Placeres ocultos

Martha Carrillo

Fragmento

Placeres ocultos

La venta

Pero como en todo, siempre hay un principio. La vida de Yaya inició con la unión de mis tatarabuelos: Emilia y Antón.

Emilia se casó con Antón por un acuerdo familiar. En los primeros años del siglo pasado ni el amor romántico ni la atracción física eran factores determinantes para un matrimonio. Lo único que importaba era la suma de capitales, la perpetuidad de los apellidos y, sobre todo, la garantía de que las clases sociales no se mezclarían. Por otro lado, su madre, doña Clara, le había inculcado que los varones preferían a las mujeres mansas para casarse, porque las bravas eran difíciles de domar y siempre salían huyendo de ellas. Le aseguró que, entre más bonita, educada y calladita fuera, su futuro estaría garantizado al tener a un hombre que la mantuviera y se hiciera cargo de ella.

Así que con un acuerdo matrimonial ambos ganaban: Antón aseguraba formar una familia con alguien de buena clase y Emilia, por cuidarlo, atenderlo y darle hijos, adquiriría de manera automática honor y reconocimiento social. A nadie le importaba cuáles eran los verdaderos deseos que ella tenía: como su fascinación por tocar piano o su sueño de algún día conocer otros lugares. Por el simple hecho de haber sido elegida como pareja de un hombre debía renunciar a cualquier otra motivación que no fuera la de construir un hogar. Además, se esperaba que estuviera agradecida y se considerara muy afortunada por ocupar el tan importante rol de esposa y madre de unos hijos que llegarían con el tiempo, aunque en la intimidad, la insatisfacción habitara su lecho nupcial.

Él era treinta y un años mayor que Emilia, y su experiencia sexual estaba basada en su trato con las prostitutas, quienes con tal de obtener una buena propina le habían hecho creer que era un gran amante, a pesar de ser un eyaculador precoz que era incapaz de mantener una erección por más de un minuto con diecisiete segundos. Una de las prostitutas acostumbraba contar cuánto tiempo duraba su cliente antes de venirse. Esta fue la única forma que esa mujer encontró para mantener su mente ocupada y distraerse de la desagradable sensación que le ocasionaban las carnes obesas de Antón sobre su cuerpo.

Antón había sido educado de manera misógina, en su mente solo había dos tipos de mujeres: las que son para casarse y con las que podía desahogar sus instintos y bajas pasiones. Aunque en la cama las trataba prácticamente de la misma forma, como si fueran vasijas sin fondo en las que depositaría su apreciado semen, olvidándose por un minuto diecisiete segundos del mundo rutinario en el que vivía. Sin embargo, sí había una diferencia en su elección: a las mujeres a las que les pagaba por sus servicios sexuales las prefería de tetas grandes y culo ancho, mientras que para casarse optó por alguien de complexión delgada, pechos chicos y cadera ligeramente marcada, tal y como era Emilia, porque no quería que su esposa llamara la atención de ningún otro hombre.

El cuerpo de Emilia se había quedado atrapado en el de una adolescente que jamás se desarrollaría, quizá fue la reacción natural que tuvo su ser ante el impacto de haber sido vendida a Antón cuando ella tenía escasos quince años. Su padre la había obligado a comprometerse con el exitoso empresario para asegurar su sociedad. La inversión de un buen capital en su negocio tabacalero a cambio de desposar a su virginal primogénita resultaba un gran trato. Su doncellez era su principal atributo y era de gran valía. Así que, por entregar a su hija a su nuevo socio, se hinchó de dinero y Emilia se convirtió en una distinguida mujer de sociedad, a pesar de que habría dado la vida porque su primera pareja hubiera sido alguien de ropajes mucho más sencillos.

Emilia guardaba un secreto: desde los trece años había estado enamorada del hijo del panadero del pueblo, un muchacho de ojos cafés y piel canela que contrastaba con la piel blanca que ella tenía. En sus breves encuentros a través de la reja de la ventana que daba a la calle, sus manos lograban rozarse cuando Felipe le traía como una prueba de su amor un pan glaseado que él mismo horneaba todas las tardes. Emilia no entendía por qué su sexo se mojaba con el ligero contacto que hacían sus dedos al entregarle el pan, pero lo que sí le quedaba claro era que deseaba estar con ese joven. Lo que le provocaba su cercanía, su olor, su presencia, era indescriptible. Muchas veces lo imaginó tomando el lugar de su dama de compañía, mientras ella se colocaba en su espalda para desanudar el corsé que marcaba su breve cintura. Con solo cerrar sus ojos podía sentirlo deslizando poco a poco la agujeta de seda y haciendo caer sus ropajes finos hasta dejarla en su ligera y traslúcida ropa interior de algodón, que a contraluz permitía entrever sus bellas formas, para después cargarla y meterse con ella a la tina de agua tibia en donde permanecerían solo pegando sus rostros y rozando sus labios, como lo hacían noche tras noche al verse a escondidas.

Solo que para la sociedad del pueblo mágico de Valle del Ángel, en donde nació Emilia, cualquier posibilidad de deseo femenino era considerado un pecado; esta creencia comenzó a angustiarla de tal forma que decidió darle paz a su alma confesándole al párroco amigo de la familia su incapacidad para contener sus instintos. El sacerdote horrorizado calificó como indigna e inmoral su conducta y le impuso como penitencia cincuenta padres nuestros todos los domingos del año por semejante atrevimiento.

Por supuesto los rezos no sirvieron de nada. Emilia no estaba dispuesta a renunciar a lo que sentía por ese muchacho, así que decidió mentirle al padre asegurándole que gracias a la plegaria se había alejado de la tentación, para poder en secreto seguir alimentando su amor hacia Felipe.

Todo parecía transcurrir en armonía entre ellos; sin embargo, la ilusión que su corazón sentía cuando a las siete de la noche Felipe le avisaba con un leve chiflido que estaba esperándola afuera del balcón, le fue arrancada desde la raíz cuando en lugar del silbido cayó un estrepitoso trueno, presagio de una lluvia torrencial que impidió que Felipe pudiera llegar a su encuentro, pero no así Antón Monreal quien, resguardado del agua, iba en su carruaje rumbo a la casa de la familia Valtierra con el único fin de conocer a la mujer que desposaría unas semanas más tarde a cambio del dinero invertido en el negocio de su futuro suegro.

Poco importó la negativa y los llantos de Emilia, quien se atrevió a decirle a su madre que, a pesar de los oros que Antón aportaría a la familia, no quería casarse con él. Una cachetada bien puesta fue suficiente para que le quedara claro que su destino no le pertenecía. Su madre le explicó que por ser mujer su deber era ayudar a acrecentar la economía familiar y que su sacrificio sería compensado con el prestigio que le daría convertirse en la esposa por todas las leyes de un señor tan adinerado.

Acongojada, por el rechazo natural que sintió con solo saludar a Antón y observar su poco pelo, sus dientes amarillos y el gran volumen de su abdomen, pensó en huir. Escribió una nota de auxilio y le encargó

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