año y yo a su lado, tomándole la mano, en mi rostro una gran sonrisa se dibujaba, recordé lo feliz que me hacía mamá cuando me vestía con ese vestido naranja que llevaba en la fotografía. Detrás de nosotras una camioneta Ford 1970.
Salí de la casa con las maletas en las manos, en ellas cabía toda mi vida.
Eran las 9:20 p. m.
Con un candado cerré la puerta. Encerré mi pasado ahí dentro.
No deseaba que ni una partícula de ese polvo, de esa casa y de tantos malos recuerdos se fueran conmigo a la nueva vida donde yo quería y planeaba crear nuevos recuerdos.
Tomé un taxi. El conductor me ayudó a subir las maletas a la cajuela, en la radio Jimmy Fontana cantaba: Gira el mundo, gira en el espacio infinito, con amores que comienzan, con amores que se han ido, con las penas y alegrías, de la gente como yo…
El recorrido me pareció una eternidad, pero al fin llegamos a la central de autobuses.
Parada frente a las taquillas, observando los letreros que indicaban los destinos, horas de salida y precios, aún no decidía a dónde ir. Busqué la tarifa de precios más barata y en un local de revistas que estaba al lado mío había una revista de guía turística de distintas ciudades.
Mis pantalones estaban deslavados, las agujetas de mis tenis sueltas, mis mejillas blancas y mi interior lleno de hastío… Todo el ruido común de aquella sala parecía ser ignorado. En ese instante me quedé sorda, veía a la gente ir y venir, llorar en las despedidas y llorar en los reencuentros.
Gente que tropezaba con otra gente, personas que gritaban por teléfono. Un niño lloraba, hombres y mujeres esperaban en la fila de las ventanillas. Todo a una velocidad lenta ante mis ojos. Me daba miedo convertirme en una mujer como mi madre, vacía por dentro y sin un propósito en la vida, de alma gris. Mamá murió a los treinta y nueve años y entonces me pregunté qué sería de mí al llegar a esa edad. Hasta ese momento caminaba sin sentido y sin dirección, necesitaba desesperadamente encontrar mi destino.
Volví a mirar las revistas. En la portada de una de ellas se veía una hermosa catedral, decía: ¡Qué chula es Puebla! Volví la mirada a los letreros de las tarifas y, de repente, todo aquel ruido llegó a mí de un solo golpe. Sentí una punzada en la sien, escuché que anunciaban la salida del próximo autobús a Puebla y de inmediato corrí a la taquilla.
La cajera me repitió:
—¿Sólo uno?
—Sí, sólo yo.
Corrí al andén 8. El autobús era viejo, el chofer robusto y excesivamente amable. Un muchacho me pidió la maleta más grande y la aventó en el maletero del camión, subí la maleta pequeña conmigo y la coloqué arriba de mi asiento, que era el último. Me senté junto a la ventana, cerré la cortina. No quería sentir nostalgia, sólo quería dejar atrás todo. Uno no se va por cobarde, uno se va por valiente. Y ser valiente no significa no tener miedo. Entonces uno se va con miedo, pero se va.
Eran casi las once de la noche del 10 de enero de 1991. Cinco días antes cumplí veinte años y entonces no imaginaba que una semana después estaría camino a una ciudad que desconocía, esperando encontrarme a mí misma.
2
Después de casi ocho horas, sentada en aquel viejo autobús intentando dormir, por fin escuché al conductor hablar por el altavoz: “Bienvenidos a la ciudad de Puebla, la temperatura es de cuatro grados centígrados y el reloj nos indica las 5:55 a. m. A los pasajeros que bajan, les deseamos que tengan una excelente estancia, y a los que continúan su viaje a la Ciudad de México, tendremos un descanso de veinte minutos”.
Di un suspiro que contenía una mezcla de angustia y emoción, el frío calaba hasta los huesos y mi descolorida sudadera azul no tenía ningún efecto abrigador. No podía mover las manos de lo congeladas que las tenía. Intenté acomodar mi cabellera, humedecí mis labios partidos y resecos, uní las manos y las coloqué en la boca para darles calor con mi aliento, me paré del asiento y recogí la maleta que estaba arriba de mi lugar, en el portaequipajes, y bajé del autobús lentamente.
Esperé a que me entregaran una segunda maleta, color azul marino con ruedas desgastadas, y caminé a la salida de la terminal, aún incrédula de mi osadía.
Salí de la CAPU (Central de Autobuses de Puebla), eran las siete de la mañana. Las calles repletas por vendedores ambulantes, la gente que iba aprisa se tropezaba conmigo, hacían un mal gesto y me miraban como diciendo:
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AVANZA O RETROCEDE, PERO HAZ ALGO PORQUE, JUSTO AHÍ DONDE ESTÁS PARADA, ESTORBAS. |
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Un empujón y luego otro, levanté la vista y me encontré con esa extraordinaria postal que desde entonces me causa una admiración emocional: el Popocatépetl arrodillado junto al Iztaccíhuatl, ambos parecían alcanzar el cielo; me sentí tan diminuta.
Y es que la leyenda que hay sobre estos volcanes enamora a cualquier visitante. Trata de aquel guerrero azteca que ama a Xochiquetzal, quien tras ser engañada sobre la muerte de su amado se casa con otro. El guerrero, al volver, vence a su enemigo en un duelo y va en busca de Xochiquetzal, pero la encuentra muerta, ya que ella no soportó la vergüenza de haber sido de otro. Él se hincó a su lado y le lloró tan amargamente que del cielo cayeron piedras de fuego, la tierra tembló y, al llegar el amanecer, donde ellos estaban, aparecieron los majestuosos volcanes como símbolo de su amor eterno.
Y ahí estaba yo, tan pequeña como me sentía, observando cada detalle de la silueta de la mujer acostada y su guerrero a un lado. Un empujón más y una de las maletas se me escapó de las manos.
En el sitio de taxis solicité uno que me llevara a un hotel cercano, preferentemente de bajo costo, le indiqué al conductor. Avanzamos un par de calles y llegamos a un motel de paso que tenía un aspecto desc