1
—E-e-estás loco —dijo Tom, y comprendí que estaba asustado porque tartamudeaba aún más de lo habitual.
Yo sostenía el muñeco de Luke Skywalker por encima de la cabeza, con el propósito de lanzarlo río arriba, a contracorriente. Desde la frondosidad del bosque que bordeaba ambos márgenes del río se oyó un grito que parecía una advertencia. Sería un cuervo. No permití que ni Tom ni los cuervos me detuvieran, quería comprobar si Luke Skywalker sabía nadar. Voló por los aires. El sol primaveral se había puesto tras las copas de los árboles, cubiertas de brotes recientes, y la luz se reflejaba discontinua sobre la figura de plástico que giraba lentamente.
Luke impactó contra el agua con un leve plof. No sabía volar, de eso yo estaba seguro. El muñeco dejó de distinguirse, solo se veía la superficie cambiante y movediza del río, que bajaba crecido por el agua del deshielo. Me recordaba a una gruesa serpiente estranguladora, una anaconda, que se aproximaba a nosotros contorsionándose.
Me había mudado a ese pueblucho de mierda para vivir con mis padres adoptivos el otoño anterior, poco después de cumplir catorce años. No sabía qué coño hacían los críos en Ballantyne para no morirse de aburrimiento. Tommy me había contado que ahora, «en p-p-primavera», el río era más siniestro y peligroso, y que en casa había recibido instrucciones estrictas de mantenerse alejado. Así supe por dónde empezar. No fue muy difícil convencer a Tom porque él era como yo: no tenía amigos y formaba parte de la casta de los parias de la clase. Ese mismo día, en el recreo, Fatso me había explicado lo de la casta; la llamó casta «piraña» y la palabra me recordó a esos peces cuya dentadura parece la hoja de una sierra, capaces de arrancarle la carne a un buey entero en unos instantes. Me sonó a una casta molona. Fatso dijo que mi clan y yo estábamos por debajo de él, el gordinflón, y no tuve más remedio que pegarle. Por desgracia se chivó a nuestra profesora, la señorita Trino, como la llamaba yo, que nos soltó una larga charla sobre la bondad y cómo les iba en la vida a los que no la practicaban; en definitiva, acababan siendo unos perdedores y, después de eso, parece que no quedó duda alguna: el nuevo gamberro de la ciudad pertenecía a la casta esa de las pirañas.
Al salir del colegio Tom y yo habíamos bajado al río, al puentecito de madera del bosque. Cuando saqué a Luke Skywalker de la mochila, Tom puso cara de asombro.
—¿D-d-de dónde lo has sacado?
—¿Tú qué crees, cabeza de chorlito?
—N-n-no lo has comprado en la tienda de Oscar. Están agotados.
—¿La tienda de Oscar? ¿Esa ratonera? —Solté una carcajada—. A lo mejor lo compré en la ciudad, antes de mudarme aquí, en una juguetería de verdad.
—No, porque es el modelo que ha salido este año.
Observé atentamente a Luke. ¿Acaso existían varias versiones? ¿Luke Skywalker no era idéntico al héroe bobo Luke Skywalker de siempre y ya? No se me había ocurrido que las cosas pudieran cambiar, que Darth y Luke pudieran intercambiarse los papeles, por ejemplo.
—A lo mejor es que yo me hice con un p-p-prototipo —dije.
