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El noble arte de la oratoria parlamentaria
[VALDIVIESO, político; CAMPUZANO, asesor]
Sentados en la sala de una casa de burgués acomodado, de pronto Valdivieso empieza a pronunciar un discurso, lo hace sin ponerse de pie, pero con el tono engolado habitual de los oradores; sin embargo, no lo hace mal: se desempeña como orador sutil y persuasivo. Cuando Valdivieso pronuncia su oración, Campuzano, de perfil al orador, no cambia en nada su actitud ni reacciona en nada a lo que oye, sino como Derain en la imagen de De Chirico, permanece inmóvil, con excepción de una acción: meter, de cuando en cuando, la mano izquierda a la bolsa de su saco, extraer almendras, llevárselas a la boca y masticarlas. Casi se podría decir que no oye al orador, y sólo cuando prorrumpe él mismo a hablar, se anima y cobra de pronto cierta vida.
VALDIVIESO. Señoras y señores: no el gusano desnudo e indefenso que se retuerce en la tierra húmeda ni el iceberg que flota erguido y meditabundo como un santón del Indostán, sino otra cosa. Y digo otra cosa. Algo, una quintaesencia, una clarividencia, una fórmula que pueda vibrar como eficaz panacea de las dolencias que ocasionalmente atraviesan como un flagelo entre nosotros. Como la cabeza parlante, pongo como ejemplo, fabricada por un mecánico, polaco de nación y al parecer discípulo del famoso Escotillo, de quien se dice que era mago.
Y quiero recordarles a este respecto que en el Museo Real de Bratislava se conserva una colección muy valiosa de esculturas, babilonias, se cree, labradas en granito rojo que representan cuatro ratones gigantescos sin cabeza, y que hasta ahora los sabios permanecen sumidos en la ignorancia ante el oscuro simbolismo que encierra ese trabajo magistral. Es preciso informar también a esta soberanía que su excelencia el embajador de Bola Oriental, en el África Negra, se presentó ante mí ataviado con una piel de leopardo y un mazo formidable de palo de piedra, que puso en mis manos en gesto de paz, y explicó de inmediato que el sabio y santo Eusebio Malpollino y Malpollino, fundador del topolismo, la religión imperante en Bola, determinó con energía que si cruzas un puente con el libro sagrado tengas precaución de ponerlo de cabeza; de no obedecer esta prescripción, puede generarse una situación de gran catástrofe, aunque no precisó en qué podría consistir esta peligrosa derivación. Malpollino y Malpollino, de origen portugués, después de una existencia aventurera donde hubo de todo, desde criminalidad repugnante hasta beatitud, murió ya viejo por comer un embutido de carne de zorrillo al parecer en avanzado estado de putrefacción. (Pausa breve.)
Mientras en la soledad de la mar inmensa avanzan cantando las ballenas, enfermas muchas de ellas, se me dice, de pelagra, yo he vuelto a recorrer, de incógnito, como los príncipes de Las Mil y una Noches, traspasado de curiosidad y atención, mi amado territorio: he cruzado mares, desiertos, pasillos, corredores, desfiladeros; me he detenido en mercados, caseríos, mingitorios, selvas, montañas, salas de espera, escaleras, cumbres nevadas, hotelitos de paso, ciudades; he visitado fábricas de muebles, azoteas, bares, el teatro. Agapito Rentería, en Chona, San Luis, o el puente sobre el río Pericón, donde sufrí un asalto, y he visto llanuras, plazas públicas, neverías, pasillos muy diversos, tierras de labranza, despeñaderos, torres, lagos con cocodrilos, cafés al aire libre...
(Súbitamente, a Campuzano.) ¿Y tú qué, así te vas a quedar con tu carota, impávido, momificado, sin reaccionar ante nada, mudo, más que mudo, catatónico?
CAMPUZANO. Mucho me temo que, otra vez, no se entiende nada de lo que vas diciendo en tu discurso.
VALDIVIESO (paciente y didáctico). Campuzano, Campuzano, bien sabes que es lo de menos si se entiende o no se entiende. Quiero saber qué opinamos del gesto oratorio, del ademán expresivo, del ritmo brioso de la locución; eso ante todo me interesa.
CAMPUZANO. No es de tus mejores días. Te veo poco chispeante, apagado, sobre todo insípido, desabrido, y como pensando en otra cosa. ¿No has vuelto a consultar al psiquiatra?
VALDIVIESO. ¿Un psiquiatra?, no, ¿por qué habría de consultarlo?
CAMPUZANO. Esa compulsión invencible a decir cosas que nadie entiende, ¿te parece normal?, ¿no te parece extraña?
VALDIVIESO (solemne). Om mani padme hum... (y luego emite lo más grave que le es posible, entonando como bajo profundo, la sílaba do y la prolonga por un rato). Dooooo...
CAMPUZANO. ¿Y ahora qué?, ya no se entienden ni las palabras sueltas que emites, ¿ese idioma es inventado por ti?
VALDIVIESO. Es un mantra, Campuzano, un mantra del Tíbet, Om mani padme hum... (y luego vuelve a emitir la sílaba do) doooo...
CAMPUZANO (afirmando con la cabeza, resignado). Ahora, la mantra esa.
VALDIVIESO. Así es, el mantra, plegaria o jaculatoria, cuya virtud, escucha bien, no está en entender qué se dice, sino en enunciar con claridad las palabras, tomadas del canon sagrado, en el orden preciso en que están dichas. (Casi silabeando) Om mani padme hum (y vuelve a emitir la sílaba do con voz de bajo profundo.) Debería tal vez repetir el mantra cantando y bailando como un brujo del Tíbet, pero temo que no me entenderían (resignado canta) doooo... (con voz de bajo profundo).
CAMPUZANO. Más vale que nadie se entere de que, en momentos como estos, te entregas a estas vagas prácticas orientales.
VALDIVIESO (indignado). ¿En momentos como estos, dices, en ese tono de catástrofe? ¿Vas a sostener en mi contra el infundio diabólico de que ya no me interesan los graves problemas por los que atraviesa mi jurisdicción, tú también, Campuzano, tú también vas a apuñalarme por la espalda?
CAMPUZANO. No voy a sostener nada. Pero sé muy discreto en tus orientalismos.
VALDIVIESO. Del discurso, ¿qué opinamos?
CAMPUZANO. Déjame ver qué podemos decir. Primero que la enumeración final, todo eso de montañas, desfiladeros, pasillos, qué sé yo qué, es nutrida en exceso y parece, la verdad, un despropósito, una auténtica y completa sinrazón hablar de mares y montañas cuando todo mundo sabe que no has salido de la ciudad.
VALDIVIESO. Pero no es ninguna sinrazón. Primero, no es oración final porque el discurso está lejos de acabar ahí, y menos es exhaustiva, de hecho la recorté hasta desfigurarla, una verdadera mutilación, la matanza de los inocentes. En su original y con todo detalle duraba más de una hora. Y atiende a que se trata de metáforas, de metáforas y no de otra cosa; tú que eres escritor deberías saberlo. (Pausa.) Observa, por otra parte, que en el discurso he desarrollado ya varios temas, de rigor todos ellos; el tema de la cultura, por ejemplo.
CAMPUZANO. ¿Cuándo, en qué momento trataste la cultura, si se puede saber?
VALDIVIESO. ¿Cómo cuándo? Lo de los ratones de piedra sin cabeza, ¿te parece poca cultura? Y he tratado el capítulo de relaciones exteriores, creo que a profundidad, con lo dicho sobre el embajador de Bola Oriental.
CAMPUZANO. ¿Eso? Hay hambre, desaliento y miedo en esta ciudad. La gente está llena de aflicción.
VALDIVIESO. No soy mago.
CAMPUZANO. No, pero sí el político a cargo de todo.
VALDIVIESO. Olvídate de eso, ¿quieres? Hablemos de estética, Campuzano, quiero saber si ya he logrado revivir el antiguo y augusto arte de la oratoria parlamentaria, eso es lo único que por ahora me interesa. Voy a continuar un momento mi alocución y lo que pido es, recuérdalo, un juicio sobre todo ar-tís-ti-co (en el momento en que Valdivieso vuelve a hablar, Campuzano retoma al instante la postura inmóvil y vuelve a extraer del saco y a comer mecánicamente de cuando en cuando almendras).
CAMPUZANO. Estoy preocupado.
VALDIVIESO. Señoras y señores: como saben ustedes, desde que asumí la responsabilidad de mi cargo, a fin de estar siempre apercibido para cualquier eventualidad, por las noches duermo vestido. No he abandonado esa costumbre patriótica, deplorada por antihigiénica por mi médico personal, dicho sea de paso, así que ayer en avanzadas horas de la madrugada, así, vestido de saco y corbata extendí el brazo hacia mi buró, tomé la grabadora y ahí mismo, en exabrupto, dicté la ley que permite usar el claxon ante obstáculos materiales inanimados, que no pueden oír ni reaccionar ante el claxonazo, a todo lo largo y ancho del país, asunto cuya discusión, como se sabe, sacudía desde hacía meses a la comunidad. (Pausa, cambia el tono, se dirige a Campuzano.) Aquí, Campuzano, espero una ovación de pie.
CAMPUZANO (inclina la cabeza y se toma la frente con una mano, desolado). Dios, ¿la cosa esa?, temo lo peor...
VALDIVIESO (con cierta ingenuidad). Sí, la controversia esa de si tienes derecho o no a llamar con el claxon la atención de una piedra, un poste o un muro, aun cuando sabes que piedra, poste, o muro, cosas así, no te puede oír, y el ruido es por entero inútil.
CAMPUZANO. Ya sé, ya sé, se ha repetido ad nauseam en las dos cámaras. Es grotesco que alguien dedique más de medio segundo a pensar en esa insoportable necedad.
VALDIVIESO (amplio, paternal). Ah, Campuzano, Campuzano, se ve a las claras que no tienes mi sensibilidad, mi olfato, para captar lo que inquieta y conmueve el corazón generoso de mi pueblo. Y ese asunto de los objetos inanimados y el claxon lo apasiona.
CAMPUZANO (aparte). Debería venir un ejército de sanidad de la ONU a fumigar con DDT no sólo esta casona de gobierno, sino toda la ciudad y hasta el territorio nacional, a lo largo y ancho, y acabar de una vez con todo esto.
VALDIVIESO. ¿Qué cosa estás murmurando?
CAMPUZANO. Nada.
VALDIVIESO. Algo decías, Campuzano...
CAMPUZANO. Imprecaciones, dicterios, insultos o ira silenciosa va a traer contra ti eso que ya se anda diciendo de la nueva casa...
VALDIVIESO. ¿Y qué se dice, Campuzano? Han de ser calumnias, como siempre.
CAMPUZANO. La Domus Aurea de Nerón, se dice que imita ese modelo.
VALDIVIESO. Al arquitecto, Plutarco Mena, en un arrebato de entusiasmo por su proyecto, se le escapó eso de Casa de Oro de Nerón, pero había que matizar mucho por qué lo dijo.
CAMPUZANO. ¿Matizar mucho? Catorce recámaras y dos elevadores, hangar y pista de aterrizaje...
VALDIVIESO. Pista corta... Te recuerdo que esa casa no es mía, ¿no crees que la casa del mandatario debe poseer cierta dignidad?
CAMPUZANO. ¿Cebra en el jardín, eso?
VALDIVIESO. Te repito: la casa no es mía, es la casa de gobierno. Tú sabes que no he robado. No me da por ahí.
CAMPUZANO. Tú, puede que no. ¿Y qué dices de los parientes de tu mujer?
VALDIVIESO (azorado, bizco de asombro). Son insaciables, ¿verdad? Sobre todo la madre, doña Evarista. Una mujer de venalidad que no puede creerse. A mí mismo me tiene colmado de perplejidad.
CAMPUZANO. Impídeselo.
VALDIVIESO. ¿Estás loco?
CAMPUZANO. Eres el mandatario. Hazte obedecer, enséñale quién manda aquí.
VALDIVIESO. Ni lo digas, ¿quieres mi perdición?, ¿qué clase de consejero eres tú?
CAMPUZANO. Si hay enfrentamiento, haz venir al ejército.
VALDIVIESO. No, no, no, no conoces a doña Evarista. Te recuerdo las cerdas salvajes de su cabeza, y que es gigantesca y que pesa más de cien kilos de grasa musculosa, como la de los elefantes marinos. No han podido probarle ninguna de sus felonías... Y así sigue: impune, alegre, despiadada y cinicota, como es ella.
CAMPUZANO. No sé cómo pudiste entrar en esa familia, ¿en qué estabas pensando?
VALDIVIESO. Mi mujer no salió en todo a la madre, por fortuna, aunque, por otra parte, idolatra a la progenitora. Pero no, propiamente no ingresé nunca en la familia, los mantengo alejados a prudente distancia, y me he cuidado mucho de no dejar que ni mi mujer ni mis hijos entren nunca en mi intimidad.
CAMPUZANO. ¿Cómo es eso?, ¿una familia sin vida íntima?
VALDIVIESO. ¿Raro, verdad? Es un defecto mío. Alguno había de tener. Soy incapaz de vida íntima debido principalmente a que de niño nunca pude ver a mi padre desnudo.
CAMPUZANO. ¿Cómo, cómo?, ¿y eso qué?
VALDIVIESO. Según mi doctrina psiquiátrica, haber visto desnudo al padre de uno o no haberlo visto tiene la mayor importancia. Y a propósito, ¿crees que debería volver a la práctica de someter a consulta psicoanalítica forzosa conmigo a todos y cada uno de los miembros de mi gabinete? Los veo a todos nerviosos, angustiados, mal. Muy mal.
CAMPUZANO. No te lo aconsejo, de ningún modo. No lo hagas. Están angustiados por la situación catastrófica que reina aquí. Además, acuérdate de que no tienes licencia para desempeñarte como psicoanalista, van a menudear las críticas y aumentará el rencor silencioso.
VALDIVIESO. ¿Catastrófica te oí decir, Campuzano?, ¿situación catastrófica?, ¿tú también encarnizándote en la censura injusta? Yo creo que vamos muy bien, que la verdad nunca hemos ido mejor. (Eleva la voz, llamando.) Filiberto, queso.
CAMPUZANO. Qué, ¿perdón?
VALDIVIESO. He solicitado un poco de queso.
CAMPUZANO. Eso me gusta de ti, las oraciones completas. No dices pedí queso, como todo mundo, sino he solicitado un poco de queso. Y veo por lo que dices de la situación del país que sigues siendo un virtuoso insuperado, un verdadero y admirable maestro...
VALDIVIESO (vanidosillo). ¿En qué, dime?
CAMPUZANO. En el viejo arte del autoengaño...
(Entra una joven de filipina blanca con un plato de queso y una botella con dos copitas.)
VALDIVIESO. Es queso fuerte, queso de montaña, lo hacen por allá en Pipilpa. No faltan débiles de espíritu que afirman que después de comer este queso su sentido del gusto queda atrofiado por horas, días, semanas, tal vez para siempre. El embajador inglés juzgó que comer este queso era como engullir el cadáver de un buitre putrefacto.
CAMPUZANO. Se me hace que yo mejor me abstengo de probarlo.
VALDIVIESO. Ah, no, con un poco de este licor, la puchota, que duerme las penas, hermano Campuzano (sirve el licor en las copitas), y de entrada duerme también la lengua. En grandes dosis vuelve loca a la gente, pero un poco con este queso se lleva muy bien, ya verás.
CAMPUZANO (una probada, come poquito, temerosamente). No, está muy bueno, vigoroso, sí, pero bien timbrado.
VALDIVIESO. La puchota la aprendí a beber en los prostíbulos de mi pueblo, en el tiempo, bastante largo, en que vagué dejando correr mi existencia sin oficio, beneficio ni aspiración alguna, ocioso, impecune y picaresco por entero y abierto sólo a lo que se fuera presentando de novedad cada día.
CAMPUZANO. No deberías ser tan pródigo en noticias sobre tu lamentable juventud.
VALDIVIESO. Prosigo mi peroración.
(De inmediato, Campuzano le da el flanco, queda inmóvil y come rítmicamente almendras.)
VALDIVIESO (con voz de orador). La naturaleza que ofrece por todas partes una apariencia tan lozana y sonriente, descansa sobre fundamentos abominables y terribles. No la tranquilidad ingrávida de la flor, sino el pulpo ciego de la raíz cavando sus galerías en humedad tenebrosa...
CAMPUZANO. No hagas tanto énfasis, eso de abominable y terrible...
VALDIVIESO. Quiero poner a la gente sobreaviso acerca del particular.
CAMPUZANO. Pues pareces ya senil, francamente gagá, fané y passé. En general, no me gusta que te exaltes así.
VALDIVIESO. Entonces no te va gustar esto que viene. Prosigo. (Campuzano rápidamente asume su posición de quieto comedor mecánico de almendras, Valdivieso sigue con tono engolado de orador.) Y quiero alzar la voz para decir a mi pueblo: que contraiga lepra y gangrena mi recuerdo y que caiga a pedazos, agusanada, mi memoria, pero que mi país sea libre, eso es todo lo que pido.
CAMPUZANO. En efecto, me parece muy desafortunado.
VALDIVIESO. ¿Por qué? A mí me parece un giro interesante, expresivo.
CAMPUZANO. No conviene que hables así. Mira, la devoción que el pueblo te tuvo antes, en la campaña, cuando no te conocía, pasó a la indiferencia, luego fue degenerando en aborrecimiento, y de seguir la tendencia hasta ahora observada, puede alcanzar el odio ese que hace que la multitud ciega despedace emperadores o presidentes. Ya lo sabes, no les des más ideas.
VALDIVIESO. ¿Crees que la muchedumbre furiosa podría destrozarme a mí?
CAMPUZANO. Todavía no hemos llegado hasta allá, pero hacia ese extremo lamentable nos dirigimos.
VALDIVIESO. Ay, Campuzano, Campuzano, qué oscurecido por el prejuicio y francamente enajenado es a veces tu juicio moral. Prosigo con mi oración. (Campuzano de inmediato asume la postura de inmóvil comedor de frutos secos. Pero Valdivieso no prosigue su discurso, sino interpela a su asesor.) ¿Qué es esto, Campuzano?
CAMPUZANO. ¿Qué es qué?
VALDIVIESO. Preferiría que te movieras cuando hablo.
CAMPUZANO. ¿Que me mueva?, ¿Cómo, qué clase de movimientos?, ¿rítmicos?, ¿accionando cabeza, tronco y extremidades?
VALDIVIESO. Es insoportable ese agarrotamiento de momia.
CAMPUZANO. Estoy quieto porque te estoy oyendo.
VALDIVIESO. ¿Y qué masticas? Mejor no me digas nada, ¿Cómo va tu rehabilitación?
CAMPUZANO. ¿Cuál?, ¿de qué hablas?
VALDIVIESO. Mejor no me digas nada... Y ya puedes retirarte, luego seguimos, tengo ahora menesteres de galeote.
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Laudator temporis acti
El salón de belleza y spa, como doña Calixta lo llama, se alza en una de las extensas barriadas donde habita la abnegada clase media nacional, considerablemente depauperada, como se sabe, en estos tiempos de ineptitud galopante.
La fábula arranca cuando hace entrada en el spa un desconocido.
BOLOS. Muy buenos días, señora (se quita el sombrero). Permítame presentarme, mi apellido es Bolos.
CALIXTA (alerta, sonríe). ¿Cómo dice?
BOLOS. Bolos, con B grande.
CALIXTA. ¿Qué se le ofrece? ¿Un masajito?, ¿una limpia, señor Bolo?
BOLOS. Tal vez, ¿por qué no? Pero quisiera antes conversar un poco con usted, digo, si lo permite y tiene tiempo.
CALIXTA. Está bien, pero si llega algún cliente, le paramos.
BOLOS. Desde luego, señora, no faltaba más.
(Bolos ya tiene en las manos la libreta negra y un lápiz amarillo de punta muy afilada.)
CALIXTA. Usted dirá.
BOLOS. ¿Es usted viuda, señora?
CALIXTA. Sí señor, dos veces viuda.
BOLOS. A su primer marido, Miguel Salcedo, ¿le decían el Pinacate?
CALIXTA. Por mal nombre. A él no le gustaba, aunque de hecho era negroide de Veracruz, y hediondo como ese animal. Era sesenta años mayor que yo.
BOLOS. Considerable distancia.
CALIXTA. Tenía quince años cuando me casé. Calcule usted.
BOLOS. Setenta y cinco años cumplidos en las nupcias. ¿A qué se dedicaba el anciano?
CALIXTA. Nunca lo vi trabajar.
BOLOS. ¿Cómo proveía el sustento?
CALIXTA. Nunca nos faltó nada. Si tenía dinero, no lo sé. Para mí en herencia no brilló ninguna luz, caballero. Cosa injusta después del sacrificio, ¿no cree?
BOLOS. ¿Sacrificio?
CALIXTA. Vivir con él, ¿le parece poco?
BOLOS. ¿Y debo entender que el Pinacate no duró mucho?
CALIXTA. Dio el viejazo de pronto y hecho la perica, en días, a lo mejor en horas, perdió tono muscular, vista, oído, dientes y hasta el seso. Un día mandón, libidinoso, de esos que dicen erotómano, al día siguiente un viejito que no sabía ni cómo se llamaba.
BOLOS. ¿Y luego?
CALIXTA. Luego lo apachurró un camión de basura: ahí quedó el Pinacate reducido a masa sanguinolenta.
BOLOS. Tengo entendido que a su segundo marido también lo aplastó un camión de basura, ¿es verdad eso?
CALIXTA. Así es, fue en la calle de Ramón Guzmán. Pero no...
BOLOS. ¿No qué?
CALIXTA. No, porque me doy cuenta de que esto no es conversación, sino interrogatorio en forma. ¿Por qué esas ganas de saber? ¿Quién es usted y qué quiere? No voy a responder hasta que no aclare usted el intríngulis.
BOLOS. Siento decirle, señora, que no estoy todavía en condiciones de revelarle ni mi identidad ni el propósito de mi visita. Pero puedo asegurarle que soy hombre de honor y que el asunto le conviene.
CALIXTA. No lo dudo, Bolo, pero sucede que estoy harta de asuntos que dicen que me convienen y de hombres de honor, simplemente hasta el copete de las dos cosas, qué le vamos a hacer.
BOLOS. Bolo no, señora, me llamo Bolos. Quiero informarle que se ha asignado una pequeña recompensa en metálico por la respuesta al cuestionario.
CALIXTA. Eso lo cambia todo, hubiéramos empezado por ahí, Bolo, ¿a cuánto asciende el desembolso?
BOLOS. Tengo autorizada una velocidad de doscientos cincuenta pesos por hora, no más.
CALIXTA. Modesta suma, diría yo, pero siga preguntando.
BOLOS. Según se sabe, a su tercer marido también lo arrolló un camión de basura, ¿no es cierto?
CALIXTA. Sí, pero no murió, salió vivo del incidente y por ahí anda alacraneando.
BOLOS. ¿Debo entender por el tono de su dicho que ya no lo frecuenta usted?
CALIXTA. ¿A quién, al Chato Ordorica? No, ya no, a Dios gracias.
BOLOS. ¿Y a qué obedece ese alivio, la satisfacción que usted trasluce por ese distanciamiento?
CALIXTA. Ordorica, más que marido, fue infección, un forúnculo en una nalga o algo así.
BOLOS. ¿Y a qué se dedicaba su marido?
CALIXTA. Nunca lo vi trabajar.
BOLOS. ¿Y habitó usted en un inmueble situado en la colonia Salubridad?
CALIXTA. Así es, segundo piso, casa de comején, salitre y gotera donde el tinaco hundió el techo y se desplomó sobre el lecho conyugal.
BOLOS. ¿Y ha vivido usted desde la cohabitación con su segunda pareja en tres inmuebles, no es así?
CALIXTA. La verdad ahora no me acuerdo.
BOLOS. Le solicitaría que haga un esfuerzo de seso.
CALIXTA. No se acepta la solicitud, el aplicarme a eso o a otra cosa no figura en el contrato y paso por graves cuidados como para ponerme a desenterrar puras aflicciones y desgracias, que eso y no otra cosa es lo que ha sido mi vida, Bolo.
BOLOS. Una última estimación y ya cierro la boca: ¿este inmueble es de su propiedad, no es cierto?
CALIXTA. Casi, casi... Un poquito más y acabo de pagarlo, gracias a Dios. Y ni un paso más, Bolo, hasta aquí llegamos.
