Playlist
CRUEL SUMMER | TAYLOR SWIFT | 02:58 |
KISS ME MORE (FEAT. SZA) | DOJA CAT | 03:29 |
TALKING BODY | TOVE LO | 03:58 |
SHUT UP | ARIANA GRANDE | 02:38 |
IDGAF | DUA LIPA | 03:38 |
ENERGY | TYLA JANE | 03:20 |
MOTIVATION | NORMANI | 0:14 |
ONE KISS (WITH DUA LIPA) | CALVIN HARRIS | 03:35 |
DANCE FOR YOU | BEYONCÉ | 06:17 |
NEEDY | ARIANA GRANDE | 02:52 |
WHO’S | JACQUEES | 03:06 |
LOSE YOU TO LOVE ME | SELENA GOMEZ | 03:26 |
KISS ME | SIXPENCE NONE THE RICHER | 03:29 |
BOYFRIEND (WITH SOCIAL HOUSE) | ARIANA GRANDE | 03:06 |
RUMORS (FEAT. ZAYN) | SABRINA CLAUDIO | 03:46 |
MORE THAN ENOUGH | ALINA BARAZ | 02:31 |
YOU SHOULD SEE ME IN A CROWN | BILLIE EILISH | 03:01 |
I’M FAKIN | SABRINA CARPENTER | 02:55 |
MAKE ME FEEL | JANELLE MONÁE | 03:14 |
CAN I | KEHLANI | 02:48 |
El patinaje era el recipiente donde derramar mi corazón y mi alma.
PEGGY FLEMING
1
Anastasia
—¡A primera, Anastasia!
Como vuelva a oír las palabras «a primera» y «Anastasia» juntas en una misma frase una sola vez más, puede que colapse definitivamente.
En realidad, llevo al borde del colapso desde que me levanté esta mañana con una resaca salida del mismísimo fondo del infierno, así que lo último que necesito ahora es darle más pena a la entrenadora Aubrey Brady.
Me concentro en contener el cabreo, como siempre hago cuando se empeña en llevarme al límite en los entrenamientos. Esa dedicación es la que le ha hecho ganarse el prestigio que tiene como entrenadora; que yo le tire los patines a la cara es algo que solo puede ocurrir en mi imaginación.
—¡Hoy estás flojita, Stas! —grita mientras pasamos a su lado a toda velocidad—. ¡Y las flojitas no se llevan las medallas!
¿Qué he dicho de no tirarle los patines a la cara?
—Vamos, Anastasia. Dale un poquito de caña, por una vez en tu vida —se burla Aaron, y me saca la lengua cuando lo fulmino con la mirada.
Aaron Carlisle es el mejor patinador de la Universidad de California, Maple Hills. Cuando conseguí la plaza en la UCMH y mi compañero de patinaje no, descubrí que Aaron estaba igual que yo, así que nos emparejamos. Este es el tercer año que patinamos juntos y el tercer año que nos comemos una mierda en los campeonatos.
Tengo la teoría de que Aubrey es una espía soviética. No tengo ninguna prueba, y no he desarrollado mucho esta hipótesis. De hecho, no la he desarrollado nada. Pero a veces, cuando me grita para que enderece la espalda o para que levante la barbilla, juraría que se le escapa un ligero acento ruso.
Algo bastante raro, teniendo en cuenta que es de Philipsburg, Montana.
La camarada Brady era una estrella del patinaje en sus buenos tiempos. Incluso ahora hace unos movimientos tan delicados y precisos, y se mueve con tanta elegancia que cuesta creer que sea capaz de pegar semejantes gritos.
Siempre lleva el pelo canoso recogido en un moño apretado que le destaca los pómulos, y siempre va enfundada en un abrigo negro de piel sintética de marca, donde, según Aaron, guarda todos sus secretos.
Corre el rumor de que hace años se preparó para ir a los Juegos Olímpicos con su compañero, Wyatt. Pero resulta que Wyatt y Aubrey dieron algunas piruetas más de lo debido y al final acabó con un bebé en los brazos, en lugar de una medalla de oro.
Por eso lleva de mala hostia desde que empezó a dar clase hace veinticinco años.
La melodía de Clair de Lune se va apagando mientras Aaron y yo terminamos la rutina frente a frente, jadeando uno contra el otro mientras intentamos recuperar el aliento. Cuando al fin oímos una palmada, nos separamos y nos deslizamos hacia lo que sin duda será mi próximo dolor de cabeza.
No he llegado todavía cuando me clava sus ojos verdes con mirada inquisitiva.
—¿Cuándo vas a cerrar bien el lutz? Si no vas a hacerlo bien, hay que sacarlo del programa largo.
Además de la propia Brady, hacer bien un cuádruple lutz y no aterrizar de culo es la cruz de mi existencia. Llevo practicando desde tiempos inmemoriales, pero no consigo clavarlo. A Aaron le sale sin esfuerzo, y por eso convencí a la coreógrafa de que lo metiera en la rutina.
El orgullo es una estupidez. Sobre todo en el patinaje artístico, porque cuando cometes un error puedes acabar con la cara estampada en el hielo. Pero, aun así, lo prefiero antes que ver la cara de falsa decepción que pone Aaron cada vez que sugerimos quitarlo.
—Está a punto de salirme, entrenadora —digo, fingiendo todo el entusiasmo que puedo—. Ya lo tengo; todavía no está perfecto, pero seguiré practicando.
Es una mentira piadosa, no hace daño a nadie. Es verdad que ya casi lo tengo. Si olvidamos el pequeño detalle de que solo me sale fuera del hielo, sobre todo cuando me ayudo de accesorios técnicos para lograrlo.
—Ya casi lo tiene —miente Aaron, mientras me pasa un brazo por los hombros—. Solo necesita unos días más, A. B.
Menos mal que Aaron me apoya para hacer piña frente a la camarada Aubrey de la KGB. Aunque luego, en privado, me dice que para que me salga solo me queda doparme y construir una máquina del tiempo para recuperar mi cuerpo sin desarrollar.
Ella masculla algo inaudible y nos despacha con un aspaviento.
—Os veo mañana, y si podéis venir sin resaca, sería genial. Me atrevería a decir que poneros como cerdos en el Kenny’s justo antes de entrenar no va a ayudar a que ninguno de los dos entréis en el equipo olímpico. ¿Entendido?
«Mierda».
—Sí, entrenadora —decimos al unísono.
Cuando por fin salgo del vestuario de chicas, Aaron me está esperando en la entrada, mirando el teléfono.
—Te dije que se iba a dar cuenta —gruño, mientras le estampo la mochila en el estómago—. ¡Y eso que yo ni siquiera he comido nada, joder!
Hace un gesto de dolor al recibir el impacto y se la cuelga del hombro.
—Esta mujer tiene olfato de detective.
Como casi todo en la vida, el patinaje es mucho más fácil cuando eres un tío, porque nadie te agarra y te lanza por los aires dos veces al día.
En primero gané un montón de peso. Bueno, en realidad fueron solo dos o tres kilos, pero Aaron me dijo que pesaba demasiado para que pudiera cogerme, así que no he aumentado ni un solo gramo desde entonces.
Intento ceñirme a mi dieta escrupulosamente, a excepción de alguna fiesta muy de vez en cuando, para no perder la cordura. Anoche mi mejor amiga cumplió veintiún años y la celebración fue la oportunidad perfecta para relajarme un poco, incluso aunque eso significara tener que aguantar a Brady con resaca al día siguiente.
Nos subimos al Mercedes todoterreno de Aaron, el último regalo de su padre —adúltero pero rico—, y nos vamos a casa. Al terminar el primer curso, Aaron y yo decidimos que molaría compartir piso junto con mi mejor amiga, Lola. Tenemos horarios similares y nuestras vidas giran en torno al patinaje, así que tenía su lógica.
Aaron dobla por Maple Avenue y me mira de reojo mientras rebusco en el bolso mi posesión más preciada.
—¿Qué plan tienes apuntado en la agenda para esta noche?
Lo miro con exasperación, ignorando su tono de burla.
—Sexo.
—Puaj —dice, y arruga la nariz con un gesto de repelús—. Ya me parece fuerte que apuntes la hora de dormir y la hora de comer, pero ¿también tienes que apuntar la hora de follar?
Es verdad lo de organizar el sueño y las comidas; tengo cada minuto de mi vida meticulosamente anotado en la agenda, algo que a mis amigos les parece entre gracioso y ridículo. No diría que soy una psicópata controladora, pero sí que necesito tenerlo todo controlado.
Hay una diferencia clara.
Me encojo de hombros y me muerdo la lengua para no replicar que al menos yo follo, no como él.
—Ryan es un chico muy ocupado y yo, una chica muy ocupada. Quiero quedar con él todo lo que pueda antes de que arranque la temporada de baloncesto.
Casi dos metros de pura perfección atlética, eso es Ryan Rothwell. Como base y capitán del equipo de la UCMH, se toma tan en serio su disciplina como yo la mía, lo cual facilita una perfecta relación sin ataduras. El beneficio extra es que Ry es un encanto de chico, así que nos hemos hecho muy amigos gracias a nuestro acuerdo de beneficio mutuo.
—No me creo que todavía estés liada con él. Es como el doble de grande que tú, no sé cómo no te destroza. Bueno, da igual. No quiero saberlo.
—Ya lo sé —me río, mientras le pellizco las mejillas hasta que me aparta—. Esa es la gracia.
Casi todo el mundo da por hecho que Aaron y yo somos algo más que compañeros, pero más bien somos como hermanos. No es que no sea guapo, es solo que nunca hemos sentido ningún interés romántico el uno por el otro.
Aaron es mucho más alto que yo, con cuerpo de bailarín esbelto, esculpido y atlético. Tiene el pelo negro y corto y juraría que lleva rímel, porque sus ojos azules están enmarcados en unas pestañas oscurísimas de infarto que contrastan con la palidez de su piel.
—Oficialmente tengo demasiada información de tu vida sexual, Anastasia.
Aaron todavía no tiene claro si Ryan le cae bien o no. A veces es simpático con él, y entonces Ryan consigue ver al Aaron que yo veo, el divertido. El resto del tiempo, da la impresión de que Ryan le ha hecho algo personal a Aaron. A veces Aaron es tan borde y tan cortante que me da vergüenza ajena. Es impredecible, pero Ryan lo ignora y me dice que no le dé importancia.
—Te prometo no volver a mencionarla en lo que queda de viaje si tú me prometes llevarme luego a casa de Ryan.
Me mira durante un minuto.
—Venga, vale.
Lola levanta la vista de la ensalada que acaba de apuñalar con el tenedor y resopla.
—Yo solo me pregunto, ¿a quién se la está chupando Olivia Abbott para que le den el papel protagonista por tercer año consecutivo?
Soy incapaz de contener un escalofrío al oír esa frase, aunque sé que no la dice en serio. Esta mañana ya se ha levantado con mal pie después de la cantