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En cuanto entró en la comisaría, se percató de que Catarella tenía el semblante triste y descompuesto.
—¿Qué ocurre?
—Nada, dottori.
—¡Sabes que a mí tienes que decírmelo todo! Adelante, ¿qué te ha pasado?
Catarella cantó de plano.
—¡Dottori, yo no tengo la culpa de que al dottori Augello lo hayan puesto en libertad! ¡Yo no tengo la culpa de que Fazio se hubiera ido al mercado! ¿A quién podía dirigirme? ¿Quién me quedaba? ¡Usía solamente! ¡Y usía me ha tratado muy mal!
Estaba llorando y, para que Montalbano no lo viera, hablaba con el cuerpo girado tres cuartos.
—Perdona, Catarè, pero esta mañana estaba nervioso por asuntos míos. Tú no tienes nada que ver. Perdona.
Acababa de sentarse cuando Fazio entró en su despacho.
—Dottore, perdone que no haya podido ir yo, pero la riña en el mercado...
—Al parecer, ésta es la mañana de los perdones. Está bien, siéntate y te cuento lo del robo.
—Curioso —dijo Fazio, moviendo la cabeza, cuando el comisario terminó.
—Sí, es un robo planeado a la perfección. En Vigàta nunca se había cometido un delito tan estudiado.
Fazio negó con la cabeza.
—No me refería a la perfección, sino a la duplicación.
—¿Qué quieres decir?
—Dottore, hace tres días hubo un robo exactamente igual que éste, clavado punto por punto.
—¿Y por qué no se me informó?
—Porque usía nos tiene dicho que no quiere que le toquemos las pelotas con asuntos de robos. Se ocupó el dottor Augello.
—Cuéntame.
—¿Conoce a Lojacono, el abogado?
—¿Emilio Lojacono? ¿Ese cincuentón gordo que cojea?
—Ese mismo.
—¿Y bien?
—Todos los sábados por la mañana su mujer va a Ravanusa para visitar a su madre.
—Espléndido ejemplo de amor filial. Pero ¿a mí qué coño me importa? ¿Y en qué nos afecta a nosotros?
—Nos afecta, nos afecta. Un poco de paciencia. ¿Usía conoce a la dottoressa Vaccaro?
—¿La farmacéutica?
—Esa misma. Su marido también va todos los sábados por la mañana a visitar a su madre, aunque él va a Favara.
Montalbano empezó a ponerse de los nervios.
—¿Quieres hacer el favor de ir de una vez al meollo del asunto?
—Estoy llegando. Resulta que el señor Lojacono y la dottoressa Vaccaro aprovechan la lejanía de sus respectivos cónyuges para pasar juntos la noche del sábado en la casa de campo del abogado.
—¿Desde cuándo son amantes?
—Desde hace un año y pico.
—¿Y quién lo sabe?
—Toda la ciudad.
—Vamos bien. Bueno, ¿y qué pasó?
—El abogado es un hombre conocido por su precisión; hace siempre los mismos gestos, nunca falla. Por ejemplo, cuando va a la casa de campo con su amante, siempre pone las llaves encima del televisor, que está a un metro de una ventana que deja entornada, día y noche, haga frío o calor. ¿Le queda claro?
—Clarísimo.
—Los ladrones introdujeron una pértiga de madera de más de tres metros, con una punta metálica imantada, a través de la verja y la ventana, y se agenciaron el manojo de llaves con el imán.
—¿Cómo habéis averiguado lo de la pértiga?
—La encontramos allí.
—Continúa.
—Abrieron la verja y la puerta del chalet, entraron en el dormitorio y adormilaron al abogado y la dottoressa con un gas. Cogieron las cosas de valor, subieron en los dos coches, porque la dottoressa había ido con el suyo, y vinieron a Vigàta a desvalijar sus respectivas casas.
—Entonces, los ladrones eran como mínimo tres.
—¿Por qué?
—Porque forzosamente tenía que haber un tercer hombre, el que conducía el vehículo de los ladrones.
—Es verdad.
—¿Y cómo es que las televisiones locales no han hablado de este asunto?
—Hemos hecho un buen trabajo intentando evitar un escándalo.
En ese momento entró Catarella.
—Pido pirdón, pero acaban de llegar ahora mismito los señores Penettone.
Montalbano le dirigió una mirada asesina, pero prefirió no decirle nada. Catarella era capaz de ponerse a llorar otra vez.
—¿Se llaman así? —preguntó Fazio, atónito.
—¡Qué va! Se llaman Peritore. Oye, recíbelos en tu despacho, que presenten la denuncia y te den la lista que les he pedido, y vuelve aquí.
Cuando llevaba una media hora firmando documentos, que se amontonaban en su mesa, sonó el teléfono.
—Dottori, es su novia.
—¿Está aquí?
—No, siñor; está en la línea.
—Dile que no estoy —ordenó, dejándose llevar por un impulso.
Catarella se quedó de una pieza.
—Dottori, pido comprensión y perdón, quizá usía no ha entendido quién está en la línea. Se trata de su novia Livia, no sé si me he explicado...
—Lo he entendido, Catarè; no estoy.
—Como usía quiera.
Y al cabo de un segundo, Montalbano se arrepintió. Pero ¿qué tonterías estaba haciendo? Actuaba como un crío enfurruñado con una niña. ¿Y ahora cómo lo arreglaba? Se le ocurrió una idea.
Se levantó y fue al cuarto de Catarella.
—Préstame tu móvil.
Luego se dirigió al aparcamiento, se metió en el coche y se fue. Una vez en medio del tráfico, llamó a Livia con el móvil.
—Hola, Livia, soy Salvo. Catarella me ha dicho que... Estoy conduciendo; sé breve, dime.
—¡Menuda joya está hecha tu Adelina! —exclamó Livia.
—¿Qué ha hecho?
—¡Para empezar, yo iba desnuda y me la he encontrado delante! ¡No ha llamado!
—Perdona, pero ¿por qué tendría que haber llamado? Ella no sabía que tú estabas, y como tiene llaves...
—¡Sí, tú defiéndela! ¿Sabes qué ha dicho nada más verme?
—No.
—Me ha dicho, o por lo menos eso me ha parecido entender, ya que habla en este dialecto africano vuestro: «Ah, ¿está usted aquí? Entonces me voy. Buenos días.» ¡Y se ha ido!
Montalbano prefirió pasar por alto la cuestión del dialecto africano.
—Livia, sabes perfectamente que Adelina no te soporta. La historia ya viene de lejos. ¿Será posible que cada vez...?
—¡Es posible, sí! ¡Yo tampoco la soporto!
—¿Ves como ha hecho bien en irse?
—Más vale que lo dejemos. Voy a Vigàta en autobús.
—¿Para qué?
—Para hacer la compra. ¿Quieres comer o no?
—¡Claro que quiero comer! Pero ¿por qué tienes que molestarte? Has venido a pasar unos días de vacaciones, ¿no?
Hipócrita redomado. La verdad es que Livia no sabía cocinar; cada vez que comía un plato preparado por ella se intoxicaba.
—¿Y qué hacemos?
—Hacia la una paso a recogerte con el coche y vamos a la trattoria de Enzo. Mientras tanto, disfruta del sol.
—En Boccadasse tengo todo el sol que quiero.
—No lo dudo. Pero se podría resolver el asunto así: aquí lo tomas por delante, digamos en la cara y el pecho, y en Boccadasse por atrás, o sea, en la espalda.
Se mordió la lengua. Se le había escapado.
—¿Qué tonterías dices? —preguntó Livia.
—Nada; perdona, quería hacerme el gracioso. Hasta luego.
Y volvió a la oficina.
Fazio se presentó una hora más tarde.
—Misión cumplida. Creía que no íbamos a acabar nunca. ¡Desde luego, este robo ha sido muy rentable para los ladrones!
—¿Y el anterior?
—Había menos cosas de valor, aunque, sumando lo de las dos casas, tampoco les fue nada mal.
—Deben de tener un buen informador.
—Y el cerebro de la banda tampoco es para tomárselo a broma.
—Volveremos a oír hablar de ellos, seguro. ¿Te han dado la lista de los amigos?
—Sí, señor.
—Esta tarde empiezas a hacer averiguaciones sobre ellos, uno por uno.
—De acuerdo. Ah, dottore, le he sacado una copia. —Fazio dejó una hoja encima de la mesa.
—¿De qué?
—De la lista de los amigos de los señores Peritore.
Una vez solo, al comisario se le ocurrió llamar a Adelina.
—¿Por qué no me dijo que iba a venir su novia?
—Porque no lo sabía. Me ha dado una sorpresa.
—¡A mí también me ha dado una buena sorpresa! ¡Estaba completamente desnuda!
—Oye, Adelì...
—¿Cuándo se va?
—Seguramente dentro de dos o tres días. Yo te aviso, tenlo por seguro. Oye una cosa, ¿tu hijo está en libertad?
—¿Cuál de ellos?
—Pasquali.
Los dos hijos varones de Adelina, Giuseppe y Pasquale, eran delincuentes habituales que entraban y salían continuamente de la cárcel.
Pasquale, al que Montalbano había arrestado varias veces, estaba especialmente encariñado con el comisario e incluso había querido, para gran escándalo de Livia, que fuera el padrino de su hijo.
—Sí, señor, por el momento está en libertad. En cambio, Giuseppi no. Está en la cárcel de Palermo.
—¿Puedes decirle a Pasquali que venga hoy a la comisaría después de comer, pongamos hacia las cuatro?
—¿Qué pasa? ¿Quiere arrestarlo? —se asustó Adelina.
—Tranquila, Adelì. Palabra de honor. Sólo quiero hablar con él.
—Como usía mande.
Pasó a recoger a Livia, a la que encontró en la galería leyendo un libro, nerviosa y callada.
—¿Adónde quieres que vayamos?
—Bufff...
—¿La trattoria de Enzo te parece bien?
—Bufff...
—¿O prefieres la de Carlo?
No existía ningún restaurante con ese nombre, pero de repente, en vista del recibimiento que le estaba dispensando Livia, decidió presentar batalla. Y que fuera lo que Dios quisiera.
—Bufff... —dijo por tercera vez Livia, indiferente. No se inmutó al oír aquel nombre.
—¿Sabes qué te digo? Vamos a la trattoria de Enzo y no se hable más.
Livia continuó leyendo el libro cinco minutos más, simplemente para desairar a Montalbano dejándolo plantado a su lado.
Cuando llegaron, Enzo se apresuró a hacer los honores a Livia:
—¡Qué agradable sorpresa! ¡Es un placer volver a verla!
—Gracias.
—¡Usía sí que es una gracia para los ojos! ¡Una auténtica delicia! Pero ¿me explica cómo es que cada vez que usía me honra viniendo aquí está más guapa?
Una súbita sonrisa borró las nubes de la cara de Livia, como un rayo de sol.
«Pero ¿cómo es que ahora este dialecto africano le resulta comprensible?», se preguntó Montalbano.
—¿Qué tomarán? —preguntó Enzo.
—Me ha entrado bastante hambre —dijo Livia.
Pues si los cumplidos de Enzo le abrían el apetito, ¡mejor no pen