Eran las nueve y media cuando llegamos a nuestra casa. La primera, la única vez en toda mi existencia, que a esa hora todavía no estaba en la cama, tomando mi vaso de leche y lista para dormir.
Estábamos agotados. Entre la misa, las fotografías, los abrazos, la comida, el zafarrancho y el viaje hasta la ciudad, el asunto había durado muchas horas. Así y todo, yo esperaba que Paco me cargara en brazos para cruzar el umbral, pero no lo hizo. Es más, ni siquiera me cedió el paso como decía la abuela que deben hacer los caballeros. Entró al departamento y se desplomó sobre la cama con un largo quejido.
Yo me fui derecho al baño para lavarme y perfumarme. Luego me senté en la orilla de la tina a esperar quién sabe qué, porque tenía miedo de salir. Me hubiera gustado que mi marido entrara a buscarme, para no tener que cruzar sola por esa puerta, pero no lo hizo.
Afuera no se oía ningún ruido. Poco a poco me armé de valor y abrí despacio. ¡Cuál no sería mi sorpresa al ver que mi flamante esposo estaba profundamente dormido, con todo y los zapatos puestos! ¡Y yo que no podía quitarme el vestido de novia porque me arriesgaba a la mala suerte eterna!
No me quedó más remedio que tenderme a su lado y acomodar lo mejor que pude el largo velo que se me enredaba por todas partes y la ancha falda que no me dejaba apoyarme a gusto. Y allí me estuve, quietecita porque no sabía qué hacer. En el día más esperado de mi vida, el hombre de mi vida se había olvidado de mí.
Ay abuela, Paco no te gustó desde el principio. Dijiste: No te mira nunca, le da igual si te pones un vestido rosa o amarillo, si llevas el cabello suelto o recogido. Y dijiste: En lo único que se fija es que si el vino que sirvió tu padre es de esta cosecha o de aquel año, si las copas son de cristal alemán o francés, si los puros son importados o nacionales. Y dijiste: No es a ti a la que viene a visitar sino a tu padre y a tus hermanos, para jugar con ellos cartas o dominó. Con ellos conversa y ríe, tú ni le vas ni le vienes.
Pero yo no te hice caso. A mí me pareció guapísimo cuando Raúl lo trajo a casa la primera vez, el rastro de su loción duró toda la tarde flotando en el aire. Y me pareció maravilloso cuando vino a pedir mi mano, enfundado en su traje oscuro y su camisa blanquísima, el cabello negro perfectamente peinado y los zapatos más brillantes que había yo visto jamás.
Y no te hice caso cuando no cumplió con los detalles necesarios para un matrimonio con buenos auspicios: no me regaló un dije de media luna en nuestro primer y único aniversario de novios, para el día de la boda juntarlo con la otra mitad que mientras tanto él debía conservar, ni me invitó a cenar a la luz de las velas para pedirme que fuera su esposa y entregarme el anillo de compromiso con un diamante en forma de corazón para que el amor durara por siempre. Del aniversario ni se acordó y cuando quiso casarse conmigo, lo arregló con mi padre y nunca me llevó a ninguna parte ni me dio nada.
Tampoco compartí tu inquietud cuando lo del vestido. A ti y a la nana les dieron escalofríos cuando abrí aquella caja enorme mandada desde la capital y lo primero que saltó a la vista fue una mancha roja sobre la seda. Luego supimos que para darme una sorpresa, la dueña de la tienda había metido entre los pliegues de la falda una botella de vino que en el camino se quebró. Dijiste: Es un mal presagio. Yo te pregunté: ¿De qué? Tú respondiste: No sé, pero seguro de algo malo. Yo preferí ignorarlo y conseguir una tela idéntica para mandar a hacer un vestido igual, nada más que la costurera hizo trampa y cuando me lo entregó me di cuenta de que no lo había hecho con la seda finísima que compré. Le reclamé y entonces confesó que la tela se había manchado al caerle encima barniz de uñas de color rojo. ¡Hubo que hacer mi tercer vestido de novia sin que yo me hubiera casado ni una vez!
Durante la boda te desagradó que Paco no me levantara la falda para quitar de mi pierna la liga de encaje y aventársela a sus amigos solteros al mismo tiempo que yo les echaba el ramo de novia a mis amigas solteras. Pero es que no había amigos, él no los había invitado al festejo y yo menos, nunca tuve amigas ni solteras ni casadas, de modo que los que vinieron fueron nuestros parientes y los muchos conocidos de papá.
El peor momento fue cuando don Lacho se hizo de palabras con el gobernador, que pruebe usted esta carne magnífica, es de nuestro mejor ganado, que no muchas gracias, soy vegetariano, pero usted no puede hacerle ese desaire a mi compadre, no es un desaire, con todo respeto pero yo no como animal, total que terminaron sacando las pistolas, mientras las señoras gritaban, la nana se persignaba y tú arremetías contra ellos diciendo que siempre habías sabido que eran gente de baja ralea y que por eso no habías querido emparentar con ellos. Tu sangre fría evitó que se derramara la sangre de verdad.
Pero que no pudiera tomarse ni unos días para la luna de miel te disgustó no sólo a ti sino también a papá. De eso me di cuenta por la mueca que hizo cuando Paco se lo dijo, pero luego ya conmigo cambió y se puso a decir que la gente que trabaja en serio no se anda con babosadas de lunas de miel. Y dijo: Ya tendrás tiempo para pasear.
Pensando en todo eso me quedé dormida. Y para cuando abrí los ojos ya la luz entraba de lleno a la habitación, pues las cortinas se habían quedado corridas. Hacía mucho calor y yo sudaba, enredada en los metros y metros de seda y tul.
Paco no estaba en la cama. En su lugar había una nota: Buenos días muñequita. Tuve que salir a trabajar. Volveré por ti a las ocho en punto para la cena de gala con el cuerpo diplomático. Muchos besos.
De modo que se había ido y ahora yo tendría que pasar el día con el vestido de novia, porque no era cosa de arriesgar la mala suerte quitándomelo sola, tu marido es el que debe hacerte mujer, me habían repetido hasta el cansancio la abuela y la nana, y siempre agregaban: Acuérdate de cómo le fue a Paquita, que a media fiesta decidió ponerse unos pantalones, no vayas tú también a llamar al infortunio.
Así que no me quedó más remedio que ponerle al mal tiempo buena cara: me metí al baño, abrí la llave del agua caliente y cuando el cuarto se llenó de vapor estiré el vestido con las palmas de las manos para quitarle las arrugas. Después me refresqué la cara y los brazos y salí a conocer mi nueva casa, que Paco había elegido, arreglado y acomodado a su gusto. Recorrí los amplios cuartos, abrí los cajones, aprendí dónde se guardaban las toallas y los cubiertos, el café y la sal, los discos, las pantuflas. Y encontré el espacio que había dejado para mi ropa, que en ese momento saqué de la maleta y acomodé. En los cajones puse la hermosa lencería hecha a mano por mi abuela, toda de encaje, y en los ganchos colgué los vestidos de colores muy claros y el abrigo muy grueso porque según decían, en la capital nunca se sabe.
Cuando esa noche Paco vino a buscarme, ni cuenta se dio de que el vestido era el de novia. Entró a la casa y me vio con el cabello arreglado, el maquillaje fresco y el velo enrollado alrededor de los hombros a modo de rebozo y lo que dijo fue: Ya te gustó vestirte de blanco.
La velada a la que me llevó trascurrió sin incidentes, aunque las mujeres me miraban extrañadas por tanta perla, encaje y tul que no venían al caso. En lo que a mí se refiere, me aburrí mucho, porque me sentaron junto al Nuncio Apostólico, que se puso a disertar para la esposa del embajador chino, que no entendía una palabra de español pero todo el tiempo sonreía y decía que sí con la cabeza, sobre los horrores de la educación laica y durante las tres horas que duró el convivio jamás cerró la boca. Yo mientras tanto, observé que igual que el día de la boda, Paco bebía más de la cuenta.
Y en efecto, para cuando volvimos a casa, el hombre cayó en un sueño profundo antes de darme siquiera las buenas noches. Traté de despertarlo hablándole suavemente al oído, acariciándole el cabello con dulzura y hasta zarandeándolo, pero fue inútil. Tuve que resignarme a pasar otra noche enfundada en aquellos metros y metros de tela mientras el ser destinado a hacerme mujer roncaba plácidamente a mi lado.
Debo haberme dormido yo también, porque cuando abrí los ojos la luz que se colaba por las ventanas era intensa. Y otra vez, en lugar de encontrar a mi marido, lo que había era una nota que me daba los buenos días y me avisaba que pasaría a recogerme a las ocho de la noche en punto para un concierto en el gran salón de la cancillería.
Por un momento sentí gran desesperación y estaba a punto de soltarme a llorar cuando recordé las palabras de la abuela: Nunca se debe empezar algo en la vida derramando lágrimas porque eso quiere decir que terminará igual. Así que resignada, pasé otra vez una buena parte del día desarrugando mi vestido con el vapor del baño y el resto sentada en el balcón mirando las azoteas vecinas donde había gran trajín de señoras que lavaban ropa y la tendían al sol. Hacia el medio día, la esposa del portero me preparó algo de comer.
Cuando pasó a buscarme, mi marido me soltó distraído una frase: Por lo visto el blanco es tu color favorito, siempre te vistes igual. Y otra vez las señoras me miraron sorprendidas por tantos tules, perlas y encajes. Pero yo me olvidé de ellas y hasta de mí misma, cuando empezó aquella música hermosa interpretada por un joven de largos cabellos que hacía correr sus manos por el teclado arrancándole las notas más sublimes, ¡una música que penetraba en el alma!
En el intermedio, mientras Paco saludaba a sus muchos conocidos y bebía una copa tras otra, yo fui presentada al talentoso pianista cuyos ojos ardientes se clavaron en mí hasta obligarme a bajar la mirada.
Por supuesto, esa noche sucedió lo mismo que las anteriores: mi cónyuge se quedó profundamente dormido a pesar de que esta vez yo ni siquiera entré al baño sino directamente me tendí en la cama junto a él. Pero ya no sufrí, pues pasé el tiempo recordando la música maravillosa y al joven apasionado que la tocaba.
Al amanecer encontré la consabida nota y como los días anteriores, me encerré en el baño para refrescarme y arreglar el vestido. En esas estaba cuando tocaron a la puerta y me entregaron un enorme ramo de flores con una tarjeta: Querida mía, anoche era usted la más hermosa, parecía una novia con aquel vestido. ¿Me honraría con una visita hoy que es mi último día en la ciudad? Si así fuera, me haría el hombre más feliz del universo. La espero a las cuatro en punto en la habitación 318 del Gran Hotel Bristol, calle de Londres número 38. Suyo siempre, Sebastián Limancia.
Mi corazón empezó a latir con fuerza, sentía la sangre subirme hasta la cara. Las horas se me fueron dándole vueltas al asunto pero hacia el medio día había tomado una decisión.
Necesito salir de aquí le dije a la portera, tengo una cita muy importante. La buena mujer me miró sorprendida, a dónde podía yo ir en pleno día y así vestida. Y le pedí también que me entregara el dinero que Paco le había dejado para mi comida, lo cual también le pareció raro, pero obedeció.
Subida en un auto que ella consiguió, vi por primera vez la ciudad a la que me habían traído a vivir y de la que había oído decir que era muy grande y muy peligrosa. Me impresionó que por todas partes salían montones de vehículos y de gente. El hotel es muy cerca de aquí dijo el que manejaba, hasta podría irse a pie y llegar más rápido, sólo que con ese vestido sería difícil.
Mientras esperábamos detenidos en una esquina, vi que de los postes de luz colgaban enormes letreros que decían: Bienvenida Susan. Sentí entonces un gran amor por mi marido, que me había preparado tan hermoso recibimiento, sin que yo me hubiera dado cuenta porque sólo había visto fugazmente y de noche la ciudad. Y me conmovió que me llamara en inglés, como le gustaba hacerlo por aquello de que era diplomático. ¡Cómo me arrepentí de aceptar la invitación del pianista! así que le pedí al chofer que me llevara de vuelta a casa.
Cuando el hombre maniobraba para regresar, le pregunté si podría detenerse un momento para llevarme uno de esos hermosos letreros de recuerdo. Amable, se bajó y lo arrancó para mí. Y fue cuando lo tuve en mis manos que vi las letras pequeñitas: tidad Juan Pablo II. México lo recibe con cariño.
Faltaban tres minutos para las cuatro cuando tímidamente toqué la puerta de la habitación número 318 del Gran Hotel Bristol. El pianista me esperaba enfundado en una bata de terciopelo verde oscuro y con una copa en la mano, cuyo contenido me obligó a beber de un trago. Qué hermoso detalle de tu parte venir con el mismo vestido con el que te conocí dijo. Y dijo: Sabía que eras romántica, lo vi en tus ojos anoche. Y sin más trámite, me empezó a besar las mejillas y las manos. Lo que sucede, expliqué yo mientras él se afanaba, es que me casé hace cuatro días y mi marido todavía no me ha hecho su mujer. Y yo no lo puedo hacer sola porque eso significaría atraer la mala suerte para siempre jamás. Por eso he venido, para que usted me quite este vestido que ya no soporto, pues según entendí, a fuerza tiene que ser un hombre el que lo haga.
La noticia de que le tendrían que cortar los dedos de la mano derecha y que nunca más podría volver a tocar el piano le habría impactado menos. Empezó a balbucear en contra de las supersticiones, de las mujeres estúpidas y de los maridos cornudos. Soy el pianista más grande del universo y el segundo mejor de la historia de la humanidad decía, no es posible que me sucedan estas cosas.
Y sin más, me echó del lugar.
Una semana después, seguía yo con el vestido de novia. Ya hasta me había acostumbrado a él. Todas las noches mi marido caía dormido como un tronco y todas las mañanas se iba muy temprano dejando la nota. Y yo repetía cada día el rito de llenar el baño con vapor para planchar los tules y sedas y con agua fría refrescarme la cara, aunque ya a estas alturas todo el cuerpo me picaba y las orillas de la falda estaban grises. Por las tardes, después de que la portera me servía de comer, me sentaba en el balcón para ver las azoteas vecinas y el trajín de los demás. Me parecía que todos tenían una vida en este mundo, todos menos yo.
Hasta que no pude más y marqué el teléfono de mi casa. Me contestó el bueno de Fermín y le pedí hablar con mi padre. El viejo se emocionó al oír mi voz, aunque por supuesto no lo dijo, jamás lo hacía. Yo dije: Papá, quiero regresar a la casa, aquí sufro mucho, estoy sola, todo el tiempo lo paso encerrada en el departamento, no conozco a nadie, no tengo nada que hacer y Paco está siempre fuera en su trabajo. Por favor, ven por mí.
Un silencio largo y pesado se hizo al otro lado de la línea. Luego se oyó la voz seria de mi padre: No mija, usted se queda con su marido, nada de volver acá. Limpie la casa, prepare la comida, planche la ropa, que para eso se casó. Yo insistí: Pero es que ni siquiera me ha hecho mujer. Esta vez la respuesta fue rápida: Algo habrás hecho tú para que así sea, son las hembras las que deben atraer a los machos, así que ponte a componer lo descompuesto. Y no me vuelvas a llamar para tonterías. Lo dijo y colgó.
Yo me quedé sin saber qué hacer. Entonces volví a marcar y pedí hablar con mi abuela. El bueno de Fermín me dijo que la viejita y la nana se habían ido y nadie sabía dónde vivían. Dijo: Ay niña, usted sabe que el patrón y ella no se llevaban bien. Él sufría nomás de verla porque le recordaba a doña Esperanza su mamá de usted, que Dios tenga en su gloria, así que en yéndose la nieta, atrás salió la buena señora y nunca regresó. Entonces déjame hablar con alguno de mis hermanos supliqué, a lo que me respondió: Ay niña, el joven Raúl ya se regresó a la capital, ya sabe usté que a él no le gusta estar aquí, pueblo mugroso en el que no pasa nada dice cada vez que viene, y el joven Pedro, pos como de costumbre pasa el día encerrado en su cuarto descifrando no sé qué extraños signos que según él le manda su madre doña Esperanza, que Dios tenga en su gloria, desde el más allá a donde se fue cuando usted nació. Y de nada sirve tocar la puerta porque no le abre ni al patrón. Pero si quiere le paso a la Pancha, es la única que anda por acá. Y antes de que yo pudiera decir sí o no, la mujer ya había tomado el auricular y como era su costumbre, se soltó hablando como tarabilla: Qué gusto oírla señorita Susana, no me la imagino matrimoniada, lo importante de casarse es ser buena ama de casa, ni tiempo me dieron de enseñarle lo que debería saber, tanto consentimiento de su abuela y su nana la dejaron hecha una inútil, pero óigame bien, para que los cubiertos de plata no se pongan negros hay que limpiarlos con carbonato revuelto con jugo de limón y para que la ropa no se llene de humedad hay que meter en los armarios pastillas de jabón de manos y para que los plátanos no atraigan los moscos hay que lavarles bien la cáscara y para que los quesos no se sequen, hay que envolverlos en una gasa delgada mojada con agua fría…
Esta vez fui yo la que colgó. Y para entonces, había perdido la tristeza y en su lugar me subía una rabia caliente como nunca había sentido. Me di cuenta de que la mala suerte que a toda costa quería evitar era precisamente lo que ya me estaba sucediendo, de modo que con las tijeras de la cocina yo misma me hice mujer: corté el vestido de novia, me lo arranqué de encima a tirones, me vestí con una falda y una blusa, tomé el dinero que Paco le había dejado a la portera y las llaves que estaban colgadas en un gancho atrás de la puerta y me fui.
Cuando salí del edificio no tenía ni idea de para dónde caminar. Era una mañana soleada, y al llegar a la esquina vi que los coches estaban detenidos en largas filas que no se movían y que los conductores furiosos tocaban el claxon, insultaban y gritaban. Había familias enteras que pedían limosna, vendedores que ofrecían enormes paraguas de muchos colores, tan bonitos que si hubiera tenido suficiente dinero me habría comprado uno, y también muñecos de peluche, cachorros vivos, refrescos de limón y empanadas de piña, flores y chicles. Un hombre semidesnudo, apenas cubierto por un taparrabo, danzaba. El enorme penacho de plumas que llevaba en la cabeza se mantenía extrañamente firme mientras los pies brincaban y su ritmo se acompañaba de las sonajas que llevaba alrededor de los tobillos y las muñecas. Había dos payasos con la cara pintada y zapatos grandísimos con la punta levantada. Uno se subía sobre los hombros del otro y aventaba unos aros que daban vueltas en el aire antes de regresar a sus manos. El espectáculo era tan divertido que aplaudí entusiasmada, provocando la risa de todos los que estaban por allí.
Caminé sin rumbo entre el humo de los camiones, las sirenas de las ambulancias, los altavoces de las patrullas que pretendían dirigir el tráfico y los radios a todo volumen que se oían en casas y tiendas. Salté por encima de baches y coladeras abiertas, di vuelta alrededor de autos estacionados en tres filas, brinqué charcos, banquetas levantadas, árboles a medio caer, mierda de perro, bolsas vacías, cascos rotos, envolturas, escupitajos y colillas. Y sufrí tratando de atravesar las calles, porque los autos jamás se detenían.
Por las ganas de orinar, pedí permiso en un restorán para usar el baño. Lo siento, pero es sólo para clientes, si se pudiera con mucho gusto, respondió el encargado. Entré entonces a una tienda y pregunté, como me había enseñado mi abuela, si tenían un tocador que pudieran facilitarme. A sus órdenes señorita me dijo el vendedor, estoy para lo que se le ofrezca. Intenté en el supermercado, pero en la puerta había un letrero que me asustó: Evite ser asaltado, no se detenga aquí. Quise entonces pasar al cine, pero la señora de la taquilla me advirtió: Todos pagan boleto para entrar, hasta las escoltas, aunque vengan armadas.
Como no sabía qué hacer, me subí al primer autobús que pasó. Nunca había viajado en uno y me impresionó que el piso estuviera tan sucio y el único asiento vacío rajado y con el relleno salido. Tuve que quedarme de pie y detenerme del tubo que atravesaba a lo largo del techo pero así y todo, cada vez que el chofer frenaba o arrancaba, salía yo disparada hasta caer encima de alguien a quien tenía que pedir disculpas. Por fin se desocupó un lugar, pero no bien me había sentado, cuando me di cuenta de que había desaparecido mi reloj de pulso, el magnífico regalo de bodas de mi padre.
Debí imaginarlo. Una y otra vez había oído lo que era esta ciudad y ahora me sucedía a mí. En un arranque de valentía salida de no sé qué profundidades, me volteé y le dije al señor que iba sentado al lado mío: Voy a abrir mi bolso y usted va a echar allí dentro el reloj sin decir ni una palabra ni hacer ningún ruido ¿entiende? El hombre obedeció. Y cuando la prenda cayó dentro, me bajé en la siguiente parada. Lo había logrado y de hoy en adelante sería más cuidadosa.
En el puesto de una esquina muy transitada compré una manzana, mi fruta preferida por la que siempre había sido capaz de caer en los chantajes de mis hermanos. En el carril central de una vía de alta velocidad compré un refresco de cola, mi bebida favorita, por la que tantas veces tuve que rogarle a mi abuela. Luego, como ya me había descubierto valiente, entré en una estación del metro y compré un boleto para conocer el tren del que tanto me había hablado don Lacho mi padrino. Pero nunca logré subirme, pues cada vez que las puertas se abrían, un montón de gente se me aventaba encima sin darme oportunidad de pasar.
Cuando empezó a oscurecer me dio miedo. Decidí entonces regresar a mi casa y dejar mi fuga para mejor ocasión.
El problema es que no tenía la menor idea de dónde vivía ni de cómo se podía llegar allí. Estaba parada pensando qué hacer, cuando se detuvo frente a mí un auto y el chofer me dijo: ¿La llevo señorita? Agradecida me subí y le expliqué que no sabía mi dirección, pero que si me llevaba al Gran Hotel Bristol ya estaríamos cerca y sería más fácil buscar.
Habíamos avanzado apenas unas cuadras cuando dos jóvenes abordaron el auto. Me taparon la boca y me pusieron una navaja en la garganta. Me arrancaron la bolsa, la argolla matrimonial que apenas hacía unos cuantos días que ocupaba mi dedo y la cadenita de oro con un relicario, regalo de la abuela, que desde que cumplí catorce años colgaba de mi cuello y en la que guardaba mi primer diente de leche que se me cayó a los seis y unos cabellos de mi trenza, cortados dos meses antes de cumplir los trece, el día de mi primera menstruación.
Durante largo rato dimos vueltas por las calles. Una y otra vez me insultaban y preguntaban dónde estaba mi tarjeta de crédito y cuál era el número confidencial, pero yo estaba paralizada y no podía contestar. Y aunque hubiera podido, no tenía idea de qué era eso.
De repente otro auto se les adelantó. El chofer se puso furioso y se lanzó a toda velocidad para perseguir al que ahora llamaba el enemigo. Se subía a las banquetas sin mirar si había vehículos estacionados o peatones y se pasaba los altos. Hasta que perdió el control y nos fuimos a estrellar contra una pared, tan fuerte que hasta la navaja se soltó de la mano del que me amenazaba. Antes de que nos recuperáramos, ya habían llegado las patrullas.
En una subieron al chofer que sangraba profusamente por la nariz y en otra a mí. A los muchachos los dejaron ir.
Ellos tienen mi reloj y mi relicario les dije a los patrulleros con la voz entrecortada. Pues ya ni modo contestaron, no los detuvimos porque no parecían asaltantes, se veían buenas personas. Luego se ofrecieron a llevarme a mi casa, si les daba una propina.
Anduvimos mucho rato dando vueltas por los alrededores del Gran Hotel Bristol sin encontrar el edificio, hasta que en una de esas vimos al portero, que regresaba de su acostumbrada borrachera de todas las tardes ¡el susto que se pegó cuando la patrulla se detuvo y le pidió que subiera!
Cuando por fin llegamos, yo no tenía llaves para abrir, pues se habían ido con todo y bolsa. Será necesario buscar a un cerrajero para forzar la chapa del departamento dijo uno de los patrulleros. No se preocupe respondió el ya para entonces sobrio encargado, con un alambrito yo mismo puedo abrir, en esta vida cualquier cosa se arregla con un alambrito. Y dicho y hecho, en un santiamén las tres cerraduras importadas en las que mi marido había invertido miles de pesos y de las que tanto se vanagloriaba, cedieron con facilidad y pude entrar a mi hogar.
Tres cosas me llamaron la atención: la primera, que la cama estaba tal y como la había yo dejado al levantarme y por lo tanto, nadie se había dado cuenta de mi desaparición. La segunda, que encima de la almohada esperaba la consabida nota que yo no había visto cuando me fui: Salgo tres días de viaje, acompaño al Secretario. Aprovecha para descansar. Besos, Paco. Y la tercera, que sobre la cómoda estaba mi reloj de pulso, el magnífico regalo de bodas de mi padre. Por lo visto había olvidado ponérmelo, y luego había olvidado que lo había olvidado.
Esa noche la pasé muy mal. Me había convertido en ladrona, que según la nana, era lo peor que podía existir. El infierno asegurado decía, sin perdón posible. Pero en la madrugada, lo que me acosaba ya era el robo que me habían hecho a mí. Mi imaginación estaba desatada: me veía llevando escondida una pistola en el sostén, de esas con la cacha brillante de concha nácar, igualita a la que el tío Luis le había regalado a la tía Antonia, y cuando se me acercaban los asaltantes yo la sacaba rápidamente y les disparaba a quemarropa. Pero no se morían y en cambio se ponían a burlarse de mí y de mi arma tan ridícula. Entonces yo soltaba muchas balas hasta que conseguía matarlos, pero luego me entraba el remordimiento al ver sus ojos enormemente abiertos y la sangre escurriendo por los agujeros.
Dos días me tomó decidirlo: esta vez me iría de verdad y muy lejos, a donde ni Paco ni nadie me pudiera encontrar jamás.
Le vendí al portero el magnífico reloj y en un taxi que pidió por teléfono, me fui a la terminal. Allí compré un boleto para el siguiente camión, cualquiera que fuera su destino. Y así fui a dar a Oaxaca.
Cuando llegué a esa ciudad, después de muchas horas de carretera, pregunté por el jardín, caminé hasta allá y me senté en una banca, debajo de los árboles frondosos. Sentía el miedo encajado en la boca del estómago y tenía hambre y frío, pero al paso de las horas y conforme el calor se hacía más intenso y la plaza se llenaba de indios que vendían mercancías y de turistas que las compraban, me fui tranquilizando.
A eso de las siete refrescó. Montones de pájaros cantaban despidiendo el día. Un pesado cansancio me ablandaba los músculos, pero no me movía de allí pues no sabía a dónde ir.
Junto a mí se sentó un joven de aspecto agradable que vestía camisa de franela y pantalón de mezclilla. Empezamos a hablar. Me contó que era artista y que participaba en una reunión de becarios del gobierno que debían presentar los resultados de su trabajo. Yo a mi vez le platiqué que había huido de mi casa, que no conocía a nadie en la ciudad y que tenía hambre. Entonces dijo: Vente conmigo, te compro café con leche y pan dulce en los portales.
Después de comer, mi nuevo amigo me invitó a su hotel y yo acepté porque no tenía dónde pasar la noche. Tuvimos que entrar escondiéndonos del encargado de la recepción que dormitaba debajo de un letrero que advertía: No se aceptan visitas a las habitaciones de los huéspedes. Seguimos por un pasillo oscuro, subimos tres pisos por unas escaleras también oscuras y nos detuvimos frente a una puerta de madera, que cedió apenas la tocamos. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando me encontré con un montón de muchachos que bebían, fumaban y escuchaban música! Apenas me vieron, empezaron a aplaudir a gritar a rugir a aullar. ¡Que baile! se oyó una voz ¡que baile! ¡que baile! empezaron a corear los demás. Una mano me empujó al centro del cuarto donde me quedé parada sin saber qué hacer. Nunca había visto a tantos hombres juntos y yo allí solita en medio de todos sin saber bailar.
No sé por qué, pero empecé a temblar. No te hagas dijo uno, si a las viejas esto les encanta. Y mientras lo decía se me acercaba con su fuerte olor a sudor y tabaco que hasta me hizo voltear la cara. Alguien me dio un bofetón que me aturdió y alguien me arrancó la ropa. Luego me tiraron al piso y se me fueron encima. Por acá este mordía, por allá aquel apretaba, uno jalaba, el otro rasguñaba. Sentí que me abrieron las piernas y me metieron algo que me causó dolor. Traté de gritar pero de mi garganta no salió ni un sonido. Oí a mi amigo cuando les dijo que no fueran mandados ¿no ven que la están lastimando? A ti qué te importa le contestó un gordo con camisa de cuadros, ni que fuera tu hermana para tantas consideraciones.
Lo último que recuerdo es que del techo colgaba una lámpara de cartón grueso en color verde claro.
Cuando abrí los ojos no sabía dónde estaba ni qué había pasado. En el piso y en la cama dormían hombres a medio vestir. Yo estaba desnuda y no sentía mi cuerpo. Pero si trataba de moverme me dolía todo, hasta respirar. Estaba llena de moretones y heridas, de mordidas y rasguños, de sangre seca. Las tetas me ardían y el vientre me quemaba.
Allá al fondo, lejísimos, se veía una puerta de madera. Haciendo un esfuerzo descomunal me levanté y caminé hacia ella, la abrí despacio y salí.
Iba por el pasillo oscuro, cuando encontré a una mujer. O mejor dicho, ella me encontró a mí. Y fue tal su cara de susto, que no pude sino obedecerla cuando se soltó a hablar con un pesado acento extranjero y me jaló a su cuarto. Decía: Quién te dejó así pobrecita. No me digas que fueron esos cabrones, hijos de su madre. Y decía: Quieren ser los grandes artistas, los magníficos creadores, pero no pueden ser ni humanos. Y decía: Pero las van a pagar, te juro que las van a pagar.
Mientras balbuceaba todo eso, me ponía toallas frías en la frente y calientes en los pies, me untaba alcohol en las heridas y crema en los rasguños, me daba agua fresca para beber y me vestía con unos pantalones y una camiseta que me quedaban enormes. Pobrecita, pobrecita, repetía. Salen de su casa y enloquecen hijos de su madre. Decía: Me dejo de llamar Francis y dejo de ser feminista si no la pagan.
Por fin, me metió los pies en unas chanclas de hule y me arrastró hasta la calle, donde el sol pegaba duro y lastimaba los ojos. Caminamos varias cuadras, yo atrás de la desconocida, haciendo un esfuerzo porque a cada paso sentía que se me partía el vientre.
Cuando llegamos a la delegación de policía y nada más entrar, la mujer empezó a gritar: Vengo a levantar un acta por violación tumultuaria, sé exactamente quiénes son los responsables, deben arrestarlos ahora mismo, miren nada más cómo dejaron a esta niña. Pero los policías no parecían impresionarse con sus palabras y manoteos. Uno que escribía en un gran cuaderno me miró fijamente y dijo: Señorita, ¿ratifica usted lo que afirma esta señora? ¿ratifica usted que fue violada por los señores fulano, mengano y perengano? Yo me quedé callada, no sabía qué decir. Si usted no dice nada no podemos levantar el acta me explicaba el hombre, mientras la mujer que me había llevado insistía: No ve cómo está toda golpeada, no ve que está en shock y por eso ni habla.
En eso estábamos, cuando como bólido entró una mujer chaparra y regordeta, con el cabello teñido de rubio y muy maquillada. Y se le fue encima a la tal Francis. Decía: Esta hija de su pelona no tiene permiso para manejar a las putas y lo hace clandestinamente. Yo hago publicidad, pago multas, doy mordidas a los policías, a los inspectores, a los jueces y a los médicos para que me den cartillas de salud, les compro ropa a las muchachas y hasta les pago el entierro si alguna tiene la mala suerte de morirse y en cambio ésta ejerce sin pagar. Eso no se vale. Usted está loca respondió la aludida, yo no tengo nada que ver con putas, yo vine aquí para defender a esta muchacha atacada por unos salvajes.
Se armó un jaleo espantoso. Una gritaba que no y la otra que sí y las dos se arrancaban los pelos y se daban cachetadas y los policías las trataban de separar pero no podían. Y mientras, el de la cara gris, con la voz también gris decía: A usted extranjera la acuso de secuestrar a una menor y de incitarla a la prostitución. Y decía: La acuso de lenocinio. Y como si estuviera encantado con la palabreja la repetía y saboreaba: Sí, de lenocinio.
Y como a mí nadie me hacía caso, pues me largué.
El chofer del camión me dejó viajar sin pagar. A lo mejor se conmovió de verme con esa ropa tan grande, las chanclas de hule desgastadas, los pelos desgreñados y los arañazos en los brazos y la cara.
Me acomodé en un asiento de atrás, lejos de la gente, para que nadie me viera y sobre todo, que nadie me oliera en ese estado. Pero al rato se sentó junto a mí una señora ya mayor, con su vestido de flores, su mandil y el cabello canoso recogido con una liga. Sobre las piernas cargaba un canasto que se veía bastante pesado. Apenas arrancamos, sacó un envoltorio y empezó a comerse una torta con tanto apetito, que no le pude quitar los ojos de encima. Toma dijo y me ofreció la mitad. Era de queso de puerco y fue el mejor manjar que había comido en mi vida.
La noche estaba oscurísima. Íbamos por la carretera sin ver nada. La mujer me empezó a contar de sus enfermedades, de que esto le dolía, de que aquello le aquejaba, de las medicinas que le recomendaban siempre tan caras, de los hospitales del gobierno que no ayudaban a los pobres y de los doctores que no la podían aliviar. Luego me preguntó de mí. Voy a la capital a buscar trabajo dije. Ya no le conté que estaba sola en el mundo, eso me lo callé. Ella se quedó un rato pensativa y luego dijo: Yo necesito ayuda con mi puesto de quesadillas, ya no doy para atenderlo. Y dijo: Si quieres, la paga no es mucha pero te ofrezco casa y comida.
Nos bajamos del camión antes de llegar a la terminal y caminamos por calles estrechas y oscuras que se enredaban alrededor del muro de un panteón. Yo apenas si podía moverme. La mujer dijo: Los muertos dan miedo, sobre todo de noche, pero no hacen nada, ya te acostumbrarás. Lo que la buena señora no sabía era que mi dificultad no se debía al temor por los enterrados sino al dolor que me habían causado los vivos.
Doña Luisa ocupaba el piso de abajo de un edificio viejo y descascarado. Era un departamento muy pequeño, arreglado con sus cortinas de algodón, una mesa con mantel de plástico y su altar al sagrado corazón. Vivía allí con su hijo, un muchacho de diecisiete años que llegaba tarde en la noche y contestaba con monosílabos a las preguntas de su madre. Según ella, era así porque siempre estaba cansado pues trabajaba en una fábrica de pantalones y tenía dos turnos, pero según me dirían después las vecinas, lo que sucedía es que andaba metido con una pandilla que se desvelaba cometiendo fechorías. ¿No ves las cosas que le regala a su mamá? insistiría la seño Lupe, la de la casa de enfrente, cuidando siempre que no la oyera la doña que se ponía como fiera para defender a su cachorro. ¿Para qué le sirven a la pobre de Luisa una mascada de seda o unos lentes oscuros con aros de carey? Son puras cosas de rica que le roban a las señoras que vienen al panteón de los muertos judíos.
A mí me acomodó en un rincón junto a la cocina. Me puso un catre con dos cobijas y me dio una caja