¿Y esa silla en la autopista?
Esos éramos nosotros.
Yo le había avisado que no estaba bien sujeta, pero Tabby soltó un chasquido y se subió al auto.
«Lo que uno encuentra, se lo puede guardar», había dicho.
La cajuela ya no se pudo cerrar. Ajusté un poco más el nudo de l soga, que estaba enredada alrededor de las patas de la silla, y me senté a su lado.
—¿Para qué la queremos?
—Nunca se sabe.
Regresó al camino con dificultad. El motor rugía mientras ella trataba de encender un cigarro y al mismo tiempo pisaba cada vez más el acelerador.
—¡Cambia de velocidad! —le grité.
—¡Mmmmm! —protestó. Con los ojos muy abiertos, ofendida, y el cigarrillo entre los labios, pasó con rapidez de la segunda a la tercera y a la cuarta velocidad.
—Eppo, chico, para alguien que no tiene licencia de conducir eres muy arrogante. —Sostenía ahora el cigarrillo entre sus dedos y exhalaba el humo.
Me callé, abrí la ventanilla para mostrar mi desacuerdo y me abroché el cinturón de seguridad.
Diez kilómetros más adelante la soga se rompió y la silla salió despedida de la cajuela dando tumbos.
—Mierda —dijo Tabby, riéndose; se aferró al volante para llegar a ver en el espejo sus ojos y el camino detrás de nosotros. Vi cómo una furgoneta apenas podía esquivar la silla. El siguiente auto tocó fuerte la bocina y un camión prendió sus cuatro luces intermitentes.
La tapa de la cajuela se abrió un poco más con un crujido y el viento entró ululando al auto. El pelo se me alborotó sobre la cabeza hasta taparme los ojos, y Tabby se echó a reír. Seguía riéndose.
—¡Ya detente! —le grité, pero no se detenía. Sólo bastante más adelante se desvió hacia un pequeño estacionamiento y frenó con brusquedad. Como siempre.
Me quedé sentado, hosco, mientras ella se bajaba para cerrar de un empujón la cajuela.
Lo intentó con un golpe fuerte. Lo intentó con un golpe aún más fuerte y una maldición.
Con un suave rechinar la tapa se levantó otra vez. Sabía que ella estaba poniendo los ojos en blanco. Al final lo logró, dejó caer la tapa y le dio un empujón con el trasero.
—Ya está —dijo cuando volvió a subir, limpiándose las manos en el pantalón.
De repente se escucharon por la radio informaciones del servicio de tránsito francés:
«Cerca de la salida 23 hay una silla en el carril derecho. Sea prudente y disminuya la velocidad, por favor».
—¡Ja! —dijo riéndose—. ¡Ja! ¡Ésos somos nosotros!
Partimos otra vez, a trompicones. Yo iba callado.
—¿Estás enojado o algo semejante? —me preguntó al rato.
Miré en el espejo lateral los destellos de paisajes que se sucedían: rollos de heno en un campo, una iglesita a lo lejos, un halcón en un poste de luz. Si miraba de otra forma, me veía a mí mismo, y no tenía ganas de verme.
—¡Vamos, Eppo!
A menudo decía: «Vamos». Quería decir algo así como: «Ándale». Aunque tampoco lo era exactamente. No como ella lo decía.
—¡Total, ni pasó nada!
—Pero podría haber pasado. Fue estúpido, te lo dije de inmediato. No piensas, Tabby.
—¡Pero si les avisaron a todos! ¡Que escuchen la radio!
Y con eso se acababa la historia para ella. Tomé el diario del tablero y me puse a resolver el sudoku.
—¿Otra vez vas a ponerte a hacer crucigramas? Vaya… qué buena compañía, ¿eh? —En la segunda frase imitó mi acento holandés. Exageradamente. Yo no hablaba así para nada. Al menos, eso me parecía. No recuerdo en qué momento decidí quedarme con ella. ¿Fue enseguida? Total, ella no iba a ningún lado…
O quizá surgió naturalmente y no tuvo nada que ver con tomar una decisión. Ella me había dado mi cuarto aventón ese día. El tercer día en que yo salía a descubrir el mundo.
El auto anterior me había llevado apenas unos diez kilómetros más adelante del lugar donde me había dejado un viejo muy pulcro.
Acababa de pararme ahí cuando ella se detuvo. Ni siquiera tenía a la vista mi cartelito que decía «parís».
—¿A dónde quieres ir? —me preguntó, inclinándose por completo sobre el asiento del pasajero para poder ver mi rostro.
—¿A dónde vas? —Me agaché metiéndome a través de la ventanilla, abierta a medias.
Tenía el cabello verdoso. Era muy corto y del color del pasto sobre el que ha permanecido una carpa demasiado tiempo.
—¡Súbete! —gritó por sobre el estrépito de un camión que retumbaba al pasar—. ¡Aquí es demasiado peligroso!
Arrojé mi mochila en el asiento trasero y me senté a su lado. Su viejo Volkswagen Golf se paró tres veces antes de que consiguiera arrancar.
Tan sólo cuando hubo alcanzado una velocidad razonable, me hizo una mueca burlona.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿A dónde tienes que ir?
—¿En qué dirección vas tú?
Se encogió de hombros y aspiró con fuerza por la nariz.
—No importa, en realidad. Todavía no lo pienso. A donde tú digas.
Yo no sabía cómo reaccionar. ¿Qué quería decir ella?
—¿También estás de vacaciones?
—¿De vacaciones?
—De viaje.
Me miró un instante.
—Algo así, sí.
Manipuló los botones de la calefacción, y de pronto me llegó un viento frío que me picó los ojos. Giraba las salidas de aire e intentaba colocar en su lugar una plaquita de plástico quebrada.
—Me gustaría llegar esta noche a la frontera con Francia —dije.
—Okey.
—¿Tienes que ir en esa dirección?
—Voy en esa dirección.
Sonó decidida. Con una expresión tensa en la boca, pisó más el acelerador y adelantó a un camión que nos tocó bocina mientras lo pasábamos.
Le miré las piernas desnudas bajo su minifalda de mezclilla. Se dio cuenta.
—Soy Tabita. Pero todos me llaman Tabby.
—Eppo —dije.
Me miró con curiosidad.
—Eppo, nada más. —Sonó como una disculpa.
—Okey, Eppo, nada más. Allá vamos entonces.
—Pensé que sólo los viejos se distraían con esos rompecabezas.
Sentía que me estaba mirando. Ella quería que lo sintiera.
Clavé los ojos en los números y los casilleros, taché un error y traté de concentrarme.
—Eres antisocial.
Mis ojos se posaron una vez más sobre el pasatiempo.
—¡Eppo!
Levanté la vista con un suspiro.
Esa sonrisa burlona que tenía…
—Cuéntame algo.
—¿Algo como qué? —Intenté resistirme.
—Cualquier cosa.
Bajó el parasol, entrecerró los ojos.
—No me gusta el silencio.
—¡No me digas! —le dije con cinismo.
—Vamos Eppo. Cuéntame. ¿Cuántas chicas has tenido ya?
Puse los ojos en blanco.
—¿Y? —Insistió—. Seguro que hay chicas que gustan de chicos bajos, aburridos y con pelo largo.
—¿Te parezco aburrido entonces?
—No me pareces un tipo apasionante a primera vista.
—Ah, gracias.
—¿Cuántas, Eppo?
—No tengo ganas de hablar de eso.
—¿Ves? Aburrido.
Buscó a tientas en el paquete de galletitas que estaba entre los asientos y se metió una galleta entera a la boca.
—Bueno, y ¿tú?
—¡Ah, no! —Una lluvia de migas salió de su boca. Mordisqueaba con rapidez y con la boca llena dijo—: Yo te lo pregunté primero.
—Hubo una chica, sí…
—¿Cómo se llamaba? —Mientras Tabby se sacudía las migas del pantalón y se limpiaba la boca con el dorso de la mano, el auto empezó a zigzaguear.
—Pero no funcionó.
—¿Cómo que no funcionó?
—Así de simple. No funcionó.
Nelleke era una chica de mi clase. Un día vino a casa. Nos sentamos callados, mirándonos los pies mientras Anke nos traía a la mesita una bandeja con galletas y dos vasos de leche de soya.
—Bueno, qué agradable que hayas venido de visita, Nelleke. Eppo es un poco solitario para nuestro gusto.
Me sentí incómodo cuando ella se animó, luego de un rato, a acariciar el dorso de mi mano. Tosí y empecé a hablar sobre los petirrojos del jardín.
Yo sabía que Anke estaba todavía en la cocina y que nos podía ver en el espejo que colgaba junto a la puerta de la sala.
Ella había invitado a Nelleke, no yo.
—¿Vamos a escuchar música a tu cuarto? —me preguntó Nel, sacudiendo su pelo rubio por sobre los hombros.
No estuvo mal ese beso. ¿Pero de ahí a sentirme excitado? La verdad que no.
—Nelleke.
Tabby me interrogó con la mirada.
—Así se llamaba esta chica.
—¿Tu chica?
—Si la quieres llamar así…
—¿Y quién más?
Me dio frío.
—Nadie más. Ahora tú.
—A ver, donde comienzo… El primer beso me lo dio Kristof, yo tenía once años.
—¿Once?
—Después vino Niels, más tarde Andy, eso sólo duró dos semanas, y Thomas. Ah, no, me olvido de Jurgen, todavía… Hmm, déjame pensar…
—Déjalo, Tabby, ya lo entendí.
Se rio.
—¿Estás fanfarroneando?
—¡No, para nada! Hasta el día en que el pelo me quedó de este color, tenía que espantar a los chicos. —Abrió el espejito del parasol y se pasó la mano por la cabeza—. Una amiga mía me lo iba a decolorar y éste es el resultado. En algún momento la voy a matar. Se suponía que iba a quedar rubio. No pude hacer más que cortarlo todo, no tenía dinero para ir al salón de belleza.
Cerró el espejito y se rascó la nariz.
—Pero ¿y Rob? —le pregunté.
Vi que se quedó inmóvil detrás del volante. Sus nudillos se pusieron blancos.
—¿Rob? No conozco ningún Rob.
Sus palabras tenían una ligereza que no se correspondía con su cuerpo.
—¿Por qué tienes entonces un tatuaje con su nombre en la parte de arriba de tu brazo?
—¡Asqueroso! ¿Me espías cuando salgo de la ducha?
—Nada que ver. La manga se te corrió mientras dormías.
—Uf, Eppo. Esta noche duermes en el auto.
Logré resolver tres sudokus antes de que dijera otra cosa.
—Tengo hambre.
Entró en un estacionamiento. Había una estación de servicio y un negocio.
—¿Llenas el tanque? Tengo que comer algo. —No me preguntó si quería alguna cosa.
Al lado mío había un auto muy cargado en el surtidor. Un hombre miraba como si su dinero estuviera desapareciendo a través de la manguera, dentro del tanque. Demasiados niños se asomaban por las ventanillas abiertas. La mujer que llevaba un bebé pegajoso en brazos, también traía helados. El padre no quería helados. Para nadie.
Las cifras en el surtidor saltaban con rapidez. El olor fuerte de la gasolina me picó la nariz.
Vi el tatuaje la primera noche.
Apenas me había llevado más allá de la frontera francesa; tomó la primera salida y se detuvo debajo del puente de la autopista. Estaba oscureciendo y el viento hizo rodar una lata de cerveza vacía por el camino. El sonido metálico se amplificó bajo la arcada.
