El abuelo que saltó por la ventana y se largó

Jonas Jonasson
Jonas Jonasson

Fragmento

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2

Lunes 2 de mayo de 2005

Allan Karlsson vaciló un momento en el arriate de pensamientos adosado a uno de los muros de la residencia. Vestía chaqueta marrón, pantalones marrones y zapatillas marrones. No iba a la última moda, desde luego, pero aun así aquel atuendo resultaba un poco raro para su edad. Había huido de su fiesta de cumpleaños, y eso también resultaba un poco raro para su edad, sobre todo porque muy pocos la alcanzan.

Sopesó si tomarse la molestia de volver a trepar hasta la ventana para coger el sombrero y los zapatos, pero cuando comprobó que llevaba la cartera en el bolsillo de la chaqueta, decidió ahorrárselo. Además, la enfermera Alice había demostrado en varias ocasiones poseer un fastidioso sexto sentido (allá donde él escondiera su aguardiente, ella siempre lo encontraba), y quizá en ese mismo instante anduviese por el pasillo barruntando que allí olía a chamusquina.

Mejor largarse cuando aún estaba a tiempo, pensó, y sacó las piernas del arriate con un crujir de rodillas. Que él recordara, en la cartera llevaba unos cuantos billetes de cien coronas que había conseguido ahorrar, lo cual le resultaría muy útil, ya que sin duda desaparecer no le saldría gratis.

Volvió la cabeza y echó un último vistazo a la residencia de ancianos, que hasta hacía muy poco había considerado su última morada en la tierra, y se dijo que eso de morir bien podía hacerlo en otro momento y otro lugar.

Así pues, el centenario echó a andar con sus zameadillas (así llamadas porque a cierta edad rara vez mea uno más lejos de sus propios zapatos). Primero cruzó un parque y luego rodeó un descampado donde, de vez en cuando, se instalaba algún mercadillo. Por lo demás, aquella ciudad era bastante tranquila. Tras recorrer unos cientos de metros, se metió por detrás de la orgullosa iglesia medieval y se sentó en un banco al lado de las lápidas, para conceder un breve descanso a sus rodillas. La religiosidad de los lugareños no llegaba al extremo de que Allan hubiese de temer que pudieran echarlo de allí. Según comprobó con sorpresa, bajo la losa situada justo enfrente del banco yacía un tal Henning Algotsson, nacido el mismo año que él. Menuda ironía del destino. La principal diferencia entre ambos residía en que Henning había exhalado su último suspiro sesenta y un años antes.

Si Allan hubiese tenido otro talante, tal vez se habría preguntado de qué había muerto Henning a la temprana edad de treinta y nueve años. Pero él nunca se metía en lo que hacían o dejaban de hacer los demás, no si podía evitarlo, y casi siempre podía.

Prefirió pensar que probablemente se habría equivocado de medio a medio quedándose encerrado en el asilo con la convicción de que, en caso necesario, podría morirse sin más y acabar con todo. Y es que, por muchas vejaciones que pudiera sufrir uno, resultaba más interesante e instructivo escapar de la espantosa enfermera Alice que yacer inmóvil dos metros bajo tierra.

En vista de ello y desafiando sus doloridas rodillas, el cumpleañero se puso en pie, se despidió de Henning Algotsson y prosiguió su improvisada fuga.

Cruzó el cementerio hacia el sur hasta que un murete de piedra le impidió el paso. No mediría más de un metro de alto, pero Allan era un centenario, no un saltador de altura. Sin embargo, al otro lado aguardaba la terminal de autobuses de Malmköping, y en ese instante comprendió que sus inseguras piernas querían llevarlo precisamente allí. Una vez, hacía muchos años, Allan había cruzado el Himalaya, y aquello sí había sido fatigoso. Y en eso se concentró para superar el último obstáculo que lo separaba de la terminal. Se concentró tanto que el murete encogió a sus ojos hasta casi quedar reducido a nada. Y cuando más insignificante le pareció, Allan, a pesar de su edad y sus rodillas, trepó y saltó al otro lado.

En Malmköping raras veces había aglomeraciones, y aquel soleado día de primavera no era una excepción. Todavía no se había cruzado con nadie desde que inopinadamente decidió saltarse su propia fiesta de cumpleaños. La sala de espera de la terminal también estaba casi desierta cuando entró arrastrando las zapatillas. Sólo casi. En medio de la sala había dos hileras de asientos, respaldo contra respaldo, todos desocupados. A la derecha, dos ventanillas, una de ellas cerrada. Tras la segunda había un hombrecillo escuálido, de pequeñas gafas redondas, cabello ralo con raya a un lado y chaleco reglamentario. Al ver a Allan, dejó de teclear en su ordenador y compuso una expresión atribulada. ¿Quizá el ajetreo de esa tarde le resultaba demasiado estresante? Porque Allan acababa de constatar que no era el único viajero en la sala de espera. En efecto, en un rincón había un joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento, barba hirsuta y una cazadora vaquera en cuya espalda ponía «Never Again».

Probablemente no sabía leer, pues tiraba de la puerta del aseo para minusválidos como si el letrero «Fuera de servicio», en letras negras sobre fondo amarillo, no significara nada.

Al cabo se pasó a la puerta del aseo contiguo, pero allí el problema era otro. Al parecer, el joven no quería separarse de su enorme maleta gris con ruedas, pero el lavabo era demasiado pequeño para albergar a ambos. Observándolo, Allan comprendió que tendría que entrar sin la maleta, o bien meterla dentro y quedarse él fuera.

Sin embargo, ése fue todo el interés que mostró por los problemas de aquel joven. Bastante tenía ya con ir arrastrando los pies lo mejor que podía para acercarse, pasito a pasito, a la ventanilla y preguntarle al empleado si había algún medio de transporte que saliera hacia algún lugar dentro de los próximos minutos y, de ser así, cuánto costaba el billete.

El hombrecillo lo observaba con aspecto cansado. De hecho, había perdido el hilo de la explicación, porque tras unos segundos de reflexión preguntó:

—¿Y qué destino tenía en mente el señor?

Allan empezó de nuevo y le recordó que tanto el destino como el recorrido eran secundarios, y que lo principal era 1) la hora de salida y 2) el precio.

El otro guardó silencio unos instantes mientras consultaba los horarios y rumiaba las palabras de Allan.

—El coche de línea 202 sale dentro de tres minutos con destino Strängnäs —dijo por fin—. ¿Le va bien?

Sí, a Allan le iba muy bien. Por tanto, fue informado de que el autobús en cuestión partía del andén situado delante de la entrada de la terminal, y de que lo más adecuado era comprarle el billete directamente al conductor.

Allan se preguntó qué haría aquel hombrecillo detrás de la taquilla si no expedía billetes, pero se lo calló. Tal vez él también se lo preguntara. En

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