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Uta von Hofmannstahl,
de casada Hollenbach
Examinó el jardín con un gesto de preocupación. Unas briznas de hierba crecían allí donde antes había habido flores, alineadas en canteros rectos que producían en aquel tiempo la apariencia de un orden en medio del despliegue desordenado y vital de la voluntad. En ocasiones ella lo tomaba del brazo y lo sacudía suavemente para deshacer las ensoñaciones que parecían caer sobre él como la bruma de sus bosques suabos. Él la miraba con extrañeza, como si fuera una desconocida, pero entonces ella apoyaba la cabeza en su pecho y le dejaba oler en el cabello el aroma de la menta que había cortado en el jardín un instante atrás. Quizá en esos momentos, pensaba ella, él podía reconocerla, podía comprender quién era él y qué hacía contemplando un jardín de flores alineadas como tropas que marchan al combate en un día de verano cualquiera, un día de esos tiempos en que la voluntad se expresaba. Luego él entraba a la casa y se encerraba en su cuarto.
Ella pensó que sería necesario desbrozar el jardín, restaurar el orden invisible de los canteros rectos. Notó que el tiempo había cambiado. Miró hacia el cielo y sólo vio nubes negras sobre la casa. Más allá, la torre octogonal de una iglesia parecía hendir el cielo plomizo en un combate a todas luces perdido de antemano. Hacía frío. Una gota helada golpeó en su antebrazo desnudo y ella contempló por un momento como se deslizaba sobre la piel. Entonces recordó la ocasión en que, al brindar durante una fiesta en el edificio de la Cancillería realizada para celebrar la anexión de Austria al Reich en marzo de 1938, el ministro de la Propaganda chocó su copa con la suya con tanto entusiasmo que la salpicó en el antebrazo con una gota de champán. De inmediato se deshizo en disculpas, sacó de su bolsillo un pañuelo y secó con suavidad su piel. Era un pañuelo de mujer, le contó ella a él aquella noche cuando regresaban de la fiesta, con unas iniciales bordadas en una esquina que ella había reconocido después y que eran las iniciales de una actriz famosa. Una segunda gota de lluvia la alcanzó y la mujer entró en la casa.
Él tomaba pastillas, principalmente Lopressor y Altace, y varias aspirinas por día para empujar la sangre endurecida a través de las venas. Un milagro cotidiano, pensó ella, la sangre de un muerto licúandose en un cáliz roto; sólo que el cáliz aún no está roto del todo, se corrigió al entrar en la casa: él sigue respirando.
En ocasiones él se acercaba a su mesa de trabajo. Empuñaba la pluma y tomaba notas, volvía a jugar esos pequeños juegos intelectuales que habían contribuido, al menos en parte, a cambiar la historia de Alemania. Cuando eso sucedía, ella tenía la obligación de permanecer fuera del cuarto, esperando. Si no sucedía, había que empujar la vieja sangre con más aspirinas y una segunda toma de Lopressor para que pudiera hacer correr la pluma sobre el papel. «Yellow pen with a black cover and an eagle painted on the top» se sorprendió recordando, pensando en el idioma que se le había enseñado de adulta, cuando todas las palabras de su humillación eran dichas en ese idioma. Hizo girar la llave dentro de la cerradura. Entró al cuarto. Él miraba la puerta con expresión distraída. Ella se inclinó a su lado, recogió del piso el manojo de llaves y se lo puso en la palma de la mano. Él la cerró alrededor de ellas, como si fueran un tesoro por fin recobrado.
