1
Borges le pidió a María Kodama que grabara en su lápida la frase «Él tomó su espada, y colocó el metal desnudo entre los dos». Kodama, la hermosa y joven mujer de ascendencia japonesa que fuera su secretaria, se casó con Borges cuando este tenía ochenta y siete años y compartió los últimos tres meses de la vida del escritor. Ella fue quien lo acompañó en su tránsito postrero, que acaeció en Ginebra, la ciudad donde el escritor pasó su infancia y donde deseaba ser enterrado.
Un crítico escribió en su libro que esa breve frase grabada en su lápida representaba «el filo acerado». Sostenía que esa imagen era la llave que permitía el acceso a la obra de Borges, que esa espada separaba la literatura realista anterior de la escritura borgiana. A mí, en cambio, me sonó más a una confesión personal y callada.
La breve frase es la cita de un antiguo poema épico nórdico. La primera y asimismo última vez que un hombre y una mujer pasaron juntos la noche, una espada colocada sobre el lecho separó a ambos hasta la madrugada. ¿Qué otra cosa pudo ser ese «filo acerado», sino la ceguera que aquejó a Borges en sus últimos años y lo aisló del mundo?
Aunque he estado alguna vez en Suiza, nunca he ido a Ginebra, pues no me apetecía visitar la tumba de Borges para verla con mis propios ojos. En su lugar, recorrí la biblioteca de la abadía de San Galo, que de seguro habría provocado en el escritor argentino una fascinación sin límites si la hubiera conocido. Hasta me parece sentir en este momento la aspereza de las zapatillas de fieltro que nos hicieron calzar para proteger el suelo de madera de mil años de antigüedad. Luego tomé un barco en el embarcadero de Lucerna, que navegó por el lago hasta el atardecer bordeando la costa de los valles alpinos cubiertos de nieve.
No tomé fotos en ningún sitio. Los paisajes quedaron impresos en mis retinas. La cámara no puede registrar los sonidos, olores y texturas, pero estos se grabaron con todos sus pormenores en mis oídos, nariz, cara y manos. En aquel entonces, la espada no me separaba todavía del mundo, así que me bastó con eso.
2
MUTISMO
Ella junta las manos cerca del pecho y, arrugando la frente, mira hacia la pizarra negra.
—Lea, por favor —dice el profesor, que lleva unos lentes gruesos de montura plateada, esbozando una ligera sonrisa.
Ella entreabre la boca, se moja el labio inferior con la punta de la lengua, retuerce las manos en silencio y con rapidez. Abre los labios y los cierra. Contiene la respiración y luego inhala una bocanada de aire.
Con aire paciente, el profesor retrocede un paso hacia la pizarra y repite:
—Lea.
Los párpados le tiemblan como los rápidos aleteos de un insecto. Cierra con fuerza los ojos y los abre, como si deseara ser transportada a otro sitio en ese breve instante.
Él se cala los lentes con los dedos manchados de tiza y la anima:
—Vamos, hable.
Ella lleva un suéter de cuello alto y pantalones negros. La chaqueta colgada en la silla también es negra, y lo mismo el bolso grande de tela y la bufanda de lana que guarda dentro. Sobre esas ropas propias de un velorio, se alza su cara enjuta, alargada y áspera como moldeada con arcilla.
No es joven ni especialmente atractiva. Su mirada denota inteligencia, pero no es muy perceptible por el temblor espasmódico en el párpado que la aqueja. Los hombros y la espalda están ligeramente encorvados, como si quisiera refugiarse en sus ropas negras para huir del mundo, y tiene las uñas cortadas muy al ras. En la muñeca de la mano izquierda lleva un coletero de terciopelo morado oscuro, la única nota de color en ella.
—Leamos todos juntos.
Como no puede seguir esperándola indefinidamente, el profesor pasea la mirada por el estudiante universitario de cara aniñada sentado en la misma fila que ella, por el hombre maduro tapado a medias por la columna, y por el joven corpulento y algo encorvado que está junto a la ventana.
—Emos, heméteros; mi, nuestro —leen los tres alumnos en voz baja con timidez—. Sos, huméteros; tu, vuestro.