BOLOS. Está muy bien, doña Calixta Morales Ortiz, no se trata de insistir... Pero si regreso, ¿me va otorgar usted su beneplácito?
3
Huevo de Avestruz
[En el salón de doña CALIXTA, ella y la GÜERA PEÑALOZA]
Calixta habla como canta el animal de pluma, sin trabajo y porque sí, mientras aplica sus atléticos masajes y hace limpias en el pequeño salón de belleza y spa de su propiedad. La plancha del masaje es de metal brillante y pulido, e ignoramos dónde pudo haberla obtenido su dueña.
CALIXTA. Envarada, tensa, así estás, Güerita, en vez de músculo, pura tripa de gato. Te siento nudosa, dura, ¿por qué tan nerviosita, mi amor? A ver, a ver... ¿está mejor? Aquí en la carótida se palpan las ansias que sientes, a ver, ya va pasando, ¿no?, aquiétate, piensa en una pared blanca, untada de cal, con lechada blanca lisa, lisa, bien blanca y lisa. ¿Te conté que mi tío Enrique tocaba el violín? Fue en gira hasta Japón. Era violín en el Mariachi Monteco de Pepe Capetillo. Los japoneses adoran el son, y hasta hay mariachis tocorocos, ¿lo puedes creer? Y es porque son muy borrachos, eso me dijo mi tío, que adoran el pomo y que después del trabajo, porque eso sí, trabajan como esclavos, le entran macizo a lo que ellos beben, que no sé qué sea.
(La señora a la que ahora atiende Calixta, la Güera Peñaloza, se ve que es de posición y cierta edad, pero se conserva aún fresca y apetitosa. La señora yace ahí, desnuda entre dos sábanas muy limpias.)
CALIXTA. ¿Así que comiste rico?
GÜERA PEÑALOZA. Como verdadera delincuente, ¿te imaginas? Yo que estoy a régimen estricto de experta dietista que cobra dinerales... Hasta me comí un pambazo de chorizo y papa que goteaba grasa... (Calixta comienza a masajear los brazos.)
CALIXTA. ¿Nos damos vuelta, Güerita?
GÜERA PEÑALOZA. ¿Crees que estoy muy fofa de los brazos? ¿Están aguados y tienen temblorina de moco de guajolote, o no? Mi prima Carito quiere que haga pesas para que se me quite lo gelatinosa.
CALIXTA. Pesas, no. No hay nada peor que la hembra musculosa, da asco. Quién sabe qué les pasa con tanto esteroide; no más, para qué quieres...
GÜERA PEÑALOZA. La fofez la trae la edad: lo primero que se pierde con la vejez, oí decir, es el tono muscular.
CALIXTA. Tú no estás para eso, tienes, como dice el diputado Poncela, que normar tu criterio y no creerte una vieja.
GÜERA PEÑALOZA. ¿Es diputado ese?
CALIXTA. Local. Diputado local, nada más, dice él, pero a saber...
GÜERA PEÑALOZA. No me gusta.
CALIXTA. ¿A quién le va gustar?... Te digo que es diputado.
GÜERA PEÑALOZA. A propósito, quiero limpia porque me ha ido como al perico.
CALIXTA. Ya tengo todo prevenido. (Señala vagamente con la cabeza un plato de peltre con un huevo enorme, unas yerbas y, al lado, un vaso de agua.)
GÜERA PEÑALOZA (melindrosa). ¿Y ese huevote? Si fueras gallina y pusieras huevos, pondrías huevos de ese tamaño, Calixta...
CALIXTA. Es huevo de avestruz. Me lo trajo el Gus. Que estaba trabajando en un criadero. Que iba a ser gran negocio, que porque las avestruces se aprovechan enteritas y se gasta poco porque comen basura. Pero, figúrate, las plumas, nadie las quería, que para qué, y la carne y los huevos nadie se los come, que porque tienen regusto a ostión. Con los huesos no sé qué se haga, gelatina a lo mejor. Pero para las limpias está bien, porque al huevo, como es más grande, le cabe más ponzoña de la que se va sacando. ¿Y por qué te veo macilenta y apagada?, ¿te cayó alguna desgracia?
GÜERA PEÑALOZA. Sí, y grande: No tengo sirvienta. Yésica se largó. Por un lado, mejor porque era respondona. Mira y entérate, le decía, aquí la casa la llevo yo y no quiero tus opiniones, así que limítate a hacer lo que se te va diciendo y se acabó... Si te digo que están... ¿Puedes conseguirme una muchacha?
CALIXTA (baja la voz y secretea). Sí claro, y puedo conseguirte algo mejor...
GÜERA PEÑALOZA. No se me ocurre nada mejor que una sirvienta.
CALIXTA. Sí, una esclava.
GÜERA PEÑALOZA. ¿Esclava?, ¿de qué hablas?
CALIXTA. Esclava, como oyes, la última novedad. El Epazote compra y vende esclavos. No son caros, no te vayas a creer. Y a la larga te puede salir más barata. Y es que la pobre gente anda desesperada, y se vende de esclava, Güerita, está tan desesperada que no hay palabras.
GÜERA PEÑALOZA. ¿Cómo esclavos? Está prohibido, ¿no? ¿Y la ley? ¿La Constitución? ¿La Procuraduría? ¿La Comisión de Derechos Humanos?
CALIXTA. ¿Quién piensa en eso, mujer? Los mismos licenciados y policías están en el entre y llevan tajada. Esto es serio, mi vida, dinerito habla.
GÜERA PEÑALOZA. ¿Qué ventajas tiene eso de la esclava? No le veo muchas.
CALIXTA. Cómo no. Le puedes quitar el día de salida, y no más viajes al pueblo.
GÜERA PEÑALOZA. Es algo, sí...
CALIXTA. Tienen que andar derechitas, nada que te desaparecen cosas, porque si pasa algo le avisas al Epazote, que los tiene bajo amenaza a ella y a sus familiares. Te digo que son esclavos.
GÜERA PEÑALOZA. El Epazote me da miedo, no quiero tener nada qué ver con él...
CALIXTA. Ni yo, Dios nos libre. Pero no tienes que tratar con él, y no te vayas a creer que cualquiera puede llegar a verlo así como así. Para eso están el Feto, el Bodoque, el Puchilanga, el Molusco, el Caño, y esos cabrones, que son los que asoman, hacen de filtro y dan la cara. Empezaron en deshuesaderos de coches robados y fueron degenerando a mayores audacias y ya llegaron hasta abajo. Ya está, ahora la limpia.
CALIXTA (toma el enorme huevo y empieza a pasarlo por el cuerpo de la cliente murmurando voces chamánicas). Salte de ahí inmundo animal, vete, te digo...
(Luego moja hojas de verdolaga y perejil que tenía dispuestas, rocía con ellas el cuerpo de la señora y prosigue su trabajo.)
CALIXTA. Es agua bendita del templo de San Pascual Bailón, muy buena. Salte de ahí, cochino, salte de ese cuerpo donde estás amorcillado, desocupa, te digo. El huevo ya está chupando, el animal viene de espaldas, no quiere salir. Está aferrado, a esto se llama parir chayotes. Puja, Güera, puja, échalo, saca la mala entraña. Más agua de San Pascual: fuera, fuera, deja esta casa, nadie te quiere ahí, desocupa; ay, San Pascualito, haznos el milagrote, dale duro, mujer, no lo dejes ahí... Ora sí, ora sí, ahí viene: ya está pasándose. No reconoce el huevo de avestruz, pero ya, ya lo estoy oyendo pasarse. Va para fuera, ya está. Ya lo tengo y está pesado, está pesadísimo... ¿Qué tanta cosa hiciste que está tan pesado? Apenas en este huevo cabe. Estoy toda sudada. Qué bárbaro, este huevo se ha ido llenando hasta los topes de vicio... Puja, Güera, un último esfuerzo, échalo...
(En ese momento la rubia, dama principal, en un supremo esfuerzo, arqueó el cuerpo casi violentamente hacia arriba y su boca produjo una especie de estertor gutural. Luego quedó quieta, inmóvil, con los ojos entreabiertos y espuma parda asomando en los labios, y doña Calixta no tardó en comprender, con gran consternación, susto y sobresalto, que la señora que yacía en plancha había, como dijeron algunos, entregado su alma al señor y estaba, como aseguraron otros, más muerta que un puerco abierto en canal.)