Toda esa gran verdad

Fragmento

Toda esa gran verdad

El disparate podría empezar precisando que los viernes siempre me han marcado, para bien o para mal. Aquel viernes por la mañana descubrí que ese muchacho sería mi compañero. En mi calidad de salitre de las paredes de la escuela no había siquiera oído, durante los días anteriores, ningún comentario sobre su ingreso. O tal vez sí, pero como desconocía su nombre no tuve tiempo de llevar escudo emotivo alguno. De modo que fue una total sorpresa encontrármelo ahí. Mientras esperaba, como siempre, avistarlo durante el trayecto de mi casa a la escuela, verlo salir para estudiar fuera de Belmondo, más bien resultó que, desalentada ya toda esperanza visual, el novato estaba conviviendo con mis compañeros mejor de lo que a mí jamás me fue posible hacerlo. Ocurrió a un mes de iniciadas las clases, durante el segundo semestre de preparatoria. Para ese entonces él ya estaba enclavado con rotunda firmeza en mis fantasías. Desde que ambos cursábamos la secundaria en diferentes escuelas y durante el primer semestre de preparatoria, solía topármelo al ir a clases o al salir de ellas, sobre todo cuando llegaba en autobús conversando casi siempre con mi primo Gustavo (que era su compañero de salón y con el que nunca tuve un contacto del que pueda enorgullecerme). Los veía venir en dirección a mí. Entonces trataba de extraer de la momentánea visión de ese muchacho todo lo que pudiera conseguir como material para mi soledad del resto del día. Por desgracia, en esos encuentros definitivos rara vez pude mirarlo a entera satisfacción porque la presencia de mi primo a su lado me cohibía: imaginaba que todo saldría a relucir gracias a su observación primero y a su lenguaraz temperamento después. Como la casa de aquel muchacho está ubicada en dirección opuesta a la mía, cuando nos encontrábamos él caminaba simbólicamente excluyéndome, y yo, sin querer, le hacía lo mismo. El caso es que me dedicaba, tras esos segundos, a fantasear en cómo, apenas llegado a casa, se apresuraría a quitarse el uniforme de la escuela para ponerse la ropa que usaba en el establo.

Pero no tardé en descubrir que no se trataba precisamente de la ropa.

Una vez —por cierto: también un viernes—, cuando todavía Lorena y sus padres eran en Belmondo sólo una visita, tuve que acompañar a mi tío Agustín a comprar algo para cenar. Me quedé a solas en el coche mientras él se metía a un negocio. En eso vi que la camioneta de aquel muchacho se estacionaba en la farmacia veterinaria de enfrente. Por su gorra y su camisa, y también por la hora, supe que aún no había terminado de trabajar. Al verlo, mi corazón empezó a bailotear. Percibía, aun tras haberlo ya visto, una inminencia que mi alma expectante buscaba en el ambiente. Abrió la portezuela y, al verlo bajar, todo se deterioró: algo no me había gustado en él. ¿Cómo era posible? ¿De qué se trataba? Me seguía enloqueciendo: ahí estaba su rostro incomprensible, sus masculinos brazos llenos de un vello inquietante y negro en dosis perfecta, veía sus nalgas entrar a la farmacia, caminaba con esa hombría que le torcía ligeramente el andar. Pero faltaba algo. ¿Qué demonios era? La respuesta me llegó desde muy adentro, de tan adentro que no quise explorar su significación: él, a pesar de ir vestido con la ropa del establo, no llevaba sus enormes y groseras botas de hule. En cambio, unos zapatos mineros ocupaban su lugar. ¡En qué detalle me había fijado! ¡Qué risa! Luego mi tío volvió y arrancó antes de que pudiera verlo salir de la farmacia. Ese día no quedé excitado al verlo. Más bien me sentía decepcionado de él. A los pocos días, y no sin antes haber reflexionado lo suficiente, descubrí que podía seguir enamorándome de ese muchacho mientras estuviera endomingado o vestido para ir a la escuela, y que ahí no importaba su calzado, pero supe también que me sublimaba mucho más verlo ataviado de vaquero, y entonces sí que era imprescindible el negro hule de sus botas. Sin entender por qué, cuando se me reveló todo esto ya no me reí. No me era dado saber, en esos días, por qué me gustaba imaginarlo y verlo así. Como sea, ahora comprendo que en tales encuentros se gestó todo. Por eso resultó desconcertante toparme con él aquella mañana al llegar a clases, en la que consideraba mi escuela y no la suya. Noté que no llevaba el uniforme, aunque sí traía mochila. Tres o cuatro de mis compañeros estaban sentados en círculo platicando con él. Hablaban en voz alta y manoteaban. Uno de ellos relataba cómo alguien había arrancado un coche haciendo todo tipo de desastres por las calles; los demás, incluido él, reían e intervenían festejando ocurrencias propias y ajenas. Como era de esperarse, entre ellos y yo no hubo ningún saludo. Esas conversaciones me parecían muy vacías y me horadaban, pero eran secretamente necesarias para mi equilibrio personal. Entré al salón y le pregunté a Carmina, una de mis compañeras, por qué se encontraba ese muchacho ahí.

