1
Los gritos la llamaban. Penetraban como una lanza sonora todos los demás ruidos nocturnos del centro de Oslo: el rumor incesante de los coches en la calle, la sirena que subía y bajaba a lo lejos, las campanas de la iglesia, que acababan de empezar a repicar. Era ahora, por la noche y a veces antes del alba, cuando salía a cazar para comer. Olisqueó el sucio linóleo que cubría el suelo de la cocina. Registró y clasificó rápidamente los olores en las tres categorías: comestible, amenazador o irrelevante para la supervivencia. El olor agrio de la ceniza gris del tabaco. El dulce sabor azucarado de la sangre en una bolita de algodón. El olor amargo a cerveza de la parte inferior de la chapa de Ringnes. Moléculas de dióxido de azufre, de nitrógeno y de carbono surgían de un cartucho metálico vacío con espacio para una bala de plomo de 9×18 mm, también llamada simplemente Makarov, por la pistola a la que dicho calibre se había ajustado originalmente. Humo de una colilla todavía ardiendo con el filtro dorado y el papel negro con el águila nacional rusa. El tabaco se podía comer. Y allí estaba: un olor a alcohol, cuero, grasa y asfalto. Un zapato. Lo olfateó y decidió que no era tan fácil de consumir como esa chaqueta del armario que olía a gasolina y al animal en proceso de putrefacción del que estaba confeccionada. Así que su cerebro de roedor se concentró ahora en cómo franquear aquello que tenía delante. Lo había intentado por los laterales, había intentado meter el cuerpo, de veinticinco centímetros de longitud y menos de medio kilo de peso, para llegar al otro lado, pero no hubo forma. El obstáculo estaba de costado, con la espalda pegada a la pared, tapando el agujero que conducía hasta su madriguera y hasta sus ocho crías recién nacidas, ciegas y sin pelaje, que reclamaban sus mamas con ansia creciente. La montaña de carne olía a sal, sudor y sangre. Era un ser humano. Un ser humano que todavía estaba vivo. Tenía unos oídos lo bastante sensibles como para captar los débiles latidos del corazón a pesar de los chillidos de hambre de las crías recién nacidas.
Tenía miedo, pero no había elección. Alimentar a su prole estaba por encima de cualquier peligro, de cualquier esfuerzo, de cualquier otro instinto. Así que permaneció con el hocico levantado esperando a que llegara la solución.
Ahora las campanas de la iglesia iban al compás de aquel corazón humano. Un golpe, dos. Tres, cuatro…
Enseñó los dientes de roedor.
Julio. Mierda. Uno no se puede morir en julio. ¿De verdad que lo que estoy oyendo son campanas o es que esas putas bolas tenían alucinógenos? Vale, esto se acaba aquí. ¿Y qué coño importa? Aquí o allí. Ahora o más tarde. Pero ¿de verdad que me merecía morir en julio? Con el canto de los pájaros, el tintineo de las botellas, las risas desde el río Akerselva y toda esa felicidad de mierda propia del verano justo delante de la ventana. ¿Me merecía estar tirado en el suelo infecto de una choza de yonquis, con un agujero de más en el cuerpo? ¿Un agujero por donde se me escapan la vida, los segundos y los recuerdos de todo lo que me ha traído hasta aquí? Todo, lo grande y lo pequeño, el montón de casualidades y las cosas elegidas a medias. ¿Ese soy yo, ya está, esa es mi vida? Yo tenía planes, ¿verdad? Y ahora es una bolsa llena de polvo, un chiste sin gracia, tan corto que me hubiese dado tiempo a contarlo antes de que esa puñetera campana dejara de sonar. ¡Los lanzallamas del infierno! Nadie me contó que morirse iba a doler tanto. ¿Estás ahí, papá? No te vayas, ahora no. Escucha, la historia dice así: Me llamo Gusto. Viví hasta los diecinueve años. Tú eras un tío malo que se acostó con una mujer mala y, nueve meses más tarde, aparecí yo, y me llevaron con una familia de acogida antes de que pudiera aprender a decir «papá». Allí hice todas las trastadas que pude, pero ellos simplemente me arropaban todavía más asfixiándome con el edredón de los desvelos y me preguntaban qué podían darme para que me tranquilizara. ¿Un puto helado? No comprendían para nada que a los tíos como tú y como yo tenían que fusilarnos enseguida, exterminarnos como a alimañas, porque transmitimos enfermedad y corrupción y nos reproducimos como ratas a poco que nos den la posibilidad. Ellos tienen la culpa. Pero ellos también quieren cosas. Todo el mundo quiere algo. Tenía trece años la primera vez que lo vi en los ojos de mi madre de acogida; vi lo que ella quería.
—Qué guapo eres, Gusto —me dijo.
Había entrado en el baño; yo no había cerrado la puerta y no había abierto el grifo de la ducha para que el sonido no la pusiera sobre aviso. Se quedó justo un segundo de más antes de irse. Y me reí, porque ahora lo sabía. Ese es mi talento, papá, puedo ver lo que quiere la gente. ¿Lo he heredado de ti? ¿Tú también eras así? Cuando ella se fue me miré en el espejo grande del baño. No era la primera en decírmelo: que era guapo. Me había desarrollado antes que los otros chicos. Era alto, delgado, ancho de hombros y musculoso. Tenía el pelo tan negro que brillaba, como si rechazara toda la luz. Los pómulos marcados. La barbilla ancha y recta. Una boca grande y ávida, pero de labios carnosos como los de una chica. La piel morena y lisa. Los ojos castaños, casi negros. Los chicos de mi clase me llamaban «la rata parda». Didrik, se llamaba así, ¿no? Bueno, el que quería ser pianista. Yo había cumplido quince años y lo dijo alto, en plena clase.
—La rata parda no sabe ni leer bien.
Yo me reí, simplemente, y sabía por qué lo dijo; y lo que quería. Kamilla, la chica de la que él estaba enamorado en secreto, estaba no tan secretamente enamorada de mí. En el baile de la clase le había tocado un poco lo que tenía por debajo del jersey. Que no era mucho. Se lo conté a varios de los chicos, supongo que Didrik lo oyó y decidió dejarme fuera. No es que a mí me importase mucho formar parte del grupo, pero que te excluyeran era otra cosa. Así que me fui al club de moteros a ver a Tutu. Ya había empezado a pasar un poco de hachís para ellos en el colegio, y les expliqué que, si querían que hiciera un buen trabajo, necesitaba respeto. Tutu dijo que se encargaría de Didrik. Después, Didrik se negó a explicarle a nadie cómo se las había apañado para pillarse dos dedos justo debajo de la bisagra superior de la puerta del servicio de los chicos, pero nunca más me llamó rata parda. Y, efectivamente, tampoco llegó a ser pianista. ¡Joder, cómo duele! No, no necesito que me consueles, papá, lo que necesito es un chute. Un último chute nada más y te prometo que dejo este mundo tranquilamente. Ya vuelve a sonar la campana. ¿Papá?
2
Era casi medianoche en Gardermoen, el aeropuerto de Oslo, cuando el vuelo SK-459 de Bangkok a Oslo se situó en el espacio indicado para desembarcar al lado de la puerta 46. El comandante Tord Schultz accionó el freno y el Airbus 340 se detuvo por completo; a continuación, cortó rápidamente el suministro de queroseno. El chirrido metálico de los reactores bajó de frecuencia hasta quedar reducido a un murmullo bonachón que terminó por extinguirse. Tord Schultz tomó nota de la hora mecánicamente, tres minutos y cuarenta segundos desde el aterrizaje, doce minutos antes del horario establecido. Él y el copiloto empezaron a repasar la lista de comprobación de parada y de aparcamiento, ya que el avión debía quedarse estacionado hasta la mañana siguiente. Con todo lo que había dentro. Hojeó en la carpeta del diario de a bordo. 20 de septiembre… En Bangkok seguía la temporada de lluvias y hacía el mismo calor húmedo de siempre, había echado de menos el frescor de las primeras tardes de otoño. Oslo en septiembre. No había un sitio mejor en el mundo. Rellenó la casilla del fuel que había sobrado. La contabilidad del carburante. En alguna ocasión, había tenido que justificarlo. Después de volar desde Amsterdam o Madrid a más velocidad de la económicamente rentable, gastando miles de coronas en carburante para llegar a tiempo. Al final, el jefe de pilotos lo llamó a su despacho.
—¿Llegar a tiempo para qué? —le gritó—. ¡No había ningún pasajero que tuviera que hacer transbordo!
—La compañía aérea más puntual del mundo —murmuró Tord Schultz citando la publicidad.
—¡La compañía aérea económicamente más jodida del mundo! ¿Esa es la única explicación que se te ocurre?
Tord Schultz se encogió de hombros. No podía decir la verdad, que había dejado correr el combustible porque el que tenía que llegar a tiempo era él. Al vuelo que le hubieran asignado, a Bergen, Trondheim o Stavanger. Era muy importante que él y nadie más que él realizara ese vuelo.
Era demasiado viejo y lo único que podían hacer era echarle la bronca. Había logrado evitar fallos graves, en el sindicato cuidaban de él y solo le faltaban unos pocos años para cumplir the two fives, cincuenta y cinco, y total, entonces podría jubilarse. Tord Schultz soltó un suspiro. Unos pocos años para enderezar las cosas, para no acabar como el comandante económicamente más jodido del mundo.
Firmó el diario de a bordo, se levantó y salió de la cabina de vuelo para enseñarles a los pasajeros esa hilera de dientes blancos como perlas en su cara bronceada de piloto. Una sonrisa que les diría que él era míster Seguridad en persona. Piloto. El título profesional que, en su momento, lo convirtió en alguien importante a ojos de los demás. Lo veía perfectamente, veía cómo todos, mujeres y hombres, jóvenes y viejos, en cuanto se pronunciaba la palabra mágica «piloto», lo miraban de otra manera y descubrían el carisma, el encanto juvenil y desenfadado, pero detectaban también la fría precisión y la determinación del comandante del avión, la superioridad de su intelecto, y el coraje de quien desafía las leyes de la física y el miedo innato de la gente corriente. Pero de eso hacía mucho tiempo. Ahora lo consideraban el conductor de autobús que de hecho era y preguntaban cuánto costaba el billete más barato a Las Palmas y por qué en Lufthansa había más espacio para las piernas.
A la mierda todos. A la mierda todos y cada uno.
Tord Schultz se quedó en la salida, al lado de la azafata, se irguió y pronunció sonriendo su Welcome back, Miss, con ese acento de Texas que habían aprendido en la academia de vuelo de Sheppard. Le respondieron con una sonrisa de aprobación. Hubo un tiempo en que, con una de esas sonrisas, prácticamente podía conseguir una cita en la sala de llegadas. De hecho, las había conseguido. Desde Ciudad del Cabo hasta Alta. Mujeres. Ese había sido el problema. ¿Y la solución? Mujeres. Más mujeres. Mujeres nuevas. ¿Y ahora? Debajo de la gorra de plato empezaban a asomar las entradas, pero el uniforme hecho a medida destacaba esa figura alta y esos hombros anchos. Cuando, al entrar en la academia de vuelo, no lo admitieron para pilotar cazas y terminó de piloto de carga de los Hércules, la bestia de carga del cielo, lo achacó a la estatura. Le dijo a su familia que tenía la espalda unos centímetros demasiado larga, que las cabinas de los Starfighter F-5 y F-16 obligaban a descartar a todos los que no fuesen enanos. La verdad era que no había conseguido entrar por méritos. Su cuerpo sí dio la talla. Siempre había dado la talla. El cuerpo era lo único que había logrado mantener desde entonces, lo único que no se había derrumbado ni se había pulverizado. Como los matrimonios. La familia. Los amigos. ¿Cómo había ocurrido? ¿Dónde estaba él cuando ocurrió? Probablemente, en una habitación de hotel de Ciudad del Cabo o de Alta, con la nariz llena de cocaína para compensar las copas del bar, que le habían aniquilado la potencia, y metiéndole la polla a una not-welcome-back-Miss para compensar todo lo que no era y nunca llegaría a ser.
La mirada de Tord Schultz se fijó en un hombre que se le acercaba entre las filas de asientos. Andaba con la cabeza baja, pero aun así sobresalía entre los demás pasajeros. Era delgado y tenía la espalda ancha como él. Llevaba el pelo rubio corto y tieso como un cepillo. Era más joven que él, tenía pinta de noruego, pero no parecía un turista que volviera a casa, más bien un expatriado con ese bronceado suave, casi gris, tan típico de los blancos que habían pasado tiempo en el sureste asiático. El traje de lino marrón, sin duda hecho a medida, daba la impresión de calidad y seriedad. Tal vez un hombre de negocios. Con una empresa no demasiado boyante: viajaba en turista. Pero no fue ni el traje ni la altura lo que atrajo la mirada de Tord Schultz. Fue la cicatriz. Arrancaba de la comisura izquierda y le llegaba casi hasta la oreja, como una hoz en forma de sonrisa. Grotesco y de un dramatismo espléndido.
—See you.
Tord Schultz dio un respingo, pero no le dio tiempo a devolverle el saludo antes de que el hombre saliera del avión. Tenía la voz ronca, y los ojos enrojecidos también indicaban que acababa de despertarse.
El avión se quedó vacío. Aparcada en la pista, la furgoneta del personal de limpieza esperaba mientras la tripulación salía en bloque. Tord Schultz se fijó en que aquel ruso pequeño y fornido era el primero en bajarse de la furgoneta y lo vio apresurarse escaleras arriba con la leyenda del logo de la empresa Solox estampado en el chaleco amarillo reflectante.
See you.
El cerebro de Tord Schultz repetía las palabras mientras cruzaba el pasillo hacia el centro de tripulantes.
—¿No había una bolsa de mano ahí encima? —preguntó una de las azafatas señalando la maleta Samsonite de Tord.
No se acordaba de su nombre. ¿Mia? ¿Maja? Sabía que se había acostado con ella una vez durante una escala en el siglo pasado. ¿O no?
—No —dijo Tord Schultz.
See you. ¿O sea, en el sentido de «Nos vemos»? ¿O en el de «Veo que me estás mirando»?
Dejaron atrás la pared exenta que había delante de la entrada del centro de tripulantes, donde, en teoría, de repente, podía haber sentado un aduanero. El noventa y nueve por ciento del tiempo, la silla que había detrás de la pared estaba vacía, y nunca, ni una sola vez en los treinta años que llevaba trabajando en aquella compañía aérea, lo habían parado para cachearlo.
See you.
Es decir «Te estoy viendo». Y «Veo quién eres».
Tord Schultz entró deprisa en el centro de tripulantes.
Serguéi Ivanov procuró, como siempre, ser el primero en salir de la furgoneta cuando esta se detuvo al lado del Airbus, y subió corriendo la escalera del avión vacío. Entró en la cabina con la aspiradora y cerró la puerta con llave. Se puso los guantes de látex estirándolos hasta donde empezaban los tatuajes, levantó la tapa frontal de la aspiradora y abrió el armario del comandante. Sacó la pequeña bolsa Samsonite, abrió la cremallera, soltó la tapa metálica del fondo y se aseguró de que los cuatro bloques de un kilo con forma de ladrillo estuvieran en su sitio. Metió la bolsa en la aspiradora, la encajó entre la manguera y la bolsa grande de polvo que había vaciado previamente. Cerró la tapa, abrió la puerta de la cabina y puso en marcha la aspiradora. Y todo lo hizo en unos segundos.
Después de recoger y limpiar la cabina de pasaje, salieron del avión, metieron las bolsas de basura azul claro en la parte trasera del Daihatsu y condujeron hasta la sala de descanso. Solo quedaban por aterrizar y despegar unos cuantos aviones, antes de que el aeropuerto cerrara aquella noche. Ivanov miró por encima del hombro de Jenny, la jefa de turno. Pasó la vista por la pantalla del ordenador, que mostraba el horario de llegadas y salidas. Ningún retraso.
—Yo me ocupo del de Bergen en la 28 —dijo Serguéi con ese acento ruso tan duro que tenía.
Claro que por lo menos hablaba el idioma; había compatriotas suyos que, después de diez años en Noruega, todavía tenían que recurrir al inglés. Pero cuando lo trajeron a Noruega hacía cerca de dos años, su tío le dejó claro que tenía que aprender noruego, y lo consoló diciéndole que a lo mejor tenía la misma facilidad que él para aprender idiomas.
—Tengo gente en la 28 —dijo Jenny—. Puedes esperar el de Trondheim en la 22.
—Yo me ocupo del de Bergen —dijo Serguéi—. Nick que se encargue del de Trondheim.
Jenny lo miró.
—Como quieras, pero no te mates a trabajar, Serguéi.
Serguéi se sentó en una de las sillas, delante de la pared. Se apoyó cuidadosamente en el respaldo. Todavía tenía dolorida la piel entre los omoplatos, en la zona donde el tatuador noruego había estado trabajando. Le estaba tatuando los dibujos que le había enviado Imre, el tatuador de la cárcel de Nizhni Tagil, y todavía faltaba bastante para que estuviese completo. Serguéi pensaba en los tatuajes de Andréi y Peter, los tenientes de su tío. Aquellas rayas azules descoloridas en la piel de los dos cosacos de Altái daban cuenta de unas vidas dramáticas llenas de grandes hazañas. Pero Serguéi también podía presumir de un acto importante. Un asesinato. Fue un asesinato de nada, pero ya estaba grabado con aguja y tinta en forma de ángel. Y quién sabía si no podría producirse otro asesinato. Un asesinato de envergadura. Si lo necesario llegaba a ser necesario, le dijo su tío; y le pidió que se mantuviera alerta, que se preparase mentalmente, que practicara con el cuchillo. Iba a venir un hombre, dijo. No era seguro que viniera, pero era probable.
Probable.
Serguéi Ivanov se miró las manos. Aún llevaba puestos los guantes de látex. Naturalmente, era una feliz coincidencia que su ropa de trabajo también le permitiera no dejar huellas dactilares en los paquetes, si algo salía mal un día. No había en las manos el menor indicio de temblor. Llevaban tanto tiempo haciendo aquello que, para mantenerse alerta, tenía que recordarse a sí mismo el riesgo que entrañaba. Esperaba tenerlas igual de tranquilas a la hora de ejecutar lo necesario (to chto nuzhno). Cuando se hiciera merecedor del tatuaje cuyo dibujo había encargado. Evocó la imagen otra vez; cómo se desabrocharía la camisa en el salón de su casa de Tagil, con todos sus hermanos urki allí presentes, para enseñarles los nuevos tatuajes. Y no necesitaría añadir una sola palabra, así que no diría ninguna. Simplemente, se lo vería en los ojos: que había dejado de ser el pequeño Serguéi. Se pasó semanas rezando para que el hombre viniese pronto. Y que lo necesario fuera necesario.
El mensaje para ir a limpiar el avión de Bergen sonó en el walkie-talkie.
Serguéi se levantó. Bostezó.
El procedimiento en la cabina de vuelo era todavía más sencillo.
Abrir la aspiradora, meter la bolsa en el armario del comandante.
Según salían del avión se cruzaron con la tripulación, que iba llegando. Serguéi Ivanov evitó cruzar la mirada con el comandante, se limitó a mirar al suelo y se dio cuenta de que llevaba el mismo tipo de maleta que Schultz, una Samsonite Aspire GRT. El mismo color rojo. Sin la pequeña bolsa de mano roja que se podía colocar en la parte superior. No sabían nada el uno del otro, nada sobre qué los vinculaba, nada de su vida ni de su familia. Lo único que unía a Serguéi, a Schultz y al joven comandante eran los números de teléfono de unos móviles sin registrar, comprados en Tailandia para enviar un SMS en caso de que se produjesen cambios en el horario. Serguéi creía que ni Schultz ni el comandante sabían el uno del otro. Andréi se esmeraba todo lo que podía en reducir la información al mínimo necesario. De ahí que Serguéi no supiera lo que pasaba con los paquetes. Pero se lo podía imaginar. Porque cuando un comandante de un vuelo entre Oslo y Bergen pasaba desde las pistas hasta el edificio del aeropuerto, no había aduana ni control de seguridad. El comandante llevaba la bolsa de mano hasta el hotel de Bergen donde pasaba la noche la tripulación. Una discreta llamada a la puerta de la habitación a medianoche y cuatro kilos de heroína cambiaban de manos. A pesar de que el violín, la nueva droga, había obligado a reducir un poco el precio de la heroína, en la calle un cuarto costaba doscientas cincuenta coronas por lo menos. A mil el gramo. Dado que la droga —que ya estaba cortada— se cortaba una vez más, serían ocho millones de coronas en total. Sabía contar. Lo bastante bien como para saber que le pagaban mal. Pero también sabía que merecería una parte mayor cuando hiciera lo necesario. Y con ese salario ya podría comprarse una casa en Tagil, encontrar una siberiana guapa y, a lo mejor, cuando sus padres fueran mayores, llevarlos a vivir con ellos.
Serguéi Ivanov notaba cómo le picaba el tatuaje entre los omoplatos.
Parecía que hasta la piel esperara con ilusión el capítulo siguiente.
3
El hombre del traje de lino bajó del tren del aeropuerto en la estación central de Oslo. Constató que había sido un día caluroso y soleado en su ciudad natal, el aire aún se notaba suave y agradable. Llevaba una maleta pequeña de lona, casi ridícula, y salió de la estación por la parte sur con pasos rápidos y ágiles. Fuera latía el corazón de Oslo —aunque había quienes pensaban que Oslo no tenía corazón—, con el pulso como un torbellino. Ritmo nocturno. Los pocos coches que circulaban por la rotonda elevada salían despedidos, uno a uno, hacia el este, rumbo a Estocolmo y Trondheim; hacia los barrios del norte de la ciudad, y hacia el oeste, en dirección a Drammen y Kristiansand. Tanto por el tamaño como por la forma, aquella rotonda se parecía a un brontosaurio, un gigante moribundo que pronto desaparecería para dar paso a viviendas y bloques de oficinas en el nuevo barrio de Oslo, un barrio espléndido que albergaría el nuevo edificio de Oslo, el edificio espléndido de la Ópera. El hombre se detuvo y contempló la blanca montaña de hielo que se alzaba entre la rotonda y el fiordo. Ya había ganado varios premios de arquitectura en todo el mundo, la gente venía de lugares remotos para caminar por el tejado de mármol italiano cuyo plano inclinado terminaba directamente en el mar. La iluminación interior que se veía por los ventanales del edificio era tan intensa como la luz de la luna que lo alumbraba.
