NEGRO
NIÑO PERDIDO
LAS CUATRO DE LA MAÑANA. Ya hiciste que me levantara. Ahora vas a cumplir lo que prometías.
NIÑO PERDIDO. El chillido de la sirena me dolió; mi visión se volvió brumosa, me estaba costando trabajo respirar. Pude darme cuenta (un relámpago, un resplandor ciega más que la oscuridad) de que había mucha gente en la esquina de lo que creí Niño Perdido y Fray Servando, llena de gente y coches a las dos de la tarde. Mi piel se resecaba en oleadas: se entiesaba, mis ojos se consumían, había cenizas empozadas, me hundía, mi conciencia empequeñecía, el material de los sueños, ¿te acuerdas?, me pareció ver un cuerpo, ¡mi propio cuerpo!, hinchado al límite, globo viejo, explotaba, se desplomaba. ¡Me estoy muriendo!, alcancé a pensar, ¡ay, compadrito, ya me chingaron!, perdí la conciencia, supongo que durante segundos; una ola fulminante y terrorífica de calor desconectó cada partícula de mi cuerpo, y de pronto oí con claridad cimbrante que un cristal estallaba, grandes cristales se deshacían en astillas, finas agujas translúcidas, la membrana reseca y hedionda que me hermetizaba se desgarró. Y salí. Fue como si despertara con lucidez total. El mundo me pareció de una belleza insoportable, aunque se tratara de un paisaje de polvo y humo.
Un tipo me miraba: un viejo burócrata, de saco descosido, lustroso, corbata luida, más arrugas que pantalón. El viejo me sonreía, sus ojillos, terriblemente chispeantes, pícaros, rebasaban los surcos del rostro. Cómo tardó el camión, comentó, y viene llenísimo, agregó al instante. Yo apenas lo escuchaba, a pesar de que la voz me llegó con un timbre metálico, taladrante, que me sobresaltó. Miraba en mi derredor. Todo parecía recién creado en mi absoluto beneficio. Qué estrépito sordo. Qué profusión de morosa actividad de la primera tarde. Pulular de zombis adormecidos por el calor y la resequedad. Las bocinas, los motores, los malos humores de los coches eran nítidos en ese día que, por la magia de mi percepción, se había vuelto translúcido: me parecía ver pequeñas esporas ocres flotando en la atmósfera enrarecida. Los rostros se afinaban, se afilaban, surgían las porosidades de la piel de la gente como si las viera al microscopio; la profusión de voces y ruidos era clara a pesar del empalmamiento, podía diferenciar con facilidad todos y cada uno de los planos de sonido que escuchaba, tuve un sueño esta noche, decía una voz de mujer, estaba perdida en la selva, en la época de los dinosaurios…
El camión había llegado, repleto, pero aun así nos metimos más de quince. Subí en él, más bien: me empujaron. Me deslicé al interior, fui uno con la señora que decía ¡ay, Dios, si esto parece el metro!, y recordé que antes los autobuses repletos me causaban náuseas, deseos frenéticos de vomitar, uta, pinche vieja, si quiere ir cómoda por qué no toma taxi. Cómo taxi, joven, si no soy millonaria. Ora todos somos millonarios, rio alguien. Ay qué vida más amarga, dijo (sonriente) un estudiante de medicina que se parecía a Paul McCartney. Yo miraba con avidez, entregado al placer calientito de sentir tantos cuerpos, tantas respiraciones, tantas voces tan próximas que parecían salir de mi propia cabeza. La vida es dulce para todos, recordé, pero para quien vive muchas vidas en una es aún más dulce.
Mi atención se había desplazado de lo que me rodeaba: qué raro era todo, la brillantez cubierta por veladuras… Me daba cuenta, suavemente, incluso con dulzura, de que ignoraba a dónde me dirigía. ¿Para qué había tomado ese camión? No recordaba de dónde venía, qué había estado haciendo antes de ir a esa esquina. No recordaba lo que había sucedido en… ¿cuánto tiempo? Me vino la idea de que, dentro de mí, algo me trataba con una gran delicadeza; lo último que recordaba era el viaje que hice, en avión, de Ciudad Juárez al Distrito Federal. Cuando el avión se estacionaba vi despejado el cielo de la tarde, el viento venía del este, de los volcanes, ¡se veían los volcanes! Caminé como todos por un largo corredor, junto a gente de distintos uniformes que parecía muy activa; entré en la sala de espera y busqué a mi hermano Julián… ¿Cuándo ocurrió todo eso?
Perdone, pregunté al viejito que me miraba con ojos de coyote y que casi se había incrustado en mí, con sus emanaciones alcohólicas. Dígame, contestó. Muy amable el hombre. ¿Qué día es hoy?, inquirí, y me sonrojé al ver la fugaz (un parpadeo) expresión de pasmo y suspicacia que el viejo me dedicó. Miércoles, respondió. Hice a un lado la idea de que el viejito hablaba con una voz bien modulada, grave, de actor, y dije: sí, señor, ¿pero de qué mes y de qué año? El viejo me miró con calma (nos hallábamos, te juro, frente a frente, con las narices pegadas): para él debía ser normal que la gente ignorara el día, el mes y el año en que vivía. El viejo respondió e incluso me dio la hora. Yo trataba de contener la risa mientras hacía rápidas cuentas mentales. Me resultaba divertidísimo advertir que no recordaba, en lo más mínimo, lo que me había ocurrido en los últimos seis años.
