La miel derramada

JOSE AGUSTIN RAMIREZ GOMEZ

Fragmento

La miel derramada

LUCRECIA BORGES

Lucrecia Borges trabajó hace algunos añejos en la casa. Era una criada de ochocientos setenta y cuatro años, usaba vestido de percal hasta los tobillos y un inolvidable rebozo. Rebozo. Era bigotona, bocona, arrugada, orejuda y apestosa.

Recuerdo que una vez, al desayunar (L. B. había ido a su fantasmal pueblo), Violeta contó que Lucrecia tenía ocho hijos (cinco regalados y dos que vivían en su pueblo). Después, oí que Violeta cuchicheaba a Humberto:

—No confío para nada en Borges, Humberto. Las vecinas creen que es aymishijos. Además, de repente le entra una mirada brillantísima, canalla: ¡zas!, ¡le agarra la mano al lechero! El señor se puso pálido pálido, quería echarse a correr. Pero Borges no le soltaba la mano, Humberto, ¡al contrario, la apretaba! ¡Suélteme, vieja loca, suélteme! Borges no decía nada, nomás apretaba la mano del lechero…

—Andaba caliente —diagnosticó Humberto, entre risas.

Ay, Humberto.

Luego, a veces, yo la veía en el jardín. Sentada en cuclillas, con su horrenda falda gris hasta los pies. ¡Cerca de la piedra! Patarrajada infeliz, pensaba. Todo el tiempo traía un chicle atómico en la boca. Chacachaca siempre. ¡Caray!, ponía nervioso.

Pero el asunto fue un día en que estaba dormido, como a las once de la mañana. Me había desvelado o algo así, y milagrosamente, Humberto no enchinchó para que me levantara. Supongo que Borges entró a limpiar el cuarto, cuando contempló mi rostro angelical, embellecido por el sueño. Sentí algo rasposo en la boca; creí que era un mosco, agité la mano y seguí dormido. Pero, pácatelas: otra vez. Algo rasposo, seco.

Desperté de golpe, para ver la nauseabunda cara laberíntica de Lucrecia Borges a cero centímetros de distancia. Si no apestaba, de cualquier manera sentí un olor fétido y la náusea en mi boca. Debo haber abierto los ojos al máximo, porque ella sonrió (¡seductora!) y entrecerró los ojillos.

Me cubrí rápidamente con las colchas, temblando a mil oscilaciones por segundo. Estaba paralizado, oyendo cómo la cínica Lucrecia Borges empezó a limpiar, con toda calma, el cuarto.

Por supuesto, empecé a sentir un miedo cocoliento cada vez que veía a la criada. Ella sólo sonreía, mostrando su boca chimuela. Como buen retrasado mental que soy, nunca dije nada. Pero cuando me hallaba solo, Lucrecia aparecía. Yo escapaba. O quedaba paralizado. Entonces, Lucrecia, toqueteando mi brazo, tienes bonita carnita, niño, decía.

Corre, corre, huye del pecado, de la lujuria, de los excesos, me decía con la mentalidad mocha que me caracterizaba en aquel entonces (al grado de tenerme apantallado los lasallistas del Cristóbal: quería ser hermano y hasta había escrito en mis cuadernos Trabaja y Ora). En esos momentos, por más que oraba, Diositosanto no acudía a salvarme de Monstruolascivo. A veces me sorprendía descuidado y tocaba mis muslines, o las pompis. Yo, helado, echaba a correr.

Veía la cara risueña, tranquila de Violeta y por más que intentaba, nunca me atrevía a contarle. Para entonces, Lucrecia aparecía hasta en el huevo estrellado, toqueteándome, diciendo ven aquí, niñito lindo, no te voy comer. ¡Mangos, Satán, no me chingarás! Palabra que vivía angustiado, pensando en Borges y en su carne flaca, sucia, llena de arrugas.

Pero el colmo fue una mañana de sábado en que me estaba bañando. Tralalalá, cantaba feliz, olvidado de Borges, en la plenitud de mi inocencia. Hacía un escandalazo con mis berridos, tralalay, lalay, laralalaaaaay. Cerré las llaves del agua. Listo. Mmmm. Mu mien. Rico sentirse fresquín. Me sequé con la acuciosidad de siempre y cuando abrí la cortina (de golpe, con un movimiento seco), advertí a Lucrecia Borges, la Infatigable Garañona, sentada en la taza del baño, viendo mi cuerpo desnudo, coloradito, con los pelotes parados, con la toalla (azul) en la mano. Casi pego un grito. Ella se acercó ladinamente.

—¡Lárguese, vieja desgraciada! —chillé, dando manotazos, porque la canalla quería gozarme—. ¡Estése sosiega, maldita, váyase o le grito a mi mamá!

Ella retrocedió unos pasos, respirando agitada por el vapor que llenaba el baño.

—Órale, niño, si también tú tienes hartas ganas…

Sentí un nudo gigantesquísimo, los ojos húmedos. Borges alzó sus faldas y mostró unas piernas prietas, como de cuero, con medias hasta la rodilla; y también se vislumbró su hoyo, lleno de pelos secos, erizados, polvosos. Con mirada febril y la falda en la cintura, trepó en la taza del excusado. En cuclillas, abrió los muslos al máximo, dejando ver su vagina gigantesca: carne color ladrillo bajo los pelos.

—Ándale, aquí podemos bien —cacareó.

Entonces fue cuando apreté la toalla con todas mis fuerzas y

—¡Mamá, mamá, mamá! —empecé a aullar como desesperado, chillando a mares.

La miel derramada

AHÍ VIENE DALILA

Run Samson run Delilah’s on her way

Run Samson run you ain’t got time to stay.

SEDAKA & GREENFIELD

Día nublado con vientos soplando violentamente. El jet de Chicago se retrasaría una hora, a causa del tiempo. Vi el enorme reloj: eran las cinco de la tarde. Miré a mis padres y a mi prima sentados, con los gruesos abrigos colgando en sus cuerpos.

—¿Ahí piensan estar hasta que llegue?

Mi padre asintió, y entonces, balbucí que estaría en el café. Mi prima se levantó, anunciando que me acompañaría. Tras encoger los hombros, me dejé seguir.

Pero no fuimos a la cafetería: entramos en el bar.

—¿Conoces a esa tía?

—No; jamás la he visto.

—Dice mi madre que vive en Chicago desde los once años.

—Algo oí de eso.

—Y que allá se casó.

—¿Está casada?

—Sí.

—Allá ella.

—En efecto, yo no me pienso casar en bastante tiempo.

—Porque no tienes con quién.

sabes que eso no es verdad.

—Yo no sé nada.

—Contigo no se puede hablar, eres imposible.

—De acuerdo, soy imposible.

—Dicen que es muy bonita.

—¿Quién?

—Nuestra tía: Berta Ruthermore.

—¿Así tiene el descaro de llamarse?

—¿Berta?

—No, Ruthermore.

—Es su marido quien se llama así.

—Lo cual no impide que el apellido deje de ser un cañonazo al tímpano.

—No seas exagerado.

—No es exageración.

Sonreí ligeramente al tomar mi trago. Laura era todo un carácter: tenía mi edad y su fama de intrépida parrandera era bien conocida. Tenía entendido que sus estudios iban por los suelos, mas era bastante poco lo que eso le interesaba. Es simpática, pensé, congeniamos bien.

—…ción anuncia la llegada de su vuelo 801, procedente de Chicago, servicio/ —dijo una voz profesional, femenina.

Laura pagó los licores, con mi correspondiente sorpresa. Nos reunimos con mis padres en la llegada internacional, para ver el descenso de los pasajeros del jet.

Mis padres empezaron a saludar a alguien. No supe a quién hasta que mi madre señaló a Berta Guía de Ruthermore. No parecía tener más de treinta años (quizá los pasase, pero su figura era joven): un poema hecho mujer, como dijera Torres B. Alta, ojos destellando simpatía y malicia. Y un cuerpazo.

—Realmente es bonita —dijo Laura con miradas de envidia y admiración.

La tía estaba ya frente a nosotros saludándonos con sonrisa alegre. La vimos, a través de los vidrios, hacer todos los trámites.

Cuando al fin se reunió con nosotros, su conversación fue el centro de todo. Laura estuvo callada, aunque tenía una bien merecida fama de conversadora simpática. Mr. Ruthermore tuvo que quedarse en Chicago. Estancia de sólo tres días para decir hello a la familia. Ya casi no hablaba español, pero afortunadamente yo conozco el inglés, mi padre también y Laura hacía un grandísimo esfuerzo por hablarlo (sin éxito, es obvio).

Mrs. Ruthermore tenía treinta y tres mesiánicos años y era la hermana menor de mi padre. Odié ser su sobrino, pues me miraba con un aire maternal, haciéndome sentir como el imbécil número uno sobre la tierra.

En casa, ocupó la recámara de los huéspedes (o de los guests, como ella decía). Tomó un sándwich: en el avión había comido. Quedé con la comisión de pasearla y ella aceptó cenar en un restorán de seudocategoría.

Haciendo un increíble esfuerzo de rapidez, la llevé a dos museos, a una exposición, a CU y a todo lo digno de verse. Llegamos a la mitad de una obra de Strindberg, y finalmente, cenamos en una boîte, donde casi se agotó el dinero que mi padre me había dado.

Juró haberse divertido bastante.

Desperté, no muy tarde, con la idea fija de hacer una fiesta en la noche para agasajar a doña Berta Ruthermore, hermana de mi padre, y por consiguiente, mi tía.

Era imposible mantener el secreto a la Ruthermore, y cuando lo supo, se mostró muy contenta, «porque tenía ganas de bailar». Hice todos los preparativos. Despejé, con la ayuda de los criados, la sala, el jol y todos los lugares donde se pudiera bailotear. Contraté meseros y un conjunto de música tropical, para no dar mala impresión a los imbéciles de la high.

Germaine llegó a las siete —sola—«para ayudar». Mi tía había salido con mamá a visitar a la familia, y en casa sólo estaban los meseros. Aunque yo pretendía fiscalizar todos los preparativos de la fiesta, Germaine me jaló a la terraza.

Anochecía y el viento penetraba por mi camisa. Al pedirme un cigarro, saqué dos. Observé su rostro con la luz del encendedor. El rostro no parecía real, era algo de otra naturaleza; desgraciadamente, sólo fue cosa de un instante, pues tuve que apagar y perder uno de los momentos más agradables con Germaine.

—¿Cuál es el motivo de la fiesta?

—Ya lo dije, para agasajar a mi tía.

—Una apreciable anciana, seguramente.

—¡Qué va!, es toda una belleza.

—Ja, ja.

—No te burlarás cuando la veas.

—No te enfades, Enrique.

—Gabriel.

—Ah, sí, que coincidimos en las ges.

—Bien sûr.

—¿Quiénes van a tocar?

—Un conjunto de chachachá.

—¿Quiénes?

—Los Siguas.

—No son conocidos.

—Eran los únicos a mano.

—Ya doy.

—¿Cómo te ha ido?

—Regular.

—¿Has leído algo últimamente?

—Rimbaud, Une saison en enfer.

—No conozco a Rimbaud.

—¡Toda una francesa que no conoce a Rimbaud! ¡Qué cinismo!

—Ni modo. Y no soy francesa.

—¡Ah! A mí me encanta.

—¿Te sabes algún poemucho?

—Claro.

—Declama uno.

—Uh, no. Soy pésimo declamando.

—Perfecto. Así tendré de qué burlarme.

—Ya, ¿eh?<

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