Desde luego, esto es algo que embellece, pensó el hombre.
No eran las promesas de un barrio nuevo lo que veía, sino el pasado. Porque este había sido el territorio de la shooting gallery de Oslo, el territorio de los yonquis, donde los hijos perdidos de la ciudad iban a pincharse y a disfrutar del subidón detrás de una caseta que apenas daba para esconderse. Un muro entre ellos y unos padres socialdemócratas ignorantes y bienintencionados. Algo que embellece, pensó. Así van al infierno en un entorno más bello.
Habían pasado tres años desde la última vez que estuvo allí. Todo era nuevo. Nada había cambiado.
Se sentaban en una franja de césped entre la estación y la autovía, más bien un arriate de carretera. Tan colocados ahora como entonces. Tumbados boca arriba con los ojos cerrados, como si la luz del sol fuese demasiado fuerte, sentados en cuclillas buscando una vena que no estuviera rota, o de pie, medio doblados, con la flojera del yonqui en las rodillas y la mochila al hombro, sin saber si iban o venían. Las mismas caras. No los mismos muertos vivientes que cuando él estaba por aquí, naturalmente, esos llevaban mucho tiempo muertos de verdad. Pero las mismas caras, en suma.
De camino hacia la calle Tollbugata había más. Dado que aquello tenía que ver con la razón por la que había vuelto, trató de formarse una impresión. Trató de calcular si había más o menos. Se percató de que volvía a haber compraventa en Plata. La cuadrícula de asfalto pintado de blanco que había en el lado oeste de la plaza de Jernbanetorget era el Taiwán de Oslo, un área de libre comercio de estupefacientes, creada para que las autoridades pudiesen mantener cierto control sobre lo que pasaba y tal vez para captar a los jóvenes, a los compradores primerizos. Pero a medida que el negocio aumentaba y que Plata iba revelando el verdadero rostro de Oslo como una de las primeras ciudades de Europa en lo que a consumo de heroína se refería, el lugar se volvió casi una atracción turística. El tráfico de heroína y las estadísticas de sobredosis llevaban mucho tiempo siendo una vergüenza para la capital, pero no una vergüenza tan visible como Plata. Los periódicos y la televisión nutrían al resto del país con fotos de jóvenes drogados, zombis en el centro de la ciudad a plena luz del día. Culpaban a los políticos. Cuando la derecha gobernaba, bramaba la izquierda. «Escasez de programas de rehabilitación.» «De la cárcel salen drogadictos.» «La nueva sociedad de clases genera bandas y tráfico de drogas en entornos de inmigrantes.» Cuando la izquierda gobernaba, bramaba la derecha. «Faltan agentes de policía.» «La entrada de inmigrantes es demasiado fácil.» «Siete de cada diez presos son extranjeros.»
Así que después de un tiempo tirándose la pelota de tejado en tejado, el consejo municipal de Oslo aprobó lo inevitable: protegerse a sí mismo. Esconder la mierda debajo de la alfombra. Cerrar Plata.
El hombre del traje de lino vio a un tipo con la camiseta roja y blanca del Arsenal en lo alto de una escalera y, delante de él, a cuatro personas que daban pataditas en el suelo. El del Arsenal giró la cabeza a la derecha, luego a la izquierda, como una gallina. Los otros cuatro no se movían, se limitaban a mirar fijamente al de la camiseta del Arsenal. Un grupo. El vendedor de la escalera esperó hasta que fueran suficientes, un grupo completo, a lo mejor serían cinco, o seis. Y entonces pediría que le pagaran el encargo y los llevaría hasta donde estaba la droga. A la vuelta de la esquina, o hasta un patio interior donde esperaba el compañero. Era un principio sencillo, el que llevaba la droga nunca tocaba el dinero, y el que recaudaba el dinero nunca tocaba la droga. De esa forma, a la policía le costaba más conseguir pruebas contundentes de tráfico contra ninguno de ellos. Aun así, el hombre del traje de lino se sorprendió porque lo que estaba viendo era el viejo método de los ochenta y los noventa. Cuando la policía desistió de pillar a los vendedores callejeros, estos renunciaron a los procedimientos más complejos, dejaron de recurrir al sistema de grupos y empezaron a entregar la mercancía directamente según iban llegando los clientes, el dinero en una mano, la droga en la otra. ¿Acaso la policía había empezado a perseguir a los camellos por la calle otra vez?
Un ciclista llegó pedaleando con todo el equipo, casco, gafas de color naranja y una camiseta transpirable en colores fluorescentes. Los cuádriceps le abultaban debajo del ajustado pantalón corto, y la bicicleta tenía pinta de ser cara. Seguramente por eso no la soltó cuando, junto con el resto del grupo, siguió al jugador del Arsenal a la vuelta de la esquina y hasta el otro lado del edificio. Todo era nuevo. Nada había cambiado. Pero eran menos, ¿verdad?
Las putas de la esquina de la calle Skippergata se dirigieron a él en mal inglés: Hey, baby!, wait a minute, handsome!, pero él negó con la cabeza. Y fue como si el rumor de su castidad y su posible escasez de dinero corriera más que sus pasos, porque las chicas de más arriba de la calle no mostraron el menor interés por su persona. En su época, las prostitutas de Oslo llevaban ropa práctica, vaqueros y anorak. Eran pocas, y mandaba quien vendía. Pero ahora había más competencia, y llevaban las faldas cortas; los tacones, altos, y las medias, de rejilla. Las mujeres africanas parecían tener frío ya. Espera a que llegue diciembre, pensó.
Se adentró en el barrio de Kvadraturen, lo que fuera el primer centro de la ciudad de Oslo, ahora un desierto de asfalto y cemento con edificios oficiales y oficinas para unas veinticinco mil hormigas obreras que salían corriendo hacia sus casas a las cuatro o las cinco de la tarde y dejaban el barrio a las ratas que trabajaban de noche. Cuando el rey Cristián IV fundó este barrio con manzanas cuadradas conforme a los ideales renacentistas de orden geométrico, la población se mantenía estable gracias a los incendios. Decían que la noche de propina de todos los años bisiestos se podía ver a gente en llamas corriendo por entre las casas, oír sus gritos mientras se carbonizaban y se evaporaban, aunque después quedaba una pequeña capa de ceniza sobre el asfalto y, si lograbas cogerla y comértela antes de que se la llevara el viento, la casa donde vivías no ardería nunca. Debido al riesgo de incendio, Cristián IV hizo construir unas calles que eran anchas para la media bastante más modesta de Oslo. Además construyeron los edificios de cemento, un material poco utilizado en Noruega. Y en una de esas fachadas de cemento se abría la puerta de un bar. Hasta los fumadores, que estaban fuera, llegaba desde el interior la última versión destrozada de «Welcome to the Jungle» de Guns N’Roses, con un reggae bailable que se cagaba en Marley y en Rose, en Slash y en Stradlin. El hombre se paró delante de un brazo extendido.
—¿Fuego?
Una mujer rolliza con una delantera imponente y en las postrimerías de la treintena lo estaba mirando. El cigarro le colgaba provocativamente de los labios pintados de rojo.
Él enarcó una ceja y miró a la amiga, que se reía detrás con un cigarrillo encendido. La de la delantera imponente se dio cuenta y también se echó a reír, y dio un paso para no perder el equilibrio.
—Venga, no te pongas difícil —dijo con el mismo acento del sur del país que la princesa heredera.
El hombre había oído decir que había una prostituta que se había hecho rica imitándola, hablando como ella, vistiéndose como ella, y que las cinco mil coronas a la hora incluían un cetro de plástico que el cliente podía utilizar más o menos a su antojo.
La mujer le puso la mano en el brazo cuando él se disponía a seguir su camino. Se inclinó hacia él y le echó en la cara el aliento, que olía a vino tinto.
—Pareces un buen tío. ¿Me das fuego?
Él giró la cabeza y le enseñó el otro lado de la cara. El lado malo. El lado de un-tío-no-tan-bueno. Notó que la mujer daba un respingo y lo soltaba al ver la marca del clavo del Congo, que iba como una costura mal hilvanada desde la boca hasta la oreja.
Siguió andando cuando la música cambió a «Come as you are», de Nirvana. La versión original.
—¿Hachís?
La voz venía del vano de una puerta, pero él no se paró ni se volvió a mirar.
—Speed?
Llevaba tres años limpio y no tenía intención de recaer ahora.
—¿Violín?
Ahora menos que nunca.
Delante de él, en la acera, un hombre joven se había parado con dos traficantes, estaba hablando con ellos y les enseñaba algo. El joven levantó la vista cuando se le acercó y clavó en él unos ojos grises llenos de curiosidad. Mirada de policía, pensó. Agachó la cabeza y cruzó la calle. A lo mejor estaba un poco paranoico, después de todo; no era muy probable que un policía tan joven lo reconociese.
Allí estaba el hotel. El albergue. El Leon.
Había poca gente en esta parte de la calle. Al otro lado, debajo de una farola, vio al comprador de droga sentado encima de la bici, en compañía de otro ciclista que también vestía un equipo profesional. Le estaba ayudando a pincharse en el cuello.
El hombre del traje de lino meneó la cabeza y se quedó mirando la fachada del edificio que tenía delante.
Debajo de las ventanas de la cuarta y última planta colgaba el mismo cartel, gris de suciedad. «¡Cuatrocientas coronas la noche!» Todo era nuevo. Nada había cambiado.
El recepcionista del Leon era nuevo. Un chico joven que saludó al hombre del traje de lino con una sonrisa sorprendentemente educada y una falta total de desconfianza, para tratarse del Leon. Le dijo «Welcome» sin un ápice de ironía en la voz, y le pidió el pasaporte. El hombre supuso que, debido al bronceado y al traje de lino, el recepcionista lo había tomado por un extranjero, y le entregó el pasaporte noruego, de color rojo. Estaba desgastado y tenía muchos sellos. Demasiados para que se pudiera considerar que había llevado una buena vida.
—Ah, vale —dijo el recepcionista devolviéndole el pasaporte. Dejó un formulario en el mostrador y le dio un bolígrafo—. Con las casillas marcadas basta.
¿Formularios de registro de entrada en el Leon?, se preguntó el hombre. A lo mejor sí había habido cambios, a pesar de todo. Cogió el bolígrafo y vio cómo el recepcionista le miraba fijamente la mano, el dedo corazón. Lo que había sido su dedo corazón antes de que le amputaran una parte en una casa de Holmenkollåsen. Ahora le habían sustituido la primera articulación por una prótesis de titanio de un azul grisáceo apagado. No servía para gran cosa, pero les daba un apoyo de equilibro a los dedos índice y anular cuando tenía que coger algo, y no molestaba porque era bastante corta. El único inconveniente era la cantidad de explicaciones que le pedían en el control de seguridad de los aeropuertos.
Escribió su nombre detrás de First Name y Last Name.
Date of Birth.
Rellenó las casillas; sabía que ahora sí tenía el aspecto de un hombre que rondaba los cuarenta, no como el vejestorio malherido que se marchó de allí tres años atrás. Se había impuesto un régimen muy estricto de ejercicio, comida sana, suficientes horas de sueño y, naturalmente, cien por cien de abstinencia. Con el régimen no trataba de rejuvenecer, sino que intentaba no morir. Además, le gustaba. En realidad, siempre le habían gustado las rutinas, la disciplina y el orden. Entonces ¿por qué había llevado una vida de caos, autodestrucción y de relaciones rotas, y, según las épocas, entre negros periodos de embriaguez? Las casillas vacías lo miraban. Pero eran demasiado estrechas para las respuestas que exigían.
Permanent Address.
Bueno. El piso de la calle Sofie lo había vendido poco después de marcharse tres años atrás, igual que la casa de sus padres en Oppsal. Con su actual profesión, una dirección fija y en toda regla conllevaría cierto riesgo. Así que puso lo que solía cuando se registraba en otros hoteles: Chung King Mansion, Hong Kong. Lo cual no estaba más lejos de la verdad que cualquier otra cosa.
Profession.
Homicidios. No lo escribió. La casilla no estaba marcada.
Phone Number.
Puso uno ficticio. Los teléfonos móviles pueden rastrearse, tanto las conversaciones como el lugar donde te encuentras.
Phone Number Next of Kin.
¿Pariente más cercano? ¿Qué marido daba voluntariamente el número de teléfono de su mujer cuando se registraba en el Leon? Después de todo, era lo más parecido que había en Oslo a una casa de citas oficial.
Era obvio que el recepcionista le estaba leyendo el pensamiento:
—Es solo para el caso de que te sintieras indispuesto y tuviéramos que avisar a alguien.
Harry asintió con la cabeza. En caso de un paro cardiaco durante el acto.
—No tienes que facilitarlo si no tienes…
—No —dijo el hombre, y se quedó mirando las palabras.
El pariente más cercano. Tenía a Søs. Una hermana con lo que ella misma llamaba «un toque de síndrome de Down», pero que siempre se había enfrentado a la vida mucho mejor que su hermano mayor. Aparte de Søs, nadie más. Literalmente nadie. En todo caso, el pariente más cercano.
Marcó la casilla de «Al contado» en la forma de pago, firmó y le entregó el formulario al recepcionista. Que lo repasó rápidamente. Y entonces Harry vio cómo aparecía por fin. La desconfianza.
—¿Eres… eres Harry Hole?
Harry asintió con la cabeza.
—¿Pasa algo?
El chico hizo un gesto de negación con la cabeza. Tragó saliva.
—Estupendo —dijo Harry Hole—. ¿Me das la llave?
—¡Ah, perdona! Aquí tienes. La 301.
Harry cogió la llave y se fijó en que al chico se le habían encendido las pupilas y se le había apagado la voz.
—Es… es mi tío —dijo el chico—. Es el dueño del hotel, antes estaba en recepción. Él me ha hablado de ti.
—Solo cosas buenas, supongo —dijo Harry; sonrió, cogió la bolsa y se dirigió a la escalera.
—El ascensor…
—No me gustan los ascensores —dijo Harry sin darse la vuelta.
La habitación era como la recordaba. Destartalada, pequeña y más o menos limpia. Pero no, las cortinas eran nuevas. Verdes. Tiesas. Seguramente no requerían plancha. A propósito de plancha. Colgó el traje en el baño y abrió la ducha para que el vapor le alisara las arrugas. El traje le había costado ochocientos dólares de Hong Kong en la tienda Punjab House de la calle Nalhan Road, pero en su trabajo era una inversión necesaria, nadie respetaba a un hombre andrajoso. Se metió en la ducha. La piel le escocía por el agua caliente. Después cruzó desnudo la habitación y fue a abrir la ventana. Tercera planta. Patio trasero. Desde otra ventana llegaba un jadeo de fingido entusiasmo. Se agarró con las manos a la barra de la cortina y se asomó al exterior. Se encontró directamente con un contenedor abierto y notó el olor dulzón de la basura. Escupió y oyó el impacto en el papel que había en el contenedor. Pero el crujido que siguió no procedía del papel. Entonces resonó el ruido de algo al romperse y las tiesas cortinas verdes cayeron al suelo a uno y otro lado. ¡Mierda! Sacó la barra de las cortinas. Era fina, de las antiguas, hecha de madera con los extremos en forma de cebolla; se había roto anteriormente y la habían unido con cinta adhesiva. Harry se sentó en la cama y abrió el cajón de la mesilla de noche. Una Biblia con una funda de escay azul claro y un juego de costura compuesto por una hebra de hilo negro enrollada en un trozo de cartón atravesado por una aguja de coser. Bien pensado; Harry decidió que, después de todo, no era tan mala idea. Los huéspedes podían coserse los botones que se les cayeran y luego leer algún pasaje sobre el perdón. Se echó en la cama y se quedó mirando al techo. Todo era nuevo y nada… Cerró los ojos. No había dormido en el avión, así que con jet lag o sin él y con cortinas o sin ellas, pensaba dormir. Soñaría el mismo sueño que había soñado cada noche los últimos tres años: que iba corriendo por un pasillo, huyendo de un alud que rugía y le absorbía todo el aire y le impedía respirar.
Solo tenía que seguir adelante y mantener los ojos cerrados un poco más.
Fue perdiendo el hilo de los pensamientos, que terminaron por esfumarse.
El familiar más cercano.
Familiarizarse. Aproximarse.
Un familiar. Eso era él. Por eso había vuelto.
Serguéi conducía por la E6 hacia Oslo. Echaba de menos la cama del piso de Furuset. Mantuvo la velocidad por debajo de ciento veinte a pesar de que, a esas horas de la noche, tenía casi toda la carretera para él solo. Sonó el móvil. Ese móvil. La conversación con Andréi fue breve. Había hablado con su tío, o con el atamán (el jefe), al que Andréi llamaba tío. Después de colgar, Serguéi no pudo más. Pisó el acelerador. Gritó de júbilo. El hombre había llegado. Ya, esa misma noche. ¡Estaba aquí! De momento, Serguéi no iba a hacer nada, Andréi decía que la situación quizá se resolviera por sí sola. Pero ahora debía estar más preparado aún, tanto mental como físicamente. Entrenarse con el cuchillo, dormir, mantenerse alerta. Por si lo necesario llegara a ser necesario.
4
Tord Schultz apenas oyó el avión que pasaba ruidosamente por encima del tejado. Una fina capa de sudor le cubría el torso desnudo y los ecos del choque de hierro contra hierro seguían retumbando entre las paredes desnudas del salón. Tenía detrás el soporte con la barra para las pesas, por encima del banco en el que estaba sentado y cuya tapicería de plástico se veía brillante por el sudor. Desde la pantalla del televisor Donald Draper lo miraba a través del humo de un cigarro y bebía whisky. Otro avión rugió por encima de ellos. Mad Men. Años sesenta. Estados Unidos. Mujeres con ropa de verdad. Bebidas de verdad en vasos de verdad. Tabaco de verdad sin filtros ni sabor a mentol. Cuando lo que no te mataba te hacía más fuerte. Solo había comprado la primera temporada. La veía una y otra vez. No estaba seguro de que le fuese a gustar la continuación.
Tord Schultz observó la raya blanca que había encima de la superficie de cristal de la mesa del salón y limpió el canto de la tarjeta. Como siempre, había usado la tarjeta de identificación para hacérsela. La tarjeta que sujetaba al bolsillo de la pechera del uniforme de comandante. La tarjeta que le daba acceso a la pista, a la cabina de mando, al cielo, al salario. Esa tarjeta, que le arrebatarían, junto con todo lo demás, si alguien llegara a enterarse de algo. Por eso le parecía correcto utilizar la tarjeta de identificación. Había en ello algo de sinceridad, en medio de tantas mentiras.
Volverían a Bangkok a la mañana siguiente. Dos días de descanso en el Sukhumvit. Bien. Ahora todo iría bien. Mejor que antes. No le gustó el plan cuando voló desde Amsterdam. Demasiado riesgo. Desde que se descubrió hasta qué punto estaban involucradas las tripulaciones latinoamericanas en el tráfico de cocaína en Schiphol, todas las tripulaciones, cualquiera que fuera la compañía aérea a la que pertenecieran, se exponían a que les controlaran el equipaje de mano y a que cachearan a sus integrantes. Además, el plan era que él se llevara los paquetes al aterrizar y los tuviera guardados en la maleta hasta que, ese mismo día, realizase un vuelo nacional a Bergen, a Trondheim o a Stavanger. Esos vuelos nacionales a los que tenía que llegar puntual, aunque eso implicara que, de vez en cuando, debiera recuperar los retrasos desde Amsterdam gastando más combustible de lo normal. Naturalmente, en Gardermoen permanecía todo el rato en el «lado aire», así que no tenía que pasar la aduana, pero en alguna ocasión había tenido la droga guardada en el equipaje hasta dieciséis horas, antes de poder entregarla. Las entregas tampoco estaban siempre exentas de riesgo. Coches en aparcamientos. Restaurantes con pocos clientes. Hoteles con recepcionistas muy observadores.
Enrolló un billete de mil que sacó del sobre que le dieron la última vez. Había tubos de plástico fabricados especialmente para este propósito, pero él no era de esos; no tenía una adicción tan fuerte, como ella le había dicho al abogado matrimonialista. La muy puta afirmaba que se divorciaba porque no quería que sus hijos creciesen con un padre drogadicto, que no quería quedarse de brazos cruzados viendo como él se esnifaba la casa y el sustento. Y que no tenía nada que ver con las azafatas, que eso no podía importarle menos, que ese asunto había dejado de preocuparle hacía mucho, que ya se encargaría la edad. Su mujer y el abogado le habían dado un ultimátum. O ella se quedaba con la casa, los niños y la parte de la herencia paterna que él no había dilapidado todavía. O lo denunciaban por posesión y consumo de cocaína. Su mujer había reunido pruebas suficientes para que hasta su abogado le dijera que lo condenarían y que la compañía aérea lo dejaría en tierra.
Fue una elección fácil. Ella solo le permitió que se quedara con las deudas.
Se acercó a la ventana y miró a la calle. ¿Por qué tardaban tanto?
Era un plan bastante nuevo. Tenía que llevar un paquete a Bangkok. A saber por qué. Era como llevar pescado a las islas Lofoten. De todas formas, era la sexta vez y hasta ahora todo había ido bien.
Había luz en las casas vecinas, pero estaban alejadas unas de otras. Casas aisladas, pensó. Eran viviendas para oficiales, de cuando Gardermoen era un aeropuerto militar. Cajas idénticas, todas de una planta con amplios jardines desnudos entre casa y casa. Con la mínima altura posible, para que ningún avión que volase demasiado bajo pudiera chocar con ellas. La mayor distancia posible entre las viviendas, para que el fuego originado al estrellarse un avión no se propagase de una a otra.
Vivieron allí durante su servicio militar obligatorio, cuando pilotaba el Hércules. Los niños corrían entre las casas para ir a jugar con los hijos de los colegas. Los sábados, los veranos. Los hombres alrededor de la barbacoa con el delantal puesto y la copa en la mano. Los chismorreos desde las ventanas abiertas de la cocina, donde las mujeres preparaban ensaladas y bebían Campari. Como una escena de Elegidos para la gloria, su película favorita, la de los primeros astronautas y el piloto de pruebas Chuck Yeager. Mira que eran guapas, las esposas de los pilotos. A pesar de que solo se trataba de los Hércules. Eran felices entonces, ¿no? ¿Era esa la razón por la que se había vuelto a mudar allí? ¿Un deseo inconsciente de volver a algo? ¿O de averiguar qué fue lo que se estropeó y así poder arreglarlo?
Vio aparecer el coche y, automáticamente, miró el reloj. Tomó nota de que llegaba dieciocho minutos más tarde de lo acordado.
Fue hasta la mesa del salón. Inspiró con fuerza dos veces. Puso el extremo del billete de mil enrollado donde empezaba la raya, se inclinó y aspiró el polvo por la nariz. Sintió un escozor en las mucosas. Se chupó la yema del dedo, la pasó por los restos de polvo y se frotó las encías. Sabía amargo. En ese momento sonó el timbre de la puerta.
Eran los dos tipos de siempre, con pinta de mormones. Uno bajito y otro alto, ambos con traje de catequista de la «escuela dominical». Pero a los dos se les veían los tatuajes en el dorso de la mano. Resultaba casi cómico.
Le dieron el paquete. Medio kilo envuelto como una salchicha y que cabía justo en el interior de los herrajes metálicos que rodeaban el asa extensible de la maleta de ruedas. Debería sacar el paquete después de aterrizar en Suvarnabhumi y dejarlo debajo de la moqueta suelta del fondo del armario de los pilotos, en la cabina de mando. Y esa sería la última vez que viera el paquete; probablemente se haría cargo de él algún empleado de tierra.
Cuando «míster Small» y «míster Big» le pidieron que empezara a llevar paquetes a Bangkok, le pareció una idiotez. Al fin y al cabo, no había ningún sitio en el mundo donde los precios de la droga en la calle fueran más altos que en Oslo. Así que ¿por qué exportarla? No preguntó, sabía que no obtendría respuesta, y tampoco le importaba. Pero aclaró que en Tailandia el contrabando de heroína se castigaba con la pena de muerte, así que quería que le pagaran mejor.
Se echaron a reír. Primero el bajo. Luego el alto. Y Tord pensó que a lo mejor los circuitos nerviosos más cortos reaccionaban con más rapidez. Y que por eso hacían las cabinas de mando de los cazas tan bajas, para poder excluir a los pilotos altos, de espalda larga, por ser más lentos.
El bajo le explicó a Tord en ese inglés suyo con acento ruso que no se trataba de heroína, sino de algo totalmente nuevo, tan nuevo que ni siquiera estaba prohibido por la ley. Pero cuando Tord Schultz preguntó por qué tenían que introducir clandestinamente una droga legal, el bajo se rió todavía con más ganas y le pidió que cerrara la boca y que contestara sí o no.
Tord Schultz dijo que sí. Al mismo tiempo, le surgió otra duda. ¿Qué consecuencias habría tenido contestar que no?
De eso hacía ya seis viajes.
Tord Schultz miró el paquete. En alguna ocasión se le había ocurrido que podía untar con lavavajillas los condones y las bolsas de congelación que usaban, pero alguien le había contado que los perros rastreadores de drogas podían discriminar los olores y no se dejaban confundir por trucos tan simples. Que todo dependía de la impermeabilidad de la bolsa de plástico.
Esperó. No pasaba nada. Carraspeó un poco.
—Oh, I almost forgot —dijo Mister Small—. Yesterday´s delivery…
Se metió la mano en la chaqueta sonriendo maliciosamente. O a lo mejor no era maliciosamente, a lo mejor solo era humor del bloque del Este. A Tord le entraron ganas de atizarle, de echarle el humo del tabaco sin filtro en la cara, de escupirle el whisky de doce años en los ojos. Humor del bloque del Oeste. Pero optó por murmurar Thank you y cogió el sobre. Se le antojó delgado entre las yemas de los dedos. Serían billetes grandes.
Después se acercó otra vez a la ventana y vio desaparecer el coche en la oscuridad; un Boeing 737 engulló el ruido. A lo mejor era un 600. En todo caso, un NG. El tono más ronco y la frecuencia más alta que los viejos clásicos. Vio su propia imagen en la ventana.
Sí, había aceptado. Y pensaba seguir aceptando. Aceptando todo lo que la vida le escupiese a la cara. Porque él no era Donald Draper. No era Chuck Yeager y tampoco era Neil Armstrong. Era Tord Schultz. Un chófer de espalda larga con un montón de deudas. Y un problema con la cocaína. Debería…
El estruendo del siguiente avión ahogó sus pensamientos.
¡Putas campanas! ¿Los ves, papá, los supuestos familiares alrededor de mi féretro? Derramando sobre mí lágrimas de cocodrilo, con esa expresión triste como diciendo: pero Gusto, ¿por qué no podías ser como nosotros? ¡No, putos hipócritas engreídos, no podía! No podía ser como mi madre de acogida, tonta, consentida, con la cabeza llena de aire, de flores, y en la que todo está bien si uno lee el libro que toca leer, escucha al gurú que toca escuchar, come las putas verduras que toca comer. Y, si alguien conseguía perforar esa sabiduría endeble que se había agenciado, siempre jugaba la misma carta. «Pero mira qué mundo hemos construido: guerras, injusticia, personas que ya no viven en armonía natural consigo mismas.» Tres cosas, querida. Una: lo natural es que haya guerra, injusticia y caos. Dos: tú eres la menos armónica de toda esta familia insignificante y desagradable. Tú solo querías el amor que te negaban, y te importó un bledo el que de verdad te dieron. Sorry, Rolf, Stein e Irene, pero ella solo tenía sitio para mí. Lo que hace que el punto tres sea más divertido todavía. Yo nunca te quise, querida, por mucho que a ti te pareciera que te lo merecías. Te llamaba mamá porque a ti te hacía feliz y a mí me hacía la vida más fácil. Cuando hice lo que hice, fue porque tú me lo permitiste, porque no tuve más remedio. Porque así es como soy.
Rolf. Tú al menos no me pediste que te llamara papá. Tú intentaste de verdad llegar a quererme. Pero no pudiste engañar a la naturaleza, te diste cuenta de que querías más a tu propia sangre: a Stein y a Irene. Cuando les decía a los demás que erais mis padres de acogida, podía ver la expresión herida en la cara de mamá. Y el odio en la tuya. No porque lo de «padres de acogida» os redujese a la única función que teníais en mi vida, sino porque hería a la mujer a la que tú, incomprensiblemente, amabas. Porque creo que eras lo bastante sincero para verte a ti mismo como te veía yo: una persona que en un momento de la vida, embriagada de idealismo, se ocupó de criar a un extraño, pero que pronto comprendió que no le salían las cuentas. Que la suma mensual que te pagaban por criarme no cubría el gasto real. Cuando te diste cuenta de que yo era el intruso. Que yo me lo comía todo. Todo aquello que tú apreciabas. Todos aquellos a los que tú querías. Deberías haberlo descubierto mucho antes y haberme echado del nido, Rolf. Ya que fuiste el primero en descubrir que yo os robaba. La primera vez solo fue un billete de cien. Lo negué. Dije que me lo había dado mamá. «¿Verdad, mamá, que me lo has dado tú?» Y «mamá» asintió vacilante, con lágrimas en los ojos, y dijo que se le había olvidado. La siguiente vez fueron mil coronas. Del cajón de tu escritorio. Un dinero que tenías guardado para nuestras vacaciones, dijiste. «Solo quería descansar de vosotros unos días», contesté yo. Y entonces fue cuando me pegaste por primera vez. Y pareció que algo se te soltó por dentro porque seguiste pegándome. Entonces ya era más alto y más corpulento que tú, pero no sabía pelear. No así, con las manos y los músculos. Yo peleaba de otra forma, de la forma en que se gana. Pero tú me pegabas cada vez más, ahora con el puño cerrado. Y comprendí por qué. Querías destrozarme la cara. Arrebatarme el poder. Pero la mujer a la que yo llamaba mamá se interpuso. Y entonces lo dijiste. Dijiste aquella palabra. Ladrón. Pues sí, la verdad. Pero entonces no me quedó más remedio que aplastarte, hombrecillo miserable.
Stein. El hermano mayor, taciturno. El primero que reconoció al cuco por las plumas, pero que era lo bastante listo como para mantenerse a distancia. El hermano solitario, sensato, bueno y también listo que, en cuanto pudo, escapó a la ciudad universitaria más alejada que encontró. Que intentó convencer a Irene, su querida hermana pequeña, de que fuera con él. En su opinión, Irene podía terminar el instituto en Trondheim, aunque fuera una mierda; le vendría bien dejar Oslo. Pero mamá prohibió la evacuación de Irene. Ella no sabía nada. No quería saber nada.
Irene. Guapa, adorable, pecosa y frágil. Eras demasiado buena para este mundo. Eras todo lo que yo no fui. Y aun así, me querías. ¿Me habrías querido si lo hubieras sabido? ¿Me habrías querido si hubieras llegado a saber que me estaba follando a tu madre desde los quince años? Que me había follado a tu madre por detrás mientras lloriqueaba ciega de vino tinto, pegada a la puerta del baño o la del sótano o la de la cocina y que le susurraba al oído «mamá», porque nos ponía cachondos a los dos. Que me daba dinero, que se ponía de mi parte si pasaba algo, que decía que solo me tendría de prestado hasta que fuera vieja y fea y yo encontrara una chica guapa. Y cuando yo le decía, «Pero, mamá, si tú ya eres vieja y fea», se reía y me pedía que le diera más.
Todavía tenía cardenales de los golpes y las patadas que me dio mi padre de acogida el día que lo llamé al trabajo para pedirle que volviese a casa a las tres porque le tenía que contar una cosa importante. Dejé la puerta de la calle entreabierta para que ella no lo oyese cuando llegara. Y yo le hablaba al oído para tapar el sonido de sus pasos, le decía cosas que a ella le gustaba oír.
Vi su reflejo en la ventana cuando entró por la puerta de la cocina.
Él se mudó al día siguiente. A Irene y Stein les dijeron que hacía un tiempo que mamá y papá no se encontraban bien juntos y habían decidido separarse temporalmente. Irene se quedó destrozada. Stein estaba en su ciudad universitaria y pudieron contactar con él por teléfono, pero contestó con un SMS. «Lástima. ¿Dónde queréis que pase las navidades?»
Irene lloraba sin parar. Ella me quería. Naturalmente, intentó dar conmigo. Dar con el Ladrón.
Las campanas de la iglesia doblaron por quinta vez. Llantos y sollozos desde los bancos. Cocaína, grandes beneficios. Alquila un apartamento céntrico en la parte oeste de la ciudad, regístralo a nombre de algún yonqui que te deje utilizar su identidad a cambio de una dosis y vende pequeñas cantidades en el rellano de la escalera o en el portal, sube los precios según se vayan sintiendo más seguros, los aficionados a la coca pagan lo que sea por la seguridad. Levántate, avanza, reduce el consumo, empieza a ser alguien. No te mueras en una madriguera como un puto perdedor. El pastor carraspeó. «Estamos aquí para recordar a Gusto Hanssen.»
Una voz desde el fondo: «El La-la-ladrón».
Tutu, tartamudeando allí sentado, con la chaqueta de motero y un pañuelo en la cabeza. Y algo más atrás, el gimoteo de un perro. Rufus. El bueno y fiel Rufus. ¿Es que habéis vuelto? ¿O soy yo el que ha llegado?
Tord Schultz dejó la Samsonite en la cinta de equipajes, que la llevaba hacia la máquina de rayos X, junto al vigilante de seguridad que le sonreía.
—No comprendo cómo permites que te pongan este horario —dijo la azafata—. Bangkok dos veces en la misma semana.
—Lo he pedido yo —dijo Tord pasando por el arco de rayos X.
Alguien del sindicato había propuesto que los tripulantes fueran a la huelga por tener que pasar varias veces al día por los controles de rayos X, que un estudio estadounidense había demostrado que el porcentaje de pilotos y de personal de cabina que morían de cáncer era superior al del resto de la población. Pero los agitadores de la huelga no habían dicho que la esperanza media de vida también era más alta. Los profesionales de la aviación mueren de cáncer porque no les quedan otras causas por las que morir. Vivían la vida más segura del mundo. La vida más aburrida del mundo.
—¿Y tú quieres volar tanto?
—Soy piloto, me gusta volar —mintió Tord; cogió la maleta, tiró del asa extensible y echó a andar.
Ella se le acercó rápidamente; el ruido de los tacones contra el suelo de mármol gris antique foncé del aeropuerto de Oslo casi acallaba el murmullo de voces bajo la bóveda de vigas de madera y acero. Pero, por desgracia, no acalló las preguntas que ella le susurraba:
—¿Es porque ella se ha ido, Tord? ¿Es porque tienes demasiado tiempo y nada más con que llenarlo? ¿Es porque no aguantas estar en tu casa y…?
—Es porque necesito cobrar las horas extra —la interrumpió.
Por lo menos, no era del todo mentira.
—Porque sé exactamente cómo te sientes. Yo me divorcié este invierno, como sabes.
—Sí —dijo Tord, que ni siquiera sabía que hubiera estado casada.
Le echó una mirada rápida. ¿Cincuenta? A saber qué pinta tendría por las mañanas, sin maquillaje ni colorete. Una azafata marchita, con un sueño de azafata marchito. Estaba bastante seguro de que no se la había follado. Por lo menos, no por delante. ¿Quién era el que repetía siempre ese chiste? Uno de los pilotos viejos. Los-pilotos-de-caza-con-la-mirada-azul-celeste-y-whisky-on-the-rocks. Uno de los que llegó a jubilarse antes de que perdieran el estatus. Aceleró cuando giraron para entrar en el pasillo que llevaba al centro de tripulantes. Ella iba jadeando, pero logró seguirle el ritmo. Aunque si mantenía esa velocidad, a lo mejor llegaba a quedarse sin aire para hablar.