¿De qué se ríe, amigo?, preguntó el viejo. De un chiste que acabo de recordar, le expliqué. ¿Qué chiste?, insistió él (pacientemente). Varias personas nos miraban. Apuesto a que ya se lo sabe, es aquel del león que festeja su cumpleaños y un sapo, a todos los planes de la fiesta, comenta ¡qué a todo dar! ¿Se lo sabe? Qué chinga se llevó el cocodrilo, terció Paul McCartney y varios de los que iban allí comprimidos se echaron a reír (¡qué resplandor!).
Verifiqué fecha, hora y destino. Mi risa se había desvanecido (gradualmente) y en ese momento me venció la impresión de que para entonces todos me veían, molestos; yo había desencadenado la risa con la pequeña ayuda de Paul McCartney (ay qué vida tan amarga). El viejito encoyotado entrompetó los labios y procedió a silbar silenciosamente, de lo más tranquilo; casi podía sentir la fetidez en mi nariz y evocar unos dos o tres cartones de cerveza Victoria, llamada también Vicky, ¿habrá todavía cervezas Victoria? Y casi habría podido reconocer la tonada si no me hubiera llegado la idea de que seguía sin saber a dónde iba, de dónde venía, el laberinto oscurísimo bajo la luz tajante de la primera tarde. Al mismo tiempo experimentaba una libertad absoluta; nada me impulsaba, nada me obstruía, nada me detenía. Simplemente estaba, como planta, animal, piedra. Pero tenía que ir a alguna parte. Es favorable tener a dónde ir, ¿no es así? Un agujero repentino en la pradera otoñal. ¡Bajan, bajan!, grité en ese instante, y el viejo (qué bien me caía) echó la cabeza hacia atrás… Advertí que había habido un velo de alarma en mi voz. Pero los demás no me miraban, habían vuelto a hundirse en sus ensueños, arrullados por la confusión en sus aposentos interiores, el estrépito de la calle. Es favorable tener a dónde ir. Yo creía, aunque era consciente de cuán falsa era la impresión, que me miraban con hostilidad. Bueno, es una paranoia ciertamente tolerable, pensé cuando me abría paso para llegar a la puerta de bajada. Pos el permiso lo tiene pero a ver: pásele. ¡Bajan, bajan!, volví a gritar, pero ya sin aprensión, incluso con una sonrisa. El viejito había estado silbando (o más bien soplando) «Amor perdido», pero el brillo de los ojos indicaba que no había perdido nada, ni amor, dolor, tocar el tambor, sentarse ante el crepúsculo (se abre la grieta) y llorar la vejez: todo eso estaba más allá de él, o eso opté por creer cuando llegué a la puerta. Me di cuenta de que el viejo había estirado el cuello y no me perdía de vista. Ay, canijo, no pise. Si no quiere que la pisen, indiqué con mi voz más torva, como exigía la ocasión, por qué no toma taxi. Salté rápido a la banqueta para evitar que me arrollara el gentío de la esquina.
VISTAS DEL CENTRO DE LA CIUDAD. …No me reponía aún del impacto de encontrar el zócalo atestado de gente que sorteaba las zanjas, algunas profundas, las grandes máquinas que se empolvaban, las casetas y las tiendas de campaña; en la contraesquina de la catedral y los portales había un rincón de puestos de fritangas, de discos e ínfimo contrabando. También vi áreas aisladas por polvosas bardas de aluminio. En las vías el embotellamiento seguía trabado como perro después de coger. Frente al balcón presidencial habían levantado graderías de tubo liviano, y allá me fui a sentar: abajo había gente, así es que subí a lo alto, donde sólo vi una pareja de preparatorianos ausente del mundo. Me sentí bien en las gradas, de espaldas al costillar de tierra removida y plagada de gente que era el zócalo. ¿Por qué estaba así? Misterios insondables. Me intrigaban, en especial, las bardas de aluminio, ¿escondían la entrada a nuevos hallazgos arqueológicos? ¿La panza de la ciudad seguía devolviendo monstruitos ancestrales? Después de todo siempre estaban allí, listos a cobrar vida en cualquier momento, el hemisferio inexplorado, el lado primordial a flor de piel, póngase su penacho, no le saque, hasta ese momento reparaba en que los guardias presidenciales no lo eran, es decir: eran soldados con uniforme de camuflaje, de manchas de distintos verdes opacos. Eso me hizo advertir que demasiados gringos entraban y salían del palacio municipal, no iban a ver los murales de Diego precisamente, parecían diligentes ejecutivos y militares en plena chamba. Oí el ruido chillante, taladrante, de una patrulla. Como no le abrieron paso se subió en la banqueta, entre el corredero de gente. Por allí tampoco se pudo avanzar.
Frente a mí, el balcón presidencial. A dónde demonios fui a parar, pensé, así es esto de las sincronicidades… El balcón estaba muy desmejorado, los toldos rojos oscurecidos por las capas de polvo y el tizne de los aceites. Algún residuo de símbolo viviente debía de conservarse allí, después de todo. Cuánto gringo entraba y salía de palacio.
Como no lo entendía (por el momento) dejé de fijarme en lo que me rodeaba. Los codos en los muslos, la barbilla en la palma de las manos, trataba de recordar y no podía, no llegaba el golpe de un recuerdo total, autocontenido, autorregulado, autónomo, que posesiona y reproduce la intensidad de emociones y matices de lo que ocurrió. Sin embargo, brotó en mí una imagen que en ese momento consideré absurda, incomprensible: caminaba con un niño bellísimo de cuatro años en una tarde asoleada, yo lo llevaba de la mano y él decía ¿verdad que todos los tiranosaurios del mundo caben en la bondad de Dios? Dejé pasar la imagen: no tenía caso desentrañarla sin los datos indispensables; además, sus efectos eran notorios: me había emocionado de una manera deliciosa. Suspiré. Mi mente quedó en silencio. Me maravillaba lo que me ocurría: era tan poderoso, tan nuevo, que desvanecía lo demás. No sabía cómo ni por qué había aterrizado en esa amnesia peculiar. Tenía a mi disposición todos los datos de mi vida anteriores a los últimos seis años, de hecho era una avalancha de recuerdos que se codeaba por salir: aporreaba la puerta, metía el pie en la rendija, se asomaba por la cerradura…, pero de los seis anos anteriores, nada. Absolutamente nada. Sabía que una amnesia de ese tipo suele deberse a un suceso, o a una serie de hechos, de tanta fuerza que simplemente no se podía soportar, la mente entonces hacía a un lado lo ocurrido, y de paso borraba todo un tramo de la cinta, seis años aprox en mi caso, pero si lo ocurrido se había desvanecido, pensaba, por algo sería, en todo caso me sentía como si hubiera vuelto a nacer, en paz, en un silencio interior que podía graduar, modular, para domar el escándalo de la Plaza de la Sumamente Desmadrada Constitución.
…Cada vez que concentraba la memoria en mi vida anterior más inmediata mi mente se limpiaba, se abrillantaba, incluso tuve la visión (¡hipnagógica!) de una mujer que tarareando barría los pisos oscuros de mi interior como si fuera un zaguán de vecindad. Algo que quería encenderse en mí, una llama mortecina trataba de avivarse. Pero no se concretaba nada. Nada. El esfuerzo me inquietaba, ensombrecía el bienestar, la paz, la afilada lucidez, la seguridad total, el verdadero poder, eso es el poder, me dije: un estado de ánimo que hace posibles portentos. Todo indicaba que no debía presionar. No recordar. Si presiono pierdo la fuerza. Si la yegua es tuya déjala ir, solita regresará al séptimo día, al haber gatos no hay ratones… Casi salté al ver que llevaba una verdadera fortuna en billetes de diez, veinte, cincuenta y cien mil pesos, ¿pero cuándo hicieron esos billetes? ¿Habría de millón, de medio millón? Un aguijonazo de inquietud. Los nuevos soldados de palacio no me latían nadita, ¿de dónde salía ese dineral? Además, y eso me sorprendió (me escandalizó), llevaba el dinero en una cartera, muy mal muy mal, antes jamás usé cartera. En ella encontré una copia fotostática de mi cartilla, otro uniforme, reglamentario casquete corto como los borreguitos que en esos días, si es que aún se conservaba la vieja ceremonia ritual, se empanizarían de polvo allí en el zócalo y jurarían lealtad a la matria. Me sentía excitado, con una leve sombra voyeurista. Encontré una placa que no reconocía, un carnet de identidad de la Secretaría de Gobernación. ¿Y eso? Peor. Mi foto (muy serio, de hecho: enojado). Números en relieve, perforaciones, firmas: la mía en un espacio más visible. Y licencia de manejo. Me carga la chingada, pensé, está mal eso. Cómo licencia de manejo. Al menos no tenía resellos. Y era de Jalapa. ¿Por qué de Jalapa? Porque allí seguramente la transa fue sin problemas y chance hasta gratis. Para colmo de males mi rostro deslavado en la fotografía avivó en mí el deseo casi frenético de verme en un espejo, incluso me cruzó la idea (un parpadeo) de que bien podría tener aspecto diferente, hallarme en un cuerpo distinto. Pero era absurdo. Después me vería en un espejo. Allí no había ninguno y el balcón presidencial de plano era pésima pantalla de proyecciones. Me conformé con que mi propia voz me sirviera de prueba, de definición operacional, de seña de identidad: uno dos tres cuatro, probando, probando, algo pasa aquí y tú no sabes qué es, ¿o sí, señor Jones?, si te has creído que yo soy recargadera búscate otro que te apoye. Varias sirenas escalofriantes me hicieron un coro: un estrépito de ratas que casi me hizo tirarme de lo alto de las gradas y estrellarme en el suelo sagrado de la Plaza de la Chingada. Quién sabe cómo un cordón de soldados fue metiéndose entre los coches en una de las esquinas y empezó a desviarlos hacia otra calle. Varios motociclistas lo apoyaban. Otros procedieron a arrear a los coches que seguían atascados frente a mí. Hacían chillar las sirenas e insultaban a los que manejaban, órale, muévanse, cabrones, muévanse, ahí viene el presidente. La gente de los coches volteaba para otra parte: la vieja táctica del avestruz, porque sólo podían moverse unos cuantos metros. De palacio salió un largo féretro rodante, negro lecho de lámina, bien lavado y encerado por algún aspirante a salario mínimo. Tras esta nave seguían dos tres más llenas de guaruras. La negra limusina no trajo a los Rolling Stones o a algún negro forrado de lana, sino al mismísimo Presidentejo, el Galán de Traje Oscuro, el de Camisa Estratégicamente Grisperla y Vigoroso, Patriótico, Nudo de Corbata. Una raya en la boca, casi rictus, lo parapetaba del ruidero.