—¿Quién? ¿Paolo? —me preguntó a su vez, bautizando a partir de entonces mis angustias—. Va a estudiar aquí también.

Por ese entonces sospechaba que su nombre era Álvaro, al igual que su padre. Me senté y percibí el ambiente en blanco. ¡De manera que lo tendría ahí, real y cotidiano! A pocos minutos de mi estupor, al dar las ocho, todos entraron al salón. Me senté en una de las últimas bancas, considerando que desde ahí podría dominar una inmejorable vista sobre él. La sorpresa fue que se sentó muy cerca a mi derecha para ser exactos. Llegó y puso su mochila en el suelo como si toda la vida lo hubiera hecho así. La directora nos lo presentó —me lo presentó, a decir verdad, ya que al parecer yo era el único rezagado que no lo conocía—, dijo su nombre y sus apellidos. Éstos me hicieron una impresión fabulosa: eran como la melodía perfecta para lo que me inspiraba. Después, como si hubiera notado algo inusual en el ambiente, se volvió y me miró ofreciendo un saludo sin palabras, apenas un movimiento ocular provisto de sobria sonrisa, como si me dijera: “A ver, cabrón, cómo sales de ésta.” Se trataba, en sentido estricto, de la primera vez que me veía. A consecuencia de los nervios, correspondí a su saludo con un lánguido gesto del cual después —para no perder la costumbre— me arrepentí. Ni ése ni varios de los siguientes días se molestó en dirigirme la palabra. Estaba bastante ocupado con sus amigos y ellos con él. Justo cuando daba por terminado mi martirio dubitativo de minutos u horas y me decidía por fin a hablarle, brotaba algún compañero y sencillamente le decía cualquier cosa, sacándome de inmediato de la jugada. La primera vez que me dirigió la palabra fue aquel viernes en que, impelido por una necesidad apremiante, me preguntó si había hecho la tarea. Y para infortunio me escuché a mí mismo saliéndole con una respuesta negativa. La hacía siempre sin falta y justo ese día también se me había olvidado. Desde entonces traté de empeñarme cumpliendo con cada una de las tareas en espera de otra frágil oportunidad que, aunque llegó, de nada sirvió. Sin embargo, he de confesar que existía un elemento que me tensaba: Paolo no era tan extrovertido como mis compañeros; existía en él una amorfa fuga de timidez: casi nunca sacaba un comentario del que los otros crearan polémica; era siempre alguien más quien desempeñaba ese papel; Paolo entonces tan sólo reía, se asombraba o al menos callaba, otorgando con su no decir alguna opinión. Para mí aquella actitud era una promesa de amistad. A pesar de todo, con el paso de los días logré entablar conversación con él. Aproveché la mordaza que el maestro en turno ponía al salón durante la clase: descubrí que era posible mandarle recaditos. Las primeras veces su gesto se extrañaba, pero pronto supo que de mi ataque papelero no podría escapar. Después, no recuerdo ya si en medio de algún día candente o en una noche pusilánime, rompí uno tras otro los papeles que guardaba cual personaje de Gabriel García Márquez (escritor que Paolo detestaba tanto en clase de literatura como en la tarea de lectura en casa). Lo que sí sé es que el contenido de dichos papelitos se podría resumir en joterías maquilladas de compañerismo inofensivo: “ Te veo triste, pensativo… ¿ Te pasa algo…?” “Si se te hace tan difícil la tarea, ¿por qué no me hablas cuando termines de trabajar para que te la pase?” “Antonio asegura que no te gusta ninguna muchacha por el momento. ¿Es verdad?” “Desde que entraste a esta escuela, siento que hay alguien en quien se puede confiar…”. Pero los hechos más relevantes del contacto escolar con Paolo fueron dos y ocurrieron en sendos viernes: cuando pude tocarle el brazo porque le había brotado una especie de verruga —lo cual abultó mi sangre de inmediato en la consabida zona— y cuando me atreví a preguntarle aquello por escrito, no importando que de sobra yo ya lo supiera: “¿Usas botas de hule para trabajar entre las vacas?”, “Sí”, “¿Cómo son?”, “Negras y altas…”. La información obtenida, en cuanto a fondo, no revelaba gran cosa, pero necesitaba que él lo dijera o, como fue el caso, que lo escribiera. Ese intrascendente papel adquirió ante mis ojos la categoría de una plegaria. Fue el único recadito que salvé de la destrucción. Estando en casa lo tomaba, lo abría, llegaba con excitación al clímax de sus respuestas, a la torpeza de sus rasgos gráficos, a las encantadoras faltas de ortografía. Lo olía.

Ahora que lo veo en retrospectiva, de la escuela recuerdo más que cualquier otra cosa el frío de las mañanas, el bochorno del mediodía, la lluvia que nos sorprendía algunas veces, el olor del césped de la zona donde trataba de guarecerme de los balonazos y a él: con su uniforme, sentado aquí, sentado allá, taciturno, conversando entre los amigos o, ya después, embobado con Lorena. Gracias a esto último, me sentí Adán y Eva al mismo tiempo, expulsado no del paraíso, sino de Dios. De lo que se colige que mi prima vendría a desplegar la función de la serpiente, pero en versión moderna, es decir, una serpiente que ofrece y come entera la manzana, escupiendo después las cáscaras de la sanción sobre mi cara. ¡Egoísta! Lorena, Lorena… Por eso, cuando ella entró a estudiar el tercer año de preparatoria en Belmondo su primo ya llevaba paoleando alrededor de tres años (dos a la distancia y uno lectivo), y Lorena, al intentar acoplarse al nuevo ambiente, estimó lógico dirigirse a mí para pedir referencias de los compañeros del salón. Procuré dejar al final el comentario sobre Paolo, pero después no hice sino abundar en el tema, así que a mi prima no le quedó más remedio que hacer una breve pausa en sus preguntas y fijar la mirada en ese joven que encomiaban con tanta simpatía. No podía soportar más lugar común oprimiendo mis neuronas.

—A mi hija ya hasta le atrae uno de sus compañeros —le dijo mi tía Blanca a mi madre una tarde que no abrimos la papelería.

Lorena, mi madre, mi tía y yo nos encontrábamos sentados en la sala de estar de la casa de mi prima. Ella miró con fugaz reproche a su mamá tras el comentario.

—¿Quién? —preguntó mi madre volviéndose hacia mí, como si yo lo supiera o debiera saberlo.

—No sé —respondí presintiendo lo peor.

La tía Blanca, con una sonrisa despreocupada, continuó:

—Se llama, ¿cómo, hija? ¿Pablo?

Lorena hizo un esfuerzo por aparentar interés en lo que transmitía la televisión. Se escuchaba una música de suspenso en la telenovela. Mis ojos la claveteaban y ella, sin saberlo, como que lo sabía.

—¡Hija!

—¡Páolo, mamá! ¡Se llama Páolo!

Mi tía hizo el gesto de iniciar otro comentario, pero mi madre acercó el rostro hacia mí y, casi en susurro, me preguntó:

—¿Quién es, Carlo?

Atragantado conmigo mismo, le di los datos necesarios para que supiera de quién se trataba, es decir, le dije sus apellidos y quiénes eran sus papás. Mi madre analizó la información en cuestión de segundos y pareció aprobarla.

—Ya lo sabías, ¿no, Carlo? —preguntó mi tía.

—Sí, claro —me vi obligado a mentir incendiándome por dentro.

Pero después, cuando mi prima y yo nos dirigíamos a la tienda más cercana para hacerle un mandado a su mamá, a dos o tres pasos que habíamos dado en silencio, no lo pude evitar.

—Conque ésas tenemos, ¿eh?

—¿Qué? —dijo la loca, la suertuda.

—No finjas: lo de Paolo.

—¡Ah, sí! Pero no te preocupes por mí, Carlo. No es nada de cuidado.

No logré decir más. Íbamos serios, lo cual en cierta forma era nuevo entre nosotros. Lorena esbozaba una débil sonrisa, sin embargo.

La noche del día siguiente, mi madre, que imaginaba lo peor ahí donde no había motivos para buscarlo, me preguntó de manera adusta:

—¿Por qué estás tan celoso de Lorena, hijo?

Me enteré de que mi tía Blanca comentaba con simpatía que yo no quería ver a ningún hombre cerca de su hija.

—Es tu prima y se lo toma a broma, pero es su vida. Tú no puedes estar celoso de…

—No estoy celoso de nadie —dije sin poder contener del todo el enojo que me provocaba que las cosas me salieran siempre igual: al revés—. Que haga lo que quiera.

El siguiente trago amargo llegó dos días después, cuando fui a buscarla por una cuestión de tareas. Lorena había salido con su mamá; no tardaría mucho en volver, según me dijo el tío Agustín.

—Lo que sí quiero, Carlo, es que, ya que te preocupas tanto por tu prima, me digas cómo es ese muchacho que le gusta. ¿Lo conoces bien o no?

—Más o menos, tío —¡buuu!

—¿Qué sabes de él?

—Pues es un muchacho normal, tío. Nada del otro mundo.

Él bebía una copa de vino. Me sirvió una “aprovechando que no estaban las mujeres”.

—¿Es un joven de provecho? Bueno… tú me entiendes…

Le dije que no había nada de qué preocuparse en ese sentido. El vino me sabía a rayos.

—¿Qué? ¡No estás acostumbrado a beber! —vino la risa de su parte y después volvió al tono serio—. Hijo, me gustaría que le echaras un ojo a Lorena. Tú sabes. Siempre te muestras prudente. Aunque eres joven, me parece que razonas como adulto. La libertad y esas cosas a veces están bien, pero otras no.

—Sí, tío.

Ese día anodinamente era jueves y para colmo festivo. A la noche me recluí en mi habitación, olvidado de vigilar a ésa que no necesitaba nada de mí. Al día siguiente, por la mañana, Lorena me dio la gran noticia.

—Anoche salimos al baile que hubo en el centro. ¡Allí me pidió que fuera su novia…! Carlo, ¿por qué no estuviste tú también? Creí que irías con alguien. Una cosa es que te guste o no bailar, y otra muy diferente es aprovechar esas circunstancias para relacionarte con la gente y, no sé, tal vez conseguir pareja como yo.

—No me interesa tener pareja —le dije con el tono de quien se defiende de una agresión.

Lorena me miró un poco sorprendida por mi reacción y tal vez volvió a pensar que se trataba del primo celoso de la prima. Me dijo que lo que sucedía era que no sabía ser romántico, que ni me imaginaba lo bonito que era todo eso, que ayer por la noche, que… Desde ese día y hasta que terminamos los estudios de preparatoria, salíamos de la escuela los tres y, llegado el momento en que Paolo debía separarse de nosotros para tomar el camino de su casa, me ponía a esperar a unos cuantos metros para que ellos se despidieran. Tras eso, Lorena y yo seguíamos en dirección hacia nuestros respectivos hogares. Claro que en ocasiones Paolo entregaba la novia a domicilio. Cuando esto pasaba, me despedía de ellos al llegar, siempre antes de lo deseado, a la papelería. Ambos seguían caminando, pues la casa de Lorena era, de las tres, la más alejada de la escuela. Pero Paolo no solía acompañarla todos los días: nada más cuando salíamos temprano, porque de lo contrario le quedaba sólo el tiempo requerido para llegar a comer, ya que empezaba a trabajar alrededor de las tres. Cuando la acompañaba, no era extraño en mí permanecer a la espera de su regreso espiando por la ventana y, al verlo pasar ya solo, ganas no me faltaban de salir para acompañarlo yo esta vez. Es obvio que nunca lo hice. Me alegraba morbosamente que Paolo le dedicara tiempo a mi prima sólo cuando las vacas se lo permitían.

A todo esto, nunca se me había presentado la oportunidad de entrar a la casa de Paolo ni al establo tampoco. No tenía motivos prácticos para hacerlo. Nuestro trato se mantenía fiel a su carácter estrictamente escolar y aun en ese nivel era escuálido. Cuando mi prima se convirtió en su novia, él soportaba mi presencia sin mayores problemas, pero a fin de cuentas sólo se trataba de tolerancia. Seguía sintiéndome fuera de lugar entre ellos; nada me costaba tanto como actuar con naturalidad ante la pareja. Sin embargo, intuía un espacio en esa relación, un hueco para mí. Lo veía en la serenidad de Lorena y en las miradas efímeras que me dedicaba Paolo. Sólo que esa sensación, lejos de brindarme algún tipo de seguridad, me aniquilaba de antemano. Si de algo no cabía duda era que ambos se sentían atraídos de verdad y que poco a poco empezaban a encariñarse peligrosamente. Pero mi ojo clínico me indicaba que también existía un punto flaco en esa interacción: el choque provocado por sus casi excluyentes biografías. Ella, acostumbrada a la respiración urbana de una de las ciudades más importantes del país; él, hecho más bien a la manera de quien pasa muchas horas sobre el tractor o en el encierro de los establos. Y yo, bien o mal, tenía nociones de ambos mundos. En tales días aún no estaba en condiciones de entender qué me pasaba ni de prever lo que me iba a suceder. No terminaba de identificar al objeto maldito que vivía ya en mí. Fue tal vez por eso que empecé a caer en contradicciones conmigo mismo. Como la atracción que Paolo me provocaba era profunda y el acercamiento correspondiente resultaba inviable, pretendía desahogarme cuestionando a mi prima sobre la veracidad de sus nociones en lo referente a su novio.

—No me vengas ahora con que te fascina un simple vaquero.

La primera vez que deslicé semejante comentario, Lorena reaccionó algo sorprendida.

—Paolo no es un simple vaquero —dijo recalcando cada sílaba.

Pero mi saña era incontrolable y filosa.

—Pues claro que no: es un vaquero con dinero. Dinero de su papá, por cierto…

—No sabía que fueras tan hipócrita.

Su apreciación me resultó bastante dolorosa, ya que en el fondo lo que menos quería —como bien se comprenderá— era hablar mal de él. Además, la hipocresía siempre me ha partido por la mitad, así que encontrarme de pronto con un Carlo tachado de falso me ponía frente a un yo novedoso e intratable. Si algo supe desde el principio fue que la relación entre Paolo y mi prima no era cualquier cosa, a pesar de que muy pocos noviazgos a esa edad son perdurables. Me los imaginaba rodeados de hijos, viviendo en felicidad, lo cual no pasaba de ser un idealismo provocado por mi ya clásica paranoia. El surgimiento de su relación trajo como consecuencia un casi imperceptible alejamiento entre mi prima y yo; mi temor se fundaba en que tal distanciamiento tuviera las mismas características que esas enfermedades graves que no requieren manifestaciones corporales tremendas para seguir su curso. Pero volviendo a lo que decía: el punto flaco de ese noviazgo se materializaba, según yo, al brotar entre ellos la incomprensión.

—Carlo, ayer Paolo se enojó sólo porque se me ocurrió despedirme de Alejandro dándole un beso —se quejó un día Lorena.

A lo que yo:

—Es que aquí todavía no es muy común que una mujer haga eso con cualquier hombre, Lorena. Paolo ha de querer que te consagres sólo a él. O:

—Es que no sé decirte cómo es, Carlo —me dijo Paolo un día, refiriéndose a Lorena—. Es… es…

Y no encontraba la palabra. Adoptando un tono de oráculo, le dije:

—Es que está acostumbrada a otro tipo de vida, Paolo. No olvides que antes de conocerte siempre vivió en la ciudad.

Paolo entonces, medio angustiado, me miraba como implorando más información para conseguir entender a su novia. Y yo se la escatimaba, por supuesto. Fue así como gradualmente desarrollaron una especie de exhibicionismo emotivo frente a mí; tal vez necesitaban que alguien siguiera las minucias de su relación. Paolo, que no estaba acostumbrado a expresar sus sentimientos, y Lorena, que los despilfarraba día y noche, encontraban en mí a la persona indicada, el puente de comunicación propicio. Yo —claro está— alimentaba ese exhibicionismo sin cesar, como si se tratara de un cerdo en engorda.

A veces se nos desmorona el autoengaño. Entonces nadie es albergue, nadie es idolatría ni paz, ni siquiera guerra. Las cosas se manifiestan como una especie de desierto humeante del que no se consigue escapar. Sentía que todo se me desprendía de los dedos, incluso la apatía. Creo que podría haberme ido a hacer vida de ermitaño hasta que a mis huesos se les cayera la carne, mientras Lorena y Paolo se casaban, procreaban veinte hijos o más y luego alguien se encargaba de escribirles sus epitafios. ¡Al diablo con todo! ¡Quería huir de Belmondo, de sus delicias y sus horrores! Esperaba que esa ráfaga de pesimismo abandonista pasara pronto porque estaba aburrido del techo de mi casa, de sus paredes. El cuello me dolía y ni siquiera encontraba ánimos para meterme a bañar. Mi madre, que todo lo ve y nada sabe, esperaba resignada a que los días y los años configuraran el destino de su único hijo. Los libros eran compañeros sinceros, pero a veces carecían de la mala leche que muestran los amigos que sonsacan por sonsacar. Y entonces resultaba que tampoco hallaba en mis venas la determinación para dejarme llevar por mundos de palabras. Mi cara quedaba inerme, sin expresión; me volvía la metáfora de un loco o la imitación imperfecta de un delincuente urdiendo sus fechorías. Era la cenicienta en espera del zapato que nunca llega. El mundo de los jóvenes: cómo lo odiaba. Los gritos, la nimiedad, la aparente falta de impedimentos físicos y, por lo mismo, de pretextos plausibles ante aquello que no se quiere o no se puede hacer. Fiestas, bailes, chistes, desparpajo por doquier. Quería beber años con la ansiedad de un muerto de sed en pleno desierto, pero al mismo tiempo le temía a la mayoría de edad, a la juventud, a la adultez. ¿Qué haría yo a los veintiocho, a los treinta y cinco, a los cuarenta? ¿Meterme en quién sabe qué trabajo para sonreír los fines de semana como mi tío Agustín? ¿Entender un establo para pasarme toda la vida en él y luego morir una cálida mañana, sin pedir permiso a nadie? ¿Poner un negocio o quedarme en la papelería para siempre? ¿Irme a no sé dónde para no volver, perderme? Creo que me enfrasqué en la lectura con la intención de envejecer antes de tiempo con la mente, en el sentido positivo del término, si lo hay: en el de la obtención de una mirada serena, de conceptos, de escudos como ésos que manejan los adultos, que parece que por la edad nadie puede ni debe tocarlos, que nadie puede llegar y cuestionarlos tan infamemente como se hace con un adolescente, con un joven. Pero sobre todo para defenderme de mis coetáneos. Ante ellos sacaría una idea, un pensamiento aprendido durante alguna gran lectura. Y ellos, los jóvenes, me mirarían raro pero en el fondo se sentirían inferiores. Serían los simples; yo, el especial. Llevaría la cruz de ser el ridículo, aquel al que pocos hablan, al que nadie invita, pero tendría algo a qué aferrarme. No sería como antes, que me encontraba inerme frente a un tropel de energías inemulables. Las primeras páginas eran dolorosas porque no deseaba estar leyendo sino siendo común, perdiendo el tiempo con cualquier cosa, con cualquier persona, emborrachándome quizás, haciendo desmadres torpes como tantos otros. Pero después paulatinamente me iba entregando a la lectura del cuento, de la novela, del poema, como aquellos seres que se entregan —heridos por un amor mal correspondido— a amantes fervientes por los que no se siente nada. El dolor se me concentraba en aquellas zonas que representaban lo que no era capaz de hacer. Galantearle a una bella muchacha, hacerla suspirar día y noche por mí, ser la aparición más imponente de sus fantasías, enamorarla hasta que llegara esa penetración que todo lo llenaría, que apuntalaría sus recuerdos eternos en lo referente a mi cuerpo, a mi potencia como sinopsis infaltable en su vida. ¿La realidad? Gris muchacho frente a cientos de chicas gritonas, en perpetua petición de cantidad y calidad. No, no podía, no lo lograría. Mi propio camino, el que me había forjado, solicitaba de mí ser una presencia escrutadora, incisiva, pero invisible. Paolo, Paolo era mi objetivo: obsesión inminente, desasosegante, realización de un tiempo que nunca había sido ni era y que tal vez jamás tampoco sería. Por los vericuetos de lo clandestino captaría en él todos esos detalles viriles de los que me mantuve siempre ajeno a mi pesar. Un joven avejentado, un viejo con piel de joven. Eso era Carlo, eso era yo.

