Uno
Those were the days, my friend
We thought they’d never end
—“Those Were the Days”, Mary Hopkin
No era uno de los mejores días en la vida de Sandy Blair. Su agente pagó la cuenta de la comida, sí, pero eso sólo compensaba un poco de la molestia que le provocó a Sandy por su insistencia con la fecha de entrega de la novela. El metro estaba lleno de idiotas y parecía que le tomaría una eternidad volver a Brooklyn. La caminata de tres cuadras hasta la casa de ladrillo a la que llamaba hogar le pareció más larga y fría que de costumbre. Para cuando llegó, sentía la necesidad imperiosa de una cerveza. Sacó una del refrigerador, la abrió y subió, arrastrando los pies, a su estudio en el tercer piso para enfrentarse a la pila de hojas en blanco que debería de estar convirtiendo en un libro. Una vez más, los duendes no lograron terminar ningún capítulo en su ausencia; la página treinta y siete seguía adentro de la máquina de escribir. Ya no quedan duendes de los buenos, pensó Sandy, taciturno. Miró las palabras con disgusto, le dio un sorbo a la botella que tenía en la mano, y buscó alguna distracción a su alrededor.
Fue entonces cuando vio el foco rojo en su contestadora y descubrió que Jared Patterson había llamado.
En realidad, quien llamó fue la secretaria de Jared, lo que a Sandy le pareció gracioso. Aun después de siete años y todo lo que había ocurrido, Patterson todavía sentía un poco de nervios al tratar con él. “Jared Patterson quisiera que el señor Blair lo contactara a la brevedad, se trata de un encargo”, decía la placentera y profesional voz. Sandy la escuchó dos veces antes de borrar el mensaje.
—Jared Patterson —se dijo, perplejo. El nombre le traía una montaña de recuerdos.
Sandy sabía que lo mejor sería ignorar el mensaje. El hijo de puta no se merecía más. Pero no tenía caso; ya sentía demasiada curiosidad. Tomó el teléfono y marcó, un tanto sorprendido de que aún recordara el número, siete años después. Una secretaria contestó del otro lado de la línea.
—Puercoespín —dijo—. Oficina del señor Patterson.
—Habla Sander Blair —anunció Sandy—. Jared me llamó. Dígale al cobarde que estoy devolviéndole la llamada.
—Sí, señor Blair. El señor Patterson nos dio la instrucción de comunicarlo de inmediato. Espere, por favor.
Un segundo después, la familiar y falsamente cordial voz de Patterson le retumbó en el oído.
—¡Sandy! Qué bueno es oírte, de verdad. Cuánto tiempo, viejo amigo. ¿Cómo van las cosas?
—Vamos al grano, Jared —exigió Sandy, brusco—. Estás tan feliz de oírme como yo de oírte a ti. ¿Qué rayos quieres? Y que sea rápido; soy un hombre ocupado.
Patterson se rio por lo bajo.
—¿Así le hablas a un viejo amigo? Seguimos sin tener habilidades sociales, ya veo. Muy bien, como gustes. Quiero que escribas un artículo para el Puercoespín. ¿Qué tal eso para llegar al grano?
—Vete al diablo —dijo Sandy—. ¿Por qué escribiría algo para ti? Me despediste, imbécil.
—Amargado, amargado —le reprochó Jared—. Fue hace siete años, Sandy. Apenas si lo recuerdo.
—Qué curioso. Yo lo recuerdo muy bien. Dijiste que había perdido el toque. Que ya no entendía lo que ocurría, dijiste. Era demasiado viejo para editar algo para un público joven, dijiste. Estaba llevando al Puerco a un barranco, dijiste. Pura mierda. Yo le di vida a ese periódico y lo sabes muy bien.
—Nunca lo he negado —dijo Jared Patterson en un tono casual—. Pero los tiempos cambiaron y tú no. Si te hubiera mantenido aquí, habríamos terminado como el Freep y La púa y todos los demás. Todo aquello de la contracultura tenía que terminarse. En serio, ¿quién necesitaba eso? Tanta política, reseñistas que odiaban las tendencias en la música, las historias sobre las drogas… ya no estaban a la altura, ¿sabes? —Suspiró—. Mira, no te llamé para discutir la prehistoria. Tenía la esperanza de que hubieras ganado algo de perspectiva. Carajo, Sandy, despedirte me dolió más a mí que a ti.
—Sí, claro —dijo Sandy—. Te vendiste a una cadena y conseguiste un cómodo trabajo de director mientras despedías a tres cuartas partes del personal. Debes estar sufriendo tanto. —Resopló—. Jared, sigues siendo un imbécil. Construimos ese periódico juntos, un esfuerzo comunal. No te correspondía venderlo.
—Las comunas eran una maravilla cuando éramos jóvenes, pero parece que se te olvida que fue mi dinero el que nos mantuvo a flote.
—Tu dinero y nuestro talento.
—Caray, no has cambiado ni un poco, ¿verdad? —comentó Jared—. Pues, puedes pensar lo que quieras, pero tenemos tres veces más circulación que cuando tú eras el editor. Nuestros ingresos están por los cielos. El Puercoespín ahora tiene clase. Nos nominan a verdaderos premios de periodismo. ¿Nos has leído?
—Claro —dijo Sandy—. Fantástico trabajo. Reseñas de restaurantes. Perfiles de estrellas de cine. Suzanne Somers en la portada, carajo. Guías de compras de videojuegos. Un servicio de citas para solteros solitarios. ¿Cómo es que se hacen llamar ahora? ¿El periódico para los estilos de vida alternativos?
—Dejamos la parte de “alternativos”. Ahora sólo es Estilo de vida. Entre las dos P del logotipo.
—Mierda —dijo Sandy—. ¡Tu editor de música tiene el cabello verde!
—Tiene un conocimiento enciclopédico de la música pop —respondió Jared, a la defensiva—. Y deja de gritarme. Siempre me gritas. ¿Sabes? Comienzo a arrepentirme de haberte llamado. ¿Quieres hablar sobre el artículo o no?
—La verdad, me importa un comino. ¿Por qué piensas que necesitaría escribir algo para ti?
—Nadie dijo que lo necesitaras. No estoy desconectado; sé que te ha ido bien. ¿Cuántas novelas has publicado ya? ¿Cuatro?
—Tres —lo corrigió Sandy.
—El Puercoespín ha publicado reseñas de todas. Deberías de estar agradecido. Despedirte fue lo mejor que pude haber hecho por ti. Siempre fuiste mejor escritor que editor.
—Gracias, señor, se lo agradezco. ¿Cómo podré pagárselo? Se lo debo todo.
—Al menos podrías ser cortés —dijo Jared—. Mira, no nos necesitas y nosotros no te necesitamos, pero pensé que sería divertido volver a trabajar juntos, por los viejos tiempos. Acéptalo, te encantaría volver a ver tu nombre impreso en el Puerco, ¿no es así? Y pagamos mucho mejor que antes.
—No me hace falta el dinero.
—¿Quién dijo que te hacía falta? Sé todo sobre ti. Tres novelas, una casa y un auto deportivo. ¿Qué era, un Porsche o algo así?
—Mazda RX-7 —aclaró Sandy, secamente.
—Sí, y vives con una agente de bienes raíces. Así que ahórrate los sermones sobre ser un vendido, Sandy, viejo amigo.
—¿Qué quieres, Jared? —preguntó Sandy, herido—. Me estoy hartando de esto.
—Tenemos una historia que sería perfecta para ti. Queremos que haga ruido. Y pensamos que te interesaría. Es un asesinato.
—¿Qué pretendes? ¿Convertir el Puerco en True Detective? Olvídalo, Jared. No soy reportero de crímenes.
—El tipo al que mataron era Jamie Lynch.
El nombre frenó a Sandy en seco, la respuesta sarcástica se le murió en los labios.
—¿El promotor?
—Ni más ni menos.
Sandy se recargó en la silla, le dio un trago a la cerveza y reflexionó. Lynch tenía años sin aparecer en las noticias, sus días habían pasado incluso antes de que a Sandy lo despidieran del Puerco, pero en su momento fue un nombre importante en la subcultura del rock. Podría ser una historia interesante. Lynch siempre había estado envuelto en controversias. Cumplía con dos funciones: la de promotor y la de mánager. Como promotor, organizó algunas de las giras y conciertos más importantes de su época. Se garantizaba el éxito al contratar a las bandas a las que él mismo manejaba y negarles esas mismas bandas a conciertos y festivales rivales. Con talento popular como American Taco, Fevre River Packet Company y los Nazgûl en su cartera, tenía un poder considerable. O lo tuvo hasta 1971, cuando la tragedia de West Mesa, la separación de los Nazgûl y un par de arrestos por drogas dieron paso a su caída.
—¿Qué le pasó? —preguntó.
—Es bastante retorcido —dijo Jared—. Alguien allanó su casa en Maine, lo arrastró a su oficina y lo mató ahí. Lo ataron a su escritorio y, pues, lo sacrificaron. Le arrancaron el corazón. Al parecer sí tenía. ¿Recuerdas los chistes que hacíamos? No, no importa. En fin, la escena es un tanto grotesca, como de la familia Manson, ¿sabes? Pues eso me hizo recordar la serie que escribiste cuando mataron a Sharon Tate, ¿sabes? La investigación de… ¿cómo le llamaste?
—El lado oscuro de la contracultura —respondió Sandy con tono seco—. Ganamos premios por esa serie, Jared.
—Sí, es cierto. Recuerdo que fue buena. Así que pensé en ti. Es perfecto para ti. Muy de los sesenta, ¿sabes? Estamos pensando que puede ser un artículo largo, jugoso, como esas historias de largo aliento que te gustaban. Usamos el asesinato como gancho, sí, y tú investigas un poco, ves si puedes encontrar algo que a la policía pudo habérsele pasado, ya sabes, pero sobre todo usarlo como base para hacer una retrospectiva de Jamie Lynch y sus negocios, todos sus conciertos y bandas y demás. Podrías buscar a algunos de los miembros de los grupos, los tipos de Fevre River y los Nazgûl y los demás, entrevistarlos y hacer una especie de “¿Dónde están ahora?” Sería una pieza de nostalgia, supongo.
—Tus lectores creen que los Beatles son la banda en la que Paul McCartney estaba antes de Wings —dijo Sandy—. No tienen idea de quién era Jamie Lynch, carajo.
—Ahí es donde te equivocas. Aún tenemos a muchos de nuestros antiguos lectores. El tipo de texto que me imagino para este asunto de Lynch sería muy popular. Ahora, ¿puedes hacerlo o no?
—Por supuesto que puedo hacerlo. La pregunta es por qué debería de hacerlo.
—Todos los gastos cubiertos, con nuestra mejor tarifa. Nada despreciable. No vas a tener que vender el periódico en las esquinas después. Ya superamos esa etapa.
—Fantástico —dijo Sandy. Quería decirle a Jared que se metiera la oferta por donde le cupiera, pero, aunque odiaba admitirlo, el trabajo tenía un cierto atractivo perverso. Sí sería divertido trabajar con el Puerco otra vez. El periódico era su bebé, a final de cuentas. Se había convertido en un chico desobediente y bastante superficial, pero era suyo de todos modos, y aún conservaba restos de sus lealtades. Además, si escribía el artículo sobre Lynch, ayudaría a restaurar un poco de la antigua calidad del Puerco, si acaso por un instante. Si se negaba, alguien más escribiría el texto y sería más basura—. Te propongo algo —continuó—. Tú me das la primera plana y me garantizas por escrito que la publicarás tal y como la entregue, sin cambios, sin cortes, nada, y tal vez lo considere.
—Sandy, si eso quieres, eso tienes. Yo no le metería la mano a tu trabajo. ¿Lo puedes tener listo para el martes?
Sandy estalló en carcajadas.
—Por supuesto que no. Largo aliento y jugoso, dijiste. Quiero tanto tiempo como necesite. Tal vez lo tenga en un mes, tal vez no.
—La noticia va a dejar de estar fresca —se quejó Jared.
—¿Y qué? Una nota corta en la sección de noticias sería suficiente por ahora. Si voy a hacer esto, lo voy a hacer bien. Ésas son mis condiciones. Tómalo o déjalo.
—A cualquier persona que no fueras tú la habría mandado al diablo —respondió Patterson—. Pero, vaya, ¿por qué no? Tú y yo tenemos historia. Trato hecho, Sandy.
—Mi agente te llamará para dejar todo por escrito.
—¡Oye! —dijo Jared—. Después de todo lo que hemos vivido, ¿quieres las cosas por escrito? ¿Cuántas veces te saqué de la cárcel? ¿Cuántas veces compartimos un porro?
—Muchas —respondió Sandy—. Pero, si mal no recuerdo, siempre eran mis porros. Jared, hace siete años me diste tres horas de aviso y un boleto de autobús en vez de una liquidación. Así que esta vez quiero un contrato firmado. Mi agente te llamará.
Colgó antes de que Patterson tuviera la oportunidad de argumentar algo más, encendió la contestadora para detener cualquier intento de llamada adicional y se recargó en el respaldo de la silla con las manos detrás de la cabeza y una ligera sonrisa en el rostro. Se preguntó en qué diablos estaba metiéndose.
A Sharon no le agradaría la noticia, pensó. A su agente tampoco. Pero a él sí, por alguna razón. Sin duda, escapar a Maine para hurgar en un asesinato era una tontería; el lado racional de Sandy Blair lo entendía, sabía que sus fechas de entrega y sus pagos de la hipoteca deberían venir primero, que no podía darse el lujo de perder el tiempo que perdería en algo así por la relativa miseria que el Puercoespín le pagaría. Pero desde hace tiempo se sentía insatisfecho e inquieto y tenía que alejarse de la maldita página treinta y siete, aunque fuera un rato, y había pasado demasiado tiempo desde la última vez que hizo una tontería, algo espontáneo o nuevo o tan siquiera un tanto aventurero. En los viejos tiempos tenía el nivel de descaro suficiente como para sacar a Jared de sus casillas. Extrañaba los viejos tiempos. Recordó la vez que Maggie y él condujeron hasta Filadelfia a las dos de la mañana sólo porque quería un cheese steak. Y la vez que Lark, Bambi y él fueron a Cuba a cosechar caña de azúcar. Y su intento por unirse a la Legión Extranjera Francesa, la búsqueda de Froggy de la pizza perfecta, la semana que pasaron explorando las cloacas. Las marchas, los mítines, los conciertos, las estrellas de rock, los héroes del bajo mundo y pronosticadores a quienes conoció. Todas las historias descabelladas que engrosaron sus álbumes de recuerdos y expandieron sus horizontes. Lo extrañaba todo. Tuvo días buenos y malos, pero todos eran más emocionantes que estar sentado en su escritorio, releyendo la página treinta y siete una y otra vez.
Sandy comenzó a escarbar en las profundidades de sus archiveros. En el fondo era donde guardaba los souvenirs, cosas para las que no tenía uso pero que jamás podría tirar: los volantes y panfletos que escribió, las fotografías que nunca pegó en un álbum, su colección de botones de campañas. Debajo de todo eso, encontró la caja con sus viejas tarjetas de presentación. Les quitó la liga y sacó unas cuantas.
Tenía dos tarjetas distintas. Una estaba impresa en una fina tinta negra sobre cartoncillo blanco y lo identificaba como corresponsal acreditado para la Red Nacional de Noticias Metropolitanas, S. A. Y era real; ése era el nombre verdadero del corporativo que publicaba el Puercoespín, o lo fue hasta que Jared lo vendió a una cadena. Sandy fue quien inventó el nombre, bajo la sospecha (acertada, como demostraría el paso del tiempo) de que habría ocasiones en las que a un reportero de la Red Nacional de Noticias Metropolitanas le sería más fácil conseguir acreditaciones de prensa que a uno de algo llamado Puercoespín.
La segunda tarjeta era mucho más grande, con tinta plateada sobre un papel morado pastel en el que aparecía el animal que daba nombre a la publicación, hurgándose los dientes y con un pañal hecho de la bandera de los Estados Unidos. En la esquina superior izquierda podía leerse “Sandy”, y debajo de la caricatura, en una letra un poco más grande, “Ezzzcribo para el Puerco”. Ésa también tenía usos particulares. Abría puertas y aflojaba lenguas en situaciones en las que la tarjeta formal era más que inútil.
Sandy guardó una docena de cada una en su cartera. Luego tomó su cerveza y bajó las escaleras.
Cuando llegó a casa, a las seis, Sharon lo encontró sentado de piernas cruzadas sobre la alfombra de la sala, rodeado de mapas, recortes de artículos de los días de gloria del Puerco y botellas de Michelob vacías. Se quedó parada en la puerta, con su traje beige, con el portafolio en mano y el cabello rubio cenizo mecido por el viento, mirándolo con asombro detrás de sus lentes oscuros.
—¿Qué es todo esto? —le preguntó.
—Una larga historia —respondió Sandy—. Ve por una cerveza.
Sharon lo miró con recelo, se disculpó, subió las escaleras, se cambió el traje por unos jeans de diseñador y una holgada blusa de algodón, y volvió con una copa de vino tinto en la mano. Se sentó en uno de los enormes sillones.
—Te escucho.
—La comida fue un desastre —dijo Sandy—, y los malditos duendes no escribieron ni una sola palabra, pero un puercoespín del pasado asomó la corpulenta cabeza y vaticinó mi retorno.
Sandy le contó la historia completa. Ella lo escuchó con la misma amable sonrisa profesional que ponía para vender casas y condominios, o lo hizo al principio. Hacia el final, tenía el ceño fruncido.
—No estás bromeando, ¿verdad? —dijo.
—No —respondió Sandy. Se lo temía.
—No puedo creerlo —exclamó Sharon—. Tienes una fecha de entrega, ¿no es así? Lo que sea que Patterson vaya a pagarte no cubrirá lo de la novela. Esto es una estupidez, Sandy. Entregaste tarde tus últimos dos libros. ¿Puedes darte el lujo de atrasarte otra vez? ¿Y desde cuándo eres reportero de nota roja? ¿Qué caso tiene meterte en cosas que no entiendes? ¿Sabes algo de asesinatos?
—He leído la mitad de los libros de Travis McGee —dijo Sandy.
Sharon hizo un ruido de disgusto.
—¡Sandy! Esto es serio.
—Está bien. Sí, no soy reportero de crímenes. ¿Y qué? Sé mucho sobre Jamie Lynch y sé bastante también sobre cultos. Esto tiene todos los indicios de ser algo parecido a los asesinatos de la familia Manson. Quizá podría sacar un libro de aquí, un libro distinto, algo como A sangre fría. Piensa en esto como una experiencia de crecimiento; te encantan las experiencias de crecimiento.
—Lo que dices no es crecimiento —espetó Sharon—, es regresión. El Puercoespín te está dando licencia para ser irresponsable. Y te encanta. Quieres ir hasta allá y jugar a ser Sam Spade y hablar con estrellas de rock olvidadas y viejos yippies y volver a vivir en los sesenta por un mes a costillas de Patterson. Y seguro querrás demostrar que Nixon es el culpable.
—Mi primer sospechoso era Lyndon Johnson —aclaró Sandy.
—Tiene una coartada; está muerto.
—Ay, caramba —dijo Sandy, con su sonrisa más convincente.
—Deja de ser tan encantador, demonios —Sharon explotó—. No te va a llevar a ningún lado. Tienes que crecer, Sandy. Esto no es un juego; es tu vida.
—¿Dónde está Ralph Edwards, entonces? —preguntó. Cerró el libro con los recortes y lo hizo a un lado—. En verdad estás molesta con todo esto, ¿cierto?
—Sí —contestó Sharon con aspereza—. No es un chiste, aunque tú creas lo contrario.
Por fin lo había agotado; su molestia era contagiosa. Pero decidió intentarlo una última vez.