No lo podía creer: la gran limusina del Jefe Mangotas tenía una fea abolladura en una salpicadera, cómo podía ser que nadie la hubiera arreglado ya. Acababa de pensar eso cuando el auto se descompuso. Dos hombres bajaron, abrieron el cofre y revisaron el motor. En tanto, atrás de nosotros (de la gradería de tubos), se habían agrupado muchos andrajosos que gritaban iracundos. Allá venían más, subían y bajaban los montones de tierra, corrían por las losas de concreto, rebasaban al gentío. Un grupo de soldados avanzó hacia la gente que gritaba. Cortó cartucho. La gente comenzó a dispersarse, entre mentadas de madre se perdía entre los coches; otros más llegaban apresurados, veían que todos se alejaban de los soldados, estiraban el cuello, localizaban al presidente en su limusina y seguían su camino casi sin detenerse. Una densa cortina de soldados se había formado a todo lo largo de palacio y en la banqueta opuesta de la plaza.
Nunca supe cómo me le quedé viendo al preciso; seguramente fue sin querer, una de esas ocasiones en que la mente de pronto vuela por su lado y la vista se queda anclada en algo, o alguien. Ahí estaba yo, viendo al buen hombre sin darme cuenta, hasta que de pronto lo sentí: una piedra pesada en el cogote. Nos miramos. Fíjate nomás. Vi una mirada ausente, lejana, con todo tipo de apuntalamientos, charco gris donde se revolvía la irritación, la inquietud, fastidio, incomodidad, fatiga, tensión contenida, los hijos de una máscara de afabilidad cuasifraternal, no si yo de veras te lo digo, y a mí me ocurrió entonces lo más increíble del mundo, un verdadero portento y una atroz, doble, toma de conciencia: tuve la impresión rápida pero exacta (un resplandor) de que me hallaba en el interior del ejecutivo de ejecutivos y que con sus ojos contemplaba mi propia mirada, al fin veía mi rostro: el mismo de siempre: no mostraba ironías o desafíos, sólo una fuerte, profunda, severa, vaciedad (con tonos afectivos de telón de fondo)… Pero ya estaba otra vez en mí y vi que el presidente tensaba las maquilladas facciones, algo se apagó, un oscuro remolino, que en realidad no era nada, apareció en sus ojos. Era urgente dejar de mirarlo. Esa cara explotaría en cualquier momento y sólo quedarían, en la intemperie, redes de cables de colores entre líquidos viscosos. También pensé que quizás él pensaba que un oscuro y vulgar ciudadano (que ni siquiera recordaba el último sexenio de su vida) de ninguna manera tenía derecho de mirar, de frente, los ojos del ciudadano doctor presidente de la república. Le hice un guiño; no a la endeble humanidad maquillada sino al escalofriante arquetipo que después de todo la albergaba (algo le dejaría, sin duda): tranquilo, mi presidenloco, no se deje llevar por sus pestilentes furias. Con la conciencia del riesgo apagaba la risa que me quería salir; era fuerte la proximidad de un brillante, impaciente, indiscutible, peligro, esa gente no es México, no no no, esos que tienen el vicio del metro no pueden ser México, dónde está el laxante, a ver a qué hora se calla este imbécil, no me quiero dormir otra vez con el cuello torcido, a ver si esta vez me maquilla con cuidado, esto es inconcebible, ¡no pusieron papel higiénico!, cómo de que se volvió a descomponer el helicóptero, entiende, entiende, en este momento no se va a poder, esta vida me está matando, dónde están las gotas de los ojos, pujidos y retortijones, la patria está en la desgracia, pero es un problema internacional, y usted, óigame bien, usted, yo no estoy loco: me estoy pudriendo, no quiero que por ningún motivo se repita, sí sí, cómo quiere que le sirvan su whisky, con muchos huevos hay que enfrentar a esta bola de cabrones, perdón por lo de bola, por menos que eso me los puse a todos contra la pared el día de San Valentín allá en Chicago, I-lli-nois.
Tenía rato que el Jefe Mangotas no me veía, de nuevo nos separaban años luz, todo era normal en esa tarde polvosa y pesada; yo seguía siendo parte del pueblo, carne de gradería. Ya habían arreglado la limusina pero el embotellamiento se había apretado aún más, oscurecía el ambiente como si, de pronto, sin transición, estuviera a punto de ser de noche, ya era de noche, la hora del lobo bergmaniano, qué oscura podía ser esta ciudad de México en su más antiguo centro, quién gritaba allá en las zanjas, quizá las misteriosas bardas de aluminio cubrían las entradas a salas (subterráneas) donde los policías (de civil) se entretenían con la picana, el tehuacán, el pocito, o de plano asesinaban a los miles de detenidos, eternamente las antorchas encendidas, ¿qué tenía en los ojos que tantos gringos veía?, mejor bajé las gradas tubulares y, muy despacito, como quien no quería la cosa, me fui del zócalo.
SI TAN SÓLO PUDIERA RECORDAR CÓMO ME LLAMO. Tomé asiento a la barra de una cafetería de la Torre Latinoamericana, sorprendido de que todo fuese familiar y, al mismo tiempo, tan distinto. El local estaba muy deteriorado: atrás de los espejos eran visibles grandes grietas; en vez de la pintura que se requería de urgencia abundaban letreros que anunciaban los platos del menú. No eran posibles semejantes precios. Cuando menos cada cosa costaba mil veces más que seis años antes. Luego entonces yo no tenía tanto dinero. Muy mal. Sin embargo, no me importaba, todo parecía lleno de vida. De golpe recordé la historia (¿cuándo la leí, cuándo la leí?) de aquel planeta que el león del cumpleaños había creado con el solo auxilio de su voz bien temperada, donde todo era tan nuevo y fértil que si una moneda caía al día siguiente había un árbol de dinero.
Ya tenía frente a mí un bistec encebollado, y cuando vi la carne, y supe que la iba a comer, una emoción avasalladora creció desde mi raíz y brotó. Me cimbró. Te juro que me faltaba el aire, mis ojos se humedecieron y mi cuello se cimbró. Alcé el rostro y vi, a mi lado, a un viejo que leía el periódico y chiquiteaba una cerveza. Tuve la seguridad de que ya lo había visto, pero, más bien, de pronto pensé que ese viejo era bellísimo, todo él condensaba, quién sabe cómo, lo que me había ocurrido, y lloré un flujo incontenible, silencioso, de lágrimas. El viejito se volvió hacia mí. Parecía más bien pobre, un burócrata de última categoría, sumamente desaliñado, pero había algo en él que revelaba una dignidad peculiar, cierta fuerza inclasificable, ¿dónde lo había visto? me pregunté, ¿dónde?
El viejito casi se cayó de la sorpresa al verme llorando sin el más mínimo pudor. ¿Qué le pasa?, me preguntó. Nada, respondí, estoy llorando nada más. ¿Se siente usted mal?, insistió al ver que, a pesar de las lágrimas, yo le sonreía con verdadera simpatía. De veras no, mire usted, el doctor me recomendó que llorara antes de los alimentos para que no me doliera lo caros que están, además de que un buen llanto, discreto, incluso: elegante, facilita la digestión. Empecé a reír, quedito, hiena perezosa, limpiando mis lágrimas con una servilleta (áspera) con la que también me soné. El viejito también se reponía de una sucesión relampagueante de sorpresa, desconcierto, simpatía, suspicacia, hasta que por último sonrió, condescendiente, y volvió a su periódico.
Yo ataqué (textualmente) la carne, y a pesar de los mantos de grasa que parecían petrolíferos me supo deliciosa. Pensé que cualquier cosa que me hubiera ocurrido me había dejado definitivamente loco. El hombre del periódico (¿desde cuándo existiría ese periódico?) pidió otra cerveza y, mientras la bebía con sorbos mínimos, delectantes, sus ojos invariablemente se resbalaban del periódico hacia mí, y supe que el viejo se moría de ganas de iniciar una conversación, pero no hallaba cómo hacerlo. ¿Dónde lo había visto? Parecía reconocerme. Pensé que debía darle una ayudadita pero, con una sonrisa traviesa, decidí que le costara su trabajo.
Oiga usted, aventuró el viejo finalmente, con un tono casi despectivo, como si adivinara mis pensamientos, ¿ya se siente usted bien? Le juro que no me he sentido mal, informé, sonriendo con amplitud porque, sobre todo después de haber comido, me hallaba de un humor inmejorable. El viejito titubeó unos segundos y vio de reojo su periódico: Los Empresarios Aseguran Que la Crisis se ha Sorteado, y por último ignoró lo que yo le había dicho. Me miró con detenimiento, examinándome. Qué risa me daba. Ándele, dijo el viejito, cuente usted lo que le aflige, yo ya estoy más allá del bien y del mal y a lo mejor hasta le ofrezco un buen consejo. ¿A qué se dedica usted?, curioseé. No no, replicó el viejo, con firmeza, meneando la cabeza salomónicamente, este pobre tipo caguengue se quiere pasar de listo, ¡qué atrevimiento! Parecía escoger las palabras con lo mejor de su tacto. Hable usted, amigo; esto es, si quiere, matizó al instante, porque si no quiere, nada. Fíjese, dije, un tanto truculento, que en el ejército me dieron una droga rarísima. Me sorprendió mucho lo que dije. El viejo pareció notarlo. Ah caray, a ver, barájela más despacio, pidió, interesado; no me extrañaría nada porque en estas épocas todo es posible, además hace algunos años se publicaron unos reportes que/ No, hombre, no es cierto, interrumpí, controlando la risa; perdone usted, estoy bromeando, estoy de buen humor, no es que quiera molestarlo.
Molestarme… repitió el viejito, torciendo la boca; a mi edad esas cosas ya no me preocupan, yo no tengo vanidad, así es que dígame entonces por qué se siente tan contento, no me vaya a salir otra vez con el viejo chiste del cocodrilo que se llevó la chinga, añadió, con los ojillos entrecerrados. Lo miré con sorpresa: claro, se trataba del mismo viejito que, en el camión, me había informado en qué día, mes y años vivíamos. Él sonrió, divertido, al advertir que hasta entonces lo reconocía, y en ese momento exacto tuve la convicción de que a él podía contarle lo que me había ocurrido. Está bien, avisé, le voy a contar, agregué, y lo hice. Pero no tiene caso repetirlo.
Eso se llama amnesia, precisó el viejito, con seriedad, una vez que terminé de hablar; era evidente que no quería externar sus dudas y que nada de lo que había oído le impresionaba. ¿Es verdad todo eso que me ha contado?, preguntó después, con cierto aire severo. Se lo juro. ¿Y no ha logrado recordar algo? No. ¿No se acuerda usted de nada, de nada? Yo estaba disfrutando enormemente el interrogatorio y respondí: nada, nada.
¿Y eso lo pone de buen humor? Yo diría que más bien debería preocuparse, a no ser que sí recuerde perfectamente bien y crea que fingir no recordar es lo mejor. ¿A qué se dedica usted?, pregunté, porque el viejito en verdad me interesaba, en especial me intrigaba ese aire de seriedad y de naturalidad, el brillo coyotesco en los ojos; debía ser muy viejo, cuando menos de unos setenta u ochenta años, y sus cabellos ralos, canosos, eran hilazas adheridas al cráneo. No acababa de sorprenderme el hecho de que, tan sencillamente, le hubiera referido toda mi aventura, y eso me hacía sentir un gran afecto hacia él. Es que, tú sabes, soy querendón. Pensé que mi primera reacción al verlo, considerarlo un viejo bellísimo, bien podía tener sus fundamentos, si es que no se trataba de una proyección de mi estado de ánimo expansivo. Aunque ese viejo también podía tratar de pedirme prestado en cualquier momento. O venderme algo. En todo caso no dudaba de una evidente empatía con él.