Un viernes por la tarde, a eso de las cuatro, Lorena llegó a la papelería y me dijo como quien se propone hacer una travesura que quería ir a ver a Paolo al establo. La miré midiéndola de inmediato. Callé. Ella sonreía: le parecía lo más exótico que se le hubiera podido ocurrir. ¿Por qué venir a decírmelo? ¿Quería que constara ese hecho en alguien?

—Pues ve…

—No: quiero que me acompañes.

¡Ah! Era eso. Empecé a sentir un inexplicable calor invadiéndome el pecho: lo atribuí a la inesperada oportunidad que se me presentaba para verlo en sus labores ganaderas. Decidí divertirme un poco con Lorena.

—¿Por qué quieres ir?

—Nada más: me gustaría ver cómo trabaja, qué hace.

—¿Nunca lo has visto?

—No. Por eso quiero ir, claro está.

—¿No sabes a lo que se dedica el hombre con el que te vas a casar?

Lorena respingó. Me dirigió una mirada incisiva.

—¿Y quién te ha dicho que me voy a casar con él?

Contesté que era una simple suposición mía, que los veía tan unidos, etcétera. Mi querida prima estaba escandalizada. No era para tanto, según ella. Yo nada deseaba más que verlo, pero a la vez algo muy fuerte me impedía salir a la calle para dirigirme con decisión y naturalidad hasta donde él estaba. Blandí un pretexto inmediato.

—No puedo: estoy cuidando el negocio.

Pero su táctica fue más efectiva.

—Tía, déjalo ir. Regresamos rápido —estaría diciéndole a mi madre, a la que fue a buscar a la sala de estar, donde veía la televisión.

Me quedé solo, acodado en el mostrador, rogando con igual intensidad por el sí que por el no materno. Con la velocidad del rayo consideré varias posibilidades: que debía estar presente durante el momento en que Lorena conviviera por primera vez con un Paolo cotidiano que le era desconocido, que no le gustaría, que sí, que no le importaría. Finalmente entendí que ella buscaba mi intervención para que sirviera de puente entre esos dos seres que estaban acostumbrados a paisajes tan dispares. Oí pasos acercándose. Lorena traía casi a rastras a mi madre.

—No sabes cuánto te lo agradezco, tía.

Mi madre, con gesto un tanto displicente, aunque no exento de curiosidad, le dijo:

—No sé para qué quieres ir a verlo trabajar: es aburrido. Luego ni caso te hacen. Pero allá tú, para ti es la novedad…

Lorena lució graciosa y en cierta forma ingenua al decir:

—Tía: creo que soy un poquito más importante que una vaca para mi novio.

Mi madre hizo un gesto de escepticismo que Lorena no advirtió. Mi madre siempre fue un ser que desconfiaba frente a todo lo relacionado con la masculinidad, y más aún si se trataba de la de Belmondo. Jamás sabré cómo se dejó enredar en el matrimonio. De ese apático misterio surjo yo. Teníamos el permiso para ir. Salimos entre las risas infantiles de Lorena. Durante la caminata comencé a revestirme de un papel a manera de guía. Papel falso en realidad, ya que nunca destaqué como experto en cuestiones de establo y, por si fuera poco, no exageraría si dijera que estaba empezando a temblar ante la perspectiva de tal encuentro.

—¿Crees que se sorprenda al vernos llegar? —preguntaba ella con emoción.

Casi ya ni la escuchaba. Poco a poco nos acercábamos más. Ya he dicho que no conocía el interior de la casa de Paolo ni el establo. Se podrá entender entonces que para mí lo que sobrevendría implicaba un acontecimiento, porque esa casa, esas paredes, esos objetos tirados o acomodados en su respectivo lugar —lo quisieran o no— dirían algo de él a mis oídos mentales. En eso, a muy poca distancia de llegar, ocurrió algo inesperado. Paolo, en la camioneta de su papá, se detuvo a nuestro lado interrogándonos con la mirada. Nos sonrió y preguntó a dónde íbamos. A Lorena se le fue la risa. Le salía mal su famosa sorpresa. Miró a Paolo, a mí, al suelo y después se acercó a la camioneta de su novio para decirle que, en realidad, íbamos a su casa para verlo trabajar. Noté que a Paolo la idea no lo entusiasmaba; más bien le provocaba incomodidad. El motivo me resultaba familiar: esas visitas a un lugar donde no hay nada de turístico, esas irrupciones de la gente urbana en el ámbito de las faenas agropecuarias resultan pura pérdida de tiempo para el que trabaja. Paolo compartió conmigo una mirada de inteligencia y tal vez de socorro; le devolví otra de perpetua e inabarcable complicidad y me encogí de hombros para indicar que había que condescender con Lorena por un rato.

—Bueno… —suspiró casi Paolo—. Suban. Los llevo. Porque si no los pueden morder los perros.

Obedecimos. Lorena estaba emocionada: no sabía que su novio tuviera perros. Ella creía que Paolo los tenía para mimarlos y esas cosas; no sabía que su única función se reducía a lo que les es muy particular: ladrarles a los desconocidos. Una vez en el asiento de la camioneta (ella en medio, yo en el extremo), lo primero que noté fue que Paolo llevaba un pantalón gris sucio y un poco mojado (como si se hubiera secado las manos en él), gorra negra, camisa azul marino vieja con una pequeña rotura en la axila y unas atractivas botas de hule con suela roja que con seguridad había apenas lavado para subir a la camioneta. Y percibí ese olor: el que le dejan las vacas a todo lo que hay cerca de ellas; creo que Lorena lo captó durante un instante, aunque de manera evasiva, sesgada: su perfume se encargó de exorcizar esa realidad. Era la primera vez que yo estaba tan próximo a las botas de ese muchacho. De alguna manera se truncaba el milagro al haber entre ambos una mujer. Paolo, respondiendo a la pregunta de Lorena, nos dijo que había ido a comprar la medicina que una vaca necesitaba. Noté al instante que él no sentía menguada de ninguna manera su calidad galante al ser visto así. Como estábamos tan cerca de su casa, no tardamos nada en llegar. Entramos por el zaguán y empecé a guardar en mi memoria cada uno de los datos que veía. Estacionó la camioneta bajo un portal en el que había forraje almacenado. Bajamos. Los perros, al vernos, corrieron a ladrarnos. Paolo les gritó para que nos dejaran en paz. Ellos obedecieron a disgusto; sin embargo, se mantuvieron vigilantes y suspicaces. Con el paso de los minutos se olvidarían de nosotros. A la pregunta de Lorena, Paolo respondió que las dos eran perras y que sus nombres eran Canela y Chispa. Don Álvaro, el padre de Paolo, nos vio desde lejos y sonrió. Él, por fortuna, no usaba botas: en cierta forma se había jubilado y ahora cumplía funciones, por así decirlo, de supervisor. Lorena, que ya lo conocía, dio todo tipo de muestras de alegría al verlo. Paolo se nos adelantó dirigiéndose hacia su papá.

—Le voy a enseñar la medicina.

Lorena quería saludar a don Álvaro. Caminó detrás de Paolo, pero antes de alcanzarlo, me confesó en un susurro:

—¡Se ve muy masculino vestido así! —y sus ojos eran expresivos.

La palabra “masculino”, pronunciada por Lorena en semejante contexto, resonó en mí de manera inhabitual. No pude pensar demasiado en su comentario porque don Álvaro ya estaba enfrente de mí, saludándome. Lorena insistió mucho en dejar claro que habíamos ido a visitarlos, sin darse cuenta de que para don Álvaro y su hijo eso de la visita sonaría curioso y tal vez incluso memorable. A todas luces, a don Álvaro le gustaba Lorena. Se volvía amable hasta el tuétano y le daba otra entonación a sus palabras. Yo no lo conocía muy de cerca, pero sí había tenido oportunidad de escucharlo hablar tal como era ante personas de la población. Creo que los hombres, con la edad, nos volvemos deplorablemente atentos. Paolo, dejado de lado por unos segundos, observaba y se mantenía callado con cierta obstinación. Yo habría querido que volviera a mirarme estableciendo así otra comunicación visual, pero parecía muy en lo suyo observando a su papá fascinado con su probable nuera. Miré a Paolo: como esos magos que sacan infinidad de objetos de un sombrero, encontraba en él nuevos pliegues y repliegues para mi consumo solitario posterior. Mientras pasivamente participaba en la conversación, Paolo, recargado en una pared, puso una de sus botas sobre la otra; fue un acto apenas perceptible, pero para mí resultó un gesto embriagador. Don Álvaro recordó de repente la vaca enferma y le ordenó a su hijo que fuera a inyectarla. Éste me pidió que lo acompañara, lo cual me hizo feliz sobre todo porque aproveché para dejar a Lorena trabada con la solicitud de don Álvaro, de la cual me parecía difícil que pudiera escapar. Conforme caminábamos a rápidos pasos, Paolo, un tanto molesto, dijo:

—Parece que ellos fueran los novios.

—Déjalos: es natural —comenté solidario, riéndome por dentro.

Entramos a un cuarto repleto de utensilios para uso del establo. En ese momento no pude intuir la trascendencia que adquiriría ese cuarto para mí en el futuro. Porque —lo ignoraba entonces pero lo diré de una vez— era ahí donde él dejaba sus botas y su ropa de faena. Paolo, comunicándose sin decir nada, preparó la medicina y la jeringa enorme con la que inyectaría a la vaca. Atiné a comentar:

—Es la primera vez que entro a tu casa.

—¡A poco! —exclamó mientras llenaba la jeringa mirándola a contraluz con ojos entornados—. Yo tampoco he ido nunca a la tuya.

Y de golpe me percaté de que jamás me había rondado por la cabeza la idea de invitarlo a mi casa, por ejemplo a comer, para que así se estableciera cualquier contacto entre los dos. El hecho de que no se me hubiera ocurrido me parecía un gran descuido aunque, conociéndome, muy probable era que no me habría atrevido. Demasiado tarde ya para cualquier cosa; sin embargo, idiotamente dije:

—Pues cuando gustes —pero él nada comentó.

Debo decir que para mí existía en algún lugar la energía de mi relación con Paolo: lo percibía con mucha nitidez en ese momento. Tal vez el olor a pasta para las vacas que salía desde los costales del rincón o la presencia del olor a forraje y estiércol que llegaba desde afuera me habían puesto más receptivo. Estaba dispuesto a sostener que, aunque fuera a través de huecos y ausencias, tal relación existía: tantas cosas por qué llorar y gozar, pero en el fondo, la disolución. En tales silencios y cavilaciones estaba cuando apareció don Álvaro regañándonos por dejar olvidada a Lorena.

—Ella que viene a verte y tú que la dejas en donde sea —le recriminó a su hijo.

Mi prima traía cara de sufrida. Paolo nada respondió.

—¡Quiero ver cómo inyectas la vaca! —expresó una Lorena ya no ofendida a la que todo se le hacía emocionante y revelador.

Paolo había terminado de preparar la inyección. Se limitó a echarle a su novia una mirada neutra. Don Álvaro se mostraba en muda impaciencia: quería que aun los ausentes le hicieran caso a esa muchacha tan simpática que había llegado de improviso al establo. Sin decirnos nada, Paolo salió del cuarto de trebejos con la determinación de cumplir con sus deberes. Todos lo seguimos. Lorena estaba muy entretenida mirando a diestra y siniestra los animales, aperos y curiosidades que le salían al paso. Yo, que me había distraído con mi prima, ahora quería llegar a tiempo para ver cuando Paolo saltara por encima de algún extremo de la cerca de metal que constituía la llamada corraleta. Sin embargo, no me dio tiempo. Ya estaba ahí, al lado de la vaca enferma, silencioso, concentrado, bien fijado entre la boñiga que le embarraba la suela de las botas. Don Álvaro, acodado en la corraleta de metal, miraba a su hijo: listo para señalarle cualquier error y para abstenerse de felicitarlo ante el menor acierto. Mala cosa: Lorena sonreía con languidez a su posible suegro, lo cual indicaba que él no le era tan agradable y, por extensión, que quedaban pocas oportunidades de soledad cómplice entre Paolo y yo. La vaca en cuest

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