I
LA PORNOGRAFÍA
Nací en la época en que la pornografía era un bien público, un placer consuetudinario al que todos los hombres tienen un derecho inalienable. Se la encontraba en quioscos, videoclubes y en las calles. La pornografía era, gracias al cielo, todavía sagrada y se la hallaba en cualquier lugar profano —una tentadora paradoja. Pocos hombres en muy pocas épocas, creo, han tenido la fortuna coyuntural que yo tuve: encontrar pornografía fácilmente y entender que con ella se ingresa, de pronto, en el maravilloso templo de las Furias. Por ejemplo, descubro cómo miles de niños de las ciudades crecieron con la pornografía como si se tratara de un juguete. A ellos, a los quince años de edad, ver contorsionarse a las mujeres les aburre. Lo entiendo. El sexo, la imaginación, las perversiones o el sadomasoquismo no son ningún templo y tampoco significan nada. El amor y su profanación son el acto más espurio que existe, uno de los hechos más nimios de la vida, como lavarse las manos o comerse una ensalada. La pornografía, para ellos, no guarda misterio.
Los prostíbulos, los cabarets, los sex shops, están en su peor momento. Dedicarse a la prostitución no es el mismo negocio que era antes, el que defendían Larsen, Anselmo o incluso Tereza Batista. Las putas sobreviven la hambruna gracias a clientes viejos, rutinarios. Ellos, más que agrado, sienten conmiseración por ellas, incluso a veces las consuelan. Las putas no desvirgan a ningún adolescente de catorce o quince, pues sus novias los desvirgan antes… sin cobrarles un centavo. Los jóvenes prefieren ver películas de guerra, violentas y proteicas, antes que filmes donde la ponografía rebasa la pantalla. Si una horripilante escena semierótica y ridícula interrumpe la acción de los bandidos, los niños toman el control de la videocasetera y la adelantan —con toda razón. Me inclino a pensar que Estados Unidos tiene que ver en ello. Nada menos parecido al verdadero arte porno que la asepsia puritana de los gringos, nada menos nauseabundo que las colegialas mostrándole el culo al director el día de fin de curso en un acto que no es sino ingenua rebeldía, ingenuo desacato. Hace muchos años perdieron la noción del arte porno, o quizá nunca la tuvieron. El sexo con condón (sin requiebros y juegos) que ellos promueven, ha debilitado la imaginación tanto como miles de argumentos soporíferos han devastado la inteligencia de millones de niños.
Todavía lo recuerdo: no hubo ritual más hermoso en mi adolescencia que el viaje en auto hacia el prostíbulo a los trece años, el momento en que veía desvestirse a la puta frente a mis ojos, sola, inmarcesible, para mí. Sabía, de algún modo intuitivo, que ingresaba a un santuario ardiente donde la malicia de la carne era el primer motor, el verdadero vehículo de todos mis actos. En cambio, los actos sexuales de los niños de trece años han perdido hoy cualquier significado: sus primas o vecinas los desvirgan justo cuando han tenido su primera erección, las mujeres desnudas de la tele son el objeto más anodino del mundo. No existen los requiebros del alma, tampoco existe el mal o el bien, el pensamiento dual (esa salutífera enfermedad platónica) se reduce a la Nada, al sinsentido, acaso a la violencia como único vehículo de satisfacción, como único modo de llegar al orgasmo. Los prostíbulos no reciben a nadie menor de cincuenta años, ¿quién diablos va a querer dormirse por dinero cuando en el parque, a mediodía, puedes encontrar quién te haga una buena felación? El precioso don del cielo que fue, en alguna época, pagar por tener sexo, se ha diluido, se ha desgastado, no guarda ningún acicate para un muchacho de quince o dieciocho años.
Tuve la suerte, dije, de nacer en una época en que la pornografía era un bien público. Ésa fue mi suerte, no la de otros: ni los más viejos la tuvieron y menos los más jóvenes. Hace treinta o cuarenta años, un adolescente que deseaba acostarse con alguien, pasaba el peor vía crucis antes de lograr su objetivo. Luego de consumarlo, era aún peor: volver a encontrar a la tía soltera o a la sirvienta dispuesta a hacer un favor al niño era un milagro de Dios, conseguir la estratosférica cantidad para dársela otra vez a la misma prostituta, imposible… Cuando por fin se conseguía el dinero, la puta había emigrado, nos había traicionado yéndose con otros, cosa (por cierto) muy difícil de aceptar a cierta edad. Hoy, un adolescente que desea acostarse con una prostituta… sencillamente no existe, prefiere otro entretenimiento, otro gozo. No es que les guste el béisbol como antes, simplemente prefieren robar o matar a alguien… como hacen los héroes de las películas, como hicieron los estudiantes de Columbine.
Cuando dije que la pornografía era sagrada, quise decir que lo es para los que nacieron antes que yo: mi padre, mi abuelo, por ejemplo. Para mi hermano de diecisiete no lo es. Para mí, en cambio, sí lo es y, a diferencia de mi abuelo y mi padre, la pornografía la tengo al alcance de la mano. No necesito buscarla, allí está, saludándome, esperando que la explote y ella me explote a mí en una suerte de perfecto y perverso contubernio. Ambos somos clientes que entendemos el sagrado acto de pagar para espolear nuestra imaginación.
II
ÚRSULA
En aquellos días, yo era un cliente asiduo de la pornografía. En realidad siempre he sido un cliente asiduo, ferviente, un adicto. Nunca imaginé encontrarme con otro paliativo, otra adicción, que lograra suplir ese vicio. Y lo hallé: el infierno de los celos y el amor. A Úrsula la conocí un viernes, un día después de haber asistido (como solía, cada vez que tenía un poco de dinero) a uno de esos antros en la avenida Insurgentes donde una mujer sin ropa se contorsiona encima de ti y la mayoría llama, eufemísticamente, table dance.
Eran las doce y diez o doce y cuarto, hacía mucho calor, recién salía de mi clase de latín, cuando de coche a coche la miré: sentada frente al volante, comiendo algo, poco decidida a arrancar. Aunque era rubia (siempre he detestado a las rubias), di marcha atrás al coche y la miré con cinismo, dispuesto a irme nada más volteara y contemplara sus horribles facciones. Ella, creo, no se percató: concentrada como estaba en meter la cuchara de plástico en el fondo del vaso y escarbar las últimas minucias del yogur. Por fin, giró: no tenía horribles facciones, en absoluto. Le sonreí, ella sonrió y entonces decidí bajarme. Estacioné el auto como pude y me acerqué. Realmente no parecía sorprendida.
—Hola —dije aproximándome a la ventanilla.
—Hola —se giró, me miró el tiempo suficiente que una mujer requiere para saber si el tipo es de su agrado o no lo es: un instante. Luego continuó en su vaso de yogur como si yo no le importara demasiado, como si se tratara de un cliente más.
—¿Cómo estás? —pregunté por decir algo, una frase intermedia antes de ir al grano.
—Bien —dijo sin voltear a verme, lacónica, concentrada en su cuchara y sin preguntarme lo mismo; por ejemplo, “¿y tú?”, pues casi hubiese sido (saliendo de sus labios) un exceso, una evidencia para quien, se veía a leguas, era orgullosa, exageradamente prendada de sí.
—¿Cómo te llamas?
—Úrsula —por fin me miró contrarrestando así la declaración de aceptación que, de manera oblicua, había mostrado al darme el nombre.
Jamás preguntaría el mío, lo sabía. Se lo dije:
—Yo me llamo Bernardo.
Desde ese momento Bernardo no era un victimario sino una víctima de Úrsula. Desde ese momento Bernardo había firmado los siguientes cuatro meses de infierno sin imaginarlo: al igual que Gilberto Owen, su poeta predilecto de entonces, Bernardo iría a tocar fondo en el amor.
—Oye, ¿por qué no me das tu teléfono y un día de éstos nos vemos? —dije de memoria, tal y como solía hacer.
Úrsula parecía completamente segura de lo que hacía, nunca la noté sorprendida, asombrada. Accionaba con parsimonia y sin errar. Por eso digo que estaba allí desde hace siglos, aguardándome, pidiendo que firmara mi predestinada condena a su lado.
—¿Tienes con qué apuntar?
Bernardo fue al auto, abrió su portafolios y sacó una pluma de tinta azul. Volvió a donde estaba Úrsula. Esta vez, él lo notó, ella lo miraba a través del espejo retrovisor.
—¿Sí? —dije, exigí, apremié: todo lo que implica el monosílabo pronunciado tal y como yo lo pronuncié.
—5 16 75 66 —recitó, salmodió lo suficientemente clara, explícita, para que yo no me equivocara.
Bernardo, el testarudo, se sintió halagado.
—Te llamo —le dije, volví a mi auto seguro de que otra vez ella me miraba por el espejo retrovisor: tal vez iba midiéndome las nalgas.
Lo más curioso, si ahora lo pienso, es que en dos semanas nunca la llamé. Normalmente lo hago de inmediato. En realidad me olvidé de ella. Salía con alguien más (seguro alguna chica más interesante) al tiempo que cumplía mi fascinante y enfermiza rutina: la pornografía, el onanismo y sus múltiples posibilidades.
Aunque algunos piensan que la pornografía, a diferencia del erotismo, se agota y recurre a estereotipos muy bien identificados, yo creo, al contrario, que ella guarda una suerte de misterio parecido al de la eucaristía o la confesión. Es decir, se trata (mal que bien) de un ritual, de la repetición ad infinitum, del arcano apenas entrevisto, luego fácilmente agotado y otra vez vuelto a sentir, a vivir con el alma y el cuerpo.
A Úrsula la llamé por aburrimiento. Cuando ella lea estas páginas no lo va a creer, pero es verdad: la llamé uno de esos días en que uno se cansa de no hacer nada, de perder el tiempo en la facultad, de leer la soporífera Clemencia de Altamirano. Increíblemente (al menos eso a mí me pareció) Úrsula llevaba aguardando el mismo tiempo que transcurrió desde que la hubiera conocido; es decir, era como si ella hubiera estado esperándome hace siglos. Luego descubrí mi error. Úrsula podía hacer que un hombre se jactara de sí mismo sin que se percatara lo más mínimo de ello; es decir, sin que ella denotara ningún tipo de predilección hacia él. Incluso sucedía lo contrario: era precisamente el tono despectivo y moroso de su voz y el gesto de su cara mohína los que hacían sentir a cualquiera una especie de excepción a la regla. Inevitablemente me repetía en mi fuero íntimo: “Úrsula es así, qué duda cabe, exigente, difícil, recóndita; sin embargo, en el fondo le gusto, le debo de encantar”. ¡Patrañas, absolutas patrañas, sofismas y ardides de la mente! Con todo, una cosa estoy dispuesto a jurar aunque nunca se lo hubiese preguntado: me amó, Úrsula se enamoró de mí. De un modo bastante sui generis, bastante difícil de aclarar, pero se enamoró de mí. Sé que suena pretencioso, reconozco que cualquiera podría llegar a pensar que lo digo sólo por rencor, en defensa propia. Y no es cierto: Úrsula se enamoró de mí y si yo fui torturado ella también se torturó. A Úrsula también la pude torturar hacia el final.
III
HISTORIA DE UNA TORTURA
Podría ponerle a este relato algo así como la “Historia de una tortura” o “Viaje al centro del triángulo escaleno”. No importa cómo en realidad. Lo que sí puedo asegurar es que, al final, ninguno de ustedes nueve, amigos, creerá un átomo de lo que cuento, nadie creerá sino que mi pretensión era tan sólo hacer un cuento pornográfico. Y tal vez sea cierto; sin embargo, una cosa también es verdad: lo que escribo lo viví. Y a ustedes, Jorge, Beto, Nacho, Octavio, Rafa, Pedro, Gerardo, Armando y Gonzalo, los únicos que leerán esta imbricada historia infernal, les juro que lo que aquí cuento me pasó. Varios de ustedes la conocieron o por lo menos tuvieron la desgracia de verla alguna vez.
Úrsula aceptó salir conmigo. No importa saber a dónde fuimos. Lo que sí debo anotar es que fueron varias veces, a distintos lados, seguidas de muchas demostraciones de afecto o lo que interpreté como atracción. Por ejemplo, tengo el vago recuerdo de un cine y una larga espera de su mano por que yo la asiera y no lo hice. ¿Por qué? No por recato, no es mi estilo. Sencillamente por darme un poco a desear. Yo había mostrado más cartas que las que ella me había mostrado a mí, era justo, pues, ocultarle una, hacerla titubear aunque fuera un instante. De cualquier manera, ese signo (quizá indiscernible para ella) no tuvo al final razón de ser, pues recuerdo otra salida al cine donde ya estoy abrazándola y besando sin prestar mucha atención al filme. Así se acumularon, supongo, las salidas, no sé cuántas: a un restaurante, al teatro, a un café, a un bazar, una vez a un concierto. Casi siempre solos. Y digo casi siempre, pues algunas veces se unía su hermana. Dos años menor que ella, era en muchos sentidos el vivo retrato de Úrsula. No sé cómo explicarlo, pero aunque eran realmente parecidas, Úrsula era bella mientras que su hermana no lo era. Tú te acuerdas de Sofía, ¿no es cierto, Rafael?, pues saliste un par de veces con ella. No es cierto, salimos los cuatro juntos. Yo te forzaba a acompañarme, te decía que era guapa, que tenía algo, un no sé qué. Lo cierto es que Sofía jamás me gustó y no sé si realmente te haya gustado a ti. Todavía tienes el perro que ellas dos te regalaron. Un vecino suyo, Agustín, tenía una hermosa perra que acababa de parir seis cachorritos. Le quedaban dos y tú escogiste el más feo, te lo regalaron.
Por alguna maquiavélica razón que yo no entendía cabalmente, la madre de Úrsula hacía que Sofía nos acompañara. Al principio tuve que aceptar, luego fui mostrando mi disgusto: me enfurecía que Úrsula no lo viera así, que no me comprendiera. Deseaba estar con ella a solas, juntos, sin compartirla con nadie. Creo que algo logramos evitar y desde entonces Sofía dejó de unirse a nosotros. Para que lo sepan los demás, Rafa, lo tuyo y lo de la hermana de Úrsula nunca fructificó, gracias al cielo. Salimos juntos en un par de ocasiones y hasta allí. De pronto tú te desentendiste y ella dejó de preguntar por ti. Si te halaga saberlo, creo que, muy en el fondo, le gustabas. Ellas, las dos hermanas rubias, no eran del tipo de mujeres que lo iban a demostrar, al contrario: eran exageradamente orgullosas para aceptar que un hombre no les hubiera hecho caso. Incluso lo tuyo conservó un poco de alevoso interés, de habilidad; quiero decir: que lo hiciste por el perro, lo sé, para que te lo obsequiara Agustín, el gordo, y luego sólo intentaste quedar bien con ellas. En fin… No es importante.
Algo sin embargo me llamaba la atención: Úrsula jamás insinuó que quisiera ser mi novia. Es decir, nunca intentó formalizar lo nuestro. No es que a mí me importara… Bueno, sí que me importó; desgraciadamente sí que llegó a ser importante y allí, otra vez, firmé mi sentencia sin imaginármelo. Entonces no le dije nada. Estaba seguro de que la sartén la tenía yo… aunque no por el mango como se verá después. No dejaba de llamarme la atención, ya lo dije, el que ella no me insinuara nunca nada al respecto. Desde que la conocí, desde que pasé a su casa, observé lo que de algún modo yo ya sabía: Úrsula era una niña rica. Su familia era a todas luces pudiente, exactamente como me gustaba a mí. No es que me gustara la riqueza per se; me gustaba y me gusta lo que ella implica: cierto ritual, ciertas formas cuasi cortesanas, cierta distinción difícil de explicar. También me atraía el que Úrsula oliera bien, se vistiera bien, hablara bien y se moviera bien (con donaire) en cualquier lugar. Las jóvenes de la facultad que conocía (al menos últimamente) eran el antípoda: una extraña mezcla de rebeldes sin causa e ingenuidad superdotada, sucias, proletarias (o al menos eso buscaban aparentar), aburridas, feas, ultrajantemente mal vestidas, etcétera. Al menos yo sí sabía lo que me gustaba —aunque aquí miento otra vez: tal vez no lo sabía desde el momento en que nunca me han gustado las mujeres rubias y sin embargo estaba sucumbiendo ante una. Ahora sé por qué no me gustan: las rubias son como los albinos, una especie de demonios o súcubos que quieren venir a poseerte y llevarse tu alma. Úrsula era uno de ellos.
IV
XEL-HA
Yo vivía en ese entonces en una casa de enormes paredes escayoladas en el Ajusco, en una calle apenas habitada, sin faroles, siempre a punto de pavimentar. La calle tenía un nombre maya, Xel-Ha, que no sé qué quiere decir. La casa no era mía, pertenecía a una tía que apenas se había divorciado. Ella me la dejó cuando se fue a vivir a Estados Unidos con su hijo. Así pues, yo no pagaba alquiler y sólo debía cuidarle el jardín mientras se vendía. El gas, el teléfono, la luz y una sirvienta que venía a hacer el quehacer una vez por semana, eran mis únicos gastos ese último semestre en la universidad.
La casa tenía dos pisos. En trece meses que viví allí, sólo subí en cinco o seis ocasiones a las habitaciones de arriba. Abajo había dos habitaciones más, de las cuales yo sólo utilizaba la más grande, la misma que pertenecía a mi tía. Tenía una hermosa vista a un jardín no muy pequeño, extraordinariamente bien cuidado por un jardinero que me cobraba las perlas de la Virgen. Yo lo hubiera abandonado; sin embargo, una de las condiciones para poder quedarme ahí, en Xel-Ha, era pagarle al jardinero lo que él quisiera cobrar. En tiempos de lluvia, el precio casi se me duplicaba. Ya no venía dos veces al mes sino tres y hasta cuatro.
Una cortina raída ocultaba la vista del cuarto al jardín. Como no había vecinos sino dos lotes más allá, y como la casa estaba rodeada de muros por los cuatro lados, prefería mantener las cortinas y las ventanas abiertas en el día: podía mirar el jardín mientras pasaba la tarde leyendo cosas mejores que Altamirano y los novelistas mexicanos del XIX (con excepción de Payno). A veces prefería alquilar un par de películas porno o sentarme a escribir en la computadora que tenía en la sala. Ésta la había acondicionado de tal manera que parecía una pequeña biblioteca. Dos enormes guardarropas que mi tía había abandonado en el cuarto de la servidumbre, los dispuse de tal forma que me sirvieran como sendas repisas para libros. Aun así faltaban lugares dónde acomodar los cientos de ejemplares, por lo que utilicé el baño de visitas. Al lado del excusado, al fondo, había un pequeño cuartito (antes una ducha) lleno de repisas que mi tía utilizaba para blancos. Yo lo acondicioné para libros. El que entraba quedaba atónito e ingresaba por primera vez a un baño-biblioteca; tenía, pues, todo para sentarse a leer.
Aparte de la espaciosa sala, estaba la cocina, perfectamente instalada. Allí acomodé una mesa de patas plegadizas y unas cuantas sillas que hacían las veces de humilde comedor. Éste era una suerte de invernadero minimizado pues, en lugar de techo, existían ventanas y, alrededor, profusos grupos de flores y hiedra que pugnaba por subirse a las paredes. La casa en sí era un bastión floral; era, podía suponerse, la dicha de cualquier jardinero —no mi dicha. Conmigo, debo admitirlo, algún deterioro debió sufrir todo este inmobiliario desde el momento que mi indolencia no me permitía siquiera regar las innumerables macetas desperdigadas dentro y fuera de la casa. La sirvienta lo hacía, ¡pobres plantas!, una vez por semana. Mis padres me obsequiaron un pequeño refri antes de irse a vivir a Querétaro. Allí almacenaba lo único que el tedio me permitía hacer cuando me ganaba el hambre: chuletas, salchichas, quesos, jocoque, jamón, pan negro, pan árabe, empanadas listas para freír, pasta, jitomates, limón, cervezas, refrescos.
Creo que no hay nada más que decir sobre la casa, excepto que tenía una puerta eléctrica que nunca mandé a arreglar y, por tanto, nunca utilicé en el año y pico que viví en Xel-Ha. El auto lo estacionaba fuera. Para llegar a la casa de mi tía (entonces mi casa) se tomaba la carretera hacia el Ajusco viniendo antes por todo el Periférico hacia el sur de la ciudad. A los dos kilómetros, pasando Reino Aventura, se tomaba a la izquierda por una larga calle en declive. Se atravesaban varias bocacalles. Casi al final, trescientos metros al fondo, se veía una caseta de policía. Allí enfilaba uno hasta topar a la izquierda con una calle sin pavimentar. En ésa, no recuerdo su nombre, vivían multitud de los llamados paracaidistas que, poco a poco, se habían apoderado de los terrenos sin pedir permiso a nadie. Por eso, en las noches, se veían grupos de chavos banda, punks y rockeros de veinte a cuarenta años, bebiendo o fumando mota mientras ponían la consola de su auto y te veían pasar con ojos ásperos y sanguinolentos. Una fogata en medio de todos iluminaba sus perennes rostros crispados e, inevitablemente, me recordaba a los gitanos de una novela de Hrabal, a esos gitanos que tanto les agrada hacer en el lugar donde trabajan una pequeña hoguera con vigas que parten con el pico, un fuego ritual, un fuego nómada que chasquea vivaz, como la risa de un niño, un fuego que es el símbolo de la eternidad, anterior al pensamiento del hombre, un pequeño fuego gratuito como un don del cielo, un signo vivo del elemento, que los peatones pasan de largo con indiferencia, un fuego que, en las zanjas excavadas de las calles de Praga, nace de la muerte de las vigas partidas con el pico, un fuego que calienta los ojos y el alma nómada, y cuando hace frío, también las manos. ¿Eran los paracaidistas de mi calle, esos nómadas de las ciudades, igual a esos gitanos? Quiza sí. Sólo al principio, debo decirlo, les tuve miedo; luego ya no. Ellos eran, por supuesto, los primeros interesados en que nadie robara a los vecinos pues en ellos recaería la culpa. Me saludaban con un gesto displiscente cuando me veían pasar en mi coche. En realidad eran una especie de terribles cancerberos, pues nadie que no conociera esas inmediaciones se hubiese atrevido a pasar de noche por allí, esas calles fúnebremente deshabitadas, desarboladas. Me estacionaba fuera de la casa, a veinte o treinta metros de ellos, y de inmediato me metía esperando encontrar un vidrio roto o una puerta forzada. En trece meses nada sucedió. Sólo se metió Úrsula y, para hacerlo, no tuvo que romper ninguna ventana.