Fue como si le diera un tirón de orejas, supongo que no le gustó que imitara su tartamudeo. A mí tampoco me hizo gracia, pero fui incapaz de reprimirme. Siempre había sido así. Si todavía le caía bien a alguien me apresuraba a asegurarme de que no durara; era el mismo impulso que llevaba a Karen y a Oscar Jr. a sonreír y ser amables para gustar a todo el mundo, pero al contrario. No es que no quisiera caer bien, es que sabía que, tarde o temprano, no les iba a gustar hiciera lo que hiciese. Así que, en cierto modo, tomaba la delantera y les caía mal a mi manera. Lograba que me odiaran y me temieran a partes iguales para que no se atrevieran a joderme. En ese momento me di cuenta de que Tom sabía que yo había robado el muñeco de Luke, pero no tenía el valor de decirlo. Lo había mangado en la fiesta que Oscar Jr. dio en su casa, a la que toda la clase –incluso nosotros, los de la casta piraña– estaba invitada. La casa estaba bien, no era demasiado grande o lujosa. Lo que me molestó fue lo súper majos que eran los padres de Oscar, y que había juguetes de primera por todas partes; lo mejor que tenía el padre en la tienda, vamos. Figuras transformables, juegos Atari, Magic 8-Ball e incluso una Nintendo Game Boy que aún no había salido a la venta.
¿Cómo le iba a importar a Oscar perder uno de esos juguetes, si ni se daría cuenta? Vale, a lo mejor le molestaría quedarse sin el muñeco de Luke Skywalker que yo acababa de ver sobre su cama, como si fuera un peluche o algo así. ¿Cómo se podía ser tan infantil?
—¡A-a-allí está! —señaló Tom.
Luke había sacado la cabeza del agua y venía hacia nosotros a toda velocidad. Parecía nadar boca arriba por el río.
—Bien por Luke —dije.
El muñeco despareció bajo el puente. Nos desplazamos al otro lado, donde reapareció. Nos miraba desde abajo con esa media sonrisa idiota; idiota porque los héroes no deben sonreír, tienen que pelear, poner cara de luchador encarnizado, demostrar que odian al enemigo tanto como a… lo que sea.
Nos quedamos allí de pie viendo cómo la corriente arrastraba a Luke hacia el vasto mundo, hacia lo desconocido; hacia la oscuridad, pensé.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté. Tenía otra vez la sensación de estar cubierto de hormigas, necesitaba quitármelas de encima y la única manera era que sucediera algo, algo que me hiciera pensar en otra cosa.
—T-t-tengo que irme a casa —tartamudeó Tom.
—Aún no. Ven.
No sé por qué me había acordado de la cabina telefónica que había en lo alto de una colina, junto a la carretera nacional, a la salida del bosque. Era un sitio extraño para colocar una cabina telefónica en Ballantyne, un lugar tan pequeño, y casi nadie la usaba: quizá había visto a una persona rondar por allí, algún que otro coche. Llegamos a la cabina roja. El sol había descendido un poco más, la primavera acababa de empezar y todavía oscurecía temprano. Tom me seguía al trote, de mala gana, pero no se atrevía a llevarme la contraria. Como he dicho, a ninguno de los dos nos sobraban los amigos.
Entramos en el interior de la cabina y los sonidos del exterior se amortiguaron al cerrar la puerta. Por la carretera pasó un tráiler con los neumáticos embarrados y grandes troncos de madera asomando por la plataforma de carga. Descendió por la carretera principal, que trazaba una línea en el paisaje llano y monótono de los campos de cultivo. Dejó atrás la población, en dirección al confín de la provincia.
Sobre un estante, debajo del teléfono y de la caja de monedas, había una guía telefónica amarilla; no era muy gruesa, pero al parecer bastaba para recopilar los números de teléfono no solo de Ballantyne, sino de toda la provincia. Empecé a hojearla. Tom miró el reloj, como queriendo darme a entender que tenía prisa.
—P-p-prometí que estaría en casa a las…
—¡Silencio! —exclamé.
Mi dedo se había detenido sobre un tal «Jonasson, Imu». Un nombre extraño, seguro que era un rarito. Levanté el auricular gris, que estaba sujeto a la caja de monedas mediante un cable metálico. Ni que tuvieran miedo de que alguien lo arrancara y lo robara… Marqué el número de «Jonasson, Imu» en las teclas metálicas cromadas. Solo seis cifras. En la ciudad teníamos nueve, pero suponía que allí, con cuatro mil árboles por habitante, no necesitaban más. Le pasé el auricular a Tom.
—¿Eh-h-h? —se limitó a decir mirándome con cara de susto.
—Di: «Hola, Imu, soy el demonio y te invito al infierno, porque es donde debes estar».
Tom negó con la cabeza y me tendió el aparato.
—Hazlo, cabeza de chorlito, o te tiro al río —le amenacé.
Tom, que era el más pequeño de la clase, se encogió; pareció aún más diminuto.
—Es broma —dije, y me reí. En el interior del cubículo mi risa sonó rara—. Venga, Tom, imagínate cómo se van a quedar los demás cuando se lo contemos mañana en el colegio.
Vi que algo se despertaba en su interior: la idea de llamar la atención. Para alguien que siempre ha pasado inadvertido era, por supuesto, un argumento de peso. También que hablara en plural, «nosotros»: él y yo, dos amigos que hacen una gamberrada juntos, que gastan una broma telefónica y se mueren de risa, que se agarran el uno al otro para no caerse al suelo cuando escuchan al desgraciado que responde y se pregunta si de verdad es el diablo quien está al otro lado de la línea.
—¿Diga?
El sonido provenía del auricular. Imposible determinar si era un hombre o una mujer, un adulto o un niño.
Tom me miró. Yo asentí con vehementes movimientos de la cabeza. Él sonrió de manera casi triunfal y se llevó el auricular a la oreja.
Le sugerí la frase moviendo los labios mientras Tom me miraba y las repetía sin el más mínimo atisbo de tartamudeo.
—Hola, Imu. Soy-el-diablo-y-te-invito-al-infierno. Porque-es-donde-debes-estar.
Me tapé la boca con una mano para que viera que era incapaz de contener la risa y con la otra le hice una señal para que colgara.
Tom no colgó.
Se quedó de pie, con el auricular pegado a la oreja mientras yo oía el zumbido grave de una voz al otro lado.
—P-p-p-pero… —soltó Tom. De repente estaba pálido como un muerto. Se contuvo y el rostro níveo se le endureció hasta adquirir una expresión atónita—. No… —susurró, levantó el codo como si tratara de alejar el auricular y repitió cada vez más alto—: No. No. ¡No!
Apoyó la mano libre en el cristal de la cabina; parecía que quería apartarse. Luego, cuando despegó el auricular de la sien con un suspiro húmedo y desgarrado, vi que algo se había quedado adherido a él. La sangre manó y se le coló por el cuello de la camisa. Me fijé en el auricular. No podía creer lo que estaba viendo. Media oreja de Tom estaba pegada al dispositivo sangriento; era algo inconcebible. Al principio parecía que los pequeños agujeros negros del auricular absorbían la sangre, pero luego, pedazo a pedazo, la oreja cortada desapareció, como cuando tiras los restos de comida por el desagüe del fregadero.
—Richard —susurró Tom con voz temblorosa y las mejillas empapadas en lágrimas, aparentemente sin ser consciente de que la mitad de su oreja había desaparecido—. Ha di-ha di-ha dicho que t-t-tú y yo… —Tapó el micrófono con la mano para que el interlocutor no lo oyera—. Que n-n-nosotros vamos a…
—¡Tom! —grité—. ¡Tu mano! ¡Suelta el teléfono!
Tom bajó la vista y fue entonces cuando se dio cuenta de que sus dedos habían desaparecido entre los agujeros del auricular.
Agarró el extremo del altavoz e intentó sacar de un tirón la mano atrapada. Fue inútil: del teléfono empezó a surgir un sonido similar al que produciría alguien al sorber, como el que hace mi padre de acogida cuando come sopa, y una parte de su mano despareció en el interior. Agarré el teléfono e intenté apartarlo de Tom, pero no sirvió de nada: ya se había comido el antebrazo y había llegado al codo; el teléfono y él parecían una sola cosa. Mientras yo gritaba, algo extraño le pasaba a Tom. Levantó la vista hacia mí y se rio. Me dio la impresión de que no le dolía mucho, de que la situación era tan loca que no podía evitar reírse. Tampoco brotaba sangre. El auricular hacía lo que he leído que practican algunos insectos con sus presas: inyectarles algo que transforma su carne en una gelatina blanda que absorben.
El auricular llegó al codo, y sonó igual que una batidora cuando da con algo que no debería estar allí, un ruido brutal, triturador, de picadora, y fue entonces cuando Tom gritó. El codo se retorció, como si hubiera algo allí, bajo la piel, que quisiera salir. Abrí la puerta de una patada, me coloqué detrás de Tom, le agarré por el pecho y salí de espaldas. No pude arrastrarlo muy lejos; el cable metálico asomaba en vertical de la cabina y el auricular seguía royéndole el brazo. Cerré la puerta de golpe con la esperanza de romperlo contra el marco, pero era demasiado corto y solo conseguí darle en el hombro a Tom. Soltó un berrido mientras yo clavaba los talones en el suelo y tiraba con todas mis fuerzas, pero, centímetro a centímetro, mis zapatos se fueron deslizando por el suelo de tierra húmeda hacia la cabina y el repugnante crujido que los alaridos de Tom no lograban cubrir. Se vio arrastrado poco a poco al interior por fuerzas cuya procedencia yo desconocía. No pude seguir agarrándolo, tuve que soltarlo y, al final, me encontré fuera tirando del brazo que aún asomaba por la rendija de la puerta. El auricular estaba consumiendo el hombro de Tom cuando oí que un coche se aproximaba. Solté el brazo y corrí gritando y gesticulando hacia la carretera. Era otro tráiler cargado de madera. No llegué a tiempo y solo vi las luces traseras que se adentraban en la penumbra.
Volví corriendo. Silencio. Tom había dejado de gritar. La puerta se había cerrado. Tras los recuadros de cristal contra los que pegué el rostro había vapor de agua condensada. Pero vi a Tom, mudo, con la mirada resignada de quien ha aceptado su destino. Y él me vio a mí. El auricular, que le había llegado hasta la cabeza y se había hecho con una de sus mejillas, crujió al empezar a comerse la dentadura descarnada.
Me giré, apoyé la espalda en la cabina y me dejé caer hasta que sentí cómo la tierra, húmeda y fría, me empapaba los pantalones.
2
Estaba sentado en una silla del pasillo de la comisaría del pueblo. Era tarde, la hora de irse a dormir había pasado hacía mucho rato, por así decirlo. En el otro extremo del pasillo vi al inspector. Tenía los ojos pequeños y una nariz respingona que dejaba a la vista las grandes fosas nasales; no pude evitar pensar en un cerdo. Se acarició con el pulgar y el índice el bigote que le crecía junto a la comisura de los labios. Hablaba con Frank y con Jenny. Así es como los llamo, sería raro usar «tío» y «tía» con alguien a quien no has visto hasta el día que van a buscarte y te dicen que a partir de ese momento vivirás con ellos. Cuando entré atropelladamente y les conté lo que acababa de sucederle a Tom, se quedaron mirándome. Frank había llamado a la comisaría, que a su vez había avisado a los padres de Tom y nos había convocado. Yo había contestado a un montón de preguntas y me había quedado esperando mientras el inspector mandaba a su equipo a la cabina y ponía en marcha la búsqueda. Tuve que contestar a más preguntas.
Por lo que parecía, Frank y Jenny discutían sobre algo con el inspector y de vez en cuando lanzaban una mirada en mi dirección. Me dio la impresión de que se habían puesto de acuerdo cuando se acercaron a mí con caras muy serias.
—Podemos irnos —dijo Frank, y empezó caminar hacia la salida mientras Jenny me ponía una mano en el hombro con la intención de consolarme.
Nos subimos a su pequeño coche japonés; yo me senté en el asiento trasero y arrancamos en silencio. Sabía que las preguntas no tardarían en llegar. Frank carraspeó. Primero una vez. Luego otra.
Frank y Jenny eran buenas personas. Hay quien diría que demasiado. Por ejemplo, el verano anterior, cuando acababa de llegar, había prendido fuego a la hierba alta y seca del campo de cultivo junto a la serrería clausurada, y si mi tío y cinco vecinos no hubieran acudido tan rápido, quién sabe qué habría ocurrido. A pesar de que Frank se avergonzó, porque era el jefe de bomberos, no me habían regañado ni castigado. Al contrario, me consolaron: era evidente que creían que estaba muy afectado por lo sucedido. Al acabar la cena, carraspeó como ahora y se limitó a darme una vaga recomendación de que no debía jugar con fósforos. El caso es que Frank era el jefe de los bomberos y Jenny profesora de secundaria, pero no tengo ni idea de cómo lograban mantener la disciplina. Si es que lo conseguían.
Frank carraspeó otra vez; estaba claro que no sabía por dónde empezar. Así que decidí facilitarle las cosas.
—No miento —dije—. A Tom se lo comió el teléfono ese.
Silencio. Frank miró a Jenny con desesperación, parecía que le estaba pasando la pelota.
—Querido —dijo Jenny con suavidad, en voz baja—. No había ni rastro.
—¡Claro que sí! Encontraron las huellas de frenada de mis talones en el suelo.
—De Tom —puntualizó Frank—. Ni rastro.
—El teléfono se lo comió entero. —Por supuesto que yo era consciente de lo loquísimo que sonaba. ¿Qué podía decir? ¿Que el teléfono no se había comido a Tom?—. ¿Qué ha dicho el inspector?
Jenny y Frank se intercambiaron otra mirada.
—Cree que estás en estado de shock —dijo Frank.
No podía objetar nada a eso. Supongo que estaba conmocionado, con el cuerpo entumecido, la boca seca y la garganta inflamada. Como si tuviera ganas de llorar, pero un tapón me lo impidiera.
Nos aproximamos a la cima donde estaba la cabina telefónica. Esperaba ver un montón de luces y partidas de gente colaborando en las labores de búsqueda, pero estaba a oscuras y solitario como siempre.
—¡El inspector prometió que buscarían a Tom! —exclamé.
—Eso hacen —dijo Frank—. Abajo, junto al río.
—¿El río? ¿Por qué?
De nuevo ese intercambio de miradas en los asientos delanteros.
—Porque alguien vio cómo Tom y tú os adentrabais en el bosque en dirección al puente. El inspector dice que cuando te preguntó si habíais estado junto al río respondiste que no. ¿Por qué?
Apreté los dientes y miré por la ventanilla. Vi la cabina perderse a nuestras espaldas. El inspector no me había contado que alguien nos había visto. Puede que se hubiera enterado después de hablar conmigo. En cualquier caso, nuestra charla no era una declaración formal, el inspector había insistido en ello. Pensé que tampoco hacía falta que lo contara todo (lo del muñeco robado, o que Tom había hecho algo que sus padres le habían prohibido), al menos nada que no tuviera que ver con el asunto. No hay que chivarse de los amigos. Nos habían descubierto.
—Solo nos subimos un ratito al puente —dije.
Frank puso el intermitente y paró en el arcén. Apagó el motor y las luces. Se giró hacia mí. Apenas distinguía su rostro en la oscuridad, pero comprendí que iba en serio. Al menos para mí; a Tom ya se lo habían comido.
—¿Richard?
—¿Sí, Frank?
Odiaba que lo llamara por su nombre, pero, a veces, no podía evitarlo.
—Tuvimos que recordarle al inspector McClelland que eres menor de edad y amenazar con llamar a un abogado para que te dejara marchar. Quería interrogarte durante la noche. Cree que sucedió algo abajo, junto al río. Que por eso mientes.
Iba a negarlo, a asegurar que yo no mentía, pero caí en la cuenta de que ya me habían pillado.
—¿Qué pasó junto al río? —preguntó Frank.
—Nada —respondí—. Estuvimos mirando el agua.
—¿Desde el puente?
—Sí.
—He oído decir que entre los jóvenes se lleva hacer equilibrios en la barandilla.
—Vaya —dije—. Sí, sí, la verdad es que no hay gran cosa con la que entretenerse por aquí.
Seguí observando la oscuridad. Cuando llegué al pueblo, me había sorprendido lo oscuro que se hacía al llegar el otoño. En la ciudad siempre había luces, mientras que aquí podías quedarte mirando la noche negra en la que no había nada en absoluto. Es decir, algo había, claro, pero uno debía imaginarse lo que ocultaba esa sustancia extraña y oscura.
—Richard —dijo Jenny con esa voz tan, tan suave…—. ¿Se cayó Tom al agua?
—No, Jenny —respondí imitando su tono—. Tom no se cayó al agua. ¿Podemos irnos ya a casa? Mañana tengo colegio.
Frank se encogió de hombros, imaginé que trataba de calmarse.
—El inspector McClelland cree que puede haber sido un accidente, que empujaste a Tom sin querer, que te sientes culpable y que por eso mientes.
Suspiré hondo, dejé caer la cabeza sobre el respaldo del asiento y cerré los ojos; no puede evitar que me viniera a la cabeza la escena del auricular comiéndose la mejilla de Tom, y volví a abrirlos.
—No miento —dije—. Mentí sobre lo del río porque a Tom no le dejan ir.
—Según McClelland también se puede demostrar que mientes sobre una cosa más.
—¿Eh? ¿Sobre qué?
Frank lo dijo.
—¡Es él quien miente! —exclamé—. Vuelve atrás, ¡puedo demostrarlo!
Frank se desvió de la carretera y la luz de los faros iluminó la cabina telefónica y los árboles de la linde del bosque, que parecían enormes sombras fantasmagóricas deslizándose por los troncos. Antes de que el coche se detuviera ya me había bajado de un salto y corría hacia la cabina.
—¡Cuidado! —exclamó Jenny. No creo que se creyera mi historia, pero su lema vital parecía ser que uno nunca es lo bastante prudente.
Abrí la puerta y me quedé mirando el auricular colgado a un lado del aparato. Alguien (probablemente un agente del inspector) debía de haberlo puesto en su sitio, porque cuando me fui de allí estaba descolgado, rozando el suelo. Tom había desaparecido: de él no quedaban ni los cordones de los zapatos.
Entré con cautela, cogí el listín amarillo y salí sin darle la espalda. A la luz de los faros del coche, abrí la guía por «Ballantyne», encontré la «J» y recorrí con el dedo la misma página que había abierto esa tarde.
Johansen. Johnsen. Jones. Juvik.
Sentí que se me helaba la sangre y lo comprobé de nuevo. Nada. ¿Me había equivocado de página?
No, reconocí los nombres y la publicidad de los cortacéspedes.
Frank tenía razón, lo que había dicho el inspector era cierto.
Volví a mirar para comprobar si alguien había borrado el nombre, pero en ningún caso quedaba espacio entre Johnsen y Jones.
En la guía telefónica ya no figuraba ningún «Jonasson, Imu».
3
—Alguien ha cambiado la guía —dije—. Es la única explicación que se me ocurre.
Karen se había sentado con la espalda apoyada en el roble y me miraba.
Era la hora del recreo y, mientras los chicos jugaban al fútbol, las chicas saltaban a la pata coja. El año siguiente empezaríamos el bachillerato, lo que solo implicaba, sencillamente, que nos trasladaríamos al edificio al otro extremo del patio, donde había un cobertizo para fumar que, estaba seguro, acabaría frecuentando. Con los rebeldes. Con los perdedores. Karen era una excepción: una rebelde, pero en absoluto una perdedora.
—¿Qué se siente cuando nadie te cree? —me preguntó, y se apartó del rostro cubierto de pecas el flequillo rubio, de corte mascul