Slowdance

Fragmento

Bailar lento

1

Enero de 2006

Llegó la invitación a la boda y Shiloh dijo que sí, que por supuesto que iría.

Mikey era uno de sus amigos de toda la vida y se había perdido su primera boda. En aquel entonces no tenía dinero para viajar a Rhode Island (y seguía sin tenerlo).

Pero esta vez se casaba en Omaha, justo calle abajo. Por supuesto que Shiloh iría a la boda. Todos irían.

Todo el mundo quería a Mikey. Era una persona que sabía conservar a la gente. Shiloh nunca supo bien cómo lo lograba.

Marcó «sí» en la tarjeta para confirmar su asistencia y añadió: «¡En cuerpo y alma!».

Una semana antes de la boda compró un vestido nuevo de oferta. Era rojo oscuro y floreado, con un escote pronunciado. Estaba diseñado como vestido largo para una persona de tamaño normal, lo cual significaba que a Shiloh le llegaba por la rodilla. Las mangas eran un poco cortas, pero se pondría una cazadora vaquera encima. (¿Se podía usar una cazadora vaquera en una boda? ¿Para una segunda boda? Seguro que sí. Se prendería una flor de seda en el pecho).

La boda era uno de los viernes de Ryan. Shiloh esperó a que recogiera a los niños antes de empezar a arreglarse. No quería que Ryan la viera maquillada. Ni con tacones. No quería que la viera «arreglada».

Quizá algunas personas querrían tener buen aspecto cuando las vieran sus ex, para demostrarles lo que se habían perdido o cosas así. Shiloh prefería que Ryan no pensara en ella en absoluto. Le daba igual que creyera que él era demasiado bueno para ella. Que Shiloh se había descuidado.

Era una mujer divorciada de treinta y tres años con dos niños de menos de seis. Tenía todas las papeletas para haberse descuidado.

Ryan estaba llegando tarde, a pesar de que ella le había dicho que tenía que salir. (No debió haberle dicho que tenía que salir).

Estaba llegando tarde y los niños ya se habían cansado de esperar. Tenían hambre y estaban de mal humor cuando él por fin apareció y entró ruidosamente en el cuarto de estar como si ella lo hubiera invitado a pasar.

—Tienen hambre —dijo Shiloh.

A lo que Ryan contestó:

—¿Por qué no les has dado de comer, Shy?

Y Shiloh replicó:

—Porque se suponía que te los llevabas para la cena.

Y luego él dijo…

En realidad no importaba lo que hubiera dicho Ryan después. Seguiría diciendo las mismas cosas durante los siguientes quince años de su copaternidad y Shiloh tendría que seguir escuchándolas porque… Bueno, porque ella había cometido una serie de errores graves y había calculado mal muchas cosas.

Era casi gracioso lo mal que Shiloh había construido su vida, en especial teniendo en cuenta que hubo una época en que se sintió orgullosa de su habilidad para tomar decisiones.

Así pensaba de sí misma en la adolescencia. Que era buena tomando decisiones. Pero lo que ocurría era que le gustaba tomarlas. Se sentía bien, le daba una recarga de energía. Si alguien tardaba en decidirse o titubeaba entre dos opciones, Shiloh disfrutaba interviniendo y decidiendo sobre el asunto. Con ella a los mandos, el mundo giraría más rápido y con más claridad. Eso pensaba ella.

Si Shiloh pudiera hablar ahora con su yo adolescente, le aclararía que tomar decisiones no servía de nada si no eran las correctas… o siquiera cercanas al rumbo de lo correcto.

Cuando Ryan se fue por fin con los niños, Shiloh arrancó las etiquetas de descuento del vestido. Se maquilló. Se recogió el pelo. Se puso de puntillas para subir el cierre de las botas hasta la pantorrilla.

Ya se había perdido la boda, pero no se perdería el banquete. Nadie se lo perdería. Todo el mundo iba a estar allí.

2

El banquete era en un salón alquilado del segundo piso de un club de lucha para jóvenes. Mikey se casaba con una chica del barrio que había ido al mismo instituto y era uno o dos años más joven que él y Shiloh.

Un banquete clásico con asientos asignados. Muy elegante.

—¡Shiloh! —le gritó alguien en cuanto entró en el vestíbulo—. ¡Pensábamos que no llegabas!

Era Becky. Las dos habían trabajado en el periódico del instituto. Habían sido uña y carne, verdaderas compinches (de hecho habían llegado a robar una valla metálica de tráfico), y seguían hablándose de vez en cuando. Eran amigas en Facebook. (Shiloh casi nunca entraba en Facebook).

—He llegado —dijo Shiloh obligándose a sonreír.

No iba a ser la única vez esa noche, ya lo veía venir.

—Estás en nuestra mesa —dijo Becky—. Es prácticamente una reunión del periódico del insti. Están todos aquí. Ay, no… Estabas en nuestra mesa, pero como creímos que no ibas a llegar, le dimos tu sitio a Aaron King. ¿Te acuerdas de él, que era un año más pequeño que nosotras?

—Sí, lo recuerdo… No pasa nada.

—Pero eso sí, tienes que venir a saludar. Está aquí todo el mundo.

—Nadie puede decirle que no a Mikey —dijo Shiloh.

—Tienes razón —asintió Becky—. Además, todos pensamos que habría barra libre. En fin… —añadió riéndose.

Shiloh siguió a Becky al salón del banquete. Mantuvo la mirada fija al frente, intentando de manera deliberada no recorrer el salón en busca de rostros familiares. Así, solo podría reconocer a quien invadiera su campo de visión.

Llegaron a la mesa. Allí estaban el marido de Becky y Tanya… Dios, hacía años que Shiloh no veía a Tanya. Y el marido de Tanya, sí, ya se conocían. Hola, hola. Abrazos. Hola. Nia. Y Ronny. Shiloh odiaba a Ronny. Al menos, antes lo odiaba… ¿Seguía odiándolo? De todas maneras, lo abrazó. Toda esa gente, todas esas personas provenían de una parte diminuta de su vida (aunque no había parecido diminuta entonces). Todas esas personas que la conocían y que la recordaban. Allí comiendo sus ensaladas y lamentando haberle dejado su sitio a otro. Pero no pasaba nada, a Shiloh no le importaba. Ya cogería una silla para sentarse con ellos más tarde. Estaba encantada de verlos, les dijo… Y era verdad. Era bueno saber quién estaba allí de los viejos tiempos.

Y quién no.

Tenía sentido que él no estuviera allí… Estaba en Virginia, ¿no? La última vez que Shiloh supo algo de él estaba en Virginia. Tal vez alguien lo mencionaría después…

Por supuesto que no estaba allí. Estaba en la Marina. Probablemente se encontraba en algún lugar del océano. Probablemente no volvía mucho a casa. Había oído una vez que no regresaba con mucha frecuencia…

No estaba allí y otras personas sí estaban y ella podía disfrutar de todo aquello. De ellos. De algo.

Shiloh no quería quedarse allí de pie mirando a sus viejos amigos mientras ellos se comían sus ensaladas. Dio apretones de hombros y luego avanzó entre las mesas para llegar a la de la esquina, donde estaba el sitio original de Aaron King. (La verdad era que no se acordaba de él). Había allí sentada una pareja, rodeada de sillas vacías.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Shiloh.

Asintieron y se presentaron: la tía y el tío de Mikey. Le dijeron que ya se habían comido su pan.

—Nos hemos comido todos los panes —dijo el tío—. ¡Pensamos que la mesa entera era para nosotros!

La tía rio cordialmente.

—Pensábamos comernos tu trozo de tarta también.

—Podrán comérselo —prometió Shiloh, y se sentó.

Junto a su plato había una pequeña vela blanca que rezaba MIKE Y JANINE, 20 DE ENERO DE 2006.

Shiloh se la acercó a la nariz para olerla. Lavanda.

Como sabía que él no estaba, podía ya mirar a su alrededor. Se sentía a salvo.

Las mesas estaban dispuestas en un lado del salón, y el otro estaba ocupado por una pista de baile. Había ya focos moviéndose sobre la bola de discoteca que colgaba en una esquina. Shiloh había asistido a tres o cuatro bodas en ese lugar, pero quizá nunca lo había visto con mejor aspecto. Alguien lo había decorado todo con guirnaldas de lucecitas y las sillas estaban envueltas en tul.

A Shiloh le gustaban las bodas, por improbable que pareciera. Le gustaba ver a la gente vestida con sus mejores galas. Le gustaban los inicios. Le gustaban las flores, los regalitos de recuerdo para los invitados y las bolsitas de almendras confitadas.

Recordaba vagamente del instituto a muchas personas de su alrededor. Todos estaban un poco más viejos y gordos y más golpeados por la vida en diversos grados.

Era fácil reconocer a los amigos de Mikey que venían de Nueva York. Gente del mundo del arte. Había una mujer con un vestido entubado amarillo y un hombre con falda pantalón negra y botas de plataforma.

Antes Shiloh se esforzaba mucho por no vestirse como los demás…, pero ya había perdido ese talento. Y nunca había sido tan arriesgada como esas personas. Se sentía desaliñada en comparación. Mal vestida. Aunque llevaba años sin esforzarse tanto como aquel día.

Buscó a Mikey entre la gente. Tendría que disculparse por haberse perdido la ceremonia… Tal vez él no se había dado cuenta. Seguramente tenía muchas otras cosas en mente.

Alguien cerca de Shiloh chocó su tenedor contra la copa de vino, luego otras personas lo empezaron a imitar y todos se volvieron con entusiasmo a ver a los novios besarse. Shiloh siguió la dirección de las miradas hacia la mesa principal.

Allí estaba Mikey, con su cabello rubio rizado y su sonrisa amplia y sencilla. Llevaba un traje blanco. Obviamente, la que estaba sentada a su lado era Janine, con su vestido de novia. Luego, las damas de honor ataviadas de raso verde claro. Y los padrinos. Y Cary.

Cary.

Shiloh se apretó las manos sobre el regazo.

Cary estaba entre los padrinos.

Claro… Claro… Tenía sentido.

Por supuesto que Cary estaba allí.

Por supuesto que no se lo iba a perder.

3

Shiloh se había imaginado ese momento desde el instante en que recibió la invitación de Mikey, pero no había sabido visualizar el aspecto de Cary. No estaba en Facebook. No aparecía en las búsquedas de Google.

Siempre se lo imaginaba igual a como era en el instituto (extrañamente, con el uniforme del ROTC, el cuerpo de entrenamiento de oficiales de reserva), aunque sí lo había visto desde entonces, en la reunión del quinto aniversario de la graduación, entre la gente del mismo viejo círculo de amigos. Apenas habían hablado ese día. Shiloh había ido con Ryan a la reunión; ya llevaban un año casados. (Y no habían invitado a Cary a la boda).

Shiloh había imaginado durante meses el momento en que volvería a ver a Cary, pero ni siquiera en sus fantasías aquello significaba tanto para él como para ella. Cary no habría estado pensando todo el día en el posible encuentro. No habría estado preocupándose, preguntándose si Shiloh estaría allí. No se habría comprado un vestido nuevo, ni nada por el estilo, por si acaso.

Se lo veía bien desde donde estaba Shiloh. Mejor que a los demás, menos tocado por la vida. Estaba bronceado. Tenía el cabello todavía muy corto…

Se volvió, casi como si pudiera sentir que Shiloh lo estaba mirando. Ella estaba demasiado lejos para apreciar si sus miradas se encontraban, o siquiera si él la había reconocido, pero sonrió un poco y levantó la mano para saludar. Cary también la saludó. Tal vez él solo estaba correspondiendo a un saludo que le hacía alguien, sin más.

Shiloh bajó la mano. Cary seguía mirando en su dirección.

Entonces él se puso de pie y pasó detrás de los novios. Le estaba diciendo algo a Mikey. Levantó la mirada de nuevo hacia Shiloh y luego avanzó por detrás de las sillas de las damas de honor y hacia la pista de baile para dirigirse a ella.

Shiloh se acomodó la cazadora vaquera. (¿Por qué se había puesto una cazadora vaquera?). Cary vestía un traje azul marino. Tal vez la gente ya no alquilaba esmóquines para las bodas. Venía caminando hacia su mesa y Shiloh se puso de pie. Luego pensó que tal vez no debería haberlo hecho, que quedaba como si ella fuera el caballero y él fuera la dama, pero ya era demasiado extraño volverse a sentar. Se acomodó la cazadora otra vez. Cary la estaba mirando con expresión de «Voy para allá». Y ella asintió como diciendo «Sí, te veo», y sonrió. Volvió a saludarlo agitando la mano y él le respondió con el mismo gesto. Ya estaba a punto de llegar. Las mesas estaban demasiado juntas, era un proceso lento. Shiloh se preguntó si debía abrazarlo cuando lo tuviera cerca. Había abrazado a casi todos los que conocía en la otra mesa y también a algunas de sus parejas. Se había vuelto experta en abrazos triviales.

—Shiloh —dijo Cary al llegar.

—Cary —dijo ella, y le sonrió.

Él le devolvió la sonrisa.

Tenía buen aspecto. Incluso de cerca. El cabello rubio oscuro, la cara en forma de corazón, la mandíbula angosta y la barbilla puntiaguda. Siempre lo había visto afeitado. (¿Podían los hombres dejarse crecer la barba en la Marina?). En el instituto era delgado como un bicho palo, pero ya había ensanchado un poco. Se le veía adulto. Asentado. Tenía toda la pinta de alguien que ya no vive en el norte de Omaha.

—Me alegro de verte —dijo Shiloh.

—Sí —dijo Cary asintiendo—. No estuviste en la ceremonia.

—No —dijo ella—. Temas de los niños, ya sabes…

¿Cary sabía que ella tenía hijos?

Él asintió, debía de saberlo.

—Eres padrino —dijo ella.

—Supongo que lo hice tan bien la primera vez que me volvieron a invitar.

Shiloh se rio por lo bajo.

—¿Tienes que dar un discurso?

—No, le toca a Bobby. Está muy borracho, así que tengo ganas de ver qué pasa.

—Quizá deberías preparar algo, por si acaso.

—Improvisaré.

Shiloh asintió con la cabeza. Luego volvió a asentir.

—Está muy bien tu traje.

Cary bajó la mirada.

—Gracias. La otra vez usamos esmoquin, pero esta vez Janine dijo: «No hace falta que alquiléis un esmoquin. Compraos un traje azul marino que podáis volver a usar» —dijo, y levantó la vista hacia Shiloh—. Creo que no se da cuenta de que es mucho más caro comprar un traje que alquilar un esmoquin.

—Seguro que ni se ha parado a pensarlo.

—Sí, seguro que no. Es su gran día. Yo solo soy un accesorio.

—¿Has venido en avión?

—Sí —asintió Cary—. Sí.

—¿De Virginia? —preguntó Shiloh apuntando con la mano por alguna razón.

—No, de San Diego.

—Ah —dijo Shiloh señalando en la dirección opuesta.

—Has apuntado bien la primera vez —dijo Cary, y le movió la muñeca de regreso a la primera posición.

Ella rio avergonzada.

—Norte, sur…

Cary también se rio, un poco.

—Este, oeste.

—Cierto, cierto.

—Estaba en Virginia —dijo él—. Pero me enviaron a San Diego hace dos años.

—Pensé que tal vez estarías por ahí en algún barco…

—Sí, trabajo en un barco —repuso.

—¿Sí?

—Sí —volvió a asentir. Seguía riéndose un poco—. Pero vivo en un piso.

—Entonces, ¿tienes la oficina en un barco?

—Sí.

Shiloh también se reía un poco. Aunque no había nada gracioso y todo era incómodo.

—En realidad, no tengo ni idea de cómo funciona la Marina —reconoció.

—No pasa nada —dijo él—. No tendrías por qué.

Sí. ¿Por qué podría saber Shiloh cómo pasaba Cary sus días y sus noches? ¿O dónde había estado? Qué hacía, cómo se sentía…

—Bueno, pero resulta que pago tu salario —dijo ella—. Así que debería estar mejor informada.

—Es un tema del que quería hablar contigo…

Shiloh ahogó una risa.

—¿En serio?

Él le sonreía mirándola directamente a los ojos. Shiloh llevaba zapatos de tacón, así que estaba un poco más alta que él.

—Mikey dice que sigues en Omaha —dijo Cary.

Ella se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja.

—Así es.

—Me dijo que te dedicabas al teatro.

—No me dedico al teatro —aclaró ella enseguida—. Trabajo en el teatro infantil.

—Eso es dedicarse al teatro.

—Es básicamente administración.

—Suena interesante.

—Es… —dijo Shiloh negando con la cabeza—… muy sin ánimo de lucro.

—Y tienes niños. Quiero decir, hijos.

—Así es —dijo ella—. Dos. Una niña y un niño.

Cary asentía.

—De seis y casi tres años —dijo Shiloh.

—Debí haberte preguntado sus edades.

—No estabas obligado.

—¿Tienes fotos?

—Eh…

¿Tenía fotos? Bajó la vista a su bolso.

—No pasa nada —dijo Cary, y su mirada parecía de disculpa. Incómoda—. Perdona. Pensé que querrías que te preguntara.

—Supongo que no lo hago nunca… Lo de enseñar fotografías. Porque nunca sé qué decir cuando la gente me enseña fotos de sus hijos a mí, y eso que soy madre.

—Yo suelo decir «Pero qué ricos…».

—Es una buena frase —rio Shiloh. Y añadió con más naturalidad—: No es que mis hijos no sean monos ni nada de eso. Son muy monos… Pero vas a tener que confiar en mi palabra.

—Confío —dijo Cary con una sonrisa.

Tenía la boca cerrada y se le formaban surcos profundos en las mejillas. Siempre había tenido la cara cruzada de líneas de expresión…, en las mejillas, bajo los ojos, en la frente. Incluso en el instituto. Como si tuviera demasiada cara para tan poco espacio. Cary se arrugaba cuando estaba contento y se fruncía cuando estaba enojado.

A Shiloh le resultaba tan familiar.

Estar allí de pie, junto a él, era tan familiar…

Como cuando hablaban al lado de las taquillas del instituto. Junto a la ranchera de la madre de Cary. En la cola para entrar en el cine.

—Qué raro es estar aquí hablando contigo —continuó Shiloh. Quiso reírse cuando lo dijo, intentando que sonara como «¿No te parece extraño? ¿No es gracioso?».

A Cary pareció dolerle.

—¿Sí?

Shiloh sintió como si se le apagara el rostro.

—Es raro hablar contigo —dijo otra vez sin reír— y no saber, ya sabes…, nada.

Cary sacó un poco la lengua sobre su labio inferior.

«Y no saberlo todo», pensó Shiloh.

Pasó junto a su mesa una camarera con un carrito. Tomó dos platos y miró a los tíos de Mikey.

—¿Pollo? ¿Pollo?

Shiloh miró a Cary. Tenía que hacer que todo fuera menos extraño. Era su primera conversación en catorce años y no quería que terminara así. No quería que terminara.

—Quizá podamos ponernos al corriente…

—¿Pollo? —preguntó la camarera apuntando a Shiloh.

—Sí —dijo Shiloh—, gracias.

—Pollo —repitió Cary levantando la mano.

La camarera dejó dos platos en la mesa frente a ellos.

Shiloh se volvió hacia él.

—¿No tienes que sentarte en la mesa principal?

—Nadie me va a echar de menos —dijo él.

—Seguramente allí tengas comida especial…

—¿Pollo especial?

—Y cerveza gratis.

Cary sacó una silla para que ella se sentara.

—Nadie me va a echar de menos —repitió.

4

Antes

Estaban apretados en el asiento delantero del coche de la madre de Cary porque el asiento trasero siempre estaba lleno de trastos. Como bolsas de cosas que la madre había comprado en la tienda de segunda mano y luego no metía en casa hasta que todo se había roto porque alguien se sentaba encima o las movían de un lugar a otro. Era un círculo vicioso, pero Cary intentaba ignorarlo. Shiloh se preguntaba si su casa sería igual. Nunca había entrado.

Cary siempre conducía y Mikey se sentaba en el asiento del copiloto. Shiloh iba en medio. Se arrimaba más a Cary porque se habría sentido rara arrimándose a Mikey. Y también porque a Mikey no le habría molestado.

A Cary sí le molestaba. Shiloh lo fastidiaba mientras conducía. Ese día tenía un agujero en la costura de sus pantalones militares, en la parte externa del muslo. Shiloh metió el dedo y Cary intentó alejar la pierna.

—No me rompas los pantalones.

—Ya están rotos.

Iban a ver una película: Delicatessen. Omaha solo tenía una sala que proyectara cine independiente y los tres veían prácticamente todas las películas que ponían. A Mikey le gustaba lo artístico. Y a Shiloh también, bueno, un poco…, aunque la mayoría de las películas no tenían ni pies ni cabeza y por lo general daban un poco de vergüenza ajena. (Europeos fumando en balcones. O teniendo relaciones sexuales en cocinas sucias). Pero las películas resultaban confusas de una manera que hacía que Shiloh se sintiera inteligente. Como si, por lo menos, supiera lo suficiente para estar ahí, en la vanguardia de algo. De los tres, Cary era el que más probabilidades tenía de decir al salir del cine: «Vaya porquería». Pero, de todas maneras, seguía acompañándolos. Seguía llevándolos en coche, pagando la entrada de Shiloh cuando ella no podía hacerlo. (Cary trabajaba en un súper los fines de semana).

En el cine, Cary siempre se sentaba en el medio de los tres. A él y a Mikey les gustaba sentarse juntos para hacerse reír. Y Shiloh tenía que sentarse junto a Cary. Porque sí.

Cuando terminó Delicatessen, Cary dijo:

—Me parece que no hacía falta tanto canibalismo…

—O tal vez hacía falta más canibalismo —replicó Mikey—. No hay manera de saberlo con certeza.

—Vale, vale —aceptó Cary—. De cualquier manera, tenía un grado de canibalismo desagradable.

—Creo que el canibalismo era una metáfora… —dijo Shiloh.

—¿De qué? —preguntó Cary.

—No lo sé. Solo digo que tal vez era una metáfora.

—Bueno, pues yo tengo hambre —dijo Mikey.

Shiloh rio.

—¿Dónde podremos ir que nos sirvan gente? —preguntó Mikey—. Además, solo tengo tres dólares.

Shiloh tenía un dólar. Y Cary tenía ocho, pero necesitaba guardar cinco para la gasolina.

Fueron a Taco Bell.

Compraron unos nachos supreme para compartir y un burrito de frijoles cada uno. Shiloh y Mikey se comieron la mayoría de los nachos porque Cary iba conduciendo. Ella intentó darle algunos, pero él solo fruncía el ceño y le alejaba el brazo.

Cary tenía las manos huesudas. Los nudillos hinchados. Las muñecas protuberantes. Los codos parecían siempre raspados. Era como si no estuviera recibiendo la dosis diaria recomendada de algo. Estaba pálido y tenía demasiados lunares. Algunos oscuros… incluso en la cara. Era alto, y fuerte cuando hacía falta, pero algo en él parecía estar atrofiado. Como si hubiera adquirido su altura a expensas de otra función vital. A Shiloh no le habría sorprendido enterarse de que Cary solo tenía un riñón. O de que estaba digiriendo sus propios intestinos. Tendría que haber dejado que le diera unos cuantos nachos.

Cary siempre llevaba a Mikey a casa primero y luego llevaba a Shiloh. Ella y Cary vivían a unas manzanas de distancia.

Shiloh vivía justo frente a Miller Park, que era uno de los grandes parques antiguos que formaban parte del planeamiento urbano original de la ciudad. Tenía juegos infantiles, una piscina y un campo de golf… (¿Quién jugaba al golf en el norte de Omaha?). En ese parque había habido tiroteos entre pandillas. Y sin pandillas también. Era ilegal cruzarlo en coche por la noche. Shiloh siempre intentaba convencer a Cary de que lo hiciera, pero nunca lo lograba.

A veces Cary conducía un rato por ahí antes de dejar a Shiloh en casa. Estaban en el último año del instituto y podían hacer básicamente lo que quisieran. Ninguno tenía el tipo de padres a los que les preocupara demasiado su comportamiento.

Cary vivía con su madre (en realidad era su abuela; era una larga historia) y su cuarto marido, a quien Cary se negaba a llamar padrastro.

Shiloh solo tenía a su madre. Su padre nunca había estado presente, hasta el punto de que no lo había visto ni en foto. Su madre tenía novios que iban y venían. Siempre era un alivio cuando se iban.

Cary llevó a Shiloh directamente a su casa esa noche, pero aparcó marcha atrás en el sendero de acceso para que pudieran mirar hacia el parque. Eso significaba que tenía ganas de quedarse con ella un rato o que no quería irse a casa.

Shiloh no fastidiaba tanto a Cary cuando estaban solo ellos dos. Ella seguía haciéndole cosas de todas maneras, tal vez más, pero a Cary no le «molestaba». La dejaba jugar con la radio del coche y buscarle cosas en los bolsillos. A veces ella jugaba con su pelo.

Cuando eran pequeños, Cary siempre necesitaba un corte de pelo. Lo tenía lacio y apelmazado. Ahora se pagaba él mismo sus cortes de pelo y siempre le olía a manzana. Dejaba que Shiloh jugara con su pelo, pero si le daba tirones, le empujaba la mano para apartarla.

A veces Shiloh sentía que estaba decepcionando a Cary. Estaba bastante segura de que, por lo general, él fingía estar enfadado con ella. Sin embargo, en el fondo, había momentos en que parecía molesto con ella de verdad… de una manera que nunca le diría abiertamente ni le explicaría.

—¿Me comerías… —Shiloh metió un dedo en una presilla del bolsillo de los pantalones de Cary— si estuviéramos perdidos en una montaña y yo muriera primero?

—Paso —dijo Cary.

—¿De lo de comerme? ¿O de la pregunta?

—De las dos cosas.

—Yo creo que te comería —dijo ella—. En parte para permanecer con vida y en parte como una manera de conservarte conmigo durante el tiempo que me quedara.

Él hizo un gesto de desagrado.

Ella le siguió picando.

—Venga, dime. ¿Qué harías?

—¿Estás muerta?

—Sí, pero fresca. Medio congelada.

—No, no te comería. ¿Para qué querría seguir viviendo?

—Te podría rescatar un avión al día siguiente.

—Paso —dijo él.

Ella le clavó el dedo en el muslo.

—Supongo que el mundo nos olvidará a ambos.

Cary la cogió de la muñeca y la mantuvo agarrada un segundo, lejos de su pierna.

5

Antes

Las cosas eran así:

Cary y Shiloh iban juntos al instituto.

Y cuando llegaban, se quedaban con el mismo grupo de alumnos junto a la taquilla de alguien. A menos que Shiloh estuviera enojada con alguno de ellos, en cuyo caso se iba a estar con las chicas del periódico. O se iba a trabajar a la sala del periódico. Shiloh era la directora. A veces se quedaba en las escaleras de entrada del instituto con un grupo de chicos de segundo y tercero porque le gustaba uno de ellos: Kurt, que vivía en un barrio elegante y era bueno en matemáticas.

A veces Shiloh tenía club matutino de teatro. (Con Cary). O club matutino de ciencias. (También con Cary). Y a veces tenía que llegar al instituto temprano porque no había hecho los deberes y estaba castigada.

Cuando empezaba la jornada, iba a su clase de primera hora de periodismo y Cary iba al entrenamiento del ROTC.

Luego Cary regresaba a la sala del periódico porque a los dos les tocaba estudio allí. Con Mikey. Y los tres se ponían a tontear en el cuarto oscuro. (Platónicamente, claro). O se ponían a tontear en el laboratorio de informática. O, si tenían una entrega, trabajaban.

Y luego clase de bla, bla, bla.

Y luego el almuerzo con Cary y Mikey y otra gente de periodismo. Shiloh recibía el almuerzo gratis y lo compartía con una chica que se llamaba Lisa a cambio de que Lisa les comprara a las dos helado de cucurucho todos los días de postre.

Luego más clases. Francés. Literatura con Cary. Anuario.

Siempre había algo después de la escuela. Ensayos de teatro. Temas del periódico. Mikey organizó la instalación de unas oficinas locales de Amnistía Internacional y todos se apuntaron y le escribieron cartas al presidente de Chile pidiéndole que liberara prisioneros políticos. Cary a veces tenía cosas que hacer del ROTC después del instituto, por lo que Shiloh buscó otras cosas que hacer. Ayudaba a la profesora de arte a reconstruir la mascota de la escuela, aunque no estaba matriculada en arte ni tenía ningún espíritu escolar. Kurt, el chico de un año por debajo que le gustaba, estaba en el equipo masculino de voleibol, así que a veces iba a los entrenamientos.

Si Shiloh no tenía otra cosa que hacer después de las clases, se quedaba esperando a Cary junto al asta de la bandera. Si quería, podía irse caminando sola a su casa. Pero nunca quería.

6

Antes

La madre de Cary necesitaba el coche, así que Shiloh y él regresaron a pie del instituto. Era una caminata de cuarenta minutos y tenían que atravesar vecindarios peligrosos donde nadie los conocía. (El norte de Omaha era un amasijo de barrios peligrosos, pero era distinto cuando era el tuyo).

Cary llevaba puesto su uniforme del ROTC, lo cual lo empeoraba todo.

Shiloh odiaba aquel uniforme. Odiaba lo que representaba, es decir, guerras y matar bebés, además del obvio parecido con el de las Juventudes Hitlerianas. Y también lo odiaba porque era feo: la chaqueta verde y amorfa, la camisa verde claro, la corbata negra; todo ello de poliéster y mezclas sintéticas.

Los pantalones no le quedaban bien a nadie, en especial a las chicas. Eran demasiado anchos en la parte de abajo, y los de Cary eran demasiado cortos: le habían dado el uniforme mientras todavía estaba creciendo. Y seguía creciendo.

Los que estaban en el ROTC tenían que usar el uniforme todos los lunes aunque hiciera calor, y siempre olían un poco mal. Por ejemplo, cuando iba en coche con Cary los lunes por la mañana, el uniforme olía a rancio, a sudor viejo. Nadie mandaba a la tintorería o a la lavandería la chaqueta del ROTC. Cary tenía un montón de galones y medallas en el pecho, pero a Shiloh le repugnaba tanto el ROTC que nunca las tocaba siquiera.

Odiaba que Cary estuviera en el ROTC. Lo odiaba. Por lo general, intentaba no pensar en ello, pero en aquel momento no podía no pensar en ello porque estaban fuera de su barrio y él llevaba puesto su estúpido uniforme. Los pantalones demasiado cortos. La camisa de manga corta que hacía que le destacaran los codos, con pinta de estar raspados. Llevaba la chaqueta en el brazo. Alguien se había asomado ya desde un coche y le había gritado: «¿Te has perdido, recluta?». Y eso quizá era la cosa menos mala que podría sucederles en ese momento, aunque no dejaba de ser humillante. Le recordó el día en que volvía a casa con Cary, al principio de estar en el instituto, y alguien les gritó desde el coche: «¡Qué culo tiene tu chica!». Y los dos se habían avergonzado tanto que no se hablaron durante el resto del camino. Shiloh apenas podía volver la cara para mirar a Cary y, cuando lo hizo, notó que él se sentía tan abochornado como ella.

—No sé por qué tienes que usar eso todo el día —dijo Shiloh diez minutos después del «¿Te has perdido, recluta?» y cuando faltaban al menos otros quince minutos de caminata.

Por fin estaban ya en territorio familiar, pasando por delante de la casa de empeños y la tienda de licores, y la peluquería donde todos los viejos blancos del barrio se cortaban el pelo demasiado corto. (Casi nadie en el mundo hacía las cosas bien. Todos llevaban el pelo o demasiado largo o demasiado corto. Todos eran o demasiado ruidosos o demasiado callados. Nada tenía el color correcto. La música daba vergüenza. Las películas eran confusas. Shiloh lo odiaba. Lo odiaba todo).

—Es obligatorio.

—Podrías cambiarte de ropa después de la clase del ROTC.

—Es obligatorio que llevemos el uniforme todo el día.

—Pues yo me cambiaría —dijo ella.

—Te ganarías un demérito.

—Dios me libre.

Cary no contestó a eso. Tal vez no pensaba que hubiera algo más que decir. Shiloh sintió ganas de pegarle. O de hacerlo tropezar. Tenía ganas de empujarlo y echarlo de la acera.

—No entiendo por qué quieres esto todo el tiempo —dijo—. O sea, para toda tu vida.

Cary entraría en la Marina después de la graduación. Ya lo habían aceptado. Iba a ir gratis a la universidad. Shiloh desconocía los detalles porque no preguntaba al respecto. Porque odiaba que las cosas fueran así.

—Son solo seis años —dijo Cary.

—Seis años de seguir órdenes y… —Shiloh intentó encontrar una manera de mencionar lo peor— de ser una herramienta.

—No tiene nada de malo ser una herramienta. Las herramientas son necesarias.

—Una herramienta de… de un gobierno corrupto.

Él no dijo nada, así que Shiloh siguió hablando:

—O sea, tú sabes que los militares han cometido atrocidades. Atrocidades. Y tú sigues queriendo formar parte de eso.

—Yo no voy a cometer atrocidades —dijo Cary con rotundidad.

Shiloh nunca había dicho nada con rotundidad.

—No puedes elegir. No te lo consultan. No es como si existiera un camino con atrocidades y otro sin ellas. ¿Tú crees que los soldados de My Lai decidieron algo?

—Tú no sabes nada sobre My Lai —dijo él.

Cary lo sabía todo. Leía libros militares y veía películas bélicas. El profesor que llevaba el programa del ROTC había servido en Vietnam y les contaba a los chicos de su grupo historias reales de la guerra.

Era de locos que en el instituto hubiera dos profesores del ROTC que se paseaban uniformados todo el tiempo, ¡como si tuvieran su propia unidad en el mismo centro! ¿Por qué necesitaban las escuelas públicas unidades militares? ¿A partir de séptimo? ¡Niños de doce años con uniforme militar! ¡Entrenando con fusiles! Era bastante escandaloso si se pensaba a fondo. Revolvía el estómago. Shiloh tenía que escribir una columna sobre eso en el periódico del instituto.

Cary había ingresado en el ROTC en séptimo. Era uno de los estudiantes de secundaria con mejores notas de toda la ciudad. Se había ganado un sable ceremonial.

—Es que no puedo entender por qué le darías a alguien la capacidad de decidir sobre tu vida —dijo Shiloh—. ¿Por qué les permites usarte?

—Alguien tiene que hacerlo.

—¿Hacer qué?

—Servir.

«Servir. Madre de Dios». Shiloh odiaba esa palabra. Odiaba esa manera de considerar el asunto. Por qué debería Cary servir a alguien, por qué querría hacerlo.

—O sea, para empezar —dijo ella—, cuestiono la verdad de eso: de que alguien tenga que hacerlo. Y, para seguir, no tienes que ser tú.

—¿Estás sugiriendo que no necesitamos un ejército permanente?

Shiloh no conocía la diferencia entre un ejército permanente y las reservas, pero sí, se imaginaba que todo el mundo estaría mucho mejor sin las botas de los soldados estadounidenses marchando en su territorio.

—Estoy sugiriendo que no necesitamos dedicar tanto de nuestro dinero y la sangre de nuestros jóvenes para dominar el mundo por la fuerza.

—Está bien, John Lennon.

—No estoy siendo John Lennon.

—Es que parece que lo único que estás diciendo es que le demos una oportunidad a la paz, ¿me explico? «All you are saying is give peace a chance…».

—No estoy siendo John Lennon. Lennon pegaba a su mujer.

—Eso no era muy pacífico de su parte…

—Lo que sí estoy diciendo —continuó Shiloh— es que tenemos un ejército para poder matar a la gente que esté en desacuerdo con nosotros. Y no entiendo por qué quieres formar parte de eso. Podrías matar a gente, Cary. Vas a trabajar en un submarino con armamento nuclear. Las armas nucleares son una atrocidad.

—La idea es no usarlas nunca.

—Entonces gastamos tremendamiltrillones de dólares en misiles, ¿con la esperanza de no tener que usarlos?

—Sí.

—Eso es una locura.

—No sabes de lo que estás hablando.

—¡Sé que no quiero que mates a nadie!

Cary se detuvo. Shiloh no quería que se detuviera. Estaban a punto de cruzar la calle Treinta y no había semáforo; tenían que poner atención y luego correr.

—¿No prefieres que sea yo? —preguntó. Tenía las cejas fruncidas sobre sus ojos color miel—. Cuando piensas en esos submarinos, en los bombarderos, en las ametralladoras…, ¿no preferirías saber que en ese lugar hay alguien como yo, alguien en quien confías?

—No. ¡No quiero que estés ni siquiera cerca de un lugar semejante! —gritó Shiloh. Solo de pensarlo se quedaba sin aliento—. Si el ejército tiene que existir, si estamos atrapados en esa situación, entonces que sea otro quien corrompa su alma.

—¿De verdad piensas que me va a corromper el alma?

—¿De verdad piensas que matar bebés no va a corromperte el alma?

—¡No voy a matar bebés!

—No existen bombas con excepciones. Las bombas no discriminan.

Estaban junto al 7-Eleven de la calle Treinta. Cary iba con su uniforme de recluta y cargaba con su mochila de veinticinco kilos. Shiloh llevaba un vestido vintage, una prenda que quizá hubiera usado un ama de casa robusta en 1952, sobre unos leggins. Estaba gritando y Cary prácticamente le estaba respondiendo a gritos:

—¡Es que no entiendo quién crees que debería proteger este país! ¡De quién es la responsabilidad!

—¡Tuya no!

—Si no es mía, ¿de quién?

—¡En realidad no me importa!

Cary sacudió la cabeza y luego avanzó hacia el tráfico.

—¡Cary! —gritó Shiloh.

La calle era de cuatro carriles y Cary la cruzó completa sin esperar. Los conductores le tocaban la bocina y él los ignoraba. Cuando llegó al otro lado, siguió caminando.

Pasó una eternidad antes de que el tráfico permitiera cruzar a Shiloh. Y cuando llegó al otro lado de la calle, hacía ya mucho tiempo que Cary se había ido.

7

—¿Entonces eres el amigo de Mike que está en el ejército? —El tío de Mikey era muy parl

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