—Listo.
Su técnica de frenado resultaba funesta para mis rodillas.
—Gracias, Tabby. Me ayudaste a avanzar un buen trecho.
—De nada. ¿Hoy todavía vas a seguir pidiendo aventón?
—No, voy a buscar un camping. ¿Y tú? ¿Cuánto más te falta?
—Yo voy a dormir en el auto.
—¿Aquí?
Miré otra vez por la ventanilla. El lugar se veía muy desolado. El pavimento estaba roto, en la alcantarilla había un zapato y un poco más adelante una cubierta de camión reventada, con los hilos de metal como dedos torcidos alrededor de la goma rota.
—Aquí. O no. Ya veré.
Saqué la guía de campings de mi mochila.
—Si me llevas hasta un camping, puedes dormir ahí. En el auto o en mi carpa. Entran dos personas.
Me miró desconfiada.
—No, le agradezco, creo que voy a seguir un poco más.
No sonaba muy convincente. Esa manera belga de no tutearme generó distancia de inmediato.
—Okey, entonces me bajo aquí. Te agradezco una vez más y que tengas un buen viaje de aquí en adelante.
Me sonrió valiente y parpadeó una vez cuando cerré de un golpe la chirriante puerta. Ella no había soltado el volante ni por un momento.
Caminé en dirección al pueblo, esperando escuchar cuando arrancara el motor. Bajo el puente iba a estar todavía más oscuro que la noche. No era un pensamiento agradable.
Sólo después de avanzar medio kilómetro me atreví a darme vuelta. El Golf rojo todavía seguía ahí. Pensé en volver y convencerla de venir conmigo, pero enseguida me saqué la idea de la cabeza.
Doblé en la esquina, convencido de que no la iba a ver nunca más.
Bajo las torres de la iglesia del pueblo, que estaba desierto, había un puesto de venta de papas fritas. El dueño acababa de abrir el lateral, empujándolo con un palo hacia arriba. Caminaba como si a cada momento esperara recibir el golpe de la tapa en el cuello, sin embargo, resultó ser mucho más alto de lo que me había parecido al comienzo.
—Buenos días —le dije.
—Buenos días, ¿cómo estás?
Asentí con la cabeza y no supe cómo preguntarle si ya podía pedir algo para comer, así que fui a sentarme a la desvencijada mesa de pícnic, cuya madera estaba húmeda y podrida. El hombre lo comprendió.
Puse mi mochila en el suelo entre las hierbas crecidas. Una sombrilla torcida, que estaba en un soporte de plástico abollado, se inclinó peligrosamente por una ráfaga de viento que venía de dar la vuelta alrededor de las torres de la iglesia.
El carrito se tambaleó cuando el hombre volvió a subir. Prendió la radio buscando música, a la par que movía la antena.
Me habló y comprendí que debía tener paciencia hasta que se calentara el aceite. Asentí una vez más.
El pedregullo crujió bajo las ruedas cuando ella llegó a la plaza de la iglesia.
Se sentó frente a mí. De forma poco elegante pasó sus piernas por encima del banco, algo torpe por su minifalda. Apoyó ambos codos sobre la madera astillada.
—¿Cuánto falta? —me preguntó.
No dijo: «¿Puedo ir contigo?» o «Qué bueno encontrarte por aquí».
—¿Falta? —Fue lo único que pude pescar del torrente de palabras que cruzaba por mi cabeza.
—Para el camping.
Una tabla suelta de la mesa se levantó un poco cuando el encargado apoyó del otro lado su barriga, como si fuera un pavo de Navidad.
Levantamos la vista.
Vi que esperaba que tuviéramos mucha hambre. No había nadie más que pudiera tenerla. Todos los postigos cerrados de las casas alrededor de la plaza gritaban: «¡Ya hemos comido!».