El profesor aparenta unos treinta y cinco años. De complexión más bien pequeña, tiene las cejas y el surco de debajo de la nariz bien definidos. Su boca dibuja una sonrisa leve, como reprimiendo sus emociones. Lleva puesta una americana de pana marrón con coderas de piel en un tono más claro, cuyas mangas, ligeramente cortas, dejan ver sus muñecas. Ella le mira la pálida y fina cicatriz curva que se extiende desde su ojo izquierdo hasta la comisura de la boca. Cuando se la descubrió al comienzo del curso, pensó que parecía un mapa antiguo que marcaba el camino por donde habían fluido las lágrimas.
El profesor observa a través de sus gruesos lentes verdosos la boca que ella mantiene cerrada con firmeza. Se desvanece la sonrisa de sus labios y aparta la vista. Con expresión rígida, se pone a escribir una oración en griego en la pizarra. Antes de terminar de poner los acentos, la tiza se rompe en dos y cae al suelo.
*
A finales de la primavera del año anterior, ella también se apoyaba en una pizarra con los dedos manchados de tiza como él. Cuando pasó un minuto o más sin que pronunciara la siguiente palabra, los estudiantes empezaron a murmurar. Con los ojos muy abiertos, ella tenía la vista fija en un punto del vacío que no era la clase ni el techo ni la ventana.
—¿Se siente bien, profesora? —le preguntó una chica de pelo rizado y ojos dulces que estaba sentada en primera fila.
Ella intentó sonreír, pero le tembló el párpado. Apretando con fuerza los labios temblorosos, murmuró desde algún lugar más profundo que la lengua y la garganta: «Ya está aquí de nuevo».
Los cuarenta y tantos estudiantes se miraron unos a otros y empezaron a cuchichear de un pupitre a otro: «¿Qué le pasa? ¿Qué tiene?». Lo único que podía hacer ella era marcharse del aula con la mayor calma posible, y eso fue lo que hizo. En el instante en que salió al pasillo, como si alguien hubiera encendido los altavoces, los murmullos apagados se amplificaron en un clamor atronador que se tragó el sonido de sus pasos sobre el pasillo de baldosas.
Después de graduarse, había trabajado durante algo más de seis años en una editorial y en una agencia de publicaciones. Desde hacía siete años se dedicaba a dar clases de literatura en dos universidades y en un instituto de artes. Además, escribía poesía y había publicado tres antologías a intervalos de tres o cuatro años; también contribuía con una columna en una revista literaria quincenal; y últimamente asistía los miércoles por la tarde, en calidad de miembro fundador, a las reuniones de planificación de una revista cultural que todavía no tenía nombre.
Sin embargo, como aquello le había vuelto de nuevo, tuvo que interrumpir todas sus actividades.
Aquello no tenía causa alguna ni tampoco mostraba síntomas precursores.
Claro que algo tendría que ver que su madre hubiera fallecido hacía seis meses, que ella se hubiera divorciado, que hubiera perdido la custodia de su hijo de ocho años después de tres juicios y que el niño estuviera viviendo con su padre desde hacía cinco meses. El psicoterapeuta de pelo canoso al que iba a ver semanalmente por el insomnio que sufría desde que había tenido que enviar a su hijo con su exmarido pensaba que ella se negaba a reconocer las causas más que evidentes de su problema.
«No es eso —escribió ella en el cuaderno que estaba sobre la mesa—. No es tan simple».
Aquella fue su última sesión. La psicoterapia a través de la escritura consumía demasiado tiempo y daba lugar a malentendidos. El profesional se ofreció a recomendarle a un colega especializado en problemas de lenguaje, pero ella lo rechazó cortésmente. Más que nada, no estaba en condiciones económicas de permitirse un tratamiento tan caro.
*
De pequeña había sido una niña muy despierta. Su madre se lo recordó siempre que pudo mientras recibía quimioterapia, como si quisiera dejárselo bien claro antes de irse de este mundo.
Puede que su madre estuviera en lo cierto en lo que respecta al lenguaje, puesto que ella aprendió a leer sola a los tres años. Lo hizo memorizando las letras, sin tener todavía la comprensión de lo que eran las vocales y las consonantes. Su hermano mayor acababa de empezar la escuela y, jugando a ser maestro, le enseñó el alfabeto coreano antes de que ella cumpliera los cinco años. Aunque no llegó a entender del todo la explicación, se pasó el resto de esa tarde de primavera de cuclillas en el patio pensando en las vocales y las consonantes. Entonces descubrió que la ㄴ de la palabra «나», na, sonaba ligeramente diferente de la palabra «니», ni; y que lo mismo sucedía con la ㅅ de «사», sa, y «시», si. Luego agrupó mentalmente las vocales que podían formar diptongo y cayó en la cuenta de que el único diptongo que no existía en su lengua materna era la unión deㅣy ㅡ, en este orden, por lo que tampoco había manera de escribirlo.
Estos pequeños descubrimientos le provocaron una emoción y una impresión tan intensas que cuando el psicoterapeuta le preguntó, más de veinte años después, cuál era el primer recuerdo vívido que conservaba, lo que le vino a la mente fue cómo caían los rayos de sol en el patio aquel día, el calor que sentía en la espalda y la nuca, las letras que garabateó en el suelo con un palillo, y la maravillosa promesa de los sobrecogedores sonidos asociados a esas letras.
Cuando entró en la escuela primaria, empezó a anotar palabras en las últimas hojas de su diario. Sin ninguna relación ni propósito, escribía las palabras que le habían causado alguna impresión. De todas ellas, la que guardaba como un tesoro era «숲» (bosque), cuya forma le recordaba a una antigua pagoda: ㅍ era la base, ㅜ el cuerpo y ㅅ la cúpula. Le gustaba que hubiera que entrecerrar los labios y dejar pasar el aire lenta y cuidadosamente para pronunciar ㅅ ㅜ ㅍ; y que al final hubiera que sellar los labios para que la palabra se completase en el silencio. Cautivada por esta palabra cuya pronunciación, significado y forma estaban envueltos en tanta quietud, la escribía una y otra vez: 숲. 숲. 숲.
A pesar de los recuerdos de «niña brillante» que conservaba su madre, no llamó la atención de nadie durante la escuela primaria y secundaria. No creaba problemas, pero tampoco sobresalía por sus notas; y si bien hizo algunas amistades, no se veía con ellas después del colegio. Era una chica tranquila que no perdía el tiempo mirándose al espejo, salvo cuando se lavaba la cara; y, menos todavía, se sentía atraída por los chicos o los romances. Cuando salía del colegio, iba a una biblioteca pública y se ponía a hojear libros que no eran de estudio; y por las noches, se quedaba dormida leyendo debajo de las sábanas los que había sacado prestados. Solo ella sabía que su existencia se dividía radicalmente en dos. Las palabras que anotaba en las últimas páginas de su diario cobraban vida y se unían por sí solas creando oraciones insólitas. Por las noches, el lenguaje penetraba en sus sueños como un punzón, provocando que se despertase sobresaltada. El no poder dormir le ponía los nervios de punta y a veces un dolor inexplicable le atenazaba la boca del estómago como un hierro candente.
Lo que más le costaba soportar era que podía oír con una claridad escalofriante las palabras que pronunciaba cada vez que abría la boca. Por muy insignificante que fuera la frase, dejaba traslucir, con la fría claridad de un trozo de hielo, la perfección y la imperfección, la verdad y la mentira, la belleza y la fealdad. Sentía vergüenza de las oraciones que se desprendían de su lengua y de sus dedos como blancos hilos de telaraña. Le daban ganas de vomitar. Y de gritar.
Aquello le ocurrió por primera vez el invierno en que cumplió dieciséis años. El lenguaje, que la aprisionaba y la hería como una prenda hecha con miles de alfileres, desapareció de un día para otro. Podía oírlo, pero un silencio como una gruesa y compacta capa de aire se interponía entre el caracol de sus oídos y el cerebro. Rodeada por ese silencio oprimente, no podía acceder a la memoria que le permitía mover la lengua y los labios para pronunciar las palabras y sostener con firmeza el lápiz. Había dejado de pensar con el lenguaje. Se movía y lo comprendía todo sin acudir a la lengua. Un silencio anterior al habla, anterior incluso a la existencia, absorbía el fluir del tiempo y la envolvía por dentro y por fuera como una esponjosa capa de algodón.
Asustada, su madre la llevó a un psiquiatra. El profesional le recetó unos medicamentos que ella escondía debajo de la lengua para enterrarlos después en el parterre. Durante seis meses, pasó las tardes sentada en cuclillas en un rincón de ese mismo patio donde aprendió los secretos de las consonantes y las vocales. Antes de que llegara el verano, se le había puesto morena la nuca y le había aparecido un sarpullido en la nariz. Cuando la salvia escarlata empezó a abrir sus flores rojinegras, nutriéndose de los medicamentos que ella había enterrado, el médico y su madre acordaron que volviera al colegio, pues era evidente que quedarse encerrada en casa no había ayudado a su recuperación, además de que tenía que pasar al siguiente curso.
El instituto público, en el que entró por fin meses después de haber recibido la carta de admisión en febrero, le resultó tétrico y desolador. El programa de estudios era demasiado avanzado; los profesores, tanto los jóvenes como los mayores, eran todos autoritarios; y sus compañeros la ignoraban porque no abría la boca en todo el día. Cuando la llamaban para leer el libro de texto o repetir en voz alta las instrucciones de educación física, se quedaba inmóvil y con los ojos fijos en el profesor, por lo que, indefectiblemente, terminaba siendo castigada al fondo de la clase o recibiendo una bofetada.
Contrariando las expectativas de su madre y del médico, la vida escolar no resquebrajó su mutismo; más bien se llenó de un silencio todavía más nítido e intenso, como el interior de una tinaja a oscuras. De camino a casa, andaba sin peso alguno por las ajetreadas calles como si se moviera dentro de una enorme pompa de jabón. En esa quietud ondulante, semejante a la que se ve desde el fondo de una piscina cuando se alza la vista hacia la superficie del agua, los automóviles pasaban rugiendo atronadores por su lado y los transeúntes la golpeaban con los codos en el hombro o el brazo antes de proseguir su camino.
Pasó el tiempo y comenzó a hacerse preguntas.
Un día, cuando faltaba poco para las vacaciones de invierno, durante una clase como cualquier otra, de pronto recordó el lenguaje sin darse cuenta, como si recuperase un órgano atrofiado, a raíz de una palabra en francés que llamó su atención.
Quizá ocurrió en la hora de francés, y no en la de inglés o la de escritura china, porque era un idioma extranjero que ella había elegido y estaba aprendiendo por primera vez. Levantó la vista hacia la pizarra como siempre y de pronto la fijó en un punto. El profesor, bajo y medio calvo, pronunciaba la palabra señalando la pizarra. Sin pretenderlo, movió los labios como una niña pequeña y pronunció «bibliothèque» en un murmullo, lo que resonó en algún lugar más profundo que la lengua y la garganta.
No fue consciente de la importancia de ese instante.
Por aquel entonces el terror era todavía algo vago y el dolor vacilaba en desplegar su infierno abrasador en el vientre del silencio. Allí donde confluían la ortografía, la fonética y los significados holgados, una mecha entrelazada de alegría y culpa empezó a consumirse lentamente.
*
Poniéndose derecha como una niña a la que van a revisarle las uñas, posa las manos sobre el pupitre y baja la cabeza, mientras escucha la voz del profesor que resuena en el aula:
—¿Se acuerdan de que les expliqué la semana pasada que el griego tiene una tercera voz, además de la activa y la pasiva?
El joven que se sienta en la misma fila que ella asiente con énfasis. Es un estudiante de filosofía de segundo año, pero las mejillas regordetas y la frente granujienta le dan un aire de muchacho listo y travieso.
Ella gira la cabeza y su mirada se posa en el perfil del estudiante de posgrado sentado junto a la ventana. Se había sacado a duras penas el pregrado de Medicina, pero, incapaz de responsabilizarse de la vida de otras personas, estaba cursando ahora un posgrado de Historia de la Medicina. Corpulento, de mejillas carnosas y papada, usa unas gafas redondas de pasta negra. A primera vista da la impresión de ser un bonachón y suele intercambiar bromas tontas con el joven estudiante de filosofía durante los descansos. Sin embargo, apenas empieza la clase, su actitud cambia por completo y se hace evidente que tiene miedo de equivocarse y está tenso todo el tiempo.
—Esta voz, que se llama voz media, sirve para expresar accione