UNAS PALABRAS ANTES DE QUE TODO EMPIECE A ARDER
El cuento es para mí la esencia de las narrativas: sin excesivas descripciones ni repeticiones, sin la imperiosa necesidad de narrar la cotidianidad y de reflejar “la realidad” tal cual es; el cuento se dedica sólo a los momentos memorables y tremendos, esos que constituyen en sí mismos una revelación. Caminamos por la vida como ciegas para alcanzar este umbral: esa decisión crucial, esa entrega absoluta, ese desenmascaramiento, esa epifanía, esa verdad... Quienes amamos los cuentos, sin embargo, lo atravesamos todos los días.
Uno de esos “umbrales” llegó el día en que platicando con Odette Alonso sobre el muestrario nacional de poesía lésbica Versas y diversas compilado por ella y Paulina Rojas, la insté a que hiciera uno de cuento: ponderé las virtudes del género y sus protagonistas, lancé algunos títulos como ejemplo y minutos después, su oferta de publicarla si la hacía yo, estaba en pie. No lo pensé mucho. Acepté con las vísceras sin planteármelo ni como un trabajo ni como un reto, sino como un regalo: ¿Te imaginas?, ¿te imaginas la oportunidad de escoger para un volumen tantos de tus textos favoritos?, ¿imaginas que exista en el panorama de las letras mexicanas una antología de cuento lésbico?
Conocía por lo menos la mitad de los textos compilados en este libro, los había leído como parte de colecciones publicadas por sus autoras o tuve el privilegio de acompañar a sus creadoras en el proceso de escritura y corrección. Los otros, los nunca antes vistos, fueron entregados a mis manos por maliciosa invitación: tuve que acercarme con el puro olfato y hacerles directamente la pregunta de si habían escrito algo de narrativa sobre el tema.
Mi sistema, inventado o descubierto para la ocasión, consistió en elaborar una lista de autoras a publicar; en ella ocupaban los primeros lugares las “seguras”, aquellas a quienes tenía cómo contactar y que sólo necesitaban darme su permiso para que ese texto específico, preseleccionado por mí, figurara en la antología. Las siguientes eran las “probables” porque no tenía su contacto o no estaba segura de que hubiesen escrito sobre el tema y finalmente las “(im)posibles” escritoras con quienes nunca había coincidido en la vida y hacia quienes sólo me inclinaba una corazonada.
Quiero aclarar que en cualquier parte de la lista había autoras tanto abiertamente lesbianas, como heterosexuales y bisexuales. Su identidad, preferencia y prácticas (además de no ser necesariamente de mi conocimiento) no fueron determinantes para la selección de los cuentos ni para mi atrevido acercamiento; lo fueron sí sus imágenes públicas y el conocimiento de los temas de los que escriben y que hacían factible para mí que incluyeran lesboerotismo, lesboafectividades o bien personajes lésbicos dentro de su narrativa.
Es que, como prefiguraba Woolf en su ensayo sobre mujeres y ficción,1 si no hay hombres en la sala podemos decirnos muchas cosas, si no hay hombres en la sala2 podemos confesarnos que a las mujeres a veces nos gustan las mujeres y que ahí existe toda una gama de posibilidades nuevas, refrescantes e inesperadas para las mujeres y su literatura.
Una antología de este tipo no se había hecho en nuestro país. Había algunos esfuerzos anteriores: tesis, ensayos, textos académicos, algunas antologías gay-lésbicas o LGBTTT hechas por la editorial La Décima Letra y otras elaboradas de manera muy local, muy artesanal por la revista Lesvoz… pero una colección así, como la que yo platiqué con Odette Alonso, con grandes voces, grandes nombres, grandes plumas, eso nunca, nunca (se acelera mi corazón). ¡¿Te imaginas?!
Las primeras en responder a mi invitación fueron dos de las “imposibles”, las contacté por facebook sin siquiera haberles pedido amistad. Aceptaron gustosas y me mandaron sus textos rápidamente. De ahí en adelante vino una avalancha de sís; el libro que hoy tienes en tus manos había comenzado a existir.
Durante el proceso lo que más me sorprendió (además de la diversidad y calidad de los cuentos, ya leídos como un conjunto) fue el que casi todas las autoras me dijeran que ya era hora de que se hiciera una antología de este tipo, que era muy importante y necesaria y que estaban contentas de participar. Es el momento de la literatura de las mujeres, el tiempo de su auge, revaloración, de su rescate; los sumados esfuerzos de autoras, críticas, editoras, investigadoras, maestras, traductoras y libreras están dando frutos hoy y la literatura lésbica no podía quedarse rezagada de la historia.
Dispuse los cuentos en el más estricto orden de publicación que me fue posible y, cuando dos o más autoras coincidían en el mismo año, opté por colocarlas en orden alfabético, con la intención de revelar el carácter documental de la narrativa de mujeres: trazar con ello un posible mapa de viaje, una evolución, una sucesión de modos de ver y vernos a nosotras dentro de esta sala en la que no (o casi nunca) entran hombres. ¿Quiénes somos? Libres de los padres, los esposos, los maestros, los compañeros y los hijos, ¿quiénes podemos llegar a ser?
Para la narrativa escrita por mujeres, esta antología es una nota al pie. Las lesbianas, las bisexuales, las heteroflexibles, las curiosas y las cómplices también formamos parte de la historia y la evolución de la literatura mexicana, queremos y debemos sentarnos a su mesa, departir, compartir y dialogar con el resto de sus producciones, figurar en la misma medida, no como capricho, ni como accidente, sino como una posibilidad intelectual, afectiva y erótica emancipadora para todas las mujeres y para su escritura.
Agradezco a las más de treinta autoras que de forma tan generosa me confiaron sus cuentos para este volumen. A todas las que, además, sirvieron como puente para llegar a otras a las que yo no podía. A las que me llenaron de inspiración con sus palabras de aliento y —sobre todo— a las que con sus palabras y sus letras me dieron nombre y voz mucho antes de conocerme.
El título de esta colección proviene de un verso de la poeta lesbiana Emily Dickinson,3 en él habla de la importancia de la palabra, de su calidad transformadora y mágica, de su capacidad de iluminarlo todo. Para mí, eso es el cuento: un encantamiento que trae luz a lo que estaba oculto en la tiniebla, pero también una molotov encendida en una mano con buena puntería...
¡Que la palabra guíe nuestro camino y que incendie el mundo en lo que otro mejor vuelve a nacer!
Artemisa Téllez,
verano de 2023…
1 Publicado en 1929 bajo el título: A room of one’s own (“Una habitación propia”).
2 “¿No hay ningún hombre presente? ¿Me prometéis que detrás de aquella cortina roja no se esconde la silueta de Sir Chartres Biron? ¿Me aseguráis que somos todas mujeres? Entonces, puedo deciros que...”
3 “I know nothing in the world that has as much power as a word.
Sometimes I write one, and I look at it, until it begins to shine.”
(No conozco nada en el mundo que tenga tanto poder como una palabra.
A veces escribo una, y la miro, hasta que comienza a brillar.)
Beatriz Espejo
Nació en el puerto de Veracruz en 1959. Ensayista, traductora, periodista, doctorada en letras por la UNAM y una de las cuentistas más prolíficas de nuestro país. Ganadora, entre muchos otros, de los premios Aguascalientes, San Luis Potosí y Colima de narrativa. Medalla de oro de Bellas Artes 2009. Desde el año 2000, el Premio Nacional de Cuento lleva su nombre.
“Las dulces” forma parte de su libro Muros de azogue, publicado por primera vez por la editorial Diógenes en 1979.
Las dulces
(1979)
Oíste hablar de Pepa Hernández, de niña estudiaba en el Colegio Americano donde estudiaba tu sobrino; luego el nombre de Pepa se convirtió en algo lejano y olvidado. La noche en que tu sobrino regresó, después de viajar por el extranjero, asististe a una reunión aburrida para recibirlo. Una fiesta como tantas otras en que las personas pretenden mostrarse contentas y comen y beben sin saborear y dicen frases ingeniosas o estúpidas. Te sentiste sola, siempre te sientes sola en las fiestas. Buscaste una silla. Todas estaban ocupadas. Fuiste hacia la escalera y permaneciste allí enajenada de los concurrentes. Te sentiste triste. Pensaste que la desdicha era como un bloque, una piedra sobre el pecho, ¿leíste eso en alguna parte? De cualquier manera la desdicha te pesaba y la idea de la piedra sobre el pecho ilustraba bien una impresión agobiadora.
