Prólogo
Like¡t
Nunca he necesitado una aplicación para ligar. Quizá la palabra «necesitar» no es la correcta, pero ya me entiendes. Siempre me parecieron un poco…, hum…, al principio lo veía como algo de losers, después ya…, ¿cómo decirlo sin parecer un carca? Bueno, era un poquito carca, así que ¿qué más da parecerlo? Sencillamente pensé que esas cosas no eran para mí. Siempre creí que el hecho de que la tecnología facilitara los encuentros les quitaba ¿emoción? ¿Valor? No lo sé. A mí me gustaban las cosas a fuego lento, como antes, tal y como las tenía planteadas desde que era muy joven. Mi propósito estaba claro: licenciarme, sacarme un máster con mención de honor, irme a vivir con mi chica, casarnos y tener al menos dos niños. Como ves, en mi vida no había sitio para esas cosas.
La primera vez que escuché hablar de Like¡t fue a uno de esos amigos de colegio privado con los que todavía conservaba el contacto. No sé si fue Jacobo o Beltrán, aunque esos nombres dejaron de formar parte de mi vida hace tiempo y, a decir verdad, a veces los confundo en los recuerdos. Los dos tenían una extensa experiencia en este tipo de temas e iban vestidos y peinados de la misma forma; lo ponían difícil. En aquel momento, fuera quien fuese puso bastante énfasis en la que iba a ser la aplicación definitiva para ligar, pero el resto no le hicimos mucho caso. Nosotros «no necesitábamos» aquellas cosas. Nosotros «preferíamos las cosas a la antigua usanza». Por un lado, Jacobo o Beltrán, da igual, eran los típicos que habían probado todas las apps existentes; por otro, el ser humano no suele prestar atención a algo si no lo hacen en masa los demás. Es así de triste.
No mucho después me encontré frente a la marquesina de una parada de autobús con una publicidad terriblemente llamativa que captó toda mi atención y me recordó aquella conversación con mis colegas.
«Like¡t, la última aplicación para ligar que vas a descargarte en tu vida».
Vaya…, las nuevas tecnologías a favor del amor para siempre… «Menuda engañifa», pensé. Todo el mundo sabe que a ese tipo de plataformas no le interesa que encuentres el amor. Quieren que lo intentes, lo intentes, lo intentes… y te comas toda su publicidad, pagues para poder dar marcha atrás, para que destaquen tu perfil y para tener la oportunidad de que la gente guapa también te vea. Entonces ya era vox populi que solo llegabas a aquellos usuarios con el mismo ratio de likes que tú. Que alguien encontrase el amor en Tinder me parecía, en aquel momento, un caso aislado, un milagro, una lotería a la que yo no quería jugar.
Lo mío eran las finanzas, no el márquetin, pero me parecía una publicidad bastante contraproducente para los intereses de una aplicación de este tipo… Sin embargo, me equivoqué. Y tanto que me equivoqué. Los eslóganes tenían su aquel, la verdad:
«La aplicación que se bajaría hasta tu madre».
«La aplicación que vas a descargarle a tu madre».
«La aplicación antifantasmas».
«La aplicación que llora en las bodas».
«Like¡t, la aplicación que folla con Tinder y le escribe al día siguiente».
Like¡t tardó bastante menos de lo esperado en estar en boca de todos y no solo de mis amigos…
Hubo muchas cosas que despertaron mi curiosidad sobre aquel fenómeno y ninguna tenía que ver con mi vida personal. En aquel momento yo vivía con mi novia, con la que llevaba cinco años, a la que había pretendido con flores, paseos, regalos y chocolates… y, bueno, unos maravillosos primeros meses de sexo matutino, desayuno en la cama y arrumacos. Si alguien me hubiera preguntado sobre mi relación, le habría asegurado que todo iba bien: era el tipo de chica con el que me veía sentando cabeza, una de esas bellezas que mis amigos no dejaban de halagar. Además, se portaba bien con mis padres y pertenecía a una buena familia. Para mí eso era el amor: encontrar a alguien que encajase en esa vida que uno quería. ¿Era eso?
No, no me digas nada. Ya lo sé. En ese momento yo lo tenía claro. No había dudas sobre el papel. Nada se me había perdido a mí dentro de Like¡t.
Me resultó curioso que una empresa tan joven, tan nueva, tan «para ligar», fuese tan pronto noticia de las publicaciones especializadas en economía, que acaparase titulares de la prensa generalista y que la gente se la descargara en masa. Un proyecto que tres amigos de toda la vida habían ideado alrededor de la mesa de una cafetería del centro de Madrid dio la vuelta al mundo. No me preguntes por qué, pero me imaginé que esos tres colegas eran igual que yo o que cualquiera de mis amigos.
Un programa de fidelización para parejas en el que se fomentaban las relaciones de largo recorrido surgidas gracias a la aplicación. Un botón de auxilio que te ponía en contacto inmediato con emergencias. Un sistema que imposibilitaba la creación de perfiles falsos. Política de tolerancia cero hacia la agresividad, las faltas de respeto, el ghosting y demás lacras que en otras apps eran el pan nuestro de cada día. Todo ello y más la convirtió en una revolución en el sector. Era segura, esperanzadora, honesta, con una interfaz atractiva y moderna. Era la aplicación a la que todas las empresas deberían parecerse.
Like¡t lo petó. Lo petó como solo lo peta uno de cada cien mil proyectos. La app no solo se convirtió en una empresa modelo en el trato y la gestión de su creciente plantilla, sino que lo petó hasta firmar uno de los contratos de compra más enigmáticos de la historia. Un gigante americanojaponés la engulló por una suma que podría haber permitido a sus socios fundadores (y al menos a dos de sus siguientes generaciones) jubilarse de inmediato, pero prefirieron quedarse con la dirección de la sucursal en España, que capitaneaban según los criterios con los que lo habían hecho hasta el momento.
A Like¡t le siguió yendo bien, pero abandonó las portadas y los titulares. Se convirtió en una empresa afianzada, puntera, sobradamente rentable, que prefirió un perfil bajo, no aparecer en reportajes sobre gestión empresarial, no dar charlas y no participar en simposios. Era como si quisiera cerrar fronteras, como un pueblo galo viviendo bajo sus normas mientras resistía sitiado por una invasión romana.
Todo genial, ¿no? Un caso de éxito para una empresa española que había dado trabajo a muchos jóvenes. Estupendo. Un posible caso de estudio para alguien como yo, que se dedicaba a mover el dinero de gente que tenía mucho, pero nunca suficiente. Hasta ahí tendría que haber llegado mi historia con Like¡t, dado mi gusto por lo tradicional y el éxito de mi plan de vida, pero lo cierto es que aquello fue solamente el comienzo. Like¡t estaba a punto de cambiarme. A mí. Por entero. ¿Por qué si no iba a hablar de esto en lugar de presentarme como Dios manda?…
1
La casilla de salida
Me encantaría poder hacer una de esas introducciones de película: «Este soy yo. Te preguntarás cómo he llegado a esta situación», pero vas a tener que imaginarte la secuencia. Intentaré ser breve, eso sí, porque esto que te voy a contar ahora solo dibuja el paisaje de mi casilla de salida.
Podría intentar explicarlo desde un punto de vista psicológico, pero me estaría echando el pisto porque no sé qué me pasó. ¿Sabes cuando te ocurre algo y te imaginas a ti mismo reaccionando a lo bestia? Sí, tipo rompiendo una silla o gritando como un gorila con los colmillos al descubierto. Pues fue así, pero en plan tío de colegio privado.
Estaba seguro de que aquel ascenso iba a ser para mí. Llevaba años currándomelo, saliendo de trabajar como pronto a las once de la noche, cuando no era a las tres de la mañana, pero todo el esfuerzo valdría la pena cuando me ascendieran a mánager y cobrara noventa mil euros anuales. Porque eso era lo que iba a cobrar la persona que sucediera al actual cabeza de equipo cuando él subiera al puesto de director.
Agradecí no tener a mano ningún espejo cuando comunicaron que el cargo era para uno de mis compañeros; uno en concreto que había llegado después que yo y que, según mi criterio, no se lo merecía tanto. Se me debió de quedar una cara de gilipollas tremenda. La misma que a mi jefe cuando, después de seguirle hasta el despacho, le comuniqué con vehemencia que o arreglaban el entuerto y me daban el ascenso o me iba.
Primera lección: nadie es imprescindible. Da igual el sentido en el que lo quieras aplicar. Es así. Lo siento. A mi ego también le sentó fatal.
Supongo que no hace falta aclararlo, pero mi jefe, después del estupor inicial, me dio dos palmaditas en el hombro mientras me decía que me echarían de menos. Cuando quise darme cuenta, estaba firmando mi renuncia en Recursos Humanos. El farol se me fue de las manos y echarme atrás hubiera sido fatal para mi amor propio.
Cualquiera con dos dedos de frente habría visto venir lo siguiente, pero yo estaba demasiado ofuscado. No me pareció un problema quedarme sin trabajo; total, mi padre, en cuanto se le pasara el cabreo, echaría mano de sus contactos y me conseguiría otro buen puesto.
Pero sí me sentí molesto porque este incidente retrasaba mis plazos mentales para ir cumpliendo paso a paso mi plan de vida: mudarnos a una casa más grande, casarnos, ir de viaje de novios a Kenia y Maldivas, ponernos a buscar el niño a la vuelta, mi esposa cogería reducción de jornada, llegaría a socio antes de los cuarenta, tendríamos al menos dos hijos, me jubilaría con una casa en La Moraleja, otra en Marbella y una cuenta privada que me permitiría jugar al golf y viajar por el mundo. Pero, sorpresa…
Segunda lección: antes de dar por hecho estas cosas, hay que comentarlo con tu pareja.
Mamá me abrió la puerta sorprendida de verme allí a aquellas horas en un día laborable. Su primera reacción fue la de una madre cualquiera:
—¿Te has puesto enfermo?
Después, cuando vio las dos maletas y la bolsa de viaje e intuyó que por ahí no iba la cosa, reaccionó como la madre de alguien como yo.
—Alejo, por Dios, a tu padre le va a dar un infarto —sentenció.
Debo admitir que mis padres llevaban tiempo diciéndome que mi actitud no era la mejor, pero siempre pensé que no entendían que alguien joven quisiera ir a por todas. Yo me tenía por un tiburón de los negocios y creía que ellos se preocupaban por mi estrés, pero en realidad era un niño pijo con muy mala hostia, que siempre estaba cansado y de mal humor y que hacía gala de una ambición desmedida, como la célebre frase de C. Tangana. Me cegaba aquel plan que ni siquiera sabía cuándo o por qué había trazado con tanto detalle.
Mamá apartó los exámenes de recuperación que estaba corrigiendo, hizo con ellos dos montones y se dispuso a servir café. En ocasiones, envidié la vocación que había llevado a mi madre hasta un trabajo que disfrutaba tantísimo; era profesora de Historia Antigua en la Universidad Complutense y nunca terminaba el día, por duro que fuera, con el mismo humor de mierda con el que lo hacía yo.
Durante un par de horas me dediqué a quejarme de mi mala suerte y a escupir sapos y culebras porque YO no me merecía el trato que había recibido ni en la oficina ni por parte de mi novia. Porque YO había hecho todo lo que estaba en mi mano para prosperar. Porque ELLA no tenía derecho a decirme que estaba harta de que actuase como si solo importase mi opinión, que lo que teníamos se parecía más a un contrato laboral que a una historia de amor, ni a pedirme que recogiese mis cosas y me fuese de allí.
Poco a poco, me calmé y, tras comerme un sándwich que me preparó la cocinera, le pedí a mamá que llamase a mi chica y la hiciese entrar en razón y ella…, ella lo hizo. Volvió al salón negando con la cabeza.
—Está llorando histérica, ¿no? —le pregunté, seguro de que la pataleta le duraría un par de días.
—No. Está muy tranquila. Dice que eres un niñato egoísta y que le has dado la excusa perfecta para aceptar de una vez el puesto que le ofrecían en Berlín.
—¿En Berlín? ¿Cómo se va a ir a Berlín si no habla alemán? —me burlé.
—Cariño, sí lo habla. Fue al colegio alemán, ¿no te acuerdas?
—Ah, sí —balbuceé confuso.
—Ya ha hablado con la casera y con sus jefes. Se va a finales de mes.
—Eso es un farol —afirmé seguro de lo que decía.
—No lo creo. Tengo un mensaje de su madre en el móvil en el que me dice que…
—Pues se va a arrepentir —la corté.
—Alejo…, yo la he notado hasta contenta.
¿Cómo no iba a estarlo? Llevaba meses agobiada con ese puesto que le habían ofrecido del que yo no había querido saber nada en cuanto mencionó que implicaba cambiar de país. Su novio no la apoyaba. Su novio estaba muy preocupado marcando check en las casillas que iba alcanzando en su propio plan de vida. Su novio, el mismo hombre que tantos planes había trazado con ella, no la abrazaba si estaba agobiada o triste, había olvidado hacía mucho los detalles y, sencillamente, daba todo por hecho. La muerte de las parejas nace de ahí, hazme caso…, aunque ella tenía razón y aquello tenía de amor lo que yo de bailaor. Yo tenía que alcanzar mis metas, pero no pensé en las suyas.
Tercera lección: si todo puede ir mal, irá mal. Las desgracias suelen ir de tres en tres.
Había renunciado a mi puesto por una pataleta, mi novia me había dado billete y… ¿cuál sería la tercera tragedia? Solo tuve que esperar a que papá entrase en casa, se enterase de todo y provocase con la vibración de su vozarrón que se desmoronara todo a mi alrededor. Papá, el hombre de éxito, abogado de prestigio. Alejo, el hijo chirimoya, que todo lo hacía regulín.
—Ni te voy a ayudar a encontrar otro trabajo ni te voy a dar las llaves del piso de tu tía abuela. ¿Qué tipo de persona renuncia a su puesto porque no le ascienden? Yo te lo diré: un malcriado. Un puto malcriado, Alejo. ¡Tienes treinta y dos años! ¡¡Espabila!!
—Pero yo…
—Tú ¿qué? Tú te vas a ir a tu habitación de cuando eras un crío y tenías la misma edad mental que ahora. Espero que tengas dinero ahorrado, porque ni mamá ni yo vamos a soltar un euro para que a ti las cosas empiecen a irte «mejor». ¿Me entiendes? ¡Y encima te deja tu novia! Pero ¿no decías que os ibais a casar? Si es que eres un malcriado, un caprichoso y un tonto. Tú vas a espabilar, te lo digo yo. ¡Te vas a espabilar! ¡Ale, a buscar trabajo como cualquier hijo de vecino! Y ya lo sabes, aquí se desayuna a las siete, se come a las dos y se cena a las nueve.
La negociación fue dura, pero ya se sabe: cuando pasan estas cosas uno de los progenitores suele ser el «eslabón más débil», mucho más fácil de manipular, y esa era mamá. Le dije que iba a caer en una depresión si volvía a vivir con ellos, que sería como tirar la toalla definitivamente…, y se lo creyó. Puedo ser un cabrón muy convincente. Así que mamá esperó a que papá se calmase y después intercedió por mí. Si, aún con todo, tenía que vivir bajo su techo, acatando sus normas marciales, iba a darme un chungo.
No es que consiguiera mucho, pero al menos me sacó de allí. Tendría que compartir piso con mis dos hermanos pequeños, que estudiaban Física y Psicología en la universidad, respectivamente, y que vivían en la casa que había sido de mis abuelos. Un piso, por cierto, lleno de cuadros y objetos religiosos. La abuela me contó antes de morir que incluso tenía guardada una reliquia; creo recordar que era el mechón de un santo. ¿Podía darme más cringe todo?
Tenía un colchoncito de ahorros, pero mi tren de vida no había permitido que prosperara demasiado. Si alquilaba un piso para mí solo, me lo fundiría todo en unos pocos meses. No podía permitírmelo. ¿Me devolvería al menos mi ex mi parte de la fianza del piso? Desde luego, yo no se lo pediría: ya tenía suficiente mancha encima como para admitir frente a ella que estaba en verdaderos apuros.
Antes de que pudiera pensármelo dos veces, estaba instalándome allí. Los mellizos no parecían muy emocionados con mi llegada. Tampoco todo lo contrario. A ellos, como al parecer a todo el mundo, Alejo les daba igual.
Podría haber entendido aquello como una oportunidad de empezar de nuevo, que es lo que en realidad era, pero lo asumí como un castigo. Odiaba que las cosas no salieran como yo esperaba. Lo odiaba con todas mis fuerzas.
Pues no me quedaba por tragar…
2
Primer día de la opereta
Nunca me han gustado los polígonos industriales, aunque hace unos años mi opinión era bastante más visceral de lo que lo es ahora. Esas concentraciones de naves destartaladas, aparcamientos para camiones, almacenes y gasolineras me parecían las verrugas con pelo que les salen a las ciudades cuando pierden colágeno: espacios feos, grises, sin ningún tipo de glamour ni belleza. ¿Dónde quedaban los edificios de oficinas revestidos de acero y cristal que relucían al amanecer? ¿Dónde estaban las torres firmadas por afamados arquitectos? Los polígonos industriales eran manchas en los mapas, barriadas que no me generaban ningún interés, aunque supongo que mis intereses por aquel entonces resultaban cuando menos… escasos. Para aquel Alejo de treinta y dos años, un polígono industrial nada tenía que ver con él. Y, sin embargo, ahí estaba, en traje, bajo el típico sol de finales de verano que calentaba aquel día más de lo que había hecho en pleno agosto. Delante de mí se alzaba un anodino edificio de ladrillo caravista del que esperaba que alguien saliera a recibirme.
Era mi primer día de trabajo, y eso me ponía de mal humor. No debería, ya lo sé. Hacía años que se escuchaba el eco de los pasos de una recesión económica que nos soplaba en la nuca, juguetona, y que cada año daba más pistas sobre cuándo pensaba llegar, pero es que… yo consideraba que no debía estar allí. Aquel no era un sitio de mi nivel. Otra persona habría estado feliz por encontrar tan rápido un trabajo, pero yo me sentía avergonzado. Haber caído tan bajo…
Hubiera esperado para incorporarme a algo más acorde conmigo y mi formación, pero de pronto sentí que mi situación era realmente precaria. Mamá (¡mamá!, te recuerdo que ella era el eslabón manipulable de la cadena progenitora) me dijo que lo lógico sería invertir dos meses como máximo para encontrar un trabajo de lo mío, pero que, pasado ese tiempo, debía plantearme entrar a trabajar en cualquier restaurante de comida rápida que me permitiera subsistir. Pero ¡que yo tenía un máster con mención de honor! ¿Cómo iba a…? O peor: ¿qué iba a pasar entonces con mis planes perfectamente trazados para una vida de éxito? Nada. Eso iba a pasar. Empezó entonces el viacrucis de echar currículos y presentarme a todas las entrevistas de trabajo a las que pude acudir, pero para unos puestos estaba muy poco preparado y para otros me sobraba preparación. De mi anterior sueldo ni hablamos, de eso fui dándome cuenta poco a poco.
—No, si al final te van a bajar los humos —se burló mi hermano Manuel mientras mojaba un sobao descomunal en una igualmente descomunal taza con el dibujo de Juego de tronos.
Eso o al final les iba a saltar yo mismo los piños a él y a Alfon, mi otra pesadilla fraternal, que, con esto de que se me estuviera tratando como la oveja negra, se creían lo más y muy maduros.
Fue la necesidad la que me hizo optar al trabajo en Like¡t, no el interés real. Ofertaban un puesto de assistant en el Departamento de Dirección para trabajar codo con codo con su CEO, un puesto con un sueldo tirando a mediocre pero con buenas condiciones (comida, catorce pagas, vacaciones remuneradas, ciclos de formación interna, facilidad para gestionar horarios y su fama de tratar al trabajador tan bien…), al que podía agarrarme durante el naufragio, hasta que llegase una lancha motora a salvarme. Y digo lancha motora por no decir que se le pasase el cabreo a papá y me echase una mano tirando de sus contactos para ofrecerme un puesto acorde a mi nivel.
Pasar las tres entrevistas fue una suerte, como lo fue que todo sucediera tan rápido, aunque nunca me quedó demasiado claro cuáles eran las obligaciones de mi puesto y desde Recursos Humanos insistían una y otra vez en que estaba sobrecualificado. Pero la situación requería movimientos ágiles. Según mis hermanos, había tirado tanto de la sábana que se me habían destapado los pies. Según mis padres, tenía mucha tontería encima y me habían sobreprotegido demasiado, pero no era tarde para solucionarlo. Según yo, estaba jodido.
Así que, si me ofrecían un puesto de assistant de dirección dentro de Like¡t, decía que sí, me presentaba a las nueve en ese polígono casposo vestido de caballero y para delante. Porque tirar para delante había que tirar y porque a mi currículo, a las malas, no le iría mal tener experiencia en un sector como este. ¿Me interesaba trabajar en una aplicación de ligar que no había usado en toda mi vida? No mucho, la verdad. Al fin y al cabo, me consideraba un tío hecho para manejar pasta, aunque fuera la de otros, y me gustaban los trabajos de toda la vida, los que daban seguridad y no dependían de códigos de programación, pero… (y déjame leerte la mente un segundo), a pesar de ser un niño pijo malcriado y ciertamente despegado de la cruda realidad, hasta yo sabía que era momento de moverse o me hundiría sin piedad en las arenas movedizas. Siempre tendría tiempo de seguir buscando trabajo mientras estaba allí. Lo urgente era conseguir un sueldo, y eso, con Like¡t, estaba salvado.
Así que volvamos a mi primer día de trabajo. Volvamos al polígono industrial de Vallecas para el primer acto de la opereta en la que iba a convertirse mi vida. En el papel estelar del bufón: yo.
La mugrienta puerta de metal frente a la que esperaba se abrió de pronto y, tras ella, se asomó un tipo alto y de apariencia inofensiva que me miró con curiosidad. El duelo de miradas se alargó un poco más de lo normal, y es posible, ni confirmo ni desmiento, que se me viera en la cara lo poco que me apetecía estar allí.
—¿Has llamado al timbre? —preguntó por fin.
—Sí. Claro.
—Ah… pues… —Y se apoyó en el marco con aire adolescente—. Tú dirás.
«Nada, que vengo a hablarte del reino de Dios. Pero ¿cómo que “tú dirás”?».
—Soy Alejo —respondí haciendo acopio de toda mi paciencia.
—Alejo, ajá. Encantado, Alejo. ¿Y qué se te ofrece?
Por su parte, él me ofreció una sonrisa amable e informal, completamente a conjunto con su indumentaria: vaqueros, sudadera, zapatillas de deporte… ¿Sería el de mantenimiento, que aún no se había puesto el uniforme?
—Alejo Mercier, es mi primer día de trabajo en Like¡t y me convocaron en esta dirección a las nueve. —Miré la hora—. Aunque ya son las nueve y diez, porque nadie ha abierto la puerta hasta ahora.
El chico, que debía de tener más o menos mi edad, frunció levemente el ceño a la vez que en su expresión se adivinaba cierto reconocimiento.
—¡Ah! Vale, vale… Perdóname. —Me tendió la mano y abrió un poco más la puerta, dejándome pasar tras un breve apretón—. Soy Fran, de Recursos Humanos. Bienvenido.
—Gracias. —¿Era de Recursos Humanos y le había tenido que explicar quién era y qué hacía allí…? Me temí que alguien se iba a ganar un tirón de orejas por no hacer bien su trabajo.
—Pasa, pasa. Has llegado prontísimo, por cierto. Si no me equivoco, debieron de convocarte entre las nueve y media y las diez. —Sonrió sin atisbo de displicencia—. Es nuestra hora de entrada. Me pillas aquí por pura casualidad.
La puerta de metal se cerró y nos sumió en una repentina oscuridad. Lo que me faltaba. Seguro que eran las típicas oficinas cutres de los años ochenta, mal iluminadas, mal ventiladas y con paredes blancas con huellas de zapato. ¿Por eso se mantenían tan al margen de la prensa? ¿Eran unos cutres que gastaban poco para obtener más margen de beneficio?
—Esta es la puerta de atrás. —Le escuché decir cuando reanudó el paso—. En este polígono les debió de dar pereza poner nombre a todas las calles y nuestra puerta de atrás es el bis de la entrada principal; por eso has debido de equivocarte. Esta entrada es muy deprimente. Te habrás llevado una impresión horrenda de nosotros.
—Bueno… —dejé escapar con cierto desencanto.
—Ya verás. La oficina es muy bonita.
Estaba empezando a dudarlo cuando la claridad lo bañó todo a nuestro alrededor. Confundido, miré a mi alrededor para descubrir que el oscuro pasillo desembocaba en una sala enorme, diáfana, llena de una preciosa luz amarilla que se derramaba sobre decenas de escritorios de madera clara que no recordaban en nada al contrachapado de la mayoría de las mesas sobre las que había trabajado hasta ahora. Eso había que admitírselo: las empresas jóvenes tenían mejor gusto para la decoración que los gigantes antediluvianos, pero eso, en definitiva, tampoco era decir mucho.
El techo tenía una claraboya de cristal a dos aguas que permitía que la luz natural entrase a raudales en todos los rincones de la sala, pero tamizada para que no llegase a ser molesta y se pudieran ver bien las pantallas. También colgaban del techo, como apoyo, unas luces que ya se adivinaban mucho más cálidas que los halógenos, para los días nublados o las tardes de invierno, y de otros soportes, plantas. Plantas trepadoras, plantas que lloraban sobre nuestras cabezas, puntos de color brillando gracias a flores de distintos colores sobre el verde por doquier. No pude evitar preguntarme cómo se regaban… hasta que me di cuenta del sistema de riego, probablemente ecológico y responsable, que las alimentaba de manera discreta, reptando junto a ellas.
—Esta es la sala principal. —Me enseñó Fran—. Aquí trabajan desarrolladores, diseñadores, Atención al Cliente, comerciales, Márquetin, Recursos Humanos… Bueno, todos en realidad. Aunque las mesas se organizan por «barrios», en la empresa nos gusta pensar que la cercanía entre todos los departamentos facilita las sinergias y la comunicación. Irás viéndolo, pero Like¡t se parece más a una familia numerosa que a una de esas empresas…, ya sabes, como consultoras y demás. No nos gusta lo gris.
Eso me molestó un poco. Me provocaba cierto repelús que las empresas siguieran esgrimiendo un argumento tan manido como el de «aquí somos una gran familia». Además, había sido consultor desde que me licencié y terminé el máster, y no me consideraba precisamente una persona gris. Quizá en aquel polígono confundían los términos «elegancia» y «atemporal» con el color gris. Pobres…
—Yo he sido consultor financiero durante años —puntualicé con intención de que se sintiera incómodo por su comentario, pero…
—Bufff… —Me lanzó una mirada de ¿lástima?—. Ya lo siento. Bueno, aquí creo que podrás borrar esos recuerdos. Mira —me señaló algunas habitaciones acristaladas que había pegadas a los laterales—, esas son las salas de reuniones que están disponibles para toda la plantilla. Te familiarizarás pronto con ellas, están en el sistema…, em…, perdona que te esté haciendo este tour tan desordenado, pero es que no suelo ser el responsable de esta parte de la acogida de nuevo talento —se disculpó con sinceridad—. Tú, si tienes cualquier pregunta, dime, ¿vale?
Asentí y él siguió.
—Aquellos —señaló unos espacios también acristalados, abiertos a la sala principal— son los despachos de I+D, Comunicación y Márquetin, Recursos Humanos, Financiero y Tecnológico. Como verás, más que despachos son salas de trabajo. Son las mesas de los responsables de área, aunque todo el mundo prefiere currar en la sala principal.
—¿Por qué? —pregunté confuso—. Pudiendo tener la tranquilidad del despacho…
—Hombre, porque te pierdes todo lo bueno. —Fran sonrió muy risueño y visiblemente satisfecho de su comentario—. Allí están las cabinas de videollamada y calls en general, y tras aquella puerta doble está la cantina.
Me azotó la imagen de la típica sala de comedor de empresa pintada con los colores corporativos, con unas persianas cutres que taparían la visión del horroroso callejón de polígono suburbano del exterior, con un microondas guarro con granos de arroz y una nevera llena de táperes con el nombre de los propietarios escrito a toda prisa en pósits amarillos.
—Luego te la enseño, si quieres, aunque me imagino que mis compis de Recursos Humanos querrán hacerte un tour mucho más digno del lugar y mostrarte la nevera de bebidas, la de fruta, la sección de galletas, aperitivos… La gente flipa bastante la primera vez que la ve. Mola mucho —asintió para sí mismo—. Y el cáterin que nos traen es rico y supersano. De eso nos preocupamos en mi departamento.
Arqueé las cejas, pero, antes de que pudiera preguntar más, Fran siguió señalando el fondo del espacio en el que nos encontrábamos.
—En ese pasillo está la sala de masaje. Todos los trabajadores pueden reservar hasta una hora semanal, viene una fisio encantadora que es capaz de desatarte cualquier nudo. La sala de descanso también está por allí, por si necesitas una cabezadita o respirar profundo…, que creo que te vendrá muy bien en el desarrollo de tus obligaciones…, y por donde hemos entrado están el gimnasio y las duchas, lo que pasa es que tienen también salida a la calle. Por eso esa zona está tan oscura. Lo montamos más de cara al exterior para que, si tienes yoga a las doce, te dé la sensación de estar fuera del trabajo, ¿sabes?
Lancé una carcajada y Fran respondió con otra que pareció el ladrido de alegría de uno de esos perros color canela de los anuncios de televisión. Volví a reír con fuerza y él se contagió.
—No sé de qué nos reímos —confesó.
—Qué bueno. Tronco, se te da bien, ¿eh? Lo dices todo serio y… —me interrumpió otro ataque de risa— parece que lo dices de verdad.
Fran se calló de pronto, como si le hubieran quitado las pilas en mitad de una carcajada, y me devolvió una mirada confusa.
—¿Cómo?
—Que casi me lo creo.
—Pero si es verdad…
—Ya, sí. ¿Y la piscina dónde está?
—Tenemos un acuerdo con la piscina de un polideportivo cercano. Si quieres matricularte, nos reservan dos calles dos veces por semana de ocho y media a nueve y media. Puedes entrar esos días a las diez o diez y media sin problemas. Aquí creemos que quien mejor puede gestionar su horario y su trabajo es el propio trabajador.
Me quedé mirándolo patidifuso.
—Te estás quedando conmigo, ¿no?
—Pensaba que explicaban todas estas cosas en la última entrevista o cuando llamaban para confirmar que el puesto es vuestro…
—Pero ¿tú no eras de Recursos Humanos?
—Sí, claro, pero me encargo de otras cosas. —Se encogió de hombros—. Ya te lo explicarán bien. Tú trabajarás allí.
Señaló uno de los cubículos acristalados. Era un poco más grande que los demás y el que más se parecía a un despacho propiamente dicho…, pero un despacho molón. Conforme fuimos acercándonos se hicieron más visibles las estanterías llenas de libros, el sofá chéster de terciopelo verde oscuro, el escritorio de delgadas y estilizadas patas de madera de haya, el gran ventanal con persiana veneciana, la mesa redonda a conjunto con el escritorio con cuatro sillas coloridas, los rincones llenos de montañas de libros de arte de grandes formatos, la nevera Smeg de aire retro en un precioso color menta y la pared contraria a la librería cubierta de marcos de diferentes tonos y tamaños, que lucían orgullosos ilustraciones de cualquier estilo que pudieras imaginar. Era caótico y a la vez inspirador, con un ruido visual terrible que, no obstante, generaba calma. Mis pies, al entrar, se hundieron unos milímetros en una mullida alfombra de colores con forma de tigre.
—No sé si el decorador era humano o un gorila daltónico y drogado, pero el resultado es interesante —confesé—. Quizá habría que limar algunas cosas, pero…
—Bueno, a Marieta le gusta así.
—¿Y Marieta es…?
Al no encontrar respuesta, me volví hacia Fran, que me miraba con una sonrisa enigmática.
—Ven, acompáñame a mi mesa. Voy a darte uno de nuestros folletos internos. Léelo tranquilamente mientras desayunas algo. En cuanto lleguen mis compañeros de Recursos Humanos los mandaré a buscarte para que puedan… situarte mejor. Solo dime una cosa…, ¿qué es lo que sabes de tu puesto?
—Que me han contratado para el Departamento de Dirección, que trabajaré codo con codo con el CEO, que al parecer estoy sobrecualificado para el puesto y que…
Fran volvió a sonreír con misterio y, una vez en su mesa, rebuscó en uno de los cajones hasta dar con lo que quería.
—Toma, léelo, pero te adelanto que te espera un día de sorpresas.
Hoy sigo preguntándome por qué el muy cabrón no me avisó. Me hubiera ahorrado empezar con muy mal pie.
3
La chica del pelo rojo
La cantina se parecía más a una cafetería escandinava que al comedor de una empresa. Fran tenía razón cuando decía que era bastante impresionante. Cafeteras semiautomáticas de última generación, jarras de leche fresca, bebidas vegetales, zumos recién exprimidos, tostadora, pan humeante que aún olía a obrador, dulces con pinta de ser deliciosos y no demasiado tóxicos para el organismo, botes con frutos secos (cualquier fruto seco que te puedas imaginar), cajón de galletas, chocolatinas, bandejas de fruta, neveras llenas de refrescos, agua embotellada… He estado en bufets de desayuno peor surtidos que aquella sala. Siendo completamente sincero, me apabulló tanto que solo fui capaz de servirme un café. Regresé al que iba a ser mi despacho y esperé a la persona de Recursos Humanos que se encargaría de entregarme mi ordenador y demás. Me entretuve leyendo los folletos que me había facilitado Fran, que me vigilaba de reojo con una expresión divertida que me mosqueaba un poco.
A las diez menos cuarto la sala cobró vida como lo hacía un colegio a la hora de entrada. De la parte opuesta de donde yo había accedido, nació un vocerío animado que se parecía más a la algarabía que llena las calles de los bares de copas que a la cháchara de oficina.
Los dueños de aquellas voces fueron apareciendo en mi campo de visión por una puerta; para ello el despacho tenía la mejor de las ubicaciones y desde allí se veía una panorámica perfecta de toda la sala. En su mayoría, los trabajadores eran gente joven, de entre veintipocos y treinta y algo, modernos, cosmopolitas, con pelos de colores y un nulo sentido del protocolo empresarial para escoger su atuendo en días laborables. Un chico con falda escocesa por encima de un pantalón de traje oversize, camiseta de tirantes blanca, collares y pendientes de grandes dimensiones me saludó con la mano, con total familiaridad. Varias chicas con el pelo más corto que un marine me observaron en silencio. No había ni uno ni dos, sino varios hombres maquillados…, aquello parecía ser costumbre. Muchas de las mujeres que entraban lucían ropa que parecía más adecuada para ir a correr al cauce del Manzanares que para ir a trabajar… Mi esnob interior contuvo un respingo de horror; mi yo racional lo zarandeó al grito de «necesito este trabajo, so gilipollas, ¿a ti qué más te da cómo vaya vestida la gente?».
Pero, aunque ese perfil era mayoría, la plantilla no se componía solamente de gente joven. Aquí y allá varias personas, que estaban cerca de la edad de jubilación, ocupaban sus escritorios. Sin embargo, no se creaban guetos y todo el mundo charlaba entre sí, independientemente de la edad o la pinta que llevasen. Perdón…, quería decir «su estilo». Recuerda que yo vestía un traje hecho a medida en aquel momento.
Por si no tenía suficientes cosas «nuevas» en las que fijarme, no me pasó por alto el hecho de que todo el mundo me mirase con cierta sorpresa. Al principio pensé que era debido a la novedad, al efecto «chico nuevo en la oficina» y la curiosidad que eso suscita, pero la manera en la que compartían miraditas después de verme allí sentado me hizo temer… No sé, que llevase un moco pegado en la cara. Algo pasaba, eso estaba claro, pero, por más que me miraba en el reflejo del flexo que había sobre la mesa, no encontraba la razón de tanta atención. Quizá era mi traje gris lo que les extrañaba, viendo cómo iban vestidos casi todos ellos… Las miraditas me daban igual, de modo que seguí concentrado en apartar todo lo que mi predecesor había dejado sobre el escritorio.
A las diez, con todo el mundo ya sentado en la mesa, una chica se acercó al despacho y llamó con los nudillos sobre la cristalera de manera educada, aunque la puerta estuviera abierta.
—Hola, Alejo, soy Selene, la persona que te mandó el mail con todos los datos para tu primer día. Estaba segura de haberte convocado a las diez, pero me comenta Fran que has llegado a las nueve.
—Y yo seguro de que esa era la hora de entrada —respondí con cierto resquemor.
—No pasa nada, aunque en el futuro, para evitarte madrugones, mejor revisa la información la noche antes.
Lo dijo en un tono amistoso, jocoso, casi como una broma entre amigos, pero a mí me sentó fatal. De todas formas, antes de que pudiera responderle, siguió hablando:
—Por cierto, ha debido de haber un error. Esa no es tu mesa.
Fruncí el ceño y miré a mi alrededor sorprendido.
—Fran me dijo que este era mi despacho.
—Sí y no. Fran es buen tío, pero tiene mucha sorna. —Sonrió—. Alejo, ¿te importaría acompañarme a una sala de reuniones para que te vaya poniendo al día?
—Perdona, Selena.
—Es Selene.
—Selene, es que no me estoy enterando de si este es o no mi despacho.
No quise ser borde, pero pensé que, si no marcaba distancia el primer día, me irían comiendo terreno poco a poco. Por mucho que ese puesto no estuviera a mi nivel, era la mano derecha del CEO y me debían cierto respeto.
Por encima de su hombro percibí decenas de miradas. Se respiraba un ambiente de expectativas a punto de ser cumplidas, pero no entendía por qué. Creí que esperaban un enfrentamiento, pero era mi primer día de trabajo. Hasta yo sabía que debía esperar para montar un pollo. Aunque… ¿no lo estaba montando de modo pasivo-agresivo?
—Ya, bueno, es que Marieta está a punto de llegar y creo que te vas a sentir más cómodo si hablamos en la sala.
—¿Quién es Marieta?
—Bueno, Marieta es la persona con la que vas a trabajar.
—¿Mi asistente?
Hubiera jurado que contenía la risa.
—Acompáñame y te lo cuento todo.
—Pero ¿es este mi despacho o no? —insistí, terco.
—Vas a trabajar aquí, sí, pero técnicamente no es TU despacho. —Bajó la voz, discreta, y, viendo que yo no tenía intención ninguna de seguirla, continuó informándome—: ¿Ves esa mesa? —Señaló una que quedaba pegada a la pared exterior del despacho—. Esa es tu mesa.
Arqueé una ceja. Una mesa bonita, sí, pero superutilitaria, como un satélite que orbitaba alrededor del despacho en el que estaba sentado. ¿Cómo que esa era mi mesa?
—¿No tengo despacho?
—No —negó y se le escapó cierta sonrisa que no tardó en desaparecer—. Solo los directores de departamento tienen despacho, aunque la mayoría ocupa mesas en la sala principal y los han reconvertido en salas de trabajo para su equipo. Despacho, como tal, solo está este.
—¿Es el del CEO? Porque me dijeron que iba a trabajar codo con codo con él.
—No creo que te dijeran exactamente eso. Verás, el CEO…
Un conjunto de cuchicheos en la sala de trabajo principal precedió a una aparición en el despacho. De pronto, como salida de la nada, una chica con un desordenado y llamativo pelo pelirrojo, anaranjado y brillante, se apoyaba con expresión confusa en el vano de la puerta de aquel cubículo de cristal. No me hubiera sorprendido ver que se disipaba a su alrededor una de esas nubes de humo que acompañan los trucos de magia; ni siquiera había percibido su movimiento con el rabillo del ojo.
Se trataba de una chica joven, calculé que un poco más que yo, pero poco. Como todos los demás, tenía un aspecto informal: lucía un piercing en la nariz, el cuello lleno de collares que caían sobre el amplio escote de su blusa verde oscuro, de mangas abullonadas y que llevaba atada al estómago por encima de unos pantalones color… ¿naranja? ¿Era guapa? Lo era, pero en un sentido salvaje. Era agradable mirarla, como lo es asomarse al vacío desde una cima si no tienes vértigo. Era bella, pero la envolvía un aura que despertaba…, ¿qué sensación era aquella? Algo así como advertencia. Una pelirroja guapa, salvaje y vivaracha con pinta de ser un hueso duro de roer.
La estudié con disimulo, pero puedo asegurar que ella me echó otra buena ojeada con tanto asombro como diversión, aunque había en su mirada algo extraño. ¿Qué era?
—¡Uy! Pero ¿este quién es? —dijo muy sonriente, como si acabase de encontrarme en el interior de un Kinder Sorpresa—. ¡Hola!
—Soy Alejo Mercier, el nuevo assistant de dirección —dije con un tono de voz firme, deseando que se terminase todo aquel circo.
Sin presentarse, miró a Selene con sorpresa.
—Pero… —Se echó a reír—. ¿Assistant?
—Estaba intentando explicarle —expuso Selene.
—¿Y por qué lo habéis sentado en mi despacho?
—No hemos sido nosotros…
Las dos se rieron, la recién llegada mucho más alto, con la boca más abierta y, si se lo preguntan al Alejo de entonces, con menos modales, antes de dirigirse de nuevo a mí.
—¿Pero…? Entonces ¿este no es el despacho del CEO? —pregunté sin darle la oportunidad de hablar primero.
—Yo soy «el CEO» —explicó con calma, sin mirarme, mientras dejaba en la silla que quedaba más cerca de ella todos sus bártulos.
Levantó la mirada, me estudió con diversión y, en un tono de voz muy dulce, añadió:
—Soy Marieta Durán, tu jefa, aunque no me guste demasiado ese término. Pero es lo que soy. —Se encogió de hombros—. Tu jefa… y estás sentado en mi mesa.
Abrí los ojos como platos y sentí que se me salían de las órbitas, como si la vergüenza me hubiera dado un puñetazo en la boca del estómago. Me levanté de la silla, agaché la cabeza y di la vuelta al escritorio para tenderle la mano.
—Disculpe esta terrible equivocación, señora Durán. No era mi intención…
—¡Ah! No te preocupes. —Hizo un gesto que quería quitarle importancia al asunto y mi mano se quedó allí, solitaria y despreciada—. Pero llámame Marieta, por favor. La señora Durán es mi madre; y sí, llevo los dos apellidos de mis abuelos maternos, pero no hay drama. Ya nos iremos conociendo mejor.
Sonrió como una bendita y…, sinceramente, no supe qué decir. Aquella pelirroja sonriente y sin modales me había dejado sin palabras.
—Ven conmigo —me pidió Selene—. Te damos tu ordenador, te explicamos un poco y…
—Y luego vienes y charlamos un rato —terminó Marieta.
Miré a Selene, miré a mi jefa, miré hacia todos los rostros que desde fuera no se perdían detalle de la situación, miré en mi interior a mi yo avergonzado, agazapado, creyendo estar viviendo su infierno personal.
—Ah…, y… perdóname, has debido de entenderlo mal. —Marieta Durán hizo una mueca que la hacía parecer realmente apenada por el malentendido, aunque probablemente le estaba pareciendo superdivertido—. El puesto que has aceptado no es de assistant, sino de asistente. Asistente personal, para más señas; el cargo de secretario de toda la vida. Pero no pasa nada, Alejo, vete quitando esa cara de susto porque, si aún quieres el puesto, tú y yo vamos a llevarnos bien por obligación.
Asistente.
Personal.
Sin despacho.
Con Marieta Durán.
Con su bonita cara de muñeca.
Por obligación.
Secretario.
Efectivamente había caído en el infierno y no veía por dónde salir.
4
Desesperado
Selene me llevó con ella a una sala de trabajo para charlar sobre mi puesto, mis obligaciones y también todos los derechos que adquiría desde aquel momento como trabajador de Like¡t. Yo fingía atender, pero la cabeza me daba vueltas. A ver, que no era un pavo rancio que no puede asumir que su jefa vaya a ser una piba, pero el hecho de haber dado por sentado que se trataba de un hombre me dejó bastante muerto. Yo me tenía por un tío moderno. Moderno, entiéndeme, pero amante de la tradición; no creía que fuera incompatible. De todas formas, ese no era el problema. El problema era mi puesto. ¿Cómo que asistente personal? De la palabra secretario no quería ni escuchar hablar.
Después acompañé a Selene a un almacén del que sacó un montón de material para mí: una manta supersuave, una taza, un juego de bolígrafos, un par de cuadernos, un cojín para la silla, unos auriculares inalámbricos con micro, una de esas botellas que mantienen el agua fría… Yo qué sé, de todo. Like¡t tenía más merchandising que Disney, pero aquello no me tranquilizó. ¿Asistente personal? Yo era un tío con una doble licenciatura y un máster en Gestión Patrimonial y Financiera, ¿y me iban a poner a revisar la agenda de alguien? Pero ¿cómo iban a tirar tanto recurso a la basura?
—Selene, discúlpame —le dije cuando me entregó el ordenador y dejamos en mi mesa toda la parafernalia que me había dado—, ¿cómo es posible que me hayáis seleccionado para un puesto de asistente personal?
Ella asintió, como si le resultase una pregunta de lo más lógica.
—Nos corría muchísima prisa encontrar a alguien que ayudase a Marieta y tú eres bilingüe en francés e inglés, dijiste que te manejas bien con las nuevas tecnologías, les pareciste organizado y buscabas una incorporación inmediata. A decir verdad, me dijeron que parecías «algo desesperado».
Fuck.
—Pero…
—Resaltaron varias veces que estabas sobrecualificado y te explicaron que el puesto era para dar soporte a la CEO.
—Juraría que nadie lo dijo en femenino, pero eso es lo de menos —aclaré—. Dar soporte al CEO puede significar muchas cosas.
—Tienes razón —asintió, y su pelo corto se movió con ella—, pero no pienses en el puesto en negativo. Marieta va a darte mucha voz; por eso nos pareció tan interesante tu perfil, porque tienes experiencia empresarial y en…
—¿Gestión de agendas? —respondí con sarcasmo.
—Oye, Alejo, eso lo ponía claramente en la oferta de trabajo para la que postulaste.
Otra lección: la necesidad no es que te convierta en alguien menos exigente, que también, es que directamente te resta comprensión lectora.
—Cuéntame —le pedí después de echar una ojeada al despacho, a mi espalda, donde Marieta tecleaba—. Cuéntame más cosas del puesto.
—Al principio, concéntrate en familiarizarte con la agenda de Marieta. Ella te irá pidiendo todo aquello en lo que crea que la puedes ayudar. Irás conociéndola, de modo que te irás dando cuenta por ti mismo, pero te adelanto que es una de esas personas a las que el trabajo absorbe por completo, de modo que no estaría mal que velases por su funcionalidad.
—No entiendo qué quieres decir con eso.
—Pues que no estaría de más que te asegurases de que hiciera descansos e ingiriera alimento.
La madre que me parió.
—¿En serio?
—Muy en serio. Es capaz de deshidratarse si hay mucho trabajo.
—Vale. —Tragué saliva.
Vi a Fran pasar por delante de mi mesa y dedicarme una sonrisa de camino al despacho, en el que entró sin llamar. Quiso cerrar la puerta, pero esta quedó medio abierta.
—¿Ves? Eso que ha hecho Fran solo pueden hacerlo él y Ángela. Nadie más puede irrumpir en su despacho así, a las bravas. Parte de tu trabajo también será velar por que Marieta pueda trabajar con tranquilidad y con el menor número de interrupciones. Sobre Ángela, que no se me olvide, es la CTO; te la presento en breve. —Echó un vistazo por la sala—. Es que creo que está en una call.
Emití un sonido que quería ser una confirmación de que entendía todo aquello, y ella siguió:
—Fran, Ángela y Marieta son los tres socios, los «dueños» de Like¡t, aunque como ya sabrás formamos parte de un conglomerado empresarial internacional mucho más grande.
—Sí, lo sé.
—Pues aquí puedes ser de gran ayuda —añadió esperanzada de que eso me hiciera cambiar el rictus de amargado—. Aún estamos en pañales con esto de la fusión y tu opinión puede sumar mucho. Estoy segura de que, cuando os conozcáis mejor, vais a ser inseparables.
Me dejó allí solo para que me situase, con mis credenciales para el ordenador y algunas instrucciones para sincronizar mi agenda con la de la jefa e ir abriendo cada grupo de trabajo. No te puedo explicar la movida que era eso. No era complicado, pero sí caótico. Cada departamento tenía una especie de chat de grupo a través de una aplicación interna, y yo debía tener acceso al menos a los principales. Aún no sabía el ruido mental que eso iba a generar. Todo el mundo decía muchas cosas allí y, casi siempre, en un argot que yo no dominaba.
Estaba en ello, tratando de entender aquel maremágnum de información, cuando me di cuenta de que podía escuchar, si afinaba el oído, lo que Fran y Marieta estaban hablando en el despacho. No es que tenga alma de portera cotilla, es que me pareció que estaban hablando de mí y… efectivamente:
—No quiero prejuzgarle, pero… —confesó Marieta con voz preocupada.
—Está superpreparado.
—Eso, y que haya pensado que le habíamos amueblado un despacho para su primer día, demuestra que nos va a dejar en cuanto tenga ofertas de otros lados.
—El mercado está mal y el puesto tiene buenas prestaciones.
—Si tengo un asistente, necesito que sea fiable, Fran. Te recuerdo que yo quise seguir sola y tú me dijiste que soy una adulta disfuncional que olvida sus funciones vitales cuando se sienta en su mesa de trabajo y que, como director de Recursos Humanos, me obligabas a aceptar que alguien me ayudase en mis tareas.
—Está superpreparado —repitió.
—Los astronautas también, pero no necesitamos uno.
En aquel momento Fran se volvió hacia mí y, aunque no podía saber si estaba escuchando o no, se acercó a la puerta y la cerró. Con ese gesto, dejé de oír absolutamente nada, como si la sala estuviera insonorizada.
—¡Hola!
Levanté la mirada para encontrarme delante de mi mesa con el chico de la falda a cuadros.
—Hola —respondí.
—Soy Tote.
—Encantado, soy Alejo.
—Genial. —Sin pedir permiso se metió detrás de mi mesa y se colocó a la altura de mi ordenador—. ¿Puedes abrir un momento tu correo electrónico? Te he mandado una cosa y tengo que explicártela.
Cogí aire. Todo se me hacía un mundo, como si tuviera la tensión muy baja y me costase trabajo moverme. Tote se hizo cargo del teclado y el mousepad, abrió un mail y se puso a contarme una movida sobre presentarme al resto de la plantilla.
—Es un formulario tipo. Todos lo rellenamos cuando nos incorporamos. Verás que tiene secciones que te van guiando sobre qué tipo de información suele compartirse. Una vez que lo tengas rellenado, le das aquí y la información subirá al servidor y…
Desconecté. Tenía una jefa que había dado por hecho que tenía pito, lo que me había dejado como un capullo misógino, mi puesto era de asistente personal, tenía que hacer una mierda de redacción escolar para presentarme a mis compis… Todo era una pesadilla.
—¿Lo tienes? —me preguntó.
Asentí.
—Perfecto. Pues, ya sabes, si necesitas cualquier cosa, me siento allí. —Señaló su mesa—. Puedo echarte una mano en lo que necesites si te ves perdido.
No quise decirlo en voz alta, pero ¿cómo iba a sentirme perdido si estaba sobrecualificado? Era una pregunta sin respuesta porque, efectivamente, era así como me sentía.
Marieta y Fran seguían encerrados en el despacho, probablemente hablando de mí y de mi ineptitud para el puesto, cosa que me fastidiaba porque yo consideraba que mi formación estaba muy por encima de la de un asistente habitual. No se me ocurrió pensar que lo que Marieta necesitaba no era un experto en nada, sino alguien con intención de ayudar.
Allí estaba, sentado en aquella mesa satélite, a la vista de todo el mundo, parado como un imbécil sin saber qué hacer, así que, a falta de algo mejor, me puse a rellenar el dichoso formulario para presentarme al resto.
Las secciones de formación y experiencia laboral no me resultaron complicadas, pero, cuando llegó la parte de «y ahora cuéntanos un poco más de ti», creo que me dio un ataque de ira similar al que me hizo dejar mi anterior puesto. ¿Cuéntanos un poco más de ti? OK, pues allá voy.
Hola, soy Alejo y estoy amargado porque necesito un puto puesto de trabajo de manera urgente si no quiero que mis padres me obliguen a trabajar en el McAuto. Mi novia me dejó porque consideraba que yo había decidido su futuro por ella, pero ¿qué cojones? No la echo de menos. A lo mejor me ha hecho un favor. Empezaba a sacarme de quicio ese ruidito como de ardilla que hacía cada vez que se la metía. ¿Y me quería casar con ella? Desde luego tengo una crisis de identidad.
Por lo demás, me gusta ir al club de campo, pero supongo que ninguno de vosotros ha pisado un sitio así en su vida, así que ni me molesto en explicaros lo que es. También tengo la costumbre de vestirme de persona y no de papagayo humano, como vosotros, pero os iréis acostumbrando.
Espero que a mi padre se le pase pronto la profunda decepción de darse cuenta de que su hijo es un malcriado y me consiga otro trabajo, porque lo de llevar cafés no va conmigo ni con nadie que haya nacido en mi cuna. A tomar por culo.
—Ey.
Fran me asustó y di un bote en la silla, apoyándome sobre la mesa y el teclado para no caerme.
—Coño, que me da un infarto —me quejé.
—Perdona. —Se rio él—. Solo quería decirte que, para cualquier cosa que necesites, el equipo de Recursos Humanos nos sentamos allí. ¿Has conocido a Tote?
—Sí —asentí—. Encantador.
Lo dije con retintín, pero Fran no lo captó.
—Lo es. Es maravilloso. —Me enseñó sus perfectos dientes en una sonrisa bonachona—. Pues ya sabes. Él te puede ayudar con cualquier cosa.
—Sí, me ha mandado el formulario para presentarme y justo…
Me volví hacia la pantalla asustado por si, desde donde estaba, Fran podía leer alguna de las sandeces que, en un ataque de frustración mal gestionada, había escrito allí, pero ese en realidad era el menor de mis problemas. La pantalla estaba en blanco y, en el centro, podía leerse «Formulario enviado con éxito».
Me levanté de un salto.
—Perdona…
Dejé a Fran con la palabra en la boca y me precipité hacia la mesa de Tote para camelármelo y que borrase lo que acababa de subir al servidor sin darme cuenta, pero, antes de que llegase hasta él, todos los ordenadores emitieron el sonido de recepción de mail a la vez.
—Tronco —dije jadeante, agachándome al lado de su silla como quien se refugia en una trinchera—, ayúdame con una cosa, por el amor de Dios.
—¿Qué pasa? —Se asustó Tote.
—He lanzado…, em…, el formulario, ¿se puede recuperar del servidor? Lo he mandado a medias.
—Ah, pues no. Pero no te preocupes. Quiero decir, sí se puede modificar, pero está programado por defecto para enviar un mail a toda la plantilla con la presentación en cuanto subes la información, como te he comentado, y…
Miró su pantalla, me miró a mí, puso cara de estar a punto de pasárselo muy bien y abrió el mail.
Genial. De puta madre.
Tote borró todo lo que no se correspondía con la información sobre mi experiencia y formación al momento, pero no te creas que eso me salvó de ninguna vergüenza, porque, a pesar de que se envió otro mail a todo el personal, no había manera de borrar el que habían recibido anteriormente. Todo lo que hizo Tote, cabe decir, lo hizo descojonado de la risa. Y su risa no era discreta.
—De verdad que no me quiero reír, pero es que… —decía sin parar.
Acababa de sentarme de nuevo en mi mesa, centro de todas las miradas, escuchando risitas por doquier, viendo cómo se daban codazos los unos a los otros mientras comentaban mi bonita redacción de bienvenida, cuando mi ordenador empezó a emitir un ruido extraño.
Marieta llamando.
Me puse los cascos, confuso, y le di al botón de responder.
—Hola, Alejo, ¿puedes venir?
—¿Adónde?
La madre que me parió. Ganar tiempo no era lo mío.