El cuco de cristal

Javier Castillo
Javier Castillo

Fragmento

CucoCristal-5.xhtml

Capítulo 1
Charles Finley
Steelville
Misuri
2017

Todos estamos hechos de cristal.

Las manos de Charles agarraban fuerte el volante mientras el coche avanzaba a toda velocidad por una carretera empapada que brillaba bajo la implacable tristeza de una luna menguante. No podía disimular el miedo que sentía.

Lloraba. Del mismo modo que se llora cuando has perdido la esperanza, como si el alma fuese un lago que se vertía desde los ojos. Había llegado un punto en que ni siquiera notaba las lágrimas que se deslizaban por su rostro y solo veía las gotas de lluvia subir por el cristal delantero. El vehículo rugía cada vez con más intensidad. Engullía las líneas de la carretera al mismo ritmo que latía su corazón. Le dolía el pecho de vivir con miedo y pensar en el futuro.

Cambió de marcha en una suave y sinuosa curva que se perdía entre los árboles. Cuando dejó atrás el cartel de bienvenida al pueblo, recordó su rostro. Vio el pelo largo, los ojos vivos, los labios tristes y ese corazón que resurgió del fuego. Recordó el miedo a perderla y el temor de hacerle daño. Habían creado una burbuja y ahora tenía que romperla. La amaba, de eso no tenía duda, porque cada lágrima que se le escapaba estaba compuesta por pedazos de los dos. Se cruzó con los faros cegadores de un coche y cerró los ojos un instante: la vio reír, abrazarlo, y volvió a su mente la idea de que lo que habían vivido juntos era lo único inquebrantable.

—Te quiero —dijo entre sollozos.

Y abrió los ojos, pero ya era demasiado tarde. El volante vibró con fuerza al salirse de la carretera y Charles los cerró de nuevo en cuanto vio el árbol que tenía delante. El impacto sonó igual que un trueno, y los pájaros levantaron el vuelo durante un instante.

CucoCristal-6.xhtml

Capítulo 2
Cora Merlo
Hospital Monte Sinaí
Nueva York
2017

Olvidamos lo frágil que es la vida

hasta que un mal latido

nos lo recuerda.

Me desperté sintiendo el corazón en llamas, como si un incendio estuviese arrasando el interior de mi pecho. Tenía frío, me temblaban las manos, me faltaba el aire. Pero todo era peor por dentro. El fuego devastador que ardía bajo mi esternón parecía agotar el oxígeno que inhalaba y yo sentía cómo me devoraba sin control. Mi madre estaba postrada a los pies de la cama, con la mirada perdida en el suelo y unas ojeras que insinuaban una larga vigilia. Lloraba. Escuché sus sollozos entremezclados con el pitido de un monitor cardiaco que invadía la habitación y que marcaba, sin yo ser consciente aún, el inicio de mi caída.

Una alarma comenzó a sonar y mi madre me miró asustada. Me fijé en la pantalla y, al ver que marcaba treinta y seis pulsaciones por minuto, sentí cómo toda la esperanza se desvanecía. Me había despertado para morir. Miré con pánico a mi madre y conseguí exhalar un «te quiero» antes de que fuese demasiado tarde. No se merecía esta despedida.

—¡Cora! ¡Cora! —chilló aterrorizada—. ¡Ayuda! ¡Que venga un médico!

Yo no tenía fuerzas para decir nada más. Cerré los ojos y..., de repente, me caí al vacío engullida por las llamas en mi corazón.

Todo había comenzado un mes antes, justo el primer día de mi residencia médica en el hospital. Había sido admitida con beca a uno de los programas más importantes del país y llegaba tarde a la reunión de presentación del decano, el doctor Mathews, en la que se suponía que me asignarían el primer grupo de trabajo. Yo aspiraba a la especialización en oncología de radiación, un destino que me recordaba el brillo de las lágrimas de mi madre. Así que subí corriendo las escaleras. Al llegar a la tercera planta sentí como si estuviese participando en la maratón de Nueva York, batiendo las tres horas cuarenta de mi mejor marca personal el año anterior. Notaba el corazón desbocado y tosí como ya casi me había acostumbrado desde hacía unas semanas.

—¡Cora! —chilló una voz que reconocí al instante. Era Olivia, mi compañera de la facultad de Medicina y con quien lloré de felicidad el día en que nos admitieron—. ¡Estamos aquí! ¡Lo hemos conseguido! ¿Cómo me queda? —Posó delante de mí sonriente y luciendo la misma bata blanca que yo en la que se podía leer el nombre de la Icahn School of Medicine del Monte Sinaí bordado en el pecho, junto a dos montañas de color azul y magenta—. ¿No es increíble? ¡Las dos juntas en la residencia!

—Sí, es alucinante. Estoy... —respondí entre toses, agachada— nerviosa.

—¿Te encuentras bien? Tienes que abrigarte el culo cuando duermes, tía. Esa tos suena horrible. —Se rio, sin darle importancia.

—Estoy bien. —Respiré de nuevo—. Es solo que... creo que he cogido un catarro feo.

Me respondió con una sonrisa de ilusión, pero se preocupó un poco en cuanto volví a toser.

—¿De verdad que estás bien, Cora? Deberías mirarte esa tos y la disnea. O abrigarte más el culo, ya te lo he dicho. —Volvió a reírse.

—No seas payasa.

Se detuvo frente a mí y me puso un brazo por encima.

—No me puedo creer que estemos aquí, Cora. Vamos a ser oncólogas, tía. ¿No estudiamos medicina para esto?

Asentí con ilusión y luego añadí:

—Es un sueño. Y lo vamos a conseguir. Anoche no pude dormir pensando en que hoy comenzábamos. ¿Recuerdas cuando estábamos en primero? Míranos ahora.

—Ay, no me recuerdes primero. Para mí siempre será el año en que conocí al profesor Jonan. ¿Cómo le quedaba la bata? —Suspiró enamorada y a mí casi se me escapa una carcajada.

Adoraba la jovialidad de Olivia. Dicen que para tratar el cáncer debes tener una personalidad de hierro y un corazón de oro, y ella poseía ambas cosas ocultas en su manera de ser.

—Venga, vamos —dijo, al tiempo que me extendía una mano y tiraba de mí—. ¿Estará bueno el doctor Mathews? Me han dicho que no es muy, muy mayor —bromeó.

Me detuve en seco y tosí de nuevo.

—¿De verdad estás bien? —dijo finalmente en un tono serio—. No es normal. ¿Cómo tienes el pulso?

—Estoy bien, Olivia. Es solo un catarro. Vete avanzando tú. —Señalé hacia la puerta donde varios residentes estaban a punto de cruzar el umbral—. Ahora entro yo. Solo necesito recuperar el aliento.

—Está bien. Te veo dentro. —Conforme se alejaba, se dio la vuelta y me señaló a escondidas a otro residente joven y atractivo que le había gustado y gesticuló con la boca—: Me lo pido.

Y antes de entrar a la sala de reuniones de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos