La danza de los cisnes

Fragmento

Índice

Índice

  1. La danza de los cisnes
  2. PRÓLOGO
  3. PRIMERA PARTE. Eclosión
    1. Capítulo 1
    2. Capítulo 2
    3. Capítulo 3
    4. Capítulo 4
    5. Capítulo 5
    6. Capítulo 6
    7. Capítulo 7
    8. Capítulo 8
    9. Capítulo 9
    10. Capítulo 10
    11. Capítulo 11
    12. Capítulo 12
  4. SEGUNDA PARTE. Danza
    1. Capítulo 13
    2. Capítulo 14
    3. Capítulo 15
    4. Capítulo 16
    5. Capítulo 17
    6. Capítulo 18
    7. Capítulo 19
    8. Capítulo 20
  5. TERCERA PARTE. Vuelo
    1. Capítulo 21
    2. Capítulo 22
    3. Capítulo 23
    4. Capítulo 24
    5. Capítulo 25
    6. Capítulo 26
    7. Capítulo 27
  6. EPÍLOGO
  7. AGRADECIMIENTOS
  8. Sobre este libro
  9. Sobre las autoras
  10. Créditos

A Hécate, tal y como lo prometí

R.R.

A mi hermana Andrea, con quien siempre

he compartido mis cuentos de hadas favoritos

C.R.

PRÓLOGO

Imagen de cisnes

Vardalión

Nuestra historia da inicio hace algunas lunas en la lejana tierra de Vardalión, cuando, en una cálida noche de verano, el destino de dos venerables países sería entrelazado mediante una importante promesa.

La charla de toda la capital giraba en torno al recital de ballet que iba a ser presentado en el Teatro Reina Altina II por la Academia Real de Música y Artes. Este teatro era el más antiguo en la ciudad y se reservaba para los eventos de mayor renombre. Todas las calles parecían estar vibrando con entusiasmo y curiosidad. Muchas tiendas y restaurantes incluso habían cerrado más temprano de lo normal por motivo del recital: todos querían tener la oportunidad de verlo, fuese en persona o por televisión, desde la comodidad de sus hogares.

En realidad, la obra que se presentaría no tenía nada de especial. La Academia había decidido mostrar una adaptación de La danza del lirio, un clásico que se había hecho ya más de una vez en distintos formatos, incluyendo varias novelas y películas. Lo que estaba llevando a la gente a vestirse con sus mejores prendas y aglomerarse afuera del teatro con regalos y cámaras en mano no era la temática del recital, sino los participantes de este.

Los protagonistas de este año serían la princesa y el príncipe de Vardalión. Finalmente, después de once largos años, la corona estaba lista para presentar en sociedad a los pequeños gemelos. Cuando se dio a conocer la noticia a través de distintos medios de comunicación, todos perdieron la cabeza: hubo festejos, la gente lanzó rosas por las calles y los ancianos en las tabernas cantaron con orgullo el himno de la nación. Había especial emoción por ver a la princesa, ya que ella sería quien en un futuro guiaría al país a un mejor mañana.

Entre los invitados estaban figuras políticas, celebridades, miembros de la nobleza y, por si fuera poco, la familia real de la nación vecina de Zesconia, la más afluente y poderosa del continente. Vardalión, aunque era una nación importante debido a que poseía el lago mágico que alimentaba a todos los reinos, pocas veces era sede para visitas de la monarquía de otros países. El hecho de que tuvieran invitados de tal calibre esta noche significaba que algo grande estaba por suceder. Los habitantes todavía no sabían exactamente qué, pero no querían perdérselo por ningún motivo.

Dentro del teatro, la familia real de Zesconia se encontraba ya sentada en el palco principal, con la mejor vista hacia el escenario. El rey y la reina charlaban amenamente y en voz baja de temas triviales, siempre manteniendo buena cara ante las cámaras y el público, no obstante, el príncipe heredero no lucía muy feliz de estar ahí. Acababa de cumplir trece años y lo que menos quería era pasar sus vacaciones en un aburrido recital de ballet en un país al que jamás había ido, pero sus padres no le dieron opción. Al igual que los habitantes de Vardalión, sospechaba que algo estaba por suceder, mas no sabía qué… y eso lo ponía de peor humor.

Las luces del teatro se atenuaron y los murmullos de los asistentes se apagaron casi al instante. Del lado izquierdo del escenario salió un hombre mayor que vestía un esmoquin blanco bastante elegante: era el director de la Academia Real de Música y Artes, quien daría el discurso de bienvenida. En este agradeció la presencia de la familia real de Vardalión, así como la de algunos duques, condes, marqueses y la del primer ministro. Luego hizo énfasis en dar la bienvenida a la familia real de Zesconia.

El director habló durante unos minutos más y, despedido por un gran aplauso, salió de escena. Unos segundos después, las luces del teatro se apagaron y solo quedaron las que apuntaban al escenario.

Cuando las cortinas se abrieron, el príncipe ahogó un bostezo, aunque no iba a negar que la escena era majestuosa. Estaba llena de lirios cabizbajos color lila, que realmente eran bailarinas esperando la música; al centro, se encontraba un lirio blanco. Pequeñas luces caían del cielo, simulando estrellas.

El público estaba expectante.

La música comenzó y los lirios color lila se fueron levantando de uno en uno, dando piruetas delicadas en el aire. Estaban formando una especie de círculo alrededor del lirio blanco, pero este permanecía dormido.

Entonces un bailarín encapuchado entró en escena, daba saltos con una gracia que hacía que pareciera que sus pies no tocaban el piso. Cuando el recién llegado se acercó al lirio blanco y le extendió la mano, sucedieron dos cosas:

Primero, el bailarín encapuchado se descubrió el rostro.

Segundo, el príncipe de Zesconia, desde su asiento, se hizo hacia adelante. De pronto, ya no estaba tan aburrido.

Su vista se posó de inmediato en la cabeza cubierta de mechones rubios que caían sobre una cara delgada en forma de corazón, cuya piel estaba cubierta de purpurina que reflejaba las luces de la escenografía. Esto hacía parecer que el bailarín estaba hecho de pequeños y tintineantes diamantes. Cuando desde el escenario dedicó una mirada a la audiencia, notó sus ojos de verdelita, enmarcados por pestañas gruesas. Su mirada se cruzó con la de él y, aunque duró tan solo unos cuantos latidos, fue más que suficiente para que el príncipe de Zesconia quisiera acercarse un poco más.

Pudo escuchar a su madre susurrar algo al oído de su padre. Si la había entendido bien, ese bailarín era el príncipe Oliver, el gemelo de la heredera a la corona.

El lirio finalmente se levantó con ayuda de la mano de Oliver y, con movimientos seguros y coordinados, extendió los brazos de manera elegante. Su piel estaba cubierta con esa misma purpurina y su cabello claro estaba peinado en un complicado recogido sobre su cabeza.

Desde su asiento, la madre del príncipe de Zesconia volvió a decirle algo a su padre en voz baja, pero esta vez también tomó un par de refinados binoculares para ver mejor. No cabía la menor duda de que ella era la princesa Odelia.

De no ser porque debía mantenerse en silencio, el público la habría ovacionado en ese mismo instante. Se notaba en los murmullos animados que se esparcían en la sala. El cambio en el ambiente era evidente: todos estaban ahí para ver a Odelia de Vardalión, la hija primogénita de los reyes, nacida tan solo un par de minutos antes que su hermano.

Los gemelos bailaron tomados de la mano, como si hubieran nacido para bailar ballet. La danza del lirio se desenvolvía en el escenario con piruetas delicadas y música orquestal. Mantuvieron la adaptación fiel a la versión original.

El príncipe de Zesconia no era capaz de quitar la vista del escenario.

La princesa Odelia se movía con delicadeza, pero la forma en que marcaba sus pasos era fuerte y decidida, como un punto al final de una oración. Su rostro expresaba la alegría que el lirio estaba sintiendo y esa sonrisa era contagiosa. Sin embargo, no era Odelia quien había capturado la atención del príncipe, sino Oliver, que parecía volar con cada paso que daba. Parecía que la música había sido compuesta para que él la bailara. El príncipe de Zesconia miraba boquiabierto cada movimiento del chico que danzaba sobre el escenario.

La enigmática figura del encapuchado convivía con el lirio e iba a visitarlo todas las noches para bailar juntos y recorrer los jardines. Al inicio de la obra, bailaban de la mano con movimientos casi iguales, pero conforme iba avanzando la historia, se soltaban e iban marcando una clara distancia.

Cerca del final, el ambiente cambió por completo. Las luces en el escenario se tornaron rojizas y la música se transformó a una más sombría: era el acto de despedida. El lirio se dio la vuelta y salió del campo para bailar por su cuenta sin siquiera mirar a la figura que la había acompañado durante toda la historia. El encapuchado se inclinó y sufrió la pérdida, bailando con movimientos cada vez más lentos y torpes, hasta que finalmente se quedó quieto, observando al lirio dar giros y saltos mientras se alejaba para siempre.

El telón se cerró marcando el final y las luces se encendieron al mismo tiempo que la gente se ponía de pie para ovacionar la puesta en escena de la Academia. Los aplausos de la gente rebotaban contra las paredes. Cuando el telón se abrió de nuevo, los primeros en salir a agradecer al público fueron los gemelos de Vardalión con una tímida sonrisa estampada en el rostro.

La aparición de los gemelos hizo que el príncipe de Zesconia aplaudiera con más ahínco, sin poder entender el motivo.

—Sam, los reyes de Vardalión nos invitaron al palacio a cenar, pero antes debemos pasar a los camerinos a felicitar a la princesa Odelia y al príncipe Oliver —dijo la reina de Zesconia—. El dueño del teatro nos llevará personalmente.

Sam casi da un brinco sobre su sitio, sin embargo, se contuvo. ¿Iba a conocer a los gemelos de Vardalión en ese momento? Antes de La danza del lirio le habría parecido un acontecimiento irrelevante, pero ahora sentía que no podía esperar. Su cuerpo vibraba con emoción al saber que en cuestión de minutos estaría frente a frente con el príncipe Oliver.

El dueño del teatro fue por ellos al palco y los guio por zonas restringidas para el público hacia el área de los camerinos, seguidos en todo momento por sus guardaespaldas. Detrás del escenario, todo era caos. Decenas de niños y niñas corrían a abrazar a sus familiares, quienes los felicitaban por su desempeño en el recital. Otros recibían flores y a algunos les tomaban fotos.

Sus padres se distrajeron cuando la familia de un duque de Vardalión se les acercó con una enorme sonrisa en el rostro. Mientras hablaban de cosas que a Sam no le interesaban, él miraba hacia todos lados, buscando a los gemelos, a quienes no tardó en encontrar. Estaban juntos y algo apartados de la multitud, rodeados de varios hombres que seguramente pertenecían a su guardia privada.

Sam comenzó a caminar hacia ellos sin pensarlo mucho. No podía evitarlo, jamás había sentido tantas ganas de acercarse a alguien, pero no pudo llegar muy lejos: su seguridad era como una fortaleza impenetrable.

—Ah, tú debes ser el príncipe de Zesconia. Samiel, ¿cierto? —una voz masculina dijo tras él.

—Sam —corrigió de inmediato.

El hombre rio sonoramente y Sam notó que la guardia privada le abría el paso a él. El rey de Vardalión tenía la misma cara en forma de corazón que sus hijos.

—Bienvenido a Vardalión, Sam —dijo el rey.

Él asintió y vio como los gemelos corrían hacia su padre para abrazarlo, mientras él los llenaba de felicitaciones por su presentación. Odelia parecía extasiada mientras relataba todo lo que había vivido en el escenario. Oliver lucía feliz, pero había dado un paso hacia atrás.

Sam decidió tomar esa oportunidad para acercarse a él y hablarle. Por alguna razón, lo que más le importaba en ese instante era agradarle. No obstante, antes de que pudiera decirle algo, una mano se posó sobre su hombro.

—¡Sam, aquí estás! —exclamó su madre—. Ah, veo que ya conociste a las estrellas de la noche.

—No nos hemos presentado —respondió él. Su voz salió más bajita de lo que hubiera querido, pero todos parecieron escucharlo.

El rey de Vardalión posó sus manos en las espaldas de sus dos hijos para acercarlos a Sam y a su madre. Era la primera vez que Oliver posaba sus ojos verdes en él y, de cerca, podría jurar que eran del verde más profundo que había visto jamás, como un bosque en el que todavía había magia.

—Íbamos a esperar hasta la cena, pero creo que es hora de las introducciones formales —dijo el rey.

Su madre le dio un apretón en el hombro antes de hablar.

—Sam, te presento a tu prometida, la princesa Odelia de Vardalión.

Pleca

Conociendo a un cisne

Vardalión, primer verano

Había cisnes por todas partes.

Eso fue lo primero que Sam notó al llegar a Vardalión: la inmensa cantidad de cisnes que adornaba cada rincón de la capital. No era de extrañarse ya que los cisnes eran el emblema del país, pero no podía evitar pensar que tal vez lo llevaban demasiado lejos. A Zesconia lo representaba un ciervo de cuernos largos, sin embargo, no por eso lo utilizaban en todo.

Apenas había pasado un año desde que le presentaron a su prometida después del recital de ballet y Sam no había regresado a Vardalión desde entonces. Incluso creyó que tal vez no volvería a ver a los gemelos en un largo tiempo, hasta que la inevitable boda se acercara. Tenía varios familiares que se habían casado por conveniencia y sabía que no era vital entablar algún tipo de relación antes del matrimonio. Después de todo, el acuerdo ya estaba hecho, no había necesidad de convivir sino hasta que tuvieran que cumplir con lo pactado. No obstante, su madre, siendo su madre, tenía otros planes. Sam recordaba claramente sus palabras cuando le dio la noticia.

—Sam, acabo de tener una llamada con Hilda de Vardalión. A ambas nos parece una excelente idea que pases el verano allá con los gemelos. Queremos que Odelia y tú empiecen a conocerse.

Unos días antes de eso, Sam le había prometido a su amigo Benno que pasarían juntos el verano cazando liebres para reforzar sus lecciones de arquería, pero el plan quedó descartado por el repentino acuerdo entre su madre y la reina de Vardalión.

A Sam no le molestaba la idea del matrimonio arreglado y tampoco tenía nada en contra de la princesa Odelia, sin embargo, por alguna razón la idea de pasar el verano en Vardalión le hacía sentir como si pequeñas hormigas le recorrieran la piel. Era una sensación extraña para él y no del todo incómoda, pero no le permitía relajarse.

El primer ministro de Vardalión lo esperaba en el aeropuerto privado para darle la bienvenida al país y llevarlo a la casa de verano donde pasarían varias semanas los gemelos y él. Rowan de Vardalión se encargaba de las relaciones exteriores del país. Él era un hombre importante que era respetado en todo el continente; a pesar de ser el hermano menor del rey, no se parecía a él en absoluto. Tenía el cabello tan negro como el de Sam, un rostro enmarcado por una barba bien recortada y un frondoso bigote. Incluso sus ojos eran distintos al verde del resto de la familia real de Vardalión: los de él eran de un tono más oscuro.

El camino hacia la casa de verano de la familia real fue silencioso y muy aburrido, y la casa en sí más bien parecía un pequeño castillo blanco. La reina Hilda lo esperaba con los brazos abiertos y una sonrisa que le iluminaba todo el rostro.

—¡Samiel, bienvenido! Los gemelos están en el patio trasero. Ve con ellos mientras los sirvientes acomodan tus cosas y terminan de preparar tu cuarto —dijo en tono amable, pero definitivamente impositivo.

Un mayordomo lo tomó del hombro y lo guio hacia la parte trasera de la propiedad, que tenía una decoración minimalista y parecía de revista. Tan pronto salieron, Sam tuvo que colocarse las manos a modo de visera por encima de sus ojos para protegerlos del sol, pero lograba ver que el lugar era gigantesco y que tenía todo tipo de amenidades.

Cerca de la enorme piscina había unos columpios y ahí fue donde vio a los gemelos, que estaban sentados charlando en voz baja. Odelia tenía el cabello rubio peinado en dos coletas y portaba un vestido tan blanco que lo hacía preguntarse cómo era posible que no tuviera ninguna mancha.

Inevitablemente sus ojos se deslizaron hacia Oliver. Él llevaba ropa blanca al igual que su hermana, pero manchada por aquí y por allá. En una de sus manos tenía una barra de chocolate que casi se terminaba. Por alguna razón, eso hizo que la comisura de los labios de Sam se alzara en una pequeña sonrisa.

El príncipe de Zesconia estaba empeñado en causar una buena impresión, así que se limpió el sudor de la palma de las manos en su pantalón de lino y avanzó con confianza hacia ellos. Al verlo, Odelia saltó del columpio y alzó la mano para saludarlo con una sonrisa que parecía sincera. Oliver permaneció sentado mientras lo observaba con una expresión resguardada.

—Sam, qué bueno que llegaste, ¡te estábamos esperando! —dijo Odelia.

—Principessa, qué gusto volver a verla —respondió Sam, y tal y como lo hacían los caballeros mayores, tomó la mano de Odelia y depositó un suave beso en ella. Esperaba que no notara lo mucho que le temblaban las manos.

Odelia soltó una pequeña risita ante el gesto y retiró su mano con delicadeza. Después miró por encima de su hombro a Oliver, quien no se había movido para nada y los veía con una mueca difícil de descifrar.

—¡Deberías aprender de Sam! Él sí tiene los modales de un príncipe —le dijo la princesa en tono juguetón.

Oliver puso los ojos en blanco y no dijo nada.

Sam se enderezó y pasó saliva. No estaba seguro de cómo saludar al príncipe, pero decidió ofrecer su mejor sonrisa y acercarse con la mano extendida, que ahora temblaba incluso más que antes.

—Qué placer volver a verlo también a usted, alteza —su confianza flaqueó al ver que Oliver solo lo miraba y no parecía tener intención de estrecharle la mano extendida.

Pensó que Oliver no iba a dignarse a responderle, pero después de unos segundos bajó del columpio y habló.

—No seas ridículo.

Dicho esto, lo pasó de largo sin siquiera mirarlo.

Sam sintió que su espalda se tensaba como una cuerda de violín demasiado ajustada. ¿Qué acababa de pasar? ¿De qué forma había ofendido al príncipe Oliver con tan pocas palabras?

—Discúlpalo, no sé qué le pasa. Normalmente no es tan grosero —intervino Odelia, algo preocupada.

Sin pensarlo, Sam corrió tras Oliver. No podía dejar que su reencuentro con él fuera tan desastroso, no cuando desde la primera vez que lo vio solo quiso agradarle. Pensar en que sucediera lo contrario hacía que su pecho se sintiera apretado.

—¡Espere, por favor!

Logró alcanzarlo rápido, pero, a pesar de que estaba seguro de que habló alto, Oliver fingió no escucharlo y siguió su camino de regreso a la casa. ¿Era la imaginación de Sam o hasta había acelerado el paso?

—Alteza, perdone —Sam volvió a intentar, pero parecía estarle hablando al aire mismo—. Si dije algo que lo ofendió, le ofrezco una disculpa.

Era humillante tener que disculparse con un niño dos años menor que él, pero no podía evitarlo, quería que Oliver fuera su amigo. Quería que lo mirara. ¿Por qué lo estaba haciendo difícil? Algo en su pecho le insistía en no dejar que el príncipe se fuera así.

—¡Oliver! ¿Qué te pasa? —exclamó Sam con fuerza.

Eso pareció lograr lo que quería, pues tan pronto lo llamó por su nombre, Oliver se detuvo en seco, como si se hubiera topado con un muro. Por un momento pareció que se quedaría dándole la espalda a Sam, pero después de unos segundos se giró para darle la cara.

—¿Qué quieres? —preguntó Oliver con evidente fastidio.

Sam se humedeció los labios para ganar unos cuantos segundos y pensar su respuesta.

—Solo quería saludar.

—Pues ya lo hiciste. Adiós.

Oliver volvió a girarse y retomó su camino, entró a la casa y cerró la puerta tras de sí. Una clara señal para Sam de que no lo siguiera.

Sam se quedó quieto, sin saber cómo reaccionar. Nunca nadie lo había tratado de esa manera, ni siquiera sus compañeros más fastidiosos de la escuela. Absolutamente nadie. ¿Cuál era el problema de ese niño?

El príncipe de Zesconia no era del tipo que se rinde y ese verano trató de ganarse a Oliver sin descanso. Sin embargo, el príncipe no le puso las cosas nada fáciles. Durante las siguientes semanas Sam intentó de todo, desde invitarlo a jugar videojuegos hasta mostrarle los libros que había traído desde su hogar, pero cada intento fue rechazado con la frialdad más cruel que había experimentado en sus catorce años de edad.

Finalmente, cuando el verano acabó y él preparaba sus maletas para volver a Zesconia, decidió que había tenido suficiente. De forma silenciosa declaró que odiaba al príncipe Oliver y no permitiría que pisoteara su dignidad ni una vez más: a partir de ese momento se convertía en su peor enemigo y, cuando Sam lo volviera a ver, se aseguraría de tratarlo tan horrible como él lo trató.

Ya no le importaba entender cómo es que todo había empezado tan mal con Oliver. De todos modos, quien verdaderamente importaba era su prometida Odelia.

Pleca

Conociendo a un cisne

Zesconia, segundo verano

Sam estaba seguro de que su madre lo odiaba.

No había otra explicación, porque después de haberle contado lo mal que la había pasado en Vardalión el verano pasado, decidió ignorarlo por completo y obligarlo a tolerar al engreído príncipe otro verano más.

La peor parte era que su madre era astuta y sabía que si le avisaba con suficiente anticipación, Sam podría intentar escapar con algún familiar durante las vacaciones o inscribirse a un campamento… pero no tuvo oportunidad alguna de hacerlo, porque dos días antes de la fecha del concurso de arquería, su madre le anunció durante la hora del desayuno que el príncipe Oliver llegaría a Zesconia para participar también en el evento.

Sam intentó oponerse a la idea, sin embargo, su madre fue firme y agregó que su prometida acompañaría a su hermano en el viaje, por lo que sería una excelente oportunidad para pasar el verano juntos y seguirse conociendo.

Y así fue como Sam terminó encerrado en su habitación con una expresión agria en el rostro mientras Benno intentaba animarlo.

Otro maldito verano arruinado teniendo que verle la cara a ese niño insufrible.

—Pero hay un lado bueno —dijo Benno con un tazón de frituras en el regazo y las manos llenas de polvo naranja sabor queso.

—No lo hay —replicó Sam y apretó con fuerza una pequeña pelota antiestrés antes de lanzarse sobre su cama—. El año pasado ese niño me hizo pasar el peor verano de mi vida.

—Sí, pero cuando menos podrás ver a la princesa —la voz de Benno adquirió un tono juguetón—. Ella es muy hermosa y seguro le dará gusto verte de nuevo.

Sam arrugó la frente.

—¿Eso qué importa si tengo que estar soportándolo a él?

—Solo digo que no todo es sobre el príncipe. No le des tanta importancia —Benno se encogió de hombros antes de lamer el residuo del polvo de queso de la punta de sus dedos.

Sam enterró la cabeza en la almohada, exasperado. Su madre le había dicho exactamente lo mismo: que no le prestara tanta atención a Oliver y que tan solo pensara en pasar un buen rato junto a Odelia. Pero ¿por qué nadie podía entender que no podía hacer eso mientras Oliver estuviera estorbando?

—Si hubieras estado ahí, no dirías lo mismo —Sam se irguió y le lanzó a Benno la pelota antiestrés directo a la cara—. Me hizo pasar unas semanas terribles.

Benno torció los labios mientras pensaba y Sam se reacomodó para sentarse en el centro de la cama. Se había mudado a una pieza nueva hacía un par de meses para tener más espacio para sus libros y su equipo de laboratorio. Era equipo viejo y de lo más básico, pero apreciaba que su madre le permitiera explorar los intereses que tenía a pesar de que su padre se opusiera.

Las paredes de su habitación estaban cubiertas de las medallas y premios que había ganado en el último año por sus talentos con el arco y se preguntaba si el príncipe Oliver sería competencia para él en el torneo.

—Bueno, ¿y si te vengas? —sugirió Benno con la boca llena de frituras.

—¿Qué tienes en mente? —Sam arqueó una ceja.

Debía ser algo efectivo. Algo que le dejara en claro al principito que no podía meterse con el heredero de Zesconia.

—Viene para el torneo, ¿no? —Benno entrecerró los ojos—. Deberíamos intentar sabotearlo.

Sam y Benno se sonrieron mutuamente mientras comenzaban a armar el plan maestro para su revancha.

El día del torneo llegó y Sam estaba listo para poner a Oliver en su lugar. La noche anterior los gemelos habían arribado al palacio y desde ese momento el primer paso de la nueva estrategia había entrado en vigor: Sam recibió a Odelia con gusto, pero no le dedicó palabra alguna o mirada a Oliver.

El verdadero golpe se daría hoy, cuando iniciara el concurso de arquería.

Benno y el resto de sus amigos habían preparado todo para que Sam estuviera el día entero con su madre y hubiera testigos de su buen comportamiento. Así, aunque Oliver intentara culparlo, no tendría pruebas.

Sam se vistió con su uniforme militar de gala, escondiendo su cabello oscuro bajo la boina. El conjunto era azul, el color representativo de Zesconia. La maquillista había pasado a su habitación para ponerle algo de polvo y agregarle un par de toques sutiles para darle un poco de color a su piel clara. Una vez que estuvo listo, bajó para encontrarse con Oliver y poder al fin darle una lección.

Como era de esperarse, los gemelos estaban juntos. El verano pasado se dio cuenta de que eran casi inseparables, aunque no tenían mucho en común. La princesa era el centro del mundo, brillaba y le regalaba una buena cara a todos. En cambio, Oliver parecía su sombra. Solía caminar cabizbajo y era difícil borrarle esa expresión recelosa del rostro. Las semanas que pasó en Vardalión jamás lo vio sonreír, y eso solo era algo más que agregó a la lista de cosas que le fastidiaban de Oliver.

La heredera de Vardalión llevaba el pelo recogido en un moño prolijo y un vestido color lila que le llegaba abajo de la rodilla. En cambio, Oliver ya portaba el traje de arquería que usaría para el concurso. El príncipe sujetaba el arco como si le temiera y Sam no pudo evitar pensar que el objeto lucía enorme en sus manos.

Oliver alzó la cabeza y sus ojos se toparon de lleno con los de Sam. Como era de esperarse, no se dignó a saludarlo, sino que se giró rápidamente para fingir que ajustaba su arco. Eso hizo que Odelia se percatara de la presencia de Sam. Ella, a diferencia de su hermano, le regaló una enorme sonrisa.

—¡Sam! —dijo a la vez que caminaba hacia él—. Mucha suerte en el torneo. Tus padres me dijeron que eres excepcional con el arco. Estaré apoyándote en primera fila.

—Mi madre siempre exagera cuando se trata de mí, principessa —Sam le sonrió—, pero estoy seguro de que tus buenos deseos lograrán que consiga la copa.

—Estoy segura de que así será —respondió Odelia—. Y si ganas, esta noche podríamos celebrar.

—Lo espero con ansias —inclinó ligeramente la cabeza y después caminó decidido hacia Oliver. Se quedó observándolo un par de segundos sin decir nada, esperando intimidarlo, pero el príncipe seguía sin inmutarse. Sam se cruzó de brazos—. Buena suerte para usted también, alteza.

Oliver dejó lo que sea que estuviera haciendo con su arco y se enderezó para mirar a Sam a los ojos. La diferencia de estaturas era muy notoria.

—No necesito de tus buenos deseos —respondió de forma tajante.

Después de eso, se dio la vuelta y comenzó a alejarse, como siempre hacía cuando Sam le dirigía la palabra.

—Oliver —llamó Odelia—, ¿a dónde vas? ¡La competencia empezará dentro de poco!

—Hay demasiado ruido, voy a buscar un lugar tranquilo.

Sam inhaló un par de veces para calmarse. No esperaba menos de ese malcriado, pero aun así su actitud lo hacía rechinar los dientes para contener su rabia. A este paso, envejecería prematuramente por culpa de ese mocoso rubio.

Avanzó hacia Benno para asegurarse de que todo estuviera listo.

—Nadie ha hecho preguntas —aseguró Benno cuando Sam entró a la bodega en donde tenían acomodadas algunas dianas y equipo extra para el torneo.

—Y nadie los ha visto entrar o salir de aquí, ¿cierto? —Sam observó a su otro par de amigos que habían accedido a participar en esto.

—¿Con quién crees que estás tratando? —Benno hizo su cabello marrón hacia atrás y se acomodó las gafas que descansaban sobre su nariz—. Somos unos profesionales. Claro que nadie sospecha nada.

Sam asintió.

Benno era el hijo menor de los duques de Ellin. Sus padres eran famosos por tener un carácter terrible y con frecuencia olvidaban a su hijo pequeño, así que aprendió todo tipo de trucos y bromas para llamar la atención. En efecto, Sam estaba trabajando con un verdadero profesional.

—Ahora ve y distrae al príncipe para que no pueda revisar nada antes de su turno —Benno lo tomó por los hombros, lo hizo darse vuelta y prácticamente lo lanzó fuera de la bodega.

Sam sentía su estómago burbujear con nerviosismo mientras intentaba localizar a Oliver por todo el evento, pero ni siquiera la misma Odelia sabía en dónde se encontraba. Buscó en el área de comida, en las fuentes e incluso en la mesa en donde estaban los invitados de Vardalión, mas el príncipe no se hallaba en ninguna parte.

Estaba por darse por vencido e informarles a sus amigos de esto cuando finalmente vio una cabeza rubia detrás de los establos.

El lugar se encontraba completamente solo, con excepción de Oliver, quien en verdad había buscado el rincón más alejado para… ¿qué era lo que había dicho? ¿Estar tranquilo o algo así? Sin embargo, el príncipe de Vardalión lucía todo menos tranquilo.

Estaba tratando de tomar la posición correcta para lanzar una flecha con su arco, pero ni siquiera parecía capaz de mantener la flecha en su lugar. ¿Oliver sabía lo que estaba haciendo? A juzgar por lo que veía, el pobre no tenía idea.

¿De quién había sido la idea de invitarlo a participar en el torneo?

La flecha que Oliver sostenía cayó al suelo y este maldijo en voz baja al tiempo que se agachaba a recogerla. Se notaba la urgencia en sus movimientos, seguramente porque era consciente de que la competencia estaba por empezar.

—Tu postura está mal —dijo Sam y vio a Oliver dar un pequeño salto de sorpresa—. Debes estirar bien el brazo con el que vas a tirar y levantar más el codo.

Oliver entornó los ojos y frunció el ceño. Estaba tenso.

—¿Me estabas espiando? —preguntó.

Sam sintió como si una bola gigante de algodón se atorara en su garganta al tener que tragarse sus palabras y no insultar al maldito príncipe. Apretó la mandíbula, pero logró contenerse. No podía hacerlo enojar y que eso causara que se fuera de ahí. Su misión era distraerlo.

—También creo que tu arco es demasiado pesado para ti. Debieron darte uno más liviano si estás iniciando —se acercó al príncipe y le arrebató el arco.

Oliver no opuso resistencia, más bien parecía aliviado de no tener el arco en sus manos. Se cruzó de brazos al instante y no negó las palabras de Sam.

—¿Y dónde puedo conseguir uno más liviano?

Sam pasó saliva. No esperaba que el príncipe lo escuchara o aceptara alguno de sus consejos.

—Si gustas puedo prestarte uno de los que usaba cuando era más pequeño. Los tengo en mi habitación aún y son buenos para principiantes —sostuvo el arco de Oliver con la mano izquierda, evaluándolo.

Como era de esperarse, era de la mejor calidad, pero claramente estaba diseñado para alguien que ya tuviera bastante práctica.

Oliver pareció sopesar la oferta de Sam por unos segundos, no obstante, luego negó con la cabeza.

—No tienes que prestarme nada, puedo pedirle uno a los organizadores.

Oliver comenzó a caminar de regreso al área del torneo.

—¡Espera!

Sam lo tomó del brazo tan rápido como pudo. No podía irse, eso arruinaría todo.

—Tal vez ya es demasiado tarde para conseguir uno. ¿Por qué mejor no te ayudo con este? ¿Qué opinas? —sonrió, tratando de que no se le notaran los nervios.

Para sorpresa de Sam, Oliver no retiró su brazo del agarre. Era difícil descifrar lo que estaba pensando, pero su expresión ya no lucía tan resguardada como de costumbre. ¿Era su imaginación, o hasta había un poco de color en las mejillas del príncipe?

Después de lo que pareció una eternidad, Oliver asintió.

—Está bien.

Sam se humedeció los labios. El único sonido en sus oídos era el de su propio pulso por lo mucho que su corazón estaba martillando contra su caja torácica.

—Gracias —dijo sin pensar, antes de corregirse—. Quiero decir, muy bien.

Cerró la boca antes de seguir balbuceando y le entregó el arco y una flecha a Oliver.

—Relaja este brazo un poco más —indicó Sam al tiempo que se colocaba detrás del príncipe, con su pecho casi tocando la espalda de Oliver. Sus fosas nasales se llenaron de un olor dulzón.

¿A qué olía Oliver exactamente? ¿Lavanda y miel? Sam no estaba seguro, pero le agradaba. Olía como un té relajante después de un largo día.

—Este es el brazo que debes estirar más. Lo estabas haciendo al revés.

Sam hablaba en voz baja, casi con miedo a que un sonido brusco le recordara al príncipe con quién se encontraba y este decidiera salir huyendo. Tomó el codo derecho de Oliver con cuidado y lo levantó para corregir su técnica.

Era curioso, pero Oliver parecía relajado en los brazos de Sam. Es decir, solo le estaba enseñando a usar bien el arco, y aunque él habría pensado que sería una situación tensa e incómoda… no lo era.

—¿Así? —preguntó el príncipe a la par que posicionaba los brazos tal como Sam le había indicado.

—Aprendes rápido —dijo Sam antes de poner su mano con suavidad en el hombro de Oliver.

Sam estaba más nervioso de lo que esperaba y agradecía que su uniforme llevara guantes, de lo contrario Oliver notaría que sus manos se encontraban empapadas en sudor.

—Ahora, solo tira.

La flecha salió y quedó incrustada en un árbol frente a ellos. Oliver parecía complacido.

—Muy bien, alteza —Sam dio un par de aplausos—. Creo que ya estás listo para el torneo —hizo una pequeña pausa sin saber bien cómo proseguir o si Oliver le daría siquiera una respuesta—. Pero si me permites preguntar, ¿por qué decidiste inscribirte a este evento si no practicas arquería?

Oliver alzó una ceja ante la pregunta de Sam y, por un momento, pensó que lo había ofendido, pero entonces el príncipe soltó un suspiro lleno de pesadez.

—Mis padres me lo pid

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos