Ese hombre lleva sin levantar la cabeza del portátil desde que hemos salido de Madrid. Y eso que es un AVE de exasperante lentitud con parada en todas las estaciones posibles en su camino a Málaga. Podría parecer que ese hombre está inmerso en su trabajo, casi abducido por él; pero cualquier observador meticuloso o al menos persistente advertirá que, de cuando en cuando, sus ojos dejan de vagar por la pantalla y adquieren una vidriosa opacidad; que su cuerpo se pone rígido, como suspendido a medio movimiento o medio latido; que sus manos se contraen y sus dedos se arquean, garras crispadas. En tales momentos es evidente que está muy lejos del vagón, del tren, de esta tarde tórrida que aplasta su polvorienta vulgaridad contra el cristal de la ventanilla. En la mano derecha de ese hombre hay dos uñas magulladas y negras, a punto de caerse. Debieron de doler. También luce una isla de pelos sin cortar en su mandíbula cuadrada y, por lo demás, perfectamente rasurada, lo que demuestra que no se mira al espejo cuando se afeita. O incluso que no se mira jamás al espejo. Y, sin embargo, no es feo. Quizá cincuenta años, pelo abundante y canoso, lacio y descuidado, demasiado largo en el cogote. Rostro de rasgos grandes, labios carnosos, nariz prominente pero armónica. Una nariz de general romano. Si nos fijamos bien, ese hombre debería ser llamativo, atractivo, el típico varón poderoso y conocedor de su propio poder. Pero hay algo en él descolocado, algo fallido y erróneo. Una ausencia de esqueleto, por así decirlo. Esto es, una ausencia completa de destino, que es como andar sin huesos. Se diría que ese hombre no ha logrado un acuerdo con la vida, un acuerdo consigo mismo, lo cual, a estas alturas ya todos lo sabemos, es el único éxito al que podemos aspirar: a llegar, como un tren, como este mismo tren, a una estación aceptable.
Hace apenas quince minutos que nos detuvimos en Puertollano, pero la máquina ha reducido una vez más la marcha. Vamos a volver a parar, ahora en el apeadero de Pozonegro, un pequeño pueblo de pasado minero y presente calamitoso, a juzgar por la fealdad suprema del lugar. Casas míseras con techos de uralita, poco más que chabolas verticales, alternándose con calles del desarrollismo franquista más paupérrimo, con los típicos bloques de apartamentos de cuatro o cinco pisos de revoque ulcerado o ladrillo manchado de salitre. El AVE tiembla un poco, se sacude hacia delante y hacia atrás, como si estornudara, y al fin se detiene. Sorpresa: ese hombre ha levantado la cabeza por primera vez desde el comienzo del viaje y ahora mira a través de la ventana. Miramos con él: un áspero racimo de vías vacías y paralelas a la nuestra se extiende hasta un edificio que queda pegado al tendido férreo. Nosotros nos encontramos a cierta altura, en una especie de paso elevado que debe de quedar a ras del segundo o tercer piso del inmueble. Casi al borde de las vías asoma un balconcito ruinoso: la carpintería es metálica, la puerta no encaja, una vieja bombona de butano se pudre olvidada junto a la pared de ladrillo barato. Atado a los barrotes oxidados, un cartel de cartón, quizá la tapa de una caja de zapatos, escrito a mano: «Se vende», y un teléfono. La representación perfecta del fracaso.
Ese hombre se ha quedado mirando el lastimoso paisaje durante largo rato. Quieto, impasible, se diría que sin parpadear. Al cabo, el tren reanuda su marcha y él hunde de nuevo la cabeza en el ordenador. Exactamente veintiocho minutos más tarde entramos en Córdoba Central. Ese hombre se pone en pie, revelando que es mucho más alto de lo que parecía; su chaqueta, cara y de buen corte, quizá de lino, está hecha un acordeón y cuelga desarbolada de sus huesudos hombros; sin embargo, ese hombre no se recoloca la ropa, como tanta gente hace automáticamente al levantarse. Baja su maletín del portaequipaje, lo pone sobre el asiento y guarda en él su portátil. Se yergue, aparta de un manotazo el pelo de la frente y desciende del vagón.
Una vez abajo, parece haber perdido de pronto el impulso que lo movía. Se queda paralizado al pie de la escalerilla, mirando con desconcierto alrededor mientras los demás pasajeros que salen detrás de él gruñen, protestan y terminan salvando el estorbo por un lado o por otro, como el río que se parte en torno a una roca. Pero los viajeros que aspiran a subir ya no son tan respetuosos.
—¡Hombre, por dios! ¿No puede hacer el favor de quitarse de en medio? ¡Vaya pasmarote!
Ese hombre se estremece como si saliera de un trance, aprieta el asa de su maletín hasta que los nudillos se le ponen blancos y echa a andar con decisión o al menos sin parar, una zancada detrás de otra, hasta alcanzar el vestíbulo de la estación y el mostrador de venta de billetes.
—Acabo de llegar en el AVE de Madrid. ¿Cuál ha sido la última parada?
—¿Cómo dice? —la empleada le mira con ojos muy redondos.
—Acabo de llegar en el AVE de Madrid. ¿Cuál ha sido la última parada? —repite él, imperturbable. Y luego amplía—: Quiero decir que cómo se llamaba la última parada. No me he fijado. Por favor.
—Puertollano, supongo o… No, que era el de las 16:26. El apeadero de Pozonegro.
Él cabecea una afirmación.
—Muy bien. Pues quiero un billete a Pozonegro. Por favor.
La empleada vuelve a escrutarle como un búho, sus ojos más grandes que sus gafas.
—Ehhh… Hoy ya no hay más trenes que paren ahí. Sólo hay cuatro al día. El primero sería mañana a las 8:45.
—No. Tiene que ser ahora —dice él con calma, como si todo dependiera de su voluntad.
—Vaya en autobús. Hay bastantes. Mire, la estación está ahí mismo, a doscientos metros. Salga por aquella puerta.
Sin dar las gracias ni despedirse, ese hombre camina hasta la central de autobuses, compra un billete, espera una hora y tres minutos sentado en un duro banco entre el bullicio, sube a su vehículo y contempla el paisaje a través de la ventanilla durante otros cincuenta y siete minutos. En todo ese tiempo no ha hecho nada, apenas parpadear con más lentitud que un humano normal, un parpadeo parsimonioso más propio de un lagarto, mientras el mundo pasa como un diorama al otro lado del cristal de la ventanilla, campos agostados por el calor aunque el verano aún no ha comenzado oficialmente, arbolitos torturados por la sequía, fábricas polvorientas, granjas avícolas abandonadas, chillonas pintadas en los muros rotos. Cae el sol y es muy rojo. Son las nueve y cuarto de la tarde de un 13 de junio.
El autocar llega al fin a Pozonegro, que confirma sus pretensiones de villorrio más feo del país. Un supermercado de la cadena Goliat a la entrada del pueblo y la gasolinera que hay al lado, repintada y con anuncios fluorescentes, son los dos puntos más iluminados, limpios y animados de la localidad; sólo en ellos se respira un razonable orgullo de ser lo que son, cierta confianza en el futuro. El resto de Pozonegro es deprimente, pardo, indefinido, sucio, necesitado con urgencia de una mano de pintura y de esperanza. La mayoría de los comercios están clausurados y sus cierres debieron de suceder en otra época geológica. Un par de bares que incluso desde fuera se adivinan pegajosos y llenos de moscas y una iglesia de bloques de hormigón son los hitos turísticos más notables que ese hombre puede ver en el trayecto, si es que en realidad es capaz de ver algo con sus lentos y fríos ojos de lagarto. Cuando el autobús se detiene en una esquina (sólo se bajan tres personas), él intenta orientarse. No resulta difícil: al entrar en el pueblo han atravesado un paso a nivel. Se dirige callejeando en dirección a las vías y pronto alcanza el lugar que buscaba: es apenas media calle estrecha y oscura, asfixiada por el paso elevado de la línea férrea, que, en efecto, queda a la altura del segundo piso. Ese hombre mira hacia arriba, hacia el balcón y el cartel del balcón, que por fortuna está iluminado por las farolas del apeadero. Dice algo entre dientes, como si acabara de advertir algún problema; saca el móvil del bolsillo de la arrugada chaqueta y, tras rebuscar durante un buen rato hasta encontrar las gafas, marca el número con dedos titubeantes. Un segundo de espera. Alguien contesta al otro lado.
—Quiero comprar el piso que está enfrente de la estación.
—…
—Eso es. Sí. Muy bien. Acepto su precio. Quiero comprarlo.
—…
—Ahora mismo… Quiero decir ahora mismo… Estoy en el portal.
—…
—No me entiende. Ahora mismo o nada. Sí, quiero cerrar la operación ya… Sé que no son formas, pero o eso, o nada… Tengo el dinero, descuide… No, no es una broma… Ya le he dicho que estoy junto a la casa…
—…
—Está bien. Le espero.
Cincuenta y tres minutos de guardia, bailando el peso de un pie a otro. Se diría que, para lo chico que es el pueblo, el dueño está tardando demasiado. Al cabo aparecen dos tipos; uno de pinta tosca y ruda, cuarenta y tantos años, bajo y barrigón pero sin duda fuerte, con el cuello como el tronco de un árbol y pesadas manazas. El otro de aspecto melifluo, también barrigón, pero éste es claramente un alfeñique: hombros estrechos, piernecitas de alambre y una cara blanda con forma de pera. Debe de tener más o menos la misma edad que cuello-tronco, pero la convencionalidad de su traje y unos aires pretenciosos y algo rígidos le hacen parecer mayor.
—Soy el propietario. Benito Gutiérrez. Y este señor es el señor notario. Don Leocadio.
No hace falta que señalemos quién es quién: se ajustan al tópico. Benito hace una breve pausa y escruta a su posible comprador. Sus ojos son pequeños, muy negros, desconfiados. Luego prosigue:
—El señor notario, que vive aquí cerca, me ha hecho el favor de acompañarme. Como viene usted con esas cosas tan raras… —la boca se le tuerce de pura sospecha.
—Tan sólo quiero cerrar el trato ya.
—Está bien, subamos a ver el piso…
—No hace falta. Repito que lo único que quiero es cerrar el trato cuanto antes —dice el hombre, extendiendo una mano en el aire y parando en seco al estupefacto vendedor.
—¿A qué viene tanta premura? —interviene el notario con un tono de voz demasiado pitudo—: ¿Le persigue alguien, está fuera de la ley, desea blanquear dinero?
El notario lo dice como un chiste y al mismo tiempo para demostrar que él encarna el poder. Sonríe sintiéndose magnífico.
—No hay nada ilegal, no se preocupe. ¿Con qué banco trabaja? —pregunta al propietario.
—Iberobank.
—Estupendo, también tengo cuenta con ellos —dice él, abriendo el portátil—: Puedo hacerle una transferencia por la totalidad y usted la recibirá inmediatamente.
—¿Cómo?
—Un momento, un momento, éstos no son modos —protesta el notario—: Tenemos que hacer la escritura de compraventa, verificar que el piso está libre de cargas, vamos, esto lo digo por usted…
—Está libre, don Leocadio —dice el vendedor, los ojillos ardiendo de avaricia.
—Vale, Benito, te creo, pero las cosas no se hacen así.
—Les propongo que escribamos a mano un preacuerdo de venta. Lo firmamos ahora y mañana lo formalizamos en la notaría —dice el hombre.
—No puede ser. No son maneras.
—Pues entonces no lo quiero. Lo siento. Quiero hacer la operación hoy mismo; si no, no me interesa.
Consternación. El dueño se arrima al oído del notario:
—Por favor, Leocadio…, don Leocadio, ¿quién me va a comprar ese piso frente a los putos trenes? Con perdón.
Al final, triunfa la elocuencia del dinero. El notario escribe con moroso puntillismo un texto lleno de salvedades: siempre y cuando el comprador demuestre ser el único y legítimo dueño de la suma ingresada, siempre y cuando el origen de dicha suma sea legal, siempre y cuando… El aspirante al piso conecta con su banco por internet, marca los cuarenta y dos mil euros que ha pedido el vendedor y se los envía. Y luego los tres se van caminando hasta el cajero automático situado a la entrada de la pequeña estación, en donde Benito comprueba que, en efecto, ya dispone del dinero en su cuenta.
—Bueno. Pues en principio, y salvo imponderables, ya es usted propietario del inmueble —dice don Leocadio, devolviéndoles los carnets de identidad—. Los espero mañana a las doce en la notaría.
—Tome. No traigo más que un juego, mañana le daré otros dos —dice Benito, entregándole las llaves—: ¡Mira que ni siquiera subir a ver la casa! Qué raro es usted… —añade, con una sinceridad que se le escapa de los labios.
—Buenas noches.
Pero a los dos pasos cuello-tronco no puede contenerse y se gira hacia el comprador.
—¿Es por razones fiscales? ¿Tenía que adquirirlo con fecha de hoy? ¿Para qué lo quiere? —pregunta Benito, a su pesar, alzando la voz para salvar la distancia.
—Para vivir —contesta ese hombre, sin siquiera volverse.
Y luego continúa desandando el camino, ya solo, hasta regresar a la silenciosa calle. Su calle. Muy corta, porque termina en el talud por el que continúa la vía férrea. Una única acera habitada, compuesta por cuatro edificios estrechos, todos igual de feos. O quizá no, quizá el suyo lo sea un poco más, por las pretensiones. Es el más moderno. De los primeros años sesenta, sin lugar a dudas. La finca apenas tiene siete metros de anchura. Sólo un piso por planta. Sólo dos aberturas al exterior: el balcón y una ventana. El portal es plenamente merecedor del edificio: una puerta tan pequeña como la de cualquier habitación, en carpintería metálica, con rejas y vidrio esmerilado por detrás. El vidrio está rajado y en el reborde de aluminio hay una mosca muerta patas arriba. Entra y manotea hasta encontrar la luz: de neón, desnuda, medio fundida. Un exiguo espacio rectangular con suelo de baldosas verde vómito. A la izquierda, las escaleras. A la derecha, los desvencijados buzones de correos y un cubo de basura. Sorprende comprobar que no huele a podrido.
La puerta del segundo es de contrachapado, fácilmente derribable con un par de patadas. Hay un viejo cerrojo FAC y una cerradura normal, pero ni las bisagras ni el marco resistirían. Cuando la hoja se abre, ese hombre ve, a la desangelada luz del descansillo, una puerta frente a él y un estrecho pasillo que se pierde en la oscuridad hacia la izquierda. Pulsa el interruptor que hay junto a la entrada, pero no ocurre nada. Busca, en la penumbra de la pared, el registro de los plomos. Ahí está, junto a la jamba. Levanta la palanca y la casa se enciende. Es un decir. Unas cuantas bombillas de bajo consumo e ínfimos vatios reparten las sombras y convierten el erizado gotelé de las paredes en un paisaje lunar de montes y cráteres. Ese hombre deja su maletín en el suelo y avanza. El hueco de enfrente da a la sala. Esto es, a la habitación del balcón. Angosta y larga como un mal año. El corredor mide unos quince metros de longitud y tiene un ramal a la derecha. Al final del pasillo principal, el cuarto de baño. Minúsculo y horrendo, con una tronera que da a una chimenea de ventilación de un metro por un metro. Abre el grifo: las cañerías tosen y eructan un poco, pero hay agua. Para lavarte las manos has de meter medio cuerpo en la ducha, así de pequeño es el lugar. Baldosas blancas con la nervadura negra de mugre, cortinas de plástico que en algún tiempo fue transparente y ahora es de un amarillo pegajoso y espeso. Si regresamos por donde hemos venido y tomamos el otro ramal del pasillo, a la izquierda está la cocina, antigua, diminuta y cochambrosa. Huele a grasa rancia y tiene un ventanuco que también se asoma al lóbrego tubo. A la derecha, justo enfrente, la otra habitación, la de la ventana que mira hacia las vías, un cuarto aún más estrecho que la sala, tan sólo iluminado por el resplandor de los focos del apeadero. En la polvorienta pared de gotelé, la sombra fantasmal de un gran crucifijo. Ese hombre suspira, saca del bolsillo de su chaqueta cuatro sobres de toallitas desinfectantes y, abriéndolos uno detrás de otro, limpia concienzudamente las mugrientas baldosas. Esto es, limpia más o menos un metro cuadrado, porque los cuatro sobres no dan para más. Tras meter las toallitas sucias en sus envoltorios y éstos otra vez en el bolsillo, el hombre apoya la espalda contra el muro y se deja resbalar hasta sentarse en ese pedazo de suelo. Saca su iPhone y echa un desinteresado vistazo a las mil llamadas y mensajes que tiene. Llevaba el móvil en silencio; ahora lo apaga. Está cansado; entre unas cosas y otras, son cerca de las doce de la noche. Bien podría cerrar un rato los ojos y dormir. De pronto, oye un rumor. Un súbito tronar que se multiplica a toda velocidad y que produce una sensación de vértigo parecida a cuando uno cree estar a punto de desmayarse. Se nos viene encima una avalancha. Los cristales vibran, el suelo trepida, la puntiaguda pintura de la pared raspa la espalda. Todo tiembla, todo se mueve dentro de la casa mientras el tren cruza ululando y sin parar por delante de la ventana, un estallido de aire y de energía, un huracán metálico. Uammm, el bicho se aleja meneándolo todo, arrastrándolo todo. Y luego deja un silencio vacío, el pesado silencio de los cementerios. Si en alguna ocasión uno se ve obligado a saltar de un tren en marcha, recuerda el flamante propietario, ha de mirar primero hacia delante e intentar escoger un lugar con apariencia blanda; lanzar el equipaje y después arrojarse al vacío echando la espalda hacia atrás lo más recta posible y dando grandes zancadas en el aire.
Las paredes han vuelto a recuperar su fea quietud. Qué desperdicio de espacio, qué pasillo tan enorme, qué distribución horrible, se dice ese hombre. Y siente algo parecido a un amargo consuelo.
Cuando el becario que había ido a buscar a Pablo Hernando a la estación de Málaga no le encontró, ni en persona ni por teléfono, se angustió muchísimo; creyó que todo era culpa suya, que no había sabido reconocerle y le había perdido. Regresó el chico contrito y abochornado a La Térmica, en donde recibió la correspondiente amonestación de Susana Lezaún y Axel Hotcher, los organizadores del ciclo de conferencias. También ellos empezaron a llamar con insistencia a Hernando sin ninguna respuesta, y después a la secretaria de Hernando y al estudio, pero no les contestaban en ningún lado, ya debían de haber dejado de trabajar. El reloj tictaqueaba, el acto estaba programado para las 20:30 y el conferenciante no aparecía, de modo que, en su desesperación, se pusieron a telefonear al amigo del amigo, al conocido del conocido y hasta al sursuncorda, sin que todo ese frenesí les sirviera de nada. Por consiguiente, a las 20:50 Susana Lezaún y Axel Hotcher se vieron en la amarga tesitura de tener que salir ante un auditorio abarrotado por trescientas impacientes personas que enseguida se transformaron en energúmenos cuando recibieron las desalentadoras y nebulosas noticias. El personal protestó bastante y Susana Lezaún y Axel Hotcher se juraron no volver a invitar nunca más a semejante malqueda. Después, un poco más calmados, mientras comparten una cena tardía y una botella de vino para paliar el disgusto, Axel y Susana comentan que la ausencia ha sido muy rara y que tal vez le haya pasado algo malo a Hernando. A decir verdad, tienen la esperanza de que esté muerto. Cualquier otra excusa más liviana les parece por completo inaceptable.
Es a la mañana siguiente, cuando telefonean al estudio para ponerle verde, cuando dan la voz de alarma. No se puede decir que sus compañeros de trabajo se extrañen demasiado. Bueno, un poco sí, nunca había cometido una pifia tan grande, pero recientemente ha anulado a última hora alguna reunión y dejado plantado a algún cliente porque se le había olvidado la cita. ¡Olvidársele una cita a Pablo Hernando, que vive para su profesión! Aunque, teniendo todo en consideración, es hasta lógico. El pobre hombre debe de estar pasándolo muy mal. Claro que de esto los colegas de Hernando no dicen nada. Al contrario, intentan excusarle ante Lezaún y Hotcher y disimular.
Como la secretaria tiene llaves de su casa, los compañeros del estudio van allí incómodos e inquietos, temiendo encontrarlo tirado en el cuarto de baño o en la cama ya tieso, un infarto, un ictus, a fin de cuentas estas cosas pasan, más aún en alguien que, aunque se conserva bien, ya tiene, según la biografía de la web, cincuenta y cuatro años. Para su alivio, comprueban que en el piso no hay nadie. La taza del desayuno está lavada y colocada en el escurridor, la cocina, impoluta; el dormitorio, arreglado; los armarios, ordenados con su meticulosidad habitual. Es un maniático. En la mesa de la entrada, una nota para la asistenta: «Pepa, recógeme el traje gris de la tintorería, hay dinero en el cajón, gracias». Todo normal, en fin. Sigue sin contestar al móvil ni al correo. Piensan en la conveniencia de ponerse en contacto con sus amigos, pero luego caen en la cuenta de que no tiene amigos. Al menos, que ellos sepan. Convocan entonces una reunión de urgencia en el estudio: cuarenta y dos personas entre personal administrativo, colegas contratados, socios y becarios.
—Lo primero es telefonear a todos los hospitales —dice Mariví, su secretaria, muy agitada.
Suena funesto, pero llaman. Nada. Después de ese estallido de actividad, se quedan sin saber qué hacer. Son las 20:30 del martes, o sea que hace veinticuatro horas que Pablo ha dejado plantada a la gente de Málaga. El comienzo oficial de la desaparición.
—¿Alguien sabe si llegó a coger el tren? —pregunta Germán.
Es una buena pregunta; su coche está en el garaje del estudio, pero normalmente usa taxis cuando se va de viaje. Llaman a Renfe para indagar si ha pasado el control. Les contestan que sin una denuncia no facilitan semejante información.
—Entonces qué hacemos, ¿vamos a denunciarlo? —dice Regina, poniendo el dedo en la llaga.
Nadie se atreve.
—¿Y si se ha ido porque sí, y si se ha ido a un hotel, o a emborracharse, o a París, o de putas, o yo qué sé? —gruñe Matías.
Murmullos de censura, sobre todo de las mujeres: ya se sabe cómo es Matías. Lo cierto es que ninguno quiere ser responsable de tomar semejante decisión; resulta difícil imaginar las razones para actuar de alguien que jamás comparte su intimidad. Así que acuerdan esperar un poco a ver si las cosas se arreglan por sí solas.
Pasa el miércoles sin noticias, y también todo el jueves. Y así, con el estudio paralizado y la gente cada vez más chismorreante y más inquieta, hemos llegado al viernes. A primera hora de la mañana, Germán da un puñetazo en la mesa:
—Vamos a la policía.
Como es natural, acuerdan que deben ir los cuatro socios juntos, Germán, Regina, Lourdes y Lola. Y lo hacen con una piedra en el corazón, pensando en que quizá Pablo esté muerto a estas alturas por culpa de su falta de rapidez. Ahora que se han decidido, les parece incomprensible haber tardado tanto en reaccionar. Sobre todo, por las suspicacias que detectan en los agentes:
—¿Desapareció el lunes y no han hecho nada hasta hoy? Y más teniendo en cuenta sus circunstancias personales…
—Bueno, llamamos a los hospitales y esas cosas… —dice Germán con poca convicción.
—Verá, es que Pablo Hernando impone, ¿sabe?… No sólo es nuestro socio principal, el fundador del estudio, un profesional prestigioso y conocido… Además es un hombre muy… No sé, muy hermético. Y con todo lo que le ha pasado se ha ido cerrando mucho más. También teníamos miedo de que la noticia saltara a la prensa. No nos lo perdonaría —intenta excusarse Regina.
Regresan al estudio con la sensación de haber suspendido un examen. Tan abrumados que ni siquiera se atreven a comentar el poco lucido papel que parecen haber hecho. Aparcan taciturnos en el garaje, se toman un pincho apresurado en el bar de la esquina mientras trastean con los móviles y evitan mirarse a los ojos, y luego cada uno se encierra en su despacho a rumiar su preocupación y su culpa.
Tres horas más tarde suena el teléfono de Regina, que acaba de meterse una onza de chocolate en la boca: siempre le da por comer dulce cuando está angustiada. Del sobresalto se traga el pedazo entero. Tose un poco y contesta. Como ella había intuido al ver que se trataba de un número oculto, es el inspector con el que han hablado esta mañana.
—Subió al tren en Madrid, pero lo más probable es que se bajara antes de llegar a destino. El lunes hizo una transferencia de cuarenta y dos mil euros a un tal Benito Gutiérrez en una cuenta de una oficina bancaria de Pozonegro. ¿Le suena el nombre de algo? —dice el inspector.
—¿Benito Gutiérrez? No. Ni idea —se asombra Regina.
—Bueno, pues parece que le ha comprado un piso. Eso decía el concepto de la transferencia: pago compra piso Resurrección 2. En Pozonegro hay una calle que se llama Resurrección, y el tren en el que supuestamente viajaba el desaparecido paraba en ese pueblo. Vamos a mandar a un agente para que se dé una vuelta por ahí.
—Perdone un momento… ¿Pueden ustedes entrar en las cuentas bancarias de la gente así como así? Hemos denunciado su desaparición hace apenas cinco horas…
Un breve silencio al otro lado de la línea.
—Vaya, creía que nos iba a felicitar por la rapidez de la investigación… Pero no, claro que no… Pues puede usted quedarse tranquila, señora. Teníamos controladas sus cuentas, por precaución, desde la fuga de Soto. Todo con la pertinente autorización judicial, como es obvio, cosa que sin duda le agradará saber a una ciudadana modelo como usted. Buenas tardes y de nada —dice, sarcástico.
Y cuelga.
Regina permanece unos segundos con el teléfono mudo pegado a la oreja, estupefacta. Parpadea, deposita el móvil sobre la mesa, se pone en pie y camina, sonámbula, hasta la puerta de su despacho. La abre, se asoma:
—¿Sabe alguien dónde coño está Pozonegro? —pregunta al vasto mundo.
Nadie responde.
Por dios, es guapísimo. Tiene una cosa… No sé cómo definirlo. Señorial. Es un señor. Se le ve educado. Otra clase de persona, dónde va a parar. Sensible. Con esas manos como de pianista ¿cómo no va a ser sensible? Vamos, es que lo mismo he acertado y es pianista. O sea, músico. O artista, dicho así en general. Me da ese pálpito. Los artistas nos reconocemos al primer vistazo. Tiene dos uñas negras. Pobrecito, dónde habrá metido los dedos. Parece un poco seco, pero eso es timidez, estoy segura. Me pilló fregando el cubo de basura. Qué mala pata, porque no queda nada sexy. Y eso que yo me había maquillado y todo. No mucho, pero vamos, mi sombrita verde, algo de colorete. Y el pelo limpio y bien peinado. Por si me lo encontraba. Él entró con unas bolsas de plástico, supongo que eran de la tienda de la Antonia, ella ya me dijo que compraba allí. Y me pilló con el maldito cubo de las narices. ¡Es más guapo de lo que dijo Antonia! Un pelo precioso todo canoso y liso. ¡Y tan alto! Y bien vestido. Dicen que pagó sesenta mil euros a tocateja, me parece muy caro sesenta mil por esta mierda de casa, pero bueno… Y por eso dicen que es muy rico, pero a mí no me pega que lo sea, ¿quién que tenga pasta se vendría a vivir a este agujero? Es todo muy misterioso… Aunque los artistas, ya se sabe, somos bastante misteriosos. Y bohemios. Y entonces entró y se quedó un poco cortado al encontrarme, y yo también, yo más, por lo guapo y por lo del maldito cubo. Y le dije, hola, y él me dijo, hola, y dijo, ¿eres la portera?, y yo echando las muelas le contesté que nooooo, no no no no no, que no tenemos portero, qué vamos a tener ni portero ni nada. Pero que limpiaba de cuando en cuando el cubo porque me deprimía que la casa oliera a basuras. Él parpadeó y dijo, ah, está bien. Creo que quería decir que estaba muy bien, vamos, era como una manera de darme las gracias, pero a su modo y con su timidez. Y entonces me aturullé y dije, es que soy artista. Soy pintora. O sea, como diciéndole: por eso soy tan sensible que no me gusta que el portal huela a mierda, pero me lie y no lo expliqué bien y creo que hice el ridículo. Porque él se quedó como pasmado. Así que añadí: también soy cajera en el Goliat, si vienes a comprar te trataré bien. Otra tontería: ¡como si no tratara bien a todo el mundo! ¿Y qué quería decir con eso de que le trataría bien? Sonaba hasta un poco…, no sé, de buscona. Ohhhh, me estaba poniendo la mar de furiosa conmigo misma. Él dijo, ah, sí, gracias, y empezó a subir las escaleras. Me llamo Raluca, le dije, ya sé que es raro. Y él otra vez: gracias, y para arriba como si nada. Así que le dije, ¿y tú? Eres el nuevo del segundo, ¿verdad? Y él casi gruñó: sí, el del segundo. Y tras un ratito: Pablo. Me llamo Pablo. Y ni siquiera se volvió para decirlo. Un tímido tremendo.
Durmió la primera noche vestido y se despertó tirado en el suelo, la mejilla pegada a las baldosas sucias, fuera del cuadrado que limpió. Se levantó, se refrotó ese lado de la cara con el agua del lavabo hasta casi despellejarse, usó la muda que llevaba en el maletín y, sin siquiera tomar una ducha, fue a la notaría, que estaba en Puertollano, por lo que tuvo que utilizar el autocar de línea. De regreso a Pozonegro inspeccionó el barrio; no lejos de su piso (nada estaba lejos en ese pueblo) había una pequeña tienda que vendía de todo, igual que los locales de los chinos pero regentada por una recia lugareña. Compró pan, fruta, lata