En el comienzo había una frase: «En Alemania la campana de la iglesia cristiana siempre sonará más fuerte que el canto del almuédano». Martínez miró la portada del periódico con asco y volvió a dejarlo sobre la mesa del bar sin intentar siquiera continuar con su lectura. El café en su taza se había enfriado. Mirando hacia abajo podía ver su rostro reflejado en él como si emergiera de un páramo oscuro, de una bruma negra igual a la que había visto surgir de la tierra al cruzar de madrugada los campos alemanes en un tren que se detenía en estaciones minúsculas en las que no subía ni bajaba ningún pasajero, pueblos insignificantes en los que sólo la torre de la iglesia parecía capaz de romper la horizontalidad en la que vivían sus habitantes. Martínez se preguntó cuántos de ellos morirían en ese mismo instante, si la serenidad de aquellos pueblos sería interrumpida fugazmente por el grito de un niño que acaba de romper en el mundo como una ola en la playa, violenta e inútil, como si fuera la única ola que tocara alguna vez la arena dorada, como si ningún otro niño fuera a nacer jamás. De ser así, de nacer un niño en ese momento, habría esperanza para ese país, puesto que sería una señal de que la vida seguía imponiéndose a la muerte; pero, si eso ya no sucediera, corroboraría lo que Hollenbach le había escrito en una de sus primeras cartas: que en Alemania sólo campeaba la muerte. Hollenbach había escrito: «Me dice que desea venir a estudiar conmigo. Remarca que ha leído algunos de mis libros, extendiéndose incluso sobre algunos que preferiría no haber escrito nunca. Y, sin embargo, aún no responde la pregunta de mi primera carta, “¿por qué?” Puesto que, según afirma, ha leído mis libros —lo cual, desde mi punto de vista, lo convierte en alguien tan poco relevante para mí como mi sirvienta, que los ha leído mientras les quitaba el polvo y parece haber entendido tan poco de ellos como la mayor parte de mis colegas— me pregunto por qué desea usted profundizar en algo en lo que yo mismo creo haber llegado al fondo. He escrito libros tratando de entender la historia alemana y siento que no he obtenido ninguna respuesta a mis preguntas. A cambio, me he visto involucrado en asuntos penosos que sólo me han traído trastornos y me han acarreado incontables enemigos dispuestos a calumniarme. Créame, en Alemania sólo campea la muerte».
Por las mañanas ella repetía las mismas acciones, como si le hubieran sido enseñadas cuando niña. Se levantaba de la cama y se vestía con minuciosidad, repasando con sus dedos finos cada uno de los pliegues de la ropa para que estuvieran en su lugar; rectificaba las cintas del sostén, el cuello de la camisa, los puños del suéter, las tablas de la falda. En el puño izquierdo se ajustaba el reloj hasta lastimar la carne. Luego se agachaba y ceñía las hebillas de sus zapatos. Finalmente, se colocaba la cadena con la cruz alrededor del cuello y salía del cuarto.
En el lavabo orinaba un chorro largo que la desconcertaba. Y sólo después se reconocía, al peinarse frente al espejo el cabello blanco, siempre en dos mitades que debían partir del centro de su cráneo como una prolongación indefectible de la pequeña nariz, una prolongación que no trastornaba la delicada armonía que le otorgaba a su rostro la línea de los ojos azules que, ligeramente inundados por las cataratas, parecían ahora traslúcidos. No era la niña que había intuido al repetir los gestos de la infancia, puesto que esa infancia correspondía a un tiempo inocente que desmentía, anticipándolo, todo lo que vendría. Era una anciana pero, sin embargo, no temía a la muerte. Estaba familiarizada con ella puesto que había visto morir a sus padres y a sus hermanastros. Y porque podía ver la muerte cebándose día tras día en el cuerpo de él.
Él, recordaba ella.
Bajaba la escalera que comunicaban su dormitorio con la planta baja, entraba a la cocina y ponía el agua para el té; luego iba a buscarlo. A menudo lo encontraba dormido, boqueando ajeno a los trucos que él mismo había inventado en su juventud para escapar al sueño, al que temía como a la misma muerte. En otras ocasiones, al entrar al cuarto lo descubría trabajando y cerraba respetuosamente la puerta. Muchas más veces, sin embargo, lo encontraba abstraído, mirando la puerta por la que ella entraría o una pequeña reproducción de un paisaje de los Mares del Sur pintado por Emil Nolde en las primeras décadas del siglo o una fotografía que ella había colocado en la pared opuesta a la pintura de Nolde y que los mostraba con un fondo de montañas alpinas en la compañía de un hombre que estaba muerto. Él había dejado que ella hiciera con esa fotografía lo que deseara y aceptó sin una palabra mantenerla en el cuarto, por vanidad o —más probablemente— por puro cansancio.
Comoquiera que fuera, cada mañana, cuando ella entraba a la habitación, cogía al hombre del brazo y lo llevaba consigo hasta el lavabo. Allí lo sentaba en el váter, lo peinaba y le quitaba las ásperas capas de legañas que se le acumulaban sobre los párpados durante la noche. En ocasiones sorprendía en él una erección, que el hombre disimulaba con un gesto de pudor innecesario, puesto que estaba claro para ambos que su cuerpo ya no le pertenecía.
En la cocina servía dos tazas de té. Cortaba trozos de pan y los sumergía en la taza del hombre, que sorbía con expresión indiferente. Al principio había intentado retenerlo a su lado contándole en el desayuno las noticias que escuchaba en la radio que estaba sobre el aparador blanco, pero luego descubrió que él sonreía indiferente, fueran las noticias positivas o negativas: en su estado cualquier catástrofe era una trivialidad y, de todos modos, había ya visto demasiadas muertes como para que una más, o decenas o cientos de ellas, le parecieran importantes. Ella untaba mantequilla y mermelada de arándanos en una rebanada de pan blanco y se la acercaba a los labios para que él la sorbiera. Cuando había terminado, lo conducía de regreso al cuarto. En una ocasión, al principio, ella le advirtió: «Apaga la estufa; hoy ha comenzado la primavera», pero él la miró como si lo que acababa de decir careciera de sentido.
Había otras tres cartas, separadas por intervalos irregulares de tiempo que a Martínez le parecían significativos. La primera estaba fechada un cuatro de agosto; Hollenbach tenía el hábito —poco habitual entre los alemanes— de fechar las cartas a la izquierda, lo que las volvía fáciles de reconocer a simple vista, y les daba un aire de coquetería y extravagancia.
En esa primera carta había escrito: «Su interés en traducir mis Betrachtungen der Ungewissheit me produce cierta estupefacción, puesto que había olvidado hace tiempo esa obra juvenil. Dos cosas de ese libro resultan, si no lo recuerdo mal, meritorias. La primera es el intento de superar las limitaciones que presenta la filosofía de la Historia como disciplina. La segunda es tratar de encontrar para esa superación un nuevo lenguaje. Sin embargo, se trata de un mero esbozo, incluso aunque en esa obra exista la clave para entender todo mi trabajo posterior, ya que allí se ataca directamente al Humanismo con argumentos que aún considero dignos de atención. En esa época pretendía —como posteriormente lo he hecho, quizá con resultados inferiores— devolver al acontecimiento su carácter de enunciado, restituirle su capacidad de significar en el marco de unos discursos que corresponden al ámbito de la Historia como disciplina. Era mi intención determinar las condiciones de su existencia, establecer sus correlaciones con otros acontecimientos que pudieran tener vínculos con él; mostrar, finalmente, por qué el acontecimiento era singular, cómo es que ése y ningún otro había aparecido en su lugar. Esta singularidad del acontecimiento, que creo no quedó sino apenas esbozada en las Betrachtungen, resultaba, sin embargo, el concepto fundamental de mi nueva búsqueda, puesto que proponía una ruptura con la Historia como disciplina humanística preocupada por establecer un sistema de relaciones homogéneas entre todos los acontecimientos de un área espacial y temporal definida. Para ellos —ellos son mis “colegas”— el ascenso de Napoleón Bonaparte era consecuencia del estado de incertidumbre producido por la revolución de 1789. Para mí, y esto tenía lugar por primera vez en el marco de la Historia, la figura de Napoleón rompía el sistema de relaciones homogéneas que mis colegas se preocupaban por establecer, sosteniendo sus ideas con alfileres en sus libritos. Para mí, Napoleón era algo mucho más interesante que una consecuencia: era una discontinuidad. Mi interés en este concepto liberaba a la Historia de la necesidad de limitarse a las series de acontecimientos pero, al mismo tiempo, destruía la disciplina en la que pretendía inscribirse, puesto que la Historia considerada como ciencia es meramente el uso histórico de unos discursos destinados a ofrecer, mediante la descripción de series de hechos —el Imperio romano, Luis XIV, etcétera— una visión comprensible del pasado. Esto es, una agrupación retrospectiva de hechos históricos destinada a ofrecerle al sujeto una visión inteligible de su propia subjetividad. Eran tiempos, lo recordará, en que la voluntad se expresaba. Quería yo decir que no lo hacía mediante series de acontecimientos sino a través de discontinuidades, y que esas discontinuidades sólo pertenecían —sólo podían pertenecer— al campo de la aberración.
»Mientras le escribo, miro la sombra del castillo, ligeramente arriba y a la derecha, proyectarse sobre la ciudad de un modo que contradice a la geografía. Me encuentro en el Seminario de Filosofía de la renombrada Universidad de Heidelberg. El hecho de que este edificio reciba el título de Seminario de Filosofía, de que un profesor llamado Hans-Jürgen Hollenbach dé clases aquí ante adolescentes salpicados de acné y de que esta universidad no se haya convertido en algo más útil para la humanidad —una prisión, por ejemplo— es para mí un indicio de que mi libro no ha sido leído, sólo malinterpretado, y de que el Humanismo es un hueso duro de roer.
»No tome esta carta como un permiso para avanzar en la traducción. Ni siquiera como un gesto amistoso. No pienso responder las preguntas que me hace acerca del texto en su tercera carta, la última que ha llegado a mi poder. Por otra parte, no puedo sino rogarle que desista en el futuro de hablar de la “obra” de cualquier autor. Y, sin embargo, ¿hay algo más simple en apariencia? Es una suma de textos denotados por un nombre propio, pero ese nombre propio sirve a propósitos diferentes. ¿Puede usted calificar como mi “obra” un texto publicado a poco de salir de los claustros, uno de mis libros posteriores, una obra teatral aparecida con seudónimo en el periódico estudiantil del colegio en el que estudié, un apunte, un volumen que se publique póstumamente? Eso es confiar demasiado en el sujeto, suponer que ese sujeto es uno y siempre el mismo más allá de los acontecimientos de su vida.
»Acepte mi consejo y olvídese de las Betrachtungen der Ungewissheit, olvídese de mí, que no puedo olvidar nada. Y, si aún pese a mi advertencia insiste, tan sólo respóndame esta simple pregunta: ¿por qué?».
Ella solía quedarse en la sala de estar tomando té. Miraba viejas fotografías, aquellas que no le habían sido retenidas porque las había ocultado en el altillo de la casa familiar en Augsburgo. Puesto que toda su familia había muerto, pensó que entre tantos muertos nadie se interesaría por las posesiones de los suyos, y tuvo razón. No expropiaron la casa de Augsburgo y, cuando todo terminó, regresó allí a buscar sus tesoros. No las joyas, que entregó con irónica indiferencia cuando una sargento de cabello rojo del ejército estadounidense se las reclamó. No las que por falta de información no le exigieron y que ella entregó de todas maneras, en un gesto que aquella sargento de andares de percherón felicitó con un asentimiento de cabeza durante la ronda nocturna de inspección de ese día, con el pedido de que se las diesen al párroco de la iglesia de St. Peter en el Fischmarkt. Su tesoro eran las fotografías atadas con una cinta azul que reposaban en su regazo y que ella, descorriendo con delicadeza el nudo, tomándolas con mano temblorosa, desparramaba en ese momento sobre la mesa. Un hombre de uniforme sonreía a la cámara a su lado, en una cena. Otro abría la portezuela de su coche en el estreno de un filme que se llamaba El triunfo de la voluntad y que había sido filmado por una mujer que ella conocía. En la siguiente fotografía aparecían ella y una mujer de largos dedos felicitando a los soldados que marchaban al Frente Oriental. En otra, sin dudas la más importante, un hombre diminuto fijaba sus ojos oscuros de pequeño cerdo satisfecho en la cámara, posando con gesto marcial entre ella y su marido. Mientras que ella lo miraba con un arrobamiento al que el hombrecito diminuto no parecía indiferente, el marido bajaba los ojos, como si la grandeza de aquel hombre no le importara.
Ella podía haberlo olvidado todo, podía haber comenzado de nuevo cuando todo el país parecía hacerlo, dándole la espalda a un pasado que, repentinamente, los otros percibían como una perversidad, como un juguete hermoso que hubieran roto sin querer y cuyos pedazos, aunque bellos, ya no valieran nada. Y sin embargo tenían para ella un valor enorme porque eran los de su propia vida, extendidos como estaban sobre la mesa.
Se preguntó si su orden era el mismo de cada mañana. Si, como la mañana anterior, había comenzado con la fotografía de su llegada al cine en Berlín o con la de su saludo a los soldados que marchaban al Frente Oriental. En los ancianos, la memoria suele disiparse en la fabulación o en el convencimiento de que esos hechos borrosos, apenas intuidos, le han sucedido a otra persona, pero su memoria era la de una adolescente. Recordaba la manera en que aquel hombre de uniforme había elogiado su collar de perlas negras, llevaba aún en los labios el sabor del champán que había bebido en aquel estreno cinematográfico, sentía aún en la palma el tacto de esa mano pequeña y pegajosa acostumbrada a dirigir hombres que había estrechado con reverencia en el Berghof, la única ocasión en que ella y su marido fueron invitados. Y, sin embargo, quedaba una sola fotografía de ese hecho. Ella miraba al hombrecito diminuto, él miraba hacia el frente con una involuntaria mirada de actor cómico y su marido, estúpidamente, hacia abajo. En la palma, podía verlo claramente, sostenía con indolencia un manojo de llaves.
En su segunda carta, fechada el once de agosto, Hollenbach escribió: «Mi mujer se encuentra en el cuarto contiguo. Puedo escucharla repasando sus fotografías, que nunca ha querido mostrarme pero que yo he visto ya muchas veces, en cada una de mis madrugadas de insomnio, sin atreverme a romperlas. Me pregunto cada cuánto tiempo se repite, digamos, la serie de hoy: primero la fotografía junto al hombre de uniforme en una cena, luego la del estreno del filme, después aquélla hecha en el Berghof, finalmente las otras; pero es una pregunta que ya me he hecho, de otras maneras, en mis libros. ¿No son los hechos excepcionales? ¿No es esa excepcionalidad la que constituye su condición de acontecimiento? Y, de ser así, ¿no es posible imaginar que esos hechos, por excepcionales que sean, se repiten constituyendo series de acontecimientos cuya única regla de aparición es la del sistema de relaciones que establecen entre sí?
»Éste no es un método de adivinación. Es el producto de años de trabajo cuya consecuencia es mi convencimiento de que el sujeto no cuenta, que esa suma de relatos míticos, de una sexualidad imperiosa, de un lenguaje que no puede significar lo que desea, no importan en absoluto. Tan sólo las relaciones que los hechos establecen entre sí tienen relevancia. En una carta anterior me decía usted que no comprendía mi concepto de voluntad. ¿No está claro que ésta es la única fuerza capaz de superar las restricciones que las series de acontecimientos ofrecen? ¿No es la voluntad la única instancia en la que el sujeto se manifiesta en una dimensión que le permite imponerse a los hechos históricos para ser él y no los acontecimientos los que definan lo que tendrá lugar y lo que no?
»En el cuarto contiguo mi mujer revisa las fotografías de un tiempo en que la voluntad se manifestaba. La voluntad es una diosa que no cree en su propia divinidad, puesto que dice “Nada es sin mí, ni siquiera yo misma”. Muchas veces he querido romper esas fotografías, quemarlas o tomar una medida aún más radical que me impidiera volver a pensar en ellas, revivir las circunstancias en que fueron hechas, romper ese vínculo con el pasado para que éste sea exclusivamente lo que yo quisiera que fuera: el primer paseo que di con ella entre las tumbas de un cementerio, las conversaciones con Martin Heidegger —quizá este nombre le resulte conocido— acerca del sentido de los hechos posteriores a 1918 y, aún antes, el aroma del roble quemándose en la chimenea de la casa familiar de Untermünstertal. ¿No sería ése un extraordinario triunfo de la voluntad? Y, sin embargo, no quemo las fotografías. Permanecen allí bajo la mirada de mi esposa, que las inspecciona, las esparce sobre una mesa, deja vagar sus pensamientos sobre ellas, vuelve a atarlas con una cinta azul y las deposita en el fondo de un armario, en un doble fondo forrado en papel rojo con pequeñas flores de lis doradas que ella supone que yo desconozco.
»Se preguntará por qué no acabo con esas fotografías, si es que tanto me agobian. Y no lo hago porque ellas son un refugio para mi mujer ante las series de acontecimientos del presente que no podemos anticipar ni evitar, constituyen el paisaje de acontecimientos del pasado en el que ella pasea todas las mañanas, como si el pasado fuera un refugio. No lo hago, finalmente, porque, incluso en su excepcionalidad, la voluntad también puede ser predicha, porque los vientos de voluntad que esas fotografías narran volverán a soplar pronto. Es tan sólo necesario esperar».
Cuando se sentía satisfecha recogía las fotografías y las ataba con la cinta azul. Subía a su cuarto y las guardaba en el doble fondo de un armario. El doble fondo estaba forrado de un papel rojo con flores de lis doradas que ella había comprado hacía años en la feria navideña que solía montarse año tras año en la plaza del Ayuntamiento, la última vez que había estado en Augsburgo; aquella vez había decidido no regresar porque aquella ciudad también estaba llena de muertos. Si, sentándose frente al ventanal del jardín, miraba las flores que emergían de los penachos de las malas hierbas, podía contarlos uno tras otro, como quien enumerara esas mismas flores o las entradas de un santoral personal.
Su madre había muerto a las pocas horas de dar a luz. Su suegra, que había hecho cuanto estuvo a su alcance para evitar el casamiento de su hijo con esa mujer, le había dicho al verla encinta, empeñada en hacer surgir de su cuerpo minúsculo una vida: «Sácale una fotografía para que la conozca su hija». Aunque terrible, esa previsión había sido conveniente, ya que le había dado al menos una imagen que conservar, la de una mujer de rizos sobre la frente que posa en un estudio fotográfico —quizá el mismo de la Maximilianstraße que ella había visitado cuando niña— mirando pudorosamente hacia un costado, como si no se la estuviera fotografiando o, mejor aún, como si pretendiera ignorar que son los ojos de su hija los que la miran, unos ojos cuyo color desconoce pero que intuye mientras, como siguiendo una ley inexorable, es la poseedora de esos ojos la que la devora por dentro. Un mes antes de dar a luz, contaba su padre, estaba tan débil que apenas podía mantenerse sentada. En una ocasión le alcanzó un vaso de agua a la cama y al alejarse escuchó un ruido como de troncos que crepitan en la chimenea; su madre se había quebrado la muñeca al levantar el vaso.
Esa historia, contada por el padre una y otra vez, primero con auténtica congoja y luego como un entretenimiento más para las visitas, que se reunían fingiendo una devoción que no sentían alrededor de la fotografía que presidía el salón, se multiplicaba en sus noches de niña e, incluso, después. No podía ver una chimenea sin sentir un estremecimiento, como si su sonido fuera el suyo abriéndose paso entre los huesos quebradizos de su madre.
Y luego estaba la historia de sus hermanastros, que habían muerto en el Frente Oriental durante la guerra. De ellos habría preferido no desconocerlo todo, no saber nada de las circunstancias en las que habían peleado, habían ganado una batalla u otra y luego se habían dejado matar, pero retenía como un tesoro una historia que le había contado un camarada de armas que había regresado del frente con vida.
Heinrich, que era el menor, amaba las bromas, y a duras penas conseguía cumplir con seriedad sus tareas militares. Una broma, aunque macabra, le gustaba por sobre todas las otras: durante el sitio de Estalingrado, mientras las tropas de ambos bandos pasaban la mayor de las hambrunas, Heinrich solía desnudar a algún soldado muerto y untarlo con algo de combustible para luego prenderle fuego. Avivaba las llamas que se elevaban sobre el cadáver con su casco. Muy pronto, el olor a carne quemada alcanzaba las líneas rusas, en cuya dirección, Heinrich —en la mezcla de ruso y alemán que era la lengua franca del frente— gritaba: «¡Han llegado nuestros suministros! ¡Podéis morir de hambre, que pronto moriréis de otras formas!», y reía como un niño. Cuando alguien le reprochaba su comportamiento, simplemente se encogía de hombros. «Esta guerra apesta» respondía. «Y, en cualquier caso, nuestros generales ya están enterados: la carne del soldado alemán no sabe tan mal después de todo.»
Y luego estaba la historia de su padre, en la que prefería no pensar. Y las historias de otros muertos, miles de ellos, cuyos nombres no conocía, cuya identidad era para ella un misterio que no tenía intenciones de resolver pero que pesaban sobre su memoria como una losa en la que no hubiera escrito ningún nombre, excepto el de ella misma y dos fechas, la de su nacimiento y otra que aún desconocía, pero que esperaba con secreta alegría y un poco de curiosidad.
Martínez conocía bien la obra de Hollenbach. Mientras trabajaba en una tesis sobre filosofía alemana, que culminaría la larga serie de engorrosos trabajos que había constituido su paso por la universidad, había caído en sus manos un ejemplar de Sobre la insatisfacción, publicado por una editorial minúscula de la ciudad mexicana de Cuernavaca en una traducción a su juicio bastante deficiente firmada por un tal Juan García Madero. Su otro libro, Unos bocetos para una filosofía de la Historia, publicado por una editorial de la ciudad argentina de Ramos Mejía, había gozado de una mejor edición, aunque tampoco sirvió para cimentar su fama, eclipsada por la de sus contemporáneos Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein.
Pese a ello, estaba claro —al menos estaba claro para Martínez— que las obras de los tres eran diametralmente diferentes. Mientras que Heidegger se había ocupado con el problema del ser, elaborando una denuncia de la metafísica que era, en sí, de alguna manera, también metafísica, Hollenbach rechazaba por intrascendente ese problema, prefiriendo concentrarse en la superación del concepto de individuo antes que en la glorificación de su ser en el mundo. Mientras que Wittgenstein, por su parte, se había ocupado del problema del lenguaje en una investigación que lo había llevado a postular la existencia de unos aprioris de los que decía desconocerlo todo excepto su existencia, Hollenbach sólo estaba interesado en la no-representatividad del lenguaje, en la arbitrariedad que gobierna nuestra descripción del mundo. No estaba claro, sin embargo, si Hollenbach no veía en la arbitrariedad de los vínculos entre el lenguaje y su referente un modelo de interpretación de la Historia, pero era indiscutible, sin embargo, que no estaba interesado en plantear esos vínculos en términos de continuidades figurativas. Para Hollenbach, sólo la discontinuidad permanecía, una ley paradójica según la cual cualquier postulado filosófico era falso si no contemplaba los exabruptos y los saltos como posibilidades lógicas en cualquier situación. No gobernaba el azar, sin embargo; la discontinuidad tenía un rango que podía ser predicho, aunque la paradoja era, obviamente, que el pensamiento filosófico no podía abordarlo; cualquier intento en esa dirección sólo podía contentarse con fenómenos menores que no se parecían en nada a la auténtica discontinuidad; por lo demás, inaprensible.
Estaban naturalmente las coincidencias relacionadas con el hecho de que todos ellos habían hablado la misma lengua y, con la excepción de Wittgenstein, habían vivido en el mismo país en el mismo período histórico y habían sido testigos, y en algunos casos protagonistas, de los acontecimientos que tuvieron lugar en aquellos años. Pero, por lo demás, no había nada que los emparentara, por lo menos nada que él pudiera apreciar en esos dos libros de Hollenbach que había leído. El resto de ellos carecía de traducción al español.
Martínez comenzó a asistir a un curso de alemán con la esperanza de poder leerlos algún día. La profesora era una mujer relativamente joven a la que hechos que él hubiera preferido no conocer le habían dejado grabado en el rostro un gesto permanente de disconformidad. Martínez conjugaba verbos de la lengua de Goethe frente a ella con la dificultad de un alumno displicente; sin embargo insistía, porque, a diferencia del resto de sus compañeros, tenía buenas razones para aprender alemán: comprender a Hollenbach, ser el introductor de su obra en el país, llenar un vacío.
La profesora lo reprendía acusándolo de negligencia, de incapacidad para comprender el funcionamiento de un idioma. En una ocasión le dijo: «Usted quiere hablar alemán como si se tratara de rezar, pero no se trata de eso; es sólo un lenguaje, aunque quizá el más perfecto». Una vez, al final de una clase, lo tomó del brazo para que no se marchara y le dijo: «Usted es realmente un mal alumno, pero, incluso así, se nota que tiene un deseo de aprender que les falta a los otros. No piensa viajar a Alemania, no pertenece a la comunidad, no le interesa la ópera, ¿por qué se empeña en aprender?». Entonces él le contó la historia de Hollenbach. Esa tarde se quedaron hablando en el salón, él hablándole en voz baja acerca de la teoría de Hollenbach sobre la Historia sin saber si en el rostro de ella en la oscuridad se dibujaba un rictus de aburrimiento o si era su gesto permanente de disconformidad el que se disipaba.
Un mes después de aquella conversación, ya cerca de los exámenes, la profesora lo invitó a su casa para practicar el conjuntivo primero. Vivía en un viejo edificio del barrio de Belgrano. Más tarde le contó: «Éste es el barrio de los alemanes de Buenos Aires desde hace décadas, pero estaba vedado a mi familia porque mi abuelo era un “Volksdeutscher” que, habiendo nacido en algún lugar del actual territorio ruso del que él mismo parecía haberlo olvidado todo, se había trasladado a Stettin algún tiempo antes de viajar a Sudamérica, de modo que pertenecía a la comunidad germanohablante de la ciudad sin pertenecer a un tiempo al Reich, y por esa razón estábamos un poco segregados. Mi madre solía venir con mi abuelo a una cafetería de por aquí; cada vez que lo hacía, entre 1933 y 1945, escuchaba la misma conversación. Para ella era tan curioso que las mismas palabras, dichas por personas diferentes pero siempre en el mismo idioma, en el idioma que no se hablaba fuera de la cafetería, fueran dichas tarde tras tarde, que acabó por memorizarlas aunque no las comprendiera por completo. Ella las repetía en ocasiones; los exiliados antifascistas se reunían alrededor de una mesa y comentaban: “Hitler cae la próxima primavera; hay que comenzar a preparar las maletas”. Mi madre no sabía quién era Hitler y probablemente desconociera por entonces que la primavera a la que se referían ocurría a muchos kilómetros de distancia, en nuestro otoño, pero le sorprendía que la primavera pasara y las voces que ella escuchaba en el café continuaran mencionando ese nombre que ella no conocía y hablando del tiempo en que, cuando las flores volvieran a romper en los árboles, los alemanes harían sus maletas. Naturalmente, ella no quería que ese tiempo llegara nunca porque no quería que su padre la abandonara; a ella le gustaba el país. Por eso, vivir en este barrio significa para mí estar en el lugar al que mi familia pertenece, el único si se excluye Stettin, de donde provenimos. Pero Stettin tiene ahora otro nombre y allí se habla otro idioma, de manera que no podemos volver. Esas cosas que han sucedido de las que tanto se habla no han dejado sólo muertos: también han dejado náufragos».
Antes de que ella pudiera contarle eso, sin embargo, antes de que se estableciera entre ambos esa comunidad de intereses que ninguno de ellos llamaría amor, sucedió que él fue a visitarla para practicar el conjuntivo primero. Cuando ella abrió la puerta, tuvo tiempo para echar una mirada al interior: una tetera depositada sobre un hornillo donde ardía una vela humeaba sobre la mesa junto a un plato con galletas. El mantel que cubría la mesa era rojo y tenía pequeñas flores de lis doradas que, imaginó, se gastarían con cada lavado, perderían en cada ocasión algo de su brillo hasta desaparecer. Pero Martínez no tocó las galletas ni palpó con sus dedos la superficie del mantel. Cuando abrió la puerta, ella se abalanzó sobre él y le metió la lengua dentro de la boca; no a consecuencia de un beso apasionado, sino como una acción planeada de antemano por otra persona y que ella sólo podía llevar a cabo para librarse del asunto tan pronto como fuera posible. Ella misma se quitó el vestido floreado que llevaba y lo desvistió, sin dejar de besarlo. Su lengua