El laberinto del fauno

Guillermo Del Toro
Cornelia Funke

Fragmento

El laberinto del fauno

I

EL BOSQUE Y EL HADA

Había una vez en el norte de España un bosque tan viejo que podía contar historias muy antiguas, ya olvidadas por los hombres. Los árboles estaban tan profundamente anclados en la tierra cubierta de musgo que sus raíces envolvían los huesos de los muertos a la vez que sus ramas se extendían hacia las estrellas.

Tantas cosas perdidas, murmuraban las hojas mientras tres coches negros avanzaban por el camino sin pavimentar que cortaba a través de helechos y pantanos.

Pero todo lo que se perdió puede encontrarse de nuevo, susurraban los árboles.

Era el año de 1944 y la niña sentada en uno de los vehículos, junto a su madre embarazada, no entendía lo que musitaban los árboles. Su nombre era Ofelia y, aunque sólo tenía trece años, sabía todo sobre el dolor de la pérdida: su padre había muerto hacía un año y Ofelia lo extrañaba con tantas fuerzas que a veces su corazón se sentía como una caja vacía donde sólo habitaba el eco de su dolor. A menudo se preguntaba si su madre sentía lo mismo, pero le era imposible encontrar la respuesta en su rostro pálido.

“Tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre, tan negra como el carbón”, solía decir el padre de Ofelia, con voz suave y llena de ternura, cuando observaba a su madre. “Te pareces tanto a ella, Ofelia”: porque la niña se veía extraviada, ausente.

Llevaban varias horas en el coche, alejándose cada vez más de todo lo que Ofelia conocía, adentrándose sin retorno en ese bosque interminable para conocer al hombre que su madre había elegido para ser su nuevo padre. Ofelia lo llamaba el Lobo y, aunque no le gustara pensar en él, incluso los árboles susurraban su nombre.

El único trozo de hogar que Ofelia pudo llevar consigo consistía en algunos de sus libros: apretaba con fuerza los dedos alrededor del que llevaba en el regazo, acariciando la portada. Cuando abrió el libro, las brillantes páginas contrastaban con las innumerables sombras que poblaban el bosque, y las palabras ahí inscritas le ofrecieron cobijo y consuelo. Las letras eran como huellas en la nieve: un amplio pasaje blanco que no conocía el dolor, un lugar libre de recuerdos demasiado oscuros para guardarlos y demasiado dulces para dejarlos ir.

—¿Por qué trajiste todos estos libros, Ofelia? ¡Vamos al campo! —el trayecto en coche había hecho palidecer el rostro de su madre aún más. El trayecto y el bebé que llevaba en el vientre. Tomó el libro de las manos de Ofelia y todas las reconfortantes palabras se silenciaron—. ¡Ya estás grande para los cuentos de hadas, Ofelia! ¡Tienes que aprender a mirar el mundo real! —la voz de su madre parecía una campana rota. Ofelia no recordaba que sonara así mientras su padre vivía—. ¡Oh, vamos tarde! —musitó, presionando su pañuelo contra los labios—. Se enojará por la tardanza. Él…

Su madre gimió y Ofelia se echó hacia delante para tocar el hombro del conductor.

—¡Pare! —gritó—. Detenga el coche, ¿no ve que mamá no se siente bien?

El conductor refunfuñó y detuvo el motor. Lobos: eso es lo que eran esos soldados que las acompañaban. Lobos comehumanos. Su madre decía que los cuentos de hadas no tenían nada que ver con el mundo, pero Ofelia sabía la verdad: en ellos había aprendido todo cuanto había que saber sobre la realidad.

Salió del coche mientras su madre vomitaba sobre los helechos, a un costado de la carretera. Crecían tan densos entre los árboles como un océano de frondas plumosas del que emergían troncos de corteza gris cual criaturas que se alzaran desde un mundo sumergido.

Los otros dos coches se detuvieron también y el bosque de pronto se llenó de uniformes grises. A los árboles no les gustaba: Ofelia podía sentirlo. Serrano, el oficial al mando, se acercó a examinar a su madre. Era un hombre alto y corpulento que hablaba muy fuerte y portaba su uniforme como si fuera un disfraz de teatro. La madre le pidió agua con su voz de campana rota, y Ofelia se adentró en el camino sin pavimentar.

Agua, susurraron los árboles. Tierra. Sol.

Las hojas de los helechos rozaban el vestido de Ofelia como dedos verdes, y ella bajó la mirada al tropezar con una piedra. Era gris como los uniformes de los soldados, situada en medio del camino como si alguien la hubiera extraviado justo ahí. Su madre, detrás de ella, estaba vomitando otra vez. ¿Por qué traer niños al mundo pone enfermas a las mujeres?

Ofelia se agachó y cerró los dedos en torno a la piedra. El tiempo la había cubierto de musgo, pero cuando Ofelia la limpió se dio cuenta de que era plana y suave y de que alguien había tallado un ojo en ella.

Un ojo humano.

Ofelia miró a su alrededor.

Todo lo que pudo ver fueron tres deterioradas columnas, casi invisibles entre los altos helechos. La piedra grisácea en la que fueron talladas estaba cubierta de extraños patrones concéntricos y la columna central mostraba un antiguo rostro de piedra erosionada que miraba hacia el bosque. Ofelia no pudo resistirse: echó a andar fuera del camino hacia aquel rostro misterioso, sin importarle que a los pocos pasos sus zapatos estuvieran mojados de rocío y los cardos se hubieran aferrado a su vestido.

Al rostro le faltaba un ojo: justo como un rompecabezas al que sólo le falta una pieza, en espera de ser completado.

Ofelia sujetó la piedra en forma de ojo y dio un paso al frente.

Debajo de la nariz, cincelada con líneas rectas sobre la superficie gris, una boca abierta mostraba sus dientes marchitos. Ofelia retrocedió dando tumbos cuando de pronto se agitó entre aquellos dientes un cuerpo alado tan delgado como una ramita, apuntando sus largos y temblorosos tentáculos hacia ella. Las patas del insecto emergieron de la boca, y la criatura, más grande que la mano de Ofelia, rápidamente se escabulló hasta lo alto de la columna. Una vez en la cima, levantó sus larguiruchas patas delanteras y comenzó a gesticular. La hizo sonreír. Hacía tanto tiempo que Ofelia no sonreía… Sus labios ya no estaban acostumbrados.

—¿Quién eres? —le preguntó en un susurro.

La criatura volvió a saludarla con sus patas delanteras y emitió un par de melódicos chasquidos. Quizá fuera un grillo. ¿Así eran los grillos? ¿O era una libélula? No estaba segura. Se había criado en una ciudad, entre muros de piedras que no tenían ojos ni rostro. Ni bocas abiertas.

—¡Ofelia!

La criatura abrió sus alas. Ofelia la siguió con los ojos a medida que se alejaba en el aire. Su madre estaba de pie a unos pasos de la carretera, acompañada del oficinal Serrano.

—¡Mira nada más tus zapatos! —la reprendió con aquella suave resignación que solía impregnar su voz en tiempos recientes.

Ofelia miró hacia abajo. Sus zapatos empapados estaban cubiertos de barro, pero aún podía sentir la sonrisa en su boca.

—¡Creo que vi un hada! —dijo. Sí: eso era aquella criatura. Estaba segura.

Pero su madre no le hacía caso. Su no

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