Ah qué cosa más rara, comentó, más bien para sí mismo, esta cuestión de la memoria y el olvido, como en cualquier viejo que se dé a respetar, es una de las que más me apasionan, añadió, mirando su cerveza vacía. Con la vista buscó al mesero, lo encontró y le mostró su botella vacía. ¿Y qué piensa hacer?, ¿quiere un cigarrito?, ofreció. Venga. El viejo encendió un cerillo y me acercó la lumbre. Creí que nuestra cercanía, con la llamita de por medio, qui iuxta me est iuxta ignem est, le confería una peculiar intimidad. No sé, fíjese. Creo que puedo recordar perfectamente lo que me sucedió antes, en realidad jamás creí poder acordarme con tal exactitud de cosas tan viejas, no agraviando a los presentes. No se mande, joven. Es como si de pronto fuera ya viejo y me llovieran recuerdos de infancia, de mi juventud, pero en cuanto a los últimos seis años… nada. Me he concentrado un par de veces en recordar, pero estoy completamente bloqueado… ¿Sabe qué?, agregué, lleno de excitación repentina, todo esto es muy extraño, le juro que todo me parece nuevo, como si acabara de nacer.
Y eso lo pone contento.
Sí, sí.
Pa mí que debería ver a un doctor. Un siquiatra.
Puede ser, concedí, después de una pausa mínima. En realidad ya lo había pensado. Iba a explicarle que había rechazado la idea de ver un médico porque no me sentía mal, y a los médicos hay que verlos cuando uno se siente mal, no cada vez que ellos quieren, ¿verdad?, y que además comprendía muy bien que seguramente me hallaba enfermo, nada de lo que me ocurría podía ser normal, pero no todas las enfermedades requieren a un médico, ¿no es así?, ¡por suerte!, pero no dije nada: había recordado de súbito que en las bolsas de mi pantalón se hallaba mi cartera y que en ella había documentos que el ciudadano presidente de la república me había impedido examinar. Sin decir nada, extraje la cartera. El viejito, muy interesado, se inclinó casi sobre mi hombro para poder ver mejor, y me pareció percibir un destello de codicia cuando vio los billetes. Saqué con rapidez la cartilla, la licencia, y con ellas cubrí la cartera. Mire, dije, pensando fugazmente que todo eso era el colmo de lo absurdo, pero sin que el pensamiento me turbara, aquí está mi cartilla y mi licencia; de la cartilla me acuerdo bien, podría contarle con detalle cómo la obtuve… Luego, luego, replicó el viejo, porque debe ser un cuento interesante, todas las historias de cartillas son siempre interesantes…
…Pero no puedo recordar nada de la licencia. El viejito se hallaba prácticamente recargado en mi hombro, viendo la licencia. Su olor no era nada grato. Es de hace un año, informó. Sí. Y no es del De Efe. ¿Qué cosa? Digo que no es de aquí, fue expedida en Jalapa, Veracruz, hace un año. Pronto va a tener que ir a resellarla. Las cursivas fueron del viejo. ¡Resellarla!, canté y observé detenidamente la fecha y el lugar de expedición hasta que la licencia perdió el foco, difuminó sus contornos, y frente a mí sólo quedó un rectángulo fulgurante que desparramaba luz blanca; en momentos la fotografía y las letras se desvanecían casi por completo y ocurrían cambios instantáneos de tonalidad; la licencia se volvía casi metálica, despedía brillos intensos, era una mancha de luz vibrante, pero, después, en fracciones de segundo (¡un relámpago!) se oscurecía sin perder una brillantez extraña; luego, todo emergía de nuevo, saltaba hacia mí con una nitidez desquiciante, se convertía en un trozo de eternidad, y yo casi podía ver con los ojos de la fotografía la expresión de pasmo de la vaca que contempla el mundo y no lo ve, con una vaga, elusiva, añoranza de algo que le hace falta…
…La boca entreabierta, ojos bovinos, suspendido me hallaba frente a ese pequeño rectángulo que se oscurecía, se abrillantaba, desaparecía, se recomponía nuevamente. Algo quería llegar a mí, estaba a punto de recordar algo.
El viejo (tan cerca de mí) me tocó el hombro con suavidad. ¿Usted vive en Jalapa?, me preguntó, ignorando la expresión de pasmo total al descubrir en mí al viejo a mi lado. Pero allí había estado todo el tiempo, ¿verdad? ¿Qué cosa? ¿Jalapa? Pues no sé. En Jalapa vive Jorge Ruffinelli… Es una pequeña ciudad deliciosa, calificó el viejo. Quiero decir, no recuerdo haber estado nunca allí, vaya uno a saber. Supongo que sí, como indica esta licencia. No sólo los poetas tienen licencias, ¿o no? El viejo sonreía. Una nube deshilachándose. Advertí entonces que me hallaba perfectamente a gusto y que la comunicación con ese viejo era tan fácil que me hacía mirarlo con gran simpatía.
Así que usted se llama Lucio, comentó el viejo, con la vista aún en la licencia.
Lucio Paraservirle Asusórdenes, pensé, recordando a los enanos tolkienenses, pero sólo dije: ah sí.
Yo soy Juan José Salazar Saldaña, mucho gusto.
¡Encantado!, respondí automáticamente, sonriendo, porque los dos, cuánta formalidad, nos habíamos puesto en pie para estrecharnos las manos (con brío). Esa formalidad repentina me pareció deliciosa, y reí nuevamente. El viejo rio también.
¿Y qué más tenemos allí?, inquirió con una miradita picaresca, la sombra de un guiño en sus ojos. Se estaba animando el pinche viejo. Ya había pedido otra cerveza. Claro. A ver, dije, e iba a abrir unos papeles doblados cuando, de entre ellos, cayó una fotografía, tamaño postal, cuyo color derrapado denunciaba la polaroidización del momento. La fotografía fue a dar al suelo, y con una agilidad que juzgué increíble me incliné y la recogí de entre los pies del viejo Salazar Saldaña, cuyos zapatos no habían limpiado en lustros y se hallaban en las fronteras del huarache.
Me reacomodé en la barra, mientras el viejo Salazar Saldaña de nuevo se recargaba en mí para ver la fotografía cómodamente. En la foto aparecía una mujer joven que sonreía, un poco a fuerza. A su lado se encontraban dos niños pequeños, de cinco y cuatro, o de cuatro y tres años de edad; ambos de cabellos tan largos y de rasgos tan finos que no se podía saber si eran niños o niñas. Los rostros, muy serios, eran radiantes, y esa luz interior les confería una belleza vigorosa, matinal. Mis ojos tiltearon hacia la mujer, que era atractiva, de cabellos largos, negros, ojos que a pesar de la polaroid parecían claros, y de torso (hasta allí se veía) bien delineado, con senos abundantes y firmes. Sus manos descansaban en el hombro de cada niño, posesivamente, y algo en su mirada reflejaba un carácter fuerte, conflictivo. Elucubré que cuando se tomó la fotografía la mujer se hallaba «muy apurada» y que posó con renuencia, ¡ay, Lucio, cómo te pones a tomar fotos ahorita!, ¿no ves que está sonando el teléfono? ¿No oyes ladrar los canes? ¡Mi amor, diles que no me capen! Había un destello de sonrisa (labios delgados) en beneficio de la posteridad. Posteridad: salón lleno de carteles. Quizás ella había contagiado su ánimo a los niños, pues ellos, a pesar de su radiancia, parecían un tanto incómodos, receptivos a las indicaciones de los mayores, pero también con un aplomo natural ante cualquier objetivo, por muy Polaroid que fuese, y con una sonrisa fresca ante las seudobromas que alguien les dedicaba (¿yo les había dedicado?), algo así como bebés, sonrían con un carajo, no sean rancheros. Claro que yo nunca había tomado esa fotografía.
La fotografía me absorbió aún más que la licencia. Algo se removía en mí, una inquietud desagradable succionaba mi energía, alguien trataba de desclavar duelas desde el subsuelo; tenía la impresión de que esos rostros me eran absolutamente desconocidos (prohibido estacionarse en lo absoluto), indescifrables (quítate, burro, porque te apachurro) pero que, sin embargo, se hallaban muy próximos a mí (verifique hora, fecha y destino).
¿Es su familia?, me preguntó el viejo. ¡Yo qué sé! Toda mi serenidad se despeñaba, y en su lugar ascendían oleadas incendiantes de intolerancia. Pero la seguridad dogmática de don José, o de Viejosé, o del señor Salazar Saldaña (qué divertido es esto de los nombres) me devolvió el buen humor. Indudablemente se trata de su familia, amigo Lucio. Amigos los huevos y no se hablan, dije, provocativo. No me hizo caso. Mire nomás a este chamaco, agregó, señalando el rostro de uno de los niños: se parece mucho a usted. No exagere, José. ¡Cualquier cosa menos que me diga José!, protestó el viejo, ¡confianzudo!, añadió después (sonriendo). No exagere, pues, pinche viejo. Salazar Saldaña me miró, sonriendo y aquilatándome. No exagero, dijo, finalmente, enfático: son la misma imagen suya, como dos gotas de aceite. Nunca nos metemos en las mismas gotas de aceite. Usted sí. Vi y volví a ver la fotografía, pero no hallé el parecido, y cuando me pareció encontrarlo mi incomodidad era tanta, oprimía con fuerza desde el interior, que creí estar alucinando. Hasta el piloto automático se desvaneció. Yo le veo cara de Pepito, dije (débilmente). Yo le veo cara de niñito, respondió el viejo, concluyente. Había tal autoridad en su voz que él mismo se dio cuenta y sonrió. Sonreímos. ¿Por qué Pepito?, preguntó después. No me haga caso, hombre, digo lo primero que se me viene a la cabeza. Igual que todos, veredictó el viejo.
Iba a preguntarle si tenía hijos, pero Salazar Saldaña veía la fotografía con lo que parecía enorme interés. ¡Qué viejo tan payaso!, pensé. La señora es muy guapa, ¿eh?, ya la quisiera yo para cualquier día de plaza. ¿Qué? Digo que sí, sí es, concedí, un poco distraído; cada vez que fijaba mi atención en la fotografía la paz de mi espíritu se enturbiaba y me abría a una inquietud caliente, hiriente, deseos enormes de ponerme en pie de un salto y estrangular al anciano. Tuve una imagen (clarísima): una piedra rodaba hasta el fondo de la barranca, todo México es una inmensa barranca, or so they say. Quise irme de allí en ese mismo instante, pero una necesidad invencible, ¡la hora del destraume!, me devolvió a la fotografía. Me concentré en el rostro de la mujer. Con detenimiento revisé los ojos, muy grandes y rasgados, tan grandes que en un tamaño postalero de polaroidosa calidad (¡claro que yo no la tomé!) aparecían de color claro… Claro, claro. El revelado puede ser terrible, sentencié, y de pronto guardé silencio. Me hallaba alerta, sabía (silenciosamente) que si prestaba atención a mis pensamientos podría obtener, de una manera indirecta, muchos datos de los últimos seis años. Pero continuaba descifrando la fotografía (árboles desenfocados, luz pastosa, barrida, sobrexpuesta, qué pésima impresión), examinándola a ella… Ella no usaba maquillaje.
Pero ya no necesitaba ver la fotografía. Para estas alturas, nuevamente me había impresionado el silencio que me habitaba. No había nada (ah, sí): en instantes como ése yo obtenía acceso gratuito a un territorio superior, afín a las constelaciones y a las más húmedas raíces del subsuelo, donde se deambula con los instintos quietos junto al agua sosegada, donde me yergo de pronto y tengo el privilegio de ver mi propio rostro envejecido. Sí: voy a tener más de noventa años, tendré la piel morena enrojecida, los ojos llameantes, húmedos; la piel rayada como la palma de mi mano, largos y flotantes cabellos blancos, la fiebre de las canas, s u s p e n d i d o…
Suspiré (suspiramos) y miré al viejo, quien parecía (también) colgado de algún rincón de su cartografía interior, la mirada fija en una fotografía inexistente. ¿Qué estaba usted pensando?, pregunté. ¿Yo? Sí, claro: usted. Nada, respondió Salazar Saldaña finalmente, viéndome como si acabara de despertar. ¿Nada?, insistí. Me hallaba seguro de que, momentos antes, y como me había ocurrido a mí, ningún pensamiento, ningún pensamiento había cruzado su mente (un lago subterráneo), y de que sólo había existido, para él y para mí, una conciencia sin palabras.
Nada, respondió el viejo, nada.
YAUTEPEC
Años antes, Lucio y su mujer (digámosle Aurora) deciden pasar unos días en un pueblo del estado de Morelos. Victoria, una amiga, les ha prestado una casa, es vieja, no creas que es la gran maravilla, no te vas a parar de pestañas al verla, las paredes son de adobe, ves, y hay que sacar agua del pozo pero creo que ya hay luz eléctrica y el pueblo, eso sí, es algo lindo, habías de ver los alrededores tú, hay un río precioso, te va a encantar.
Suben en el auto, entusiasmados porque al fin podrán pasar unas vacaciones fuera del esperpento esmogangoso que se ha vuelto el Detrito Defecal. Me dijo Victoria que desde ayer iban a llegar tu hermano Julián y un amigo que se llama Salvador, dijeron que querían pasar unos días por estos rumbachos. ¡Que se vayan, que se vayan!, exclama Lucio, y lo desea en verdad: no tiene la menor gana de encontrar conocidos allí, ¡y menos al azotadísimo de su hermano! Pero si son rebuenas gentes, intercede Aurora. Buenas gentes mis arrugados cojones, replica Lucio. Aurora no hace caso a los exabruptos de su marido pero piensa que en los ojos de Lucio hay destellos inabordables. Lucio, de veras das miedo cuando te pones así. Cállate la boca y no estés chingando. Eso era exactamente lo que yo decía.
Aurora procede a narrar, para distraerse de la velocidad vertiginosa con que Lucio maneja, las historias de fantasmas de la casa de la amiga Victoria (¡qué nombre!).
Histerias fantasmales en la casa de la amiga Victoria. Dice Victoria (dice la Sigámosle Diciendo Aurora) que en su familia, como en las viejas-viejas tradiciones ad hoc, en una época ocurrieron crímenes, por lo cual la casa ahora es patrullada por varios fantasmas. Fantasmas, mis cuasirredondas bolas. Lucio, no manejes tan rápido, por favor, nos vamos a matar. Sé manejar, no jodas. Bueno. Parece que uno de los tíos abuelos de Victoria de las Tunas, que se llamaba Tachito, odiaba a su madre. Ella había enviudado cuando era muy joven y la viudez la amargó, tú sabes. Su familia le dijo que se metiera de monja, cual debía de ser, pero ella conoció a un hombre, se apasionó mucho y entonces sí le gustó mucho… ¿El galán? No: coger. Fue el escándalo del pueblo porque la señora llegó a tener más amantes que fajas y corsés. Estaba enferma, Lucio, agarraba ondas malísimas. Dice Victoria que a su tía Chozna le dio por los disfraces, le gustaba vestirse imaginativamente para coger, le fascinaba disfrazarse de amazona, ¿tú crees? Yo creo, pero no creo que se haya rebanado una teta, ¿verdad? Luego le dio por vestirse de Carlota Corday en la fase-cuchilladora, y más tarde se aficionó a los uniformes de militar: se agenciaba unos tacuches estilo Chema Morelos y Pavón Real, con sable, faja y toalla La Josefina en la cabeza, y ése fue el escalón previo de la Etapa Sádica. Esa pinche Victoria ha estado leyendo libros del Marqués de Stekel, qué poca madre. Lucio, vas a ciento cuarenta, no exageres. Bueno/ Óyeme, si vuelves a decir bueno te rebano una tetiux. Bueno. Como tenía dinero y seguramente era una belleza, o al menos estaba que se caía de buena, no le faltaban los huehuenches patarrajados que le daban los kilómetros de verdolaga que requería, ¿no?, y qué crees… Esta Devoradora Dhombres acostumbraba despertar a su hijo Tachín para que el entonces niño presenciara cómo su santa jefecita latigueaba a sus pobres amatrostes, y lue