No me tomen por loca cuando les diga que no existe en el mundo algo más excitante y aterrador que la atenta relectura de la obra más oculta de una autora amada. Virginia Woolf lo dijo con un poco más de ensoñación y remilgo: que releer es «regresar a nuestros momentos más felices». Por su parte, Jorge Luis Borges tenía la idea de que releer era aún más importante que leer —y para llegar a lo primero, obvio, hay que haber probado lo segundo—, pero también de que el hecho de saber que «todo está ya escrito», que todo está ya dicho en los libros que acumulamos, conlleva una angustia que nos «afantasma».
¿Quiere decir eso, rizando el rizo borgeano, que releer es volverse fantasma dos veces?
¿Algo parecido a morir y renacer para morir de nuevo?
Excitación y terror, les decía; excitación y terror es cuanto una sentirá al acercarse de nuevo a la lectura de la obra más desconocida de una autora amada, en especial si esa autora es a su vez una relectora y una reescritora apasionada.[1] Me estoy refiriendo, por supuesto, a una de las poetas más leídas y veneradas de nuestro tiempo, Alejandra Pizarnik, quien, entre las muchas definiciones que dio de su escritura, dijo que ésta era «densa y peligrosa». Pero ¿por qué? «Escribo para no suicidarme»,[2] aseguró en una de las prosas recogidas en este volumen. O bien: «Escribo para defenderme, para ganar mi espacio silencioso», que diría en su diario, en el que más adelante reconoció: «Si no me escribo, soy ausencia». Así que no me tomen por loca cuando les repita que no existe en el mundo nada más excitante y aterrador que releer a Pizarnik. Porque da exactamente igual si ustedes la conocen al dedillo, o si, en cambio, ésta es la primera vez que se acercan a su obra narrativa: de cualquiera de las maneras, la antología Una traición mística[3] pretende ser la prueba de que leer a su autora significará siempre, como en un acto extraño y mágico, releerla.
Ya siento estos trabalenguas. Quisiera ser más clara y concisa en esta nota introductoria al libro que nos convoca pero, siguiendo la tradición marcada por Ana Nuño en el prólogo a la Prosa completa pizarnikiana, editada por Ana Becciu en 2002, también sé que mi deber no es otro que el de ir desperdigando una serie de advertencias que nos obligarán a despertar todos nuestros sentidos, pues lo que finalmente consigue Alejandra Pizarnik con su escritura no-rigurosamente-lírica —aunque empeñarse en decir que esto no es poesía, ya lo verán, sería bastante discutible— es hacernos creer que todo es nuevo y que todo es viejo a la vez; que eso que ella nos está diciendo ya lo hemos visto antes en alguna parte; que su escritura no es sino un gran homenaje a la literatura que amó —fanática, como puede adivinarse por su sistema de citas y por sus diarios, del surrealismo francés, de la novela filosófica gestada en el existencialismo, del misticismo de Weil, de las babas de Joyce, de la fiebre de Sade, de los largos juegos de palabras de Vallejo, del pensamiento lírico de los machos del Boom, y un largo etcétera— pero que sin embargo su pulso, o su acento, o su manera de estructurar el oscuro humor de sus pasiones se despliega en estos textos como un canto inédito, como un despertar original.
Es que nada achanta ni «afantasma» a Alejandra Pizarnik; ni siquiera esa idea que rondó sus cuadernos y correspondencias, según la cual nadie «quiere» su poesía. Pero una cosa es lo que otros esperan de una, y otra cosa es lo que una espera de sí misma. Ateniéndonos a lo que aquí puede leerse, me aventuraré a decir que al menos Pizarnik sí quería a su poesía, pero porque sobre todas las cosas quería a su bibliografía, es decir: amaba conversar íntimamente con la historia de la literatura, y es por esa razón por lo que su obra está llena de deliciosas trampas —o mejor, ¿trampillas?, ¿escotillones?, ¿madrigueras?[4]— por las que consigue que sus lectoras y relectoras nos deslicemos, conscientes de que esa poeta que tenemos frente a nosotras también es canon por derecho propio.
Hay una idea con la que la filósofa Monique Wittig explica esta intuición mucho mejor que yo. En su tesis sobre la somatización literaria, titulada Le Chantier Littéraire, aún inédita en castellano, Wittig nos dijo que «un escritor lee lo que otros han escrito, escribe lo que otros no han escrito, y lee lo que escribe al mismo tiempo como autor y como lector. El lector ideal es un escritor, y los escritores con fama de difíciles rinden homenaje a sus lectores considerándolos a todos escritores (reales o potenciales), siempre que muestren pasión por la aventura». Desearía que las prosas selectas de Una traición mística fueran leídas en clave de aventura, en clave de yincana y, a su vez, en clave de revelación. En este sentido, a propósito de la intertextualidad en la poética de Pizarnik, la escritora María Negroni dijo, al comienzo del ensayo El testigo lúcido, que su obra obliga a reformular «los vínculos entre poesía y silencio; represión y canon; carencia y ostentación, tristeza, crimen y estética».
Entonces, ¿cuál es la pasión aventurera del pensamiento literario, en general, y de la escritura narrativa, en particular, de Alejandra Pizarnik?
Para acercarme a una respuesta, tendría que volver a remitirme a las palabras que Ana Nuño escribió en el prólogo de la Prosa completa, un libro tal vez polémico por todas las puertas que abrió hacia el descubrimiento y la ampliación del universo pizarnikiano, pero también por todos los interrogantes que planteaba en relación con los géneros literarios en los que Ana Becciu inscribió su contenido. A saber: «Relatos» —donde había mezcladas crónica de viajes, como esa escapada suya a España, de Santiago a El Escorial; prosa poética de tonos y temas muy similares a los de Textos de Sombra, la recopilación de poemas últimos e inéditos incluidos en la Poesía completa; cuentos de hadas y de flores; entradas sueltas de diario; esbozos de ideas de futuribles novelas...—; «Humor» —donde la estética de los «Relatos» sigue presente, salvo que con cierta cabronería y risa con la que luego se desata en la nouvelle joyceana «La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa»—; «Teatro» —o lo que podría ser un poemario de largo y retumboso aliento, que María Negroni hermana con El infierno musical, de la propia autora—; «Artículos y ensayos» —una selección variopinta de sus reseñas y críticas literarias, muy formales, en las que no dejan de resonar sus opiniones ya expresadas en sus diarios a propósito de esos mismos textos o autores; además de «La Condesa Sangrienta», un texto que comúnmente ha sido publicado como cuento o como relato por otras editoriales en español o extranjeras, ¿por qué?, pues porque, como veníamos sugiriendo, en la escritura de Pizarnik los géneros no existen, o más bien se transgreden—, y, por último, «Prólogos y reportajes» —donde leemos algunas entrevistas a las que la autora contestó[5] para diversos suplementos literarios—.
¿Aquello era la Prosa completa, entonces?
¿O más bien un Compendio de escrituras transgénero?[6]
Mi naturaleza escéptica y juguetona me lleva a asegurarles que lo segundo sería más correcto, si no fuera porque también hemos de tener en cuenta las advertencias de Ana Nuño: la Prosa completa de Alejandra Pizarnik vio la luz por primera vez al calor de un furor creciente: la confirmación de la poeta argentina como una de las escritoras en castellano más influyentes de la literatura contemporánea. Y si en 2002 era evidente la urgencia de publicar toda esta obra —hasta entonces desperdigada o guardada bajo llave— reunida en un tomo, lo que está claro es que dos décadas después de su publicación y al calor de ese furor del que todavía somos víctimas,[7] merece la pena replantearse cuál es la importancia de estos textos en el conjunto de la bibliografía pizarnikiana. Para Nuño, la edición de Prosa completa era celebrable por tres motivos. En primer lugar, el acceso a publicaciones ocultas, recogidas por Becciu entre los archivos que le tocó proteger por mandato de la familia de Pizarnik, y también de entre los custodiados en Princeton —universidad, ojo, que todavía hoy guarda materiales inéditos, ¿retenidos?,[8] de la autora, y de cuyo contenido sólo tenemos noticia gracias a diversos trabajos académicos que reclaman su existencia, como si en vez de cajas de cartón la Firestone Library de Princeton atesorara pólvora—. En segundo lugar, el acceso al abanico de géneros literarios que la poeta desarrolló más allá del verso: ya les he dicho que en su quehacer hubo dramaturgia, hubo crónica, hubo crítica literaria, hubo, incluso, cuento erótico, y un largo etcétera. En tercer lugar, el acceso a una ordenación cronológica de los textos, ya que ésta, aparentemente, nos ayudaría a identificar cada escrito con las diversas etapas vitales de la autora, para no perdernos en el profundo océano de su biografía y de su creación. En verdad, el último de los elementos que para Nuño fue celebrable a mí no termina de convencerme, pero también se trata de aquel que me ha sentado a intentar construir una nueva casa para algunas de las mejores obras en prosa de Alejandra Pizarnik, bajo el paraguas de Una traición mística, con el deseo de que ustedes sigan regresando a los lugares más felices y «afantasmados» en su literatura, esto es, para jamás dejar de releerla, a la espera de que su obra inédita pueda ser desempolvada.
¿Y cuál es el criterio que he seguido para la ordenación de este libro?
Más allá de dejarme llevar por el concepto de aventura[9] que nos proponía Monique Wittig, tan útil para el encadenamiento de textos por estilos y por temáticas, pero también tan natural desde el primer momento de su construcción, mi intención ha sido la de agrupar en un solo volumen aquellos textos que, tanto juntos como por separado, podrían arrollarnos en lo que asumo como un hipotético capítulo más —¿un episodio perdido?— de su poesía.
Ya lo dije: la escritura no-rigurosamente-lírica de Alejandra Pizarnik tiene demasiado de escritura rigurosamente-lírica. Sus pequeños cuentos alucinados son largos poemas. Su teatro es una escenificación de su ritmo poético. Sus relatos largos o crónicas esconden todas las trampas y los trucos de su poesía. Hay quien siempre se empeña en señalar cuán diferente es Alejandra Pizarnik en cada uno de estos registros, pero yo creo que eso no es cierto. Si bien estoy de acuerdo en la concepción de que en Alejandra hay muchas Alejandras —aunque eso es evidente en la progresión de sus poemarios—, también pienso que en los textos antologados en Una traición mística se demuestra una ampliación de su campo de batalla, absolutamente hermanada con sus escritos más conocidos. Aquí el pulso de Pizarnik no es radicalmente nuevo, ni tampoco es radicalmente diferente; en todo caso, revienta. De manera que lo original de estos textos con respecto a otra obra suya se encuentra, en primer lugar, en un afilamiento del placer palimpséstico; en segundo lugar, en un fogonazo del pensamiento, y en tercer lugar, en una pornografía hilarante.
Tales características dan lugar a lo que María Negroni bautizó como «obra de sombra», no sólo en referencia a Textos de Sombra,[10] sino también a la teoría que ella misma desarrolla en El testigo lúcido: «Aldo Pellegrini utilizó la imagen del “testigo lúcido” para referirse a los fragmentos líricos de Los cantos de Maldoror. A ellos les atribuyó un valor esclarecedor, proponiéndolos como hilos de Ariadna para entender el caos opositor de la obra. Mi movimiento es inverso. A mi juicio, en el caso de Pizarnik no son los poemas —donde prevalecen la sugerencia, la brevedad y la perfección de la forma— los que cumplen esa función sino los textos bastardos, donde el discurso estalla en un aquelarre obsceno y una fiebre paródica sin precedentes».
Hablemos entonces de placer palimpséstico, o mejor, de fiebre palimpséstica, o todavía más divertido: de aventura palimpséstica. ¿Y qué demonios es eso?, se preguntarán... Define la Real Academia Española el palimpsesto como un manuscrito antiguo que conserva huellas de una escritura anterior borrada artificialmente. En realidad, hablar de aventura palimpséstica es referirse a eso que sabemos que tanto le gustaba hacer a Alejandra Pizarnik con respecto a las obras de sus clásicos predilectos: releerlos, para repensarlos, con la intención última de reescribirlos. Con una tinta corrosiva, la poeta se valió de textos de Valentine Penrose, James Joyce, Natalie Clifford Barney, Lautréamont, Sade o Samuel Beckett, entre otros, para reformular a su manera no ya las palabras exactas que ellos dejaron, pero sí sus modales, o sus metáforas, o su alma, o su lenguaje, o su voluntad de juego. Escribir le servía a Pizarnik para poner en orden lo que había leído. Lo que Negroni llama «fiebre paródica» a mí me hace pensar —por filias personales— en eso que también le apasionaba a Vladimir Nabokov y con lo que el ruso plagó su obra: el trazo de pistas, la conversación infinita con los muertos, la plaga de juicios ajenos con tal de formular un juicio propio, otra vez, en un eterno retorno yincanesco. Lo cual me lleva a pensar: ¿acaso reescribir y recordar a los maestros es una manera de sublevarse contra ellos? ¿Una forma de romper «el texto de cristal» que tantas veces es el canon? En la misma Lolita, las pistas hacia Gustave Flaubert, Edgar Allan Poe o Lev Tolstói son evidentes desde los cimientos, pero Nabokov no desperdiga esas miguitas sólo para complacer a sus lectores más curiosos y avispados, ni tampoco para hacer la pelota a sus héroes literarios, también los cita y los reescribe para ironizar con ellos. La obra de sombra de Pizarnik es paródica e irónica en esas mismas coordenadas. Reivindicando, por ejemplo, en «La Condesa Sangrienta» a la olvidada surrealista Valentine Penrose,[11] y muchas décadas antes de que la industria editorial iniciara su camino de recuperación de autoras ninguneadas de la historia de la literatura, ella puso en el centro la maquinaria aprendida de la lectura de esta escritora «rara», y dobló la apuesta escribiendo una pieza de crítica que puede leerse como un ensayo sobre el vampirismo, la sexualidad o el miedo al cuerpo propio —porque ése, a veces, casi da más miedo que el cuerpo ajeno—, pero también como un cuento o un acto de ebriedad de presentimientos mágicos.
A esos presentimientos que Pizarnik llama mágicos y que conforman Una traición mística a mí me gusta más llamarlos fogonazos del pensamiento. Todos y cada uno de los textos de esta antología tienen, como la mayoría de la poesía de la autora, un trasfondo filosófico importante. Aunque no terminara la carrera, la poeta estudió filosofía, y sus diarios dan cuenta de la cantidad de pensadores a los que leyó con devoción desde adolescente. Sus empachos de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir —a quien, por cierto, conoció y entrevistó en persona en sus años parisinos—; su peligrosa cercanía al pensamiento del mal propuesto por Georges Bataille, de quien ella dijo que era «el único escritor que me da la seguridad de pensar»; su incomprensión obsesiva de Simone Weil, «me da miedo»; o su fascinación teen por Martin Heidegger.[12] La influencia de todos estos filósofos deja su marca en las diversas teorizaciones sobre la muerte y sobre el lenguaje que Pizarnik desarrolló a lo largo de los años. En las prosas aquí recogidas, la reflexión alrededor de la desaparición está siempre presente, aunque aderezada con cierto humor absurdo, que libra a la poeta de la oscuridad latente en el resto de su poesía. La escritura de Pizarnik significa supervivencia a través del lenguaje, y esa conclusión es el resultado del fogonazo de su pensamiento, que invade su cuerpo, sus gestos y hasta su fe, casi como si se tratara de una enfermedad que erradicar: «Lo que hago, lo que digo, lo que escribo: todo me resulta irreal, todo podría ser su contrario pero aun así seguiría siendo irreal. Identificación con algo de afuera. Me acapara un pensamiento y me olvido. Entro en él y me olvido de lo demás. Esto me da mucho miedo y me hace pensar, en todo momento, en la locura. Creo que se trata de ausencias». Pensar, para Alejandra Pizarnik, fue una costosa aspiración,[13] un ejercicio doloroso, un reto que la llevó a aprender ansiosamente todas las palabras que cupieran en su diccionario vital, a leer todos los libros acumulables en su mente, a releer y a reescribir todas las ideas que le permitieran contactar con los hilos sueltos del canon, con tal de encontrar un lenguaje que le abriera la puerta a descifrar el absurdo de la vida, romper ese texto de cristal y, agarrada a sus afilados pedazos, filosofar desde la sombra. «Yo intento evocar la lluvia o el llanto», escribe en «En contra». «La muerte cerró los ojos, y tuvieron que reconocer que dormida quedaba hermosa», escribe en «A tiempo y no». «Entonces decreté no escribir un solo poema más con flores», escribe en su homenaje a la poesía sáfica y floral de Natalie Clifford Barney y Renée Vivien, bajo el título de «Violario». «No cierra una herida una campana», escribe en «Escrito en España», el testimonio de su viaje en coche por la península ibérica. «Versos anarquistas a tu flor mística», escribe en mayúsculas, en una hoja suelta presentada como «[Textos]». «He vivido entre sombras. Salgo del brazo de las sombras. Me voy porque las sombras me esperan. Seg, no quiero hablar: quiero vivir», escribe en boca del personaje de Carol, al final de la obra «Los perturbados entre lilas». Flores, deseo, soledad, muerte, música, bibliografía, perversión... y cómo la literatura se convierte en parapeto para cualquier mente hastiada de vivir. Porque si para Albert Camus[14] no había más que un problema filosófico serio, y ése era el suicidio, puede que para Alejandra Pizarnik filosofar significase simplemente poetizar el miedo.
Pero que el árbol de la muerte no nos impida ver el bosque del placer, pues ya les dije que el último rasgo característico de los textos de Una traición mística se encuentra en su hilarante pornografía. El sexo, en la obra de la poeta, es un latido interminable e incensurable —«mi único amor», dijo una vez, «es el sexo»[15]— y se aparece con múltiples rostros, que van desde la muerte hasta la risa, y viceversa. Igual que existe en Pizarnik una pulsión por «hacer el amor con el silencio», a veces también nos suelta, especialmente en los textos de «La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa», una serie de chistes verdes dignos de la palabrería del Ulises, y que para María Negroni encuentran su hermanamiento con la también poeta argentina Susana Thénon, que en Ova completa plaga su poesía de un humor feminista igualmente alocado. Negroni cree que estas dos poetas practican «el idiolecto más vulgar y el gesto más histriónico» como método para borrar su voz autoral más reconocible. De ahí que el sexo pizarnikiano transite entre la hondura y la tartamudez[16] con tanta agilidad en estas prosas. Pienso, por ejemplo, en el «Heraclítoris», en la «ramera paramera», en «De súcubo tu culo o tu cubo», en «Chúpame la cajita de música», conceptos alocados que la autora va inventando y que son como un chiste privado que hace ilegible su trazo. Es como si Pizarnik nos exigiera vencer su ilegibilidad con tal de ser aptos para su mundo sexual. Es como si necesitara preguntarnos una clave secreta para que, sólo si la acertamos, tengamos el permiso para penetrar su intimidad. Y esta intimidad siempre será polémica, demencial y abusiva, porque la literatura de Pizarnik, más allá de un palimpsesto, más allá de un presentimiento mágico y más allá de una traición a todos los géneros literarios que se signara a tocar, a deformar y a repensar, siempre fue y siempre será aquello que ocurría entre coito y coito, entre placer y placer, entre felicidad y felicidad, esto es, en esa terrible sombra que son las horas que pasas hasta la llegada de otro leve momento de excitación.
¿Escribir para no suicidarse?
¿Escribir para hacer el amor?
¿Escribir para hablar con los muertos?
¿Escribir para que te recuerden?
No. No me tomen por loca. Alejandra Pizarnik ya les dijo hace mucho tiempo cuál era el estado del alma que ustedes precisarían para leerla: «Hacer el amor deseando terminar cuanto antes para escribir un poema. Escribir un poema y no finalizarlo a causa del deseo de hacer el amor», y así hasta la ascensión de la eterna relectura.
Nota a esta edición
Todos los textos de Una traición mística provienen de la edición de Prosa completa compilada por Anna Becciu en 2001 y publicada por Lumen en 2002. En las páginas que siguen se han omitido las notas a la edición de Becciu, pero se han mantenido aquellas que son obra de la propia Alejandra Pizarnik. En esas notas de Becciu encontrábamos información relativa a la ortografía —sí, un ojo atento detectará no pocas erratas que responden a la voluntad de respetar la ortografía original de los textos manuscritos o mecanografiados por Alejandra Pizarnik, quien hacía del error o el capricho ortográfico parte del juego—, así como ciertas señas sobre la procedencia de los textos que detallaremos a continuación. Por orden de aparición:
«Juego tabú» no tiene fecha; proviene de tres hojas escritas a máquina y corregidas a mano cuyo título original era «Texto acerca de un fragmento de Juego de niños, de Pieter Brueghel, el Viejo». Becciu señala que el título estaba tachado, y que encima Alejandra Pizarnik escribió «Juego tabú».
«Ejercicios sobre temas de infancia y de muerte» proviene de dos hojas mecanografiadas e igualmente corregidas a mano. Apareció publicado en La Gaceta de Tucumán en 1972, apenas unos meses antes de la muerte de la autora.
«Niña entre azucenas» no tiene fecha de escritura.
«Una traición mística» tiene fecha de creación de 1966, pero no fue publicado hasta cuatro años más tarde en La Gaceta de Tucumán.
«En contra» está fechado en 1961.
«Las uniones posibles» no tiene fecha de escritura, pero fue publicado en la revista Sur en 1963.
«La Condesa Sangrienta» no tiene fecha de escritura, pero el ensayo fue publicado por primera vez en la revista Testigo, en 1966. Luego, en 1971, lo editó como libro independiente la editorial Aquarius de Buenos Aires.
«Palabras» está fechado en 1964.
«Aprendizaje» no tiene fecha de escritura, pero Ana Becciu cree que puede estar datado en 1970. Es una hoja mecanografiada con correcciones a mano.
«Esbozo» tampoco tiene fecha, pero Becciu cree igualmente que es de 1970.
«Casa de citas», escrito en 1971, se encontró en unas hojas recortadas y corregidas a mano por Alejandra Pizarnik. Una versión de este mismo texto se publicó en Textos de sombra y últimos poemas, una edición de sus textos inéditos organizada por Olga Orozco y la propia Becciu para la editorial Sudamericana de Buenos Aires en 1982.
«Tragedia» fue escrito en 1966 y publicado en 1971 por Revista de Occidente junto a los textos «Violario», «Niña en jardín» y «La verdad del bosque».
«A tiempo y no» se publicó en la revista Sur en el número de septiembre-octubre de 1968, mismo año de su escritura. De acuerdo con una nota hallada por Becciu entre los archivos de Alejandra Pizarnik, este texto pretendía ser una de las cuatro partes de una narración más extensa en homenaje a Alicia en el País de las Maravillas, uno de los libros preferidos de la autora como puede intuirse en múltiples entradas de sus Diarios, publicados por Lumen.
«La verdad del bosque» fue escrito en 1966 y publicado en 1971 por Revista de Occidente junto a los textos «Violario», «Niña en jardín» y «Tragedia».
«Niña en jardín» fue escrito en 1966 y publicado en 1971 por Revista de Occidente junto a los textos «Violario», «La verdad del bosque» y «Tragedia».
«Violario» fue escrito en 1965 y publicado en 1971 por Revis