Entre las figuras borrosas que parecían distorsionarse, empinar el codo, reír, atender un comentario, distinguiste a Pepa (hace meses el oftalmólogo te indicó la necesidad de cambiar anteojos). La viste caminar hacia ti, percibiste el timbre de su voz. Te arrimaste a un lado para que se sentara en el mismo escalón donde te sentabas, mirándote con aquellos ojos suyos negros y brillantes embellecidos por segundos. Movía los labios que al mismo tiempo sostenían un cigarrillo, sus labios en torno de los cuales han de marcarse pequeñas arrugas al pasar la juventud. Se interesaba por los detalles triviales de tu vida. Dijiste que eras maestra en una escuela, semillero de futuras maestras, que desde quince años atrás acudes puntualmente a tus clases, que tus alumnas agradecen la generosidad que demuestras al dedicarles tus ratos libres. Pepa mantenía sus ojos negros y hermosos muy abiertos y fijos en ti. Fumaba inquieta y, a su vez, comentó una larga estancia suya en San Francisco. Padecía una fuerte urticaria nerviosa cuyo efecto le desfiguró el rostro. Fuera de México encontró cierta confianza, una tranquilidad perdida. Al restablecerse volvió a casa de sus padres y a esas fiestas que también ella encontraba fastidiosas.
Alguien planeó seguir con la música en otra parte. ¿Por qué no en el restorán del Lago? La orquesta toca bien y tras los ventanales panorámicos una fuente hace monerías, sube, baja, cambia de colores o de formas, un chorro líquido elevado más allá de las posibilidades previstas. Invitaron a Pepa. Aceptó. Te invitaron con esa torpe cortesía mexicana de cumplido, que de antemano obliga a rehusar. Antes de salir Pepa te dio una servilleta de papel en la que escribió una especie de envío, en vano intentaste leerlo. Entendiste tu nombre, “Lucero”, mezclado con palabras desdibujadas. Descifraste “gracias”, “intensidad”, “momentos”.
Sonreíste al reconstruir de memoria los rasgos de Pepa. Sus facciones de niña inteligente y confundida, una combinación extraña. Por eso después cuando corregías los exámenes de tus alumnas, bajo la protección de los doce apóstoles presentes en una litografía de La última cena colgada en una pared gracias a tu gusto de solterona conservadora y tradicionalista, no te sorprendió reconocer al otro extremo de la línea telefónica la voz de Pepa explicando su necesidad de encontrarse contigo en alguna parte, de estar cerca de ti.
Aceptaste una cita para desayunar juntas y, aunque tu presupuesto reducido no te permite extravagancias, llegaste puntual a un lugar caro en el que sirven bebidas humeantes. Ella te esperaba en el interior de la cafetería vestida con un suéter y una falda grises. Llevaba el corto cabello oscuro peinado atrás de las orejas. Unos atletas alemanes, que indudablemente pertenecían a un equipo de futbol, ocupaban las mesas próximas. Metidos en sus chaquetas iguales de cuero negro conversaban animados. Aunque la identificaste enseguida Pepa te hizo señales con la mano como para ser descubierta esperándote. De nuevo fumaba sin parar y entonces intentó confiarte incluso el incidente menos significativo de su propia historia, que su urticaria era causada por un estado emocional inestable, que sus padres se empeñaban en sostener un matrimonio aparente donde el diálogo se evitaba de manera obstinada desde hacía cinco o seis años, que ella principió a psicoanalizarse pero aún no lograba ningún resultado positivo, ningún adelanto ni luz para su conciencia atribulada. Sus confesiones brotaban de prisa y las ideas se daban tropezones y no se esclarecían.
La veías fumar y te enternecías por sus ojos de niña desvalida, sus cabellos cortos, sus ojeras. La creíste hermosa, con una hermosura distinta a la de otras mujeres. Tu mirada resbalaba sobre ella, notaste la comisura de sus labios que se abrían y cerraban. Sus frases inconclusas no dilucidaban los pensamientos. De pronto reunió fuerzas y habló de lo que realmente deseaba hablar. Tres años antes tuvo una experiencia amorosa con una amiga y todavía no se recuperaba de esas relaciones. Cuando admitió eso la voz se le enronqueció. Siempre ingenua, a pesar de tus cuarenta años, comprendiste finalmente que en las confesiones de Pepa se planteaba una petición sobreentendida que te negabas a escuchar, sólo aprendiste a comportarte conforme a los ejemplos morales de esas tías tuyas protectoras de tu niñez huérfana y pobre. Practicas las enseñanzas de la doctrina. Arraigaron en ti los ejercicios espirituales preparados por el padre Mercado para un grupo entero de señoritas quedadas, a quienes consolaba con el argumento de que Dios no las guiaba rumbo al camino del matrimonio para reservarles el casto destino del celibato respetable; sin embargo ahora recuerdas, con una claridad irónica, que en tales momentos pusiste tus brazos encima de tu vientre virgen y conociste una enorme piedad por ti misma. Eso y muchas cosas inexplicables te impedían entender a Pepa.
Ella preguntó la causa por la cual no te habías casado. Balbuceaste el cuento de aquel maestro de música frecuentado en la escuela donde trabajas, aquel hombre viudo que aceptó una plaza rural en Michoacán y desapareció de tu existencia. “Quizá pude ser feliz pero nunca supe cómo”, precisaste. Pepa te miró con sus ojos sensibles y contestó que tal vez tuviste la felicidad al alcance de la mano sin permitirte aprehenderla. A pesar tuyo nuevamente intuiste en su respuesta una insinuación velada. “Hay gente que la quiere y usted no se deja querer”, dijo. Su voz simulaba un hilo apenas audible. “Quizás sí”, confirmaste. Pepa enmudeció y apesadumbrada te miraba con sus ojos suplicantes y humildes. No acertaste a tomar una actitud inteligente, deseabas explicarle que ella era una muchacha atractiva, capaz de elegir y amar a cualquier hombre, a un hombre como uno de esos atletas alemanes sentados frente a las mesas cercanas. Pepa no quería comprenderte. Adoptó una actitud desencantada. Contra tu voluntad, te reprochaste haberla defraudado. La juzgaste bella y frenaste el impulso de tocarle el pelo y acariciarle la piel de la mejilla; sin embargo recordaste que había pasado mucho tiempo y te despediste en aras de tus clases.
Pepa permaneció en su sitio. Antes de abandonar la salita llena de clientes, volviste la cabeza para echarle un último vistazo y la recuerdas inclinada sobre su taza de café moviendo el fondo con la cucharilla. Al llegar a tu aula, al abrir la puerta, te sorprendiste porque tarareabas una canción mientras reconstruías en la memoria los ojos negros y melancólicos de Pepa. Tus alumnas te encontraron risueña y le alabaste a Patricia el cambio de peinado, a Martha las pestañas rimeladas, a Bertha le aseguraste que eran bonitas sus medias color carne. Todo eso cuando pasabas lista y te interrumpías y tus discípulas comentaban tu inusitada amabilidad, y tú te descubrías a ti misma porque hasta ese momento jamás lo sospechaste.
Rosamaría Roffiel
Nació en el puerto de Veracruz el 30 de agosto de 1945. Además de múltiples artículos y entrevistas periodísticas, es autora de varios libros, incluyendo la primera novela lésbica-feminista de México, Amora. Es tía de tiempo completo, una lectora y cinéfila apasionada y una enamorada absoluta de la vida.
“Te quiero mucho” forma parte de su libro Corramos libres ahora, publicado por primera vez por la editorial FEMSOL en 1986.
Te quiero mucho
(1986)
Amar a una mujer casada (o a un hombre
casado, ¡da lo mismo!) todo un reto.
Una aventura de crecimiento interior.
Un verdadero aprendizaje de desapego
que no se va, que permanece.
Por supuesto, para Julia
Puesto que me lo diste tú, este cuaderno será para escribir nuestra historia. Aquí, lo diré todo. Tal y como ocurrió. Con tu nombre, mi pasión, con esas verdades que se acomodaron poco a poco en su justo lugar.
Fue una mañana, como a las diez. Caí accidentalmente en esas aburridas clases de historia del arte tan comunes entre las señoras del Pedregal. Ahí estabas tú, casi enfrente de mí, al otro lado de esa mesa larga vestida con mantel de fieltro verde, galletitas de Arnoldi y café de a deveras. Desde un principio supe que eras distinta, a lo mejor por esa vehemencia desbordante de tu ser entero. A veces, trataba de adivinar tu edad. Tus hijos ya eran adolescentes, y aunque tu pelo y tu figura juvenil me confundían, algo en tu cara me hacía imaginarte poseedora de esa mágica edad que son los cuarenta años. Atrás de tu risa intuía historias. Por ejemplo, seguro tenías un amante. Eras demasiado vital para dejarte engullir por esa línea gris y plana que suele ser el matrimonio. Eras un misterio agradable que se antojaba descifrar. Cuando intervenías, te escuchaba como si tus palabras fueran monólogos dirigidos a mí. Si no ibas a clase, tu ausencia invadía el salón, y cuando llegabas tarde y entrabas agitada, yo sentía rico, aquí en el estómago, sin saber exactamente por qué.
Así pasó casi un año. Entre tú y yo, sólo intuiciones veladas, frases esporádicas y una simpatía mutua que se daba fácil, solita, como esperando a que surgiera algo más.
El día de la comida para despedir al grupo tomamos vino blanco, ¿te acuerdas? Llevabas un huipil bordado de colores. Te veías lindísima. El vino y la tarde surtieron sus efectos y todas empezamos a bailar. Yo estaba azorada. ¿Señoras burguesas, casadas y convencionales bailando entre sí? Qué aliviane o qué inconsciencia, pensé.
De pronto la música nos unió. No me aguanté.
—¿Cómo es que bailan puras mujeres solas?
Sonreíste grande, con los ojos también, y respondiste traviesa:
—Es que en el fondo somos lesbianas.
—¿De veras?, te provoqué.
—¡N’ombre! ¿Cómo crees?
—¿Y por qué no? El amor entre mujeres es algo especial, y sabroso.
Me miraste llena de asombro.
—¿Tú ya has hecho el amor con una mujer?
Te toqué suavemente la punta de la nariz con el dedo índice y te dije:
—Sí, pero prométeme que vas a guardarme el secreto.
—Claro, pero… ¿un día me cuentas?
—Un día te cuento.
Pero nunca te conté porque no volvimos a vernos hasta ocho meses después en una reunión de excompañeras.
Cuando te vi entrar, sin marido, me dio gusto. Te acercaste y nos dimos un abrazo como nunca antes. Después de todo, desde diciembre compartíamos un secreto.
Te sentaste a mi lado. Pronto empezamos a reír criticando a los invitados. Cada vez que hacías un comentario me mirabas derechito a los ojos hasta provocar mi rubor. Al pasarnos la copa nuestros dedos se rozaban. Si te levantabas por una aceituna, oprimías suavemente mi hombro. La noche fue transformándose en un juego. Ambas nos dejábamos arrastrar por una corriente todavía sin cauce seguro. En medio de esa lotería de atrevimientos, volviste hacia mí tus ojos verdes.
—¿Te pregunto algo?
—Sí, ¿qué?
—De todas las personas que están en la fiesta, ¿con quiénes harías el amor?
Como era de esperarse, me ruboricé una vez más.
—Con una solamente.
—¿Quién? Insististe.
Ahora fui yo la que te miró directo a los ojos mientras te decía:
—Contigo.
Te estremeciste. Con las mejillas y las pupilas encendidas, acercaste los labios a mi oído:
—Qué bueno, porque yo también lo haría contigo.
El resto de la noche, la fiesta tuvo menos importancia. Como si fuéramos dos náufragas, nuestro rincón se volvió una isla. Sólo contábamos nosotras, y nuestra osa