—No me iré mucho tiempo —dijo—. Y Maine puede ser muy lindo en esta época, el otoño recién comienza. Ven conmigo. Convirtamos esto en unas vacaciones. Tenemos que pasar más tiempo juntos. Y, si vinieras conmigo, podrías ver las cosas como las veo yo.
—Sí, claro —dijo Sharon, la voz ácida por el sarcasmo—. Voy a llamar a Don en la agencia para decirle que me voy, Dios sabe cuánto tiempo, y que me cubra. Ni en sueños. Tengo una carrera que cuidar, Sandy. Tal vez a ti no te importe, pero a mí sí.
—Sí me importa —respondió él, dolido.
—Además —le dijo Sharon con una repentina dulzura—, sería un poco incómodo que estuviera contigo si decides divertirte un poco, ¿no?
—Maldición. ¿Quién dijo algo sobre…?
—No necesitas decirlo. Te conozco. Adelante. No me molesta. No estamos casados y tenemos una relación abierta. Sólo no traigas a nadie a la casa.
Sandy se puso de pie, furioso.
—¿Sabes, Sharon? Te amo, pero juro que a veces me vuelves loco. Es una historia. Un trabajo. Soy escritor y voy a escribir sobre el asesinato de Jamie Lynch. Eso es todo. No te me peines.
—Qué expresiones tan pintorescas y nostálgicas usas —dijo Sharon—. No me “he peinado” desde la universidad, cariño. —Se levantó del sillón—. Y ya disfruté tanto de esta conversación como podía. Voy a mi estudio a trabajar.
—Me voy mañana a primera hora —dijo Sandy—. Estaba pensando que podíamos salir a cenar.
—Tengo que trabajar —reiteró Sharon mientras caminaba hacia la escalera.
—Pero no sé cuánto tiempo me va a tomar esto. Podría irme…
Ella se dio vuelta y lo miró.
—Más te vale que no sea demasiado. O puedo olvidarte y cambiar las cerraduras.
Sandy la vio subir los escalones, la frustración acumulándosele en el cuerpo con cada chasquido de los tacones sobre la madera. Cuando la oyó entrar al estudio, fue a la cocina, tomó otra cerveza e intentó volver a los preparativos de su viaje, pero le tomó sólo un momento darse cuenta de que estaba demasiado molesto como para concentrarse. Lo que necesitaba era música, pensó. Le dio un sorbo a su cerveza y sonrió. Lo que necesitaba era rock.
Su colección de discos abarcaba dos repisas enteras a cada lado de las bocinas, unas enormes JVC 100 que le habían dado a Sandy años de fiable servicio. Las repisas de Sharon estaban llenas de blues, canciones de Broadway e incluso disco, para el pesar de Sandy. “Me gusta bailar”, decía Sharon siempre que él se lo reprochaba. Los discos de Sandy eran todos folk y rock clásico. No soportaba lo que le había ocurrido a la música en los últimos años, y los únicos álbumes que compraba en esas fechas eran reediciones que necesitaba para reponer sus favoritos, desgastados tras tantas reproducciones.
No perdió tiempo intentando decidir qué escuchar. Sólo había una opción.
Había cinco álbumes, archivados entre The Mothers of Invention y The New Riders of the Purple Sage. Los sacó todos y los revisó. Las portadas eran tan familiares como las facciones de un viejo amigo, y los títulos también. El primero, Vientos ardientes de Mordor, tenía una portada de aspecto tolkieniano: hobbits encogiéndose en el sotobosque color pastel mientras volcanes escupían llamas rojas a la distancia y los jinetes oscuros galopaban por los cielos en sus corceles escamosos alados. Nazgûl presentaba un paisaje surrealista con un sol rojo y una bruma escarlata, montañas retorcidas y figuras, mitad vivas y mitad máquinas, todas vívidas, febriles, ardientes. El enorme álbum doble era color negro brillante de ambos lados y no tenía letras por dentro, sólo cuatro pares de ojos encendidos que se asomaban desde la esquina inferior izquierda. No tenía título. Le apodaban el Álbum Negro, una parodia intencional del Álbum Blanco de los Beatles. Napalm, el siguiente, mostraba a un grupo de niños en la jungla, agazapados, quemándose, gritando, mientras unos aviones de formas peculiares pasaban por encima de ellos y los bañaban con fuego. No era sino hasta que uno miraba con más detenimiento que podía verse que la escena era una reinterpretación de la portada de Vientos ardientes de Mordor e incluso las canciones ahí contenidas eran respuestas a las composiciones anteriores y más inocentes… aunque nunca fueron del todo inocentes.
Sandy examinó cada álbum, uno por uno, y los devolvió a la repisa, hasta que se quedó con sólo uno en la mano, el quinto y último, grabado unas cuantas semanas antes de West Mesa.
La cubierta era oscura y amenazante, hecha en parcos tonos de negro, gris y violeta. Era una fotografía de un concierto, retocada para eliminar al público, auditorio, la utilería, todo. Sólo quedaba la banda, los cuatro parados sobre un eterno llano vacío, con la oscuridad cerniéndose sobre ellos y debajo de ellos y acercándose, las sombras viscosas y rastreras, todas con figuras sugerentes y pesadillescas. Detrás de ellas, un enorme y fulgurante sol púrpura les daba relieve a las siluetas y proyectaba largas sombras, negras como el pecado y afiladas como la hoja de un cuchillo.
Estaban como siempre se acomodaban al tocar. Atrás, sentado entre una serie de tambores pintados con remolinos rojos y negros, John “el Topo” con su mirada furiosa. Era un hombre imponente, de cara plana y las facciones casi perdidas debajo de su espesa barba negra. En sus manos enormes, las baquetas parecían palillos, y sin embargo parecía agazaparse, dado su tamaño, para tocar esos tambores como una feroz bestia sorprendida en su guarida. Frente al oscuro nido de John el Topo estaban Maggio y Faxon, a cada costado de la batería. Maggio tenía su guitarra pegada al pecho desnudo y escuálido. Tenía una expresión de sorna y su cabello, largo y oscuro, y el bigote caído se le movían con un viento invisible; los pezones se le veían vívidos y enrojecidos. Faxon tenía puesta una chamarra blanca con flequillos y una delgada sonrisa en el rostro mientras tocaba su bajo eléctrico. Estaba rasurado, con largas trenzas rubias y ojos verdes, y su genio no era aparente al verlo.
Y frente a todos estaba Hobbins, con las piernas abiertas, la cabeza echada hacia atrás de forma que el cabello, blanco y hasta la cintura, le cayera por la espalda, los ojos encendidos y color escarlata, con una mano en el micrófono y arañando el aire con la otra. Tenía un traje de mezclilla negro con botones hechos de hueso y en la entrepierna un parche de la bandera estadunidense con el Ojo de Mordor en vez de las estrellas. Parecía una criatura sobrenatural, pequeño y escueto, pero con una vitalidad que le gritaba a la oscuridad para mantenerla a raya.
Sobre el enorme sol morado había una sola palabra, escrita con letras negras puntiagudas que parecía un relámpago golpeando a una serpiente. Nazgûl, decía. Y debajo, apenas perceptible, gris por encima del negro, susurraba: Música para despertar a los muertos.
Sandy sacó el álbum de la cubierta y lo colocó con cuidado en el tornamesa, lo puso en acción y subió el amplificador al máximo. Quería escucharlo como lo escuchó por primera vez, en 1971, a todo volumen, como los Nazgûl querían que se escuchara. Si eso le molestaba a Sharon allá arriba, acomodando sus papeles, era su problema.
Por un momento no hubo más que silencio, luego un débil sonido comenzó a cobrar fuerza, algo que sonaba como una tetera o algo parecido, quizás un misil que se acercaba. Creció hasta convertirse en un penetrante aullido que se clavaba hasta el cerebro; luego llegó el pesado sonido de la batería, con John el Topo marcando el ritmo. Luego las guitarras. Por último, Hobbins y su voz, con todo su poder, para dar inicio a “Sangre en las sábanas”. La letra le provocó un escalofrío pequeño y extraño a Sandy. Nena, me arrancaste el corazón, cantaban los Nazgûl. ¡Nena, me hiciste sangraaaar!
Cerró los ojos y escuchó y fue como si una década entera hubiera desaparecido, como si West Mesa nunca hubiera sucedido, como si Nixon estuviera en la Casa Blanca y Vietnam siguiera en llamas y el Movimiento aún viviera. Pero, de alguna manera, incluso en ese pasado hecho trizas, algo permanecía igual, y en la oscuridad, iluminada sólo por las canciones de los Nazgûl, estaba más claro que nunca.
Jamie Lynch estaba muerto. En efecto, le arrancaron el corazón.
Dos
I see a bad moon a-rising
I see trouble on the way
—“Bad Moon Rising”, Creedence
Clearwater Revival
El alguacil Edwin Theodore era conocido por todos en su jurisdicción como Notch, por razones que no le quedaron del todo claras a Sandy Blair. Notch era un hombre pequeño y adusto con una fantástica postura, un rostro estrecho y pellizcado, lentes sin marco y cabello cano color acero que se relamía hacia atrás. Parecía salido de una pintura en la que habría estado sosteniendo una horqueta frente a una casa. Sandy vio a Notch y decidió en ese mismo instante que lo llamaría alguacil Theodore.
El alguacil le pasó las manos por encima a la pulcra tarjeta blanca oficial de Sandy mientras miraba al hombre mismo con recelo. Por un breve instante, debajo del pálido desvaído escrutinio de Theodore, Sandy se sintió de vuelta en 1969, con el cabello hasta el trasero y un medallón de acero con un símbolo de amor y paz colgándole del cuello con un collar de cuero. Era un esfuerzo por recordar que, por desaliñado que pareciera, no se veía muy distinto a cualquier otro reportero. Quizá tenía puestos jeans, pero al menos eran jeans costosos, y su chamarra de pana café era lo suficientemente aceptable, aun si había visto mejores días. Se pasó una mano insegura por la mata de cabello grueso y negro y se sintió agradecido por un momento por haber dejado atrás la barba.
Theodore le devolvió la tarjeta.
—Nunca oí hablar de la Red Nacional de Noticias Metropolitanas —le dijo, hosco—. ¿Qué canal es ése?
—No es televisión —dijo Sandy. Decidió que la ruta más segura era la seria—. Somos un tabloide de música y entretenimiento de circulación nacional con sede en Nueva York. Debido a las conexiones de Lynch con el mundo del rock, la historia es una línea natural para nosotros.
El alguacil Theodore respondió con un gruñido corto y parsimonioso.
—La conferencia de prensa fue hace dos días —dijo—. Te la perdiste. Todos los demás reporteros vinieron y se fueron. No hay nada nuevo.
Sandy se encogió de hombros.
—Estoy trabajando en una pieza más a profundidad —dijo—. Quisiera entrevistarlo, hablar sobre las teorías que pueda tener y quizás echar un vistazo a la casa de Lynch, donde ocurrió todo. ¿Tiene alguna pista?
Theodore ignoró la pregunta.
—Dije lo que tenía que decir en la conferencia de prensa. No tengo más que decir. Y no tengo tiempo para estar repitiendo las cosas para cada maldito reportero que llega tarde. —Miró alrededor de su oficina con una expresión de molestia. Llamó a uno de sus oficiales—. Uno de mis hombres lo llevará a casa de Lynch y responderá a sus preguntas, pero no puedo tenerlo afuera más de una hora, así que haga lo que tenga que hacer pronto, señor Blair, o la Red Nacional de Noticias Metropolitanas se va a quedar con las manos vacías. ¿Entendido?
—Sí, claro —dijo Sandy, pero Theodore no había esperado a que llegara la respuesta. Un par de minutos después lo metieron a una patrulla en la que se dirigió a las afueras del pueblo en compañía de un oficial desgarbado y con cara de caballo de nombre David (“Llámame Davie”) Parker. Parker tenía más o menos la misma edad que Sandy, aunque el retroceso del cabello castaño en su frente lo hacía parecer mayor. Tenía una sonrisa amable y movimientos torpes—. ¿Cuánto tiempo nos llevará llegar a la casa? —preguntó Sandy cuando comenzaron a alejarse de la estación.
—Depende de qué tan rápido vayamos —respondió—. No es mucha distancia, pero son todos caminos de terracería. Toma un rato.
—Se supone que sólo tienes una hora.
Parker se rio.
—Ah, eso. No te preocupes. Mi turno está a punto de terminar y no tengo nada mejor que hacer, así que puedo llevarte sin problemas a la casa de Lynch. Notch sólo está molesto con los reporteros. Dos escribieron mal su nombre después de la conferencia de prensa.
—Sí es Theodore, ¿no? —preguntó Sandy tras revisar sus notas.
—Sí, pero es Edwin, no Edward. —Mientras Sandy volvía a revisar sus apuntes, el oficial dijo—: Hablando de nombres, tú eres Sandy Blair, ¿cierto? ¿El escritor?
—Eh… sí.
—Leí tus libros. Bueno, dos de tus libros.
—¿Cuáles dos? —dijo Sandy, anonadado.
—Heridas abiertas y Salida fácil —respondió Parker—. Suenas sorprendido.
—Lo estoy.
Parker lo miró por el rabillo del ojo.
—Sí sabes que los policías leemos, ¿verdad? Bueno, algunos. Y éste no es el páramo que ustedes los neoyorquinos creen que es. Tenemos películas, libros, periódicos, hasta rock and roll.
—No quise… —comenzó a decir Sandy, pero se arrepintió—. ¿Qué te parecieron las novelas? —decidió preguntar, mejor.
—Heridas abiertas es demasiado deprimente para mí —dijo Parker—. Escribes bien, debo admitir. No me gustó el final de Salida fácil.
—¿Por qué no? —dijo Sandy, un tanto perplejo ante la idea de discutir los méritos de su primera novela con un oficial de policía, en los bosques de Maine, de camino a una escena del crimen.
—Porque tu protagonista es un imbécil. ¿Cuál es el punto? Al fin consiguió un buen trabajo, está ganando dinero, es responsable por primera vez en su vida y lo tira todo a la basura. ¿Para qué? Ni siquiera lo sabe. Si lo recuerdo bien, termina con él caminando por la calle, preguntándose a dónde va. Ni siquiera le molesta que no tiene trabajo, que decepcionó a todos los que contaban con él.
—Pero ése es el punto —refutó Sandy—. No le molesta. Es un final feliz. Es libre, al fin. Dejó de ser un vendido.
—Me pregunto cuánto le duró —dijo Parker.
—¿Qué significa eso?
—¿Cuándo escribiste el libro?
—Lo empecé en el 69, más o menos, pero no lo terminé hasta que dejé el Puerco hace siete años.
—Bien —dijo Parker—, pues toda esa idea de libertad estaba muy bien en ese entonces, pero tengo curiosidad por saber cuánto le duró. ¿Qué tanto le gusta la pobreza a tu protagonista después de una década? ¿Dónde duerme hoy en día? Seguro que ya no consigue tantas mujeres ahora como en el libro. Me gustaría ver a ese idiota en los ochenta, amigo. Diría que lo más seguro es que se haya vendido otra vez.
—Touché —dijo Sandy con tristeza—. Sí, la novela es un poco ingenua. ¿Qué te puedo decir? Es un reflejo de su época y de su contexto social. Supongo que debiste haber estado ahí.
Parker volteó a verlo.
—Tenemos la misma edad.
—Tal vez dependa de en qué lado de las barricadas estuviste.
—No estaba de ninguno de los dos. Estaba en Vietnam, esquivando balas mientras tus personajes y tú se drogaban y se iban a la cama. —El oficial no había dejado de sonreír, pero había cierta acidez en su voz que a Sandy le parecía un tanto perturbadora.
—No estabas ahí por decisión mía, amigo —dijo Sandy. El tema lo incomodaba; lo cambió—. Hablemos de este asunto de Lynch. ¿Quién lo hizo?
Parker tenía una risa cálida.
—Directo al grano. Caray, no tenemos idea.
Habían dejado la carretera principal hacía un rato y circulaban por un torcido camino de terracería enmarcado por un bosque alto y espeso, anaranjado y rojizo bajo el sol de la tarde. El auto brincaba en el terreno, pero Sandy se extendió su libreta sobre las rodillas y miró las preguntas que tenía anotadas.
—¿Crees que haya sido un local? —preguntó.
Parker maniobró el auto por una curva cerrada con pericia.
—Poco probable. Lynch no convivía mucho con los locales. Este maldito camino es un buen ejemplo. Le gustaba la privacidad, supongo. Creo que siempre hubo algo de tensión entre él y la gente con la que trataba. Digo, no es como que encajara aquí. Pero nadie tenía razones para matarlo, ni hablar de hacerlo… pues… como lo hicieron.
—¿Te refieres a que le sacaron el corazón? —dijo Sandy mientras hacía anotaciones. El movimiento del auto transformaba sus letras en garabatos.
Parker asintió.
—Estamos en Maine. Eso es algo que verías en Nueva York o en California, tal vez —añadió, pensativo.
—¿Lo encontraron?
—¿El cuchillo?
—El corazón.
—No. Ninguna de las dos cosas.
—Muy bien —dijo Sandy—. Así que no fue nadie local. ¿Algún sospechoso? Deben de estar investigando a alguien.
—Pues tenemos un par de teorías. Pero nada parece cuadrar. Primero pensamos que pudo haber sido un robo. Los días de Lynch en el mundo de la música podrían haber estado acabados, pero todavía tenía una cantidad vulgar de dinero. Pero no hay evidencia de que se hayan llevado algo.
—Te olvidas del corazón —dijo Sandy.
—Sí —respondió Parker, evasivo—. La otra cosa que pensamos es que quizás hubo drogas de por medio. Supongo que sabes que lo arrestaron un par de veces.
Sandy asintió.
—Les daba coca y hachís a sus bandas. Es bien sabido. ¿Hay alguna conexión?
—Pues es posible. Los rumores dicen que Lynch hacía fiestas desenfrenadas. Los rumores dicen que siempre había drogas a la mano. No encontramos nada. Tal vez alguien lo mató por su mercancía.
Sandy lo apuntó.
—Bien —dijo—. ¿Qué más?
El oficial se encogió de hombros.
—Hay otras cosas curiosas sobre el caso.
—Cuéntamelas.
—Voy a hacer algo mejor que eso: te las voy a mostrar. Llegamos.
Tomaron otra curva en la cima de un cerro; de pronto, la casa de Jamie Lynch apareció frente a ellos. Parker detuvo el auto en la calzada circular de grava; Sandy bajó. Rodeada de bosque por todos los costados, la casa se extendía plácida entre el alboroto del follaje otoñal. Era un edificio moderno, elegante, construido con piedra grisácea y rojiza, con un patio de losa roja a un costado y una enorme terraza exterior encima. Unos doce escalones de madera sin tratar iban de la entrada para autos a la puerta principal. Todas las ventanas tenían las persianas cerradas. Un enorme árbol salía del techo—. También hay un pequeño arroyo que cruza la sala —ofreció Parker—. El lugar es más impresionante aún de noche. Se ilumina por todas partes.
—¿Podemos entrar?
Parker se sacó un juego de llaves de la chamarra.
—Para eso estamos aquí.
Entraron por la puerta principal. El interior estaba todo cubierto de madera y alfombras. Cada habitación se encontraba en un nivel un poco distinto, así que subieron y bajaron por tres escalinatas pequeñas. A Sandy le costó mucho trabajo averiguar cuántos pisos habían recorrido. Parker le dio un pequeño tour. Había tragaluces, vitrales y —como le había prometido— un riachuelo que pasaba por la sala, alrededor del tronco del gigantesco árbol. La cocina era moderna y sencilla. Las cuatro recámaras tenían camas de agua, techos con espejos y chimeneas. El sistema de sonido era increíble.
Lynch tenía un muro entero de discos y bocinas empotradas en cada habitación. Todo podía operarse desde la sala, la recámara principal o la oficina de Lynch, le dijo Parker. Le mostró la consola central, escondida detrás de un panel corredizo de madera en la amplia sala. Parecía el centro de comando del Enterprise. Las bocinas principales eran más altas que Parker y tenían el grosor de una hoja de papel.
—Podrías tocar en Woodstock con un amplificador así —dijo Sandy, impresionado—. Es calidad de concierto.
—Es potente —concordó Parker—. Y ése es un factor en el caso.
Sandy lo rodeó.
—¿Cómo?
—En un momento —dijo el oficial—. Primero, déjame ponerte al tanto. Vamos. —Se dirigieron a la entrada trasera. Parker abrió otro panel corredizo para revelar más focos e interruptores—. El sistema de seguridad —dijo—. Lynch tenía alarmas para sus alarmas. Un tipo bastante paranoico. Pensarías que alguien quería matarlo. Las alarmas nunca se activaron. Nadie allanó la casa. La Muerte entró por la puerta principal.
—¿O sea que Lynch conocía al asesino?
—Eso pensamos. Eso o fue el Vendedor de Cepillos.
—Continúa.
—Pues, la idea es ésta: el asesino o los asesinos llegaron en auto con toda la tranquilidad del mundo, bajaron del vehículo, subieron la escalera. Lynch abrió la puerta y los dejó pasar. La cerradura no está forzada ni nada por el estilo. Fueron a la sala. Ahí fue donde comenzó la discusión. Encontramos evidencia de forcejeo y creemos que dominaron a Lynch casi de inmediato y lo arrastraron hasta su oficina, inconsciente o sin oponer resistencia, tal vez muerto. Pero no creemos que sea el caso. En la alfombra de la sala hay indicios de un cuerpo arrastrado. No has visto la oficina aún. Ven conmigo.
Sandy obedeció y lo siguió hacia la parte trasera de la sala. Esta vez, Parker señaló las marcas en la alfombra antes de volver a tomar sus llaves y abrir la puerta de la oficina.
El espacio de trabajo de Jamie Lynch era una habitación interior, tres veces más larga que ancha, con un domo inclinado en el techo, pero sin ventanas. Los únicos muebles eran un enorme escritorio de caoba con forma de herradura, una silla y veinte archiveros negros que contrastaban con el blanco lechoso de la alfombra. Una de las paredes estaba cubierta con azulejos con espejuelos, grabados con floretes decorativos, para crear la ilusión de un tamaño mayor. Todo el espacio de la pared contraria estaba ocupado por carteles y fotografías: de los clientes de Lynch, famosos e infames, de Jamie y diversas celebridades, carteles de conciertos, panfletos políticos, portadas de álbumes, anuncios. Sandy los observó con una punzada de nostalgia en el pecho. Ahí estaban el Che y Joplin, uno junto a la otra. Nixon vendía autos usados junto a la tristemente célebre fotografía pornográfica del cartel de American Taco que hizo que cancelaran uno de sus conciertos y estuvo a punto de provocar una revuelta. La pared norte, detrás del escritorio, estaba ocupada sólo por carteles de Fillmore.
—Vaya colección —comentó Sandy.
Parker se sentó en la orilla del escritorio.
—Aquí fue donde lo mataron.
Sandy quitó la mirada de los carteles.
—¿En el escritorio?
El oficial asintió.
—Tenían una soga. Lo amarraron al escritorio, piernas y brazos extendidos, un nudo en cada extremidad. —Señaló—. Mira las manchas de sangre en la alfombra.
Había una mancha larga e irregular junto a una de las patas del escritorio y un par más pequeñas junto a la primera. Una vez que Parker las señaló, eran bastante evidentes en la alfombra blanca.
—No es mucha sangre —apuntó Sandy.
—Ah —respondió Parker, sonriente—. Un punto interesante. Había mucha sangre, pero nuestro asesino fue minucioso. Bajó uno de los carteles de la pared y lo puso en el escritorio, debajo de la víctima, para no manchar la madera. Puedes ver el espacio vacío. —Asintió.
Sandy se dio vuelta y buscó hasta encontrar el hueco entre los carteles, en la parte alta del muro este, a unos tres metros de donde estaban. Frunció el ceño, perturbado, sin saber de momento por qué.
—Extraño —dijo cuando volvió a mirar a Parker—. ¿Cómo encontraron a Lynch?
—La música estaba demasiado fuerte.
Sandy tomó su libreta.
—¿Música?
Parker asintió.
—Quizá Lynch tenía un disco puesto cuando llegó la Muerte. O, tal vez, quien lo hizo lo puso para tapar el sonido de los gritos de Lynch. Sea como sea, éste es el disco que sonaba. Una y otra vez, sin parar. Y estaba a todo volumen. Ya lo dijiste tú, éste no es un equipo de sonido común y corriente. Eran las tres de la mañana y recibimos un reporte del vecino de Lynch al este, como a un kilómetro de distancia.
—¿Tan fuerte? —preguntó Sandy, impresionado.
—Sí, tan fuerte. Una estupidez. Nuestro sujeto seguramente estuvo a uno o dos minutos de ver al asesino en el camino de terracería. No tiene sentido. Fuera de esto, quien lo haya hecho fue muy cuidadoso. No hay huellas, no hay arma, no hay corazón. Muy poca evidencia física, sin testigos. Tenemos el rastro de una llanta, pero es demasiado común; no sirve de nada. ¿Por qué subir tanto el volumen? Si querían tapar los gritos, ¿por qué no lo apagaron cuando terminaron?
Sandy se encogió de hombros.
—Tú dímelo.
—No puedo —confesó el oficial—. Pero tengo una idea. Creo que tiene que ver con algún culto hippie.
Sandy lo miró y se rio, incierto.
—¿Culto hippie?
Parker lo miraba con astucia en el rostro.
—Blair, no crees que todos los reporteros que vienen a olfatear por aquí reciben un tour así, ¿verdad? Te muestro todo esto porque supongo que tú me puedes dar algo a cambio. Tú sabes cosas que yo no. Lo tengo claro. Así que: habla.
Sandy estaba estupefacto.
—No tengo nada que decir.
Parker se mordió el labio.
—Quiero decirte algo extraoficialmente. ¿Puedes dejarlo fuera del artículo?
—No lo sé —respondió Sandy—. No estoy seguro de querer recibir información extraoficial. ¿Por qué es tan secreto?
—Desde que la noticia del asesinato de Lynch apareció en los periódicos hemos recibido llamadas de tres idiotas que querían confesar. Y habrá más. Sabemos que las confesiones son falsas porque ninguno puede responder algunas preguntas clave. Quiero darte una de esas preguntas y su respuesta.
—Muy bien —dijo Sandy, curioso.
—Les preguntamos qué estaba sonando en el estéreo. La respuesta…
—Por Dios —lo interrumpió—. Los Nazgûl, ¿no es así? —Lo dijo sin siquiera pensar. De pronto, de alguna manera, supo que ésa tenía que ser la respuesta.
El oficial Davie Parker lo miraba fijamente, una expresión indescifrable en su alargada cara de caballo. La mirada se le endureció apenas un poco.
—Muy interesante —dijo—. Supongamos que me dices cómo lo supiste, Blair.
—Sólo… sólo lo supe, en cuanto comenzaste a decirlo. Tenía que ser. Lynch era su mánager. El álbum… apostaría lo que quieras a que era Música para despertar a los muertos. ¿O me equivoco? —Parker asintió—. Escucha la primera pista del disco. Tiene un verso sobre arrancarle el corazón a alguien. Me pareció tan… no sé… tan…
—Apropiado —concluyó Parker. Tenía el ceño fruncido, un gesto pequeño y lleno de sospecha—. Escuché el álbum y también noté ese verso. Me hizo pensar. Manson y su gente, también tenían que ver con un disco, ¿no es así?
—El Álbum Blanco de los Beatles. Manson creía que la música le hablaba, le decía qué hacer.
—Sí. Sabía un poco al respecto. Fui por algunos libros a la biblioteca local. Pero tú sabes mucho más, Blair. Por eso pensé que podrías ayudar. ¿Qué opinas? ¿Podría ser otro caso como el de Manson?
Sandy se encogió de hombros.
—Manson está en prisión. Algunos miembros de la familia siguen libres, pero casi todos están en California. ¿Por qué vendrían hasta Maine para matar a Lynch?
—¿Qué hay de otros cultos, como los Manson, pero diferentes?
—No lo sé —admitió Sandy—. Llevo mucho tiempo alejado de esos mundos. No puedo decirte qué pueda estar pasando ahí. Pero los Nazgûl… debió ser alguien de nuestra edad, supongo, para que su obsesión fueran los Nazgûl. Son una banda de los sesenta, se separaron hace más de una década. Música para despertar a los muertos fue su último álbum. No han tocado ni grabado nada desde West Mesa.
Parker entrecerró los ojos.
—Otra cosa interesante, esa que acabas de decir. Continúa. ¿Qué es West Mesa?
—¿Es broma? —preguntó Sandy. Parker negó con la cabeza—. Mierda. West Mesa es famoso, o infame. ¿No viste la cobertura en la televisión? Incluso existe un documental.
—La recepción no era muy buena en la selva de Vietnam.
—No eres fan del rock, eso me queda claro. West Mesa fue un concierto, uno de tres que todo el mundo conoce. Woodstock fue el amanecer, Altamont fue el atardecer y West Mesa fue la medianoche pura, negra, infernal. Sesenta mil personas a las afueras de Albuquerque, septiembre de 1971. Pequeño para ese tipo de conciertos. Los Nazgûl eran el acto principal. A la mitad de su set, alguien con un rifle de alto calibre le voló la cabeza al vocalista, Patrick Henry Hobbins. Ocho personas más murieron en el pánico que se desató, pero no hubo más tiros, sólo esa primera bala. Nunca atraparon al asesino. Desapareció en la noche. Y los Nazgûl no volvieron a tocar jamás. Música para despertar a los muertos ya estaba grabado y lanzaron el álbum tres semanas después de West Mesa. Sobra decir que hizo una montaña de dinero. Lynch y la disquera presionaron a los tres miembros restantes de los Nazgûl para que grabaran un álbum en homenaje a Hobbins o que lo reemplazaran y continuaran con la banda, pero nunca ocurrió. Sin Hobbins, no había Nazgûl. West Mesa fue su fin y fue el principio del fin para Lynch también. Él fue el promotor del concierto, a fin de cuentas.
—Interesante —dijo Parker por tercera vez—. Así que tenemos dos asesinatos sin resolver.
—¿Trece años después? —objetó Sandy—. No pueden estar conectados.
—¿No? Déjame contarte del cartel, Blair. —Sandy lo miró, inexpresivo—. Recuerda que nuestro minucioso asesino bajó un cartel de la pared y lo usó para cubrir el escritorio. Mató a Lynch encima del cartel. Estaba casi arruinado, pero después de limpiarlo un poco pudimos ver qué era. Era una especie de litografía oscura, con el paisaje de un desierto al anochecer. Encima del sol había cuatro siluetas montadas en unos reptiles, como dragones, pero más feos. Y en el fondo decía…
—Sé lo que decía —lo interrumpió Sandy—. Mierda. Decía Názgul y West Mesa, ¿cierto? El cartel del concierto. Pero no puede… tiene que ser una coincidencia… —Pero, mientras lo decía, Sandy se dio vuelta y entendió qué era lo que lo había perturbado cuando Parker señaló el espacio vacío en la pared de la oficina. Volvió a voltear—. No es una coincidencia —escupió—. Quien haya matado a Lynch pudo haber usado cualquiera de los carteles que estaban detrás del escritorio, a la mano. En cambio, caminó hasta allá y se subió en algo para alcanzar el cartel de West Mesa.
—Para ser un viejo hippie, no eres tan tonto —observó Parker.
—Pero… ¿por qué? ¿Qué significa?
El oficial se levantó del escritorio y suspiró.
—Esperaba que tú me lo dijeras, Blair. Tenía la esperanza de que cuando te platicara sobre el cartel y el álbum tuvieras una epifanía y me contaras sobre algún culto secreto que venera a estos tipos y va por el mundo matando gente con su música de fondo. Me habrías hecho la vida mucho más fácil. Créeme. ¿No hay tal cosa, entonces?
—No que yo sepa —dijo Sandy.
—Supongo, entonces, que tendremos que ir a la fuente. Vamos a traer e interrogar a los tres músicos.
—No —protestó Sandy—. Tengo una mejor idea. Déjame hacerlo a mí. —Parker frunció el ceño—. Es en serio —dijo Sandy—. Es parte de mi artículo, de cualquier modo. Tengo que entrevistar a personas que conocieron a Lynch para hacer una especie de retrospectiva suya y de su época. Lo lógico sería comenzar con los Nazgûl. Si existe algún tipo de culto en torno a su música o a ellos, deben saber algo al respecto, ¿no? Te puedo mantener informado.
—¿Estás entrenado en técnicas de interrogación? —preguntó Parker.
—Interrogación mi culo —dijo Sandy—. Yo soy yo; tú eres tú. Yo les puedo sacar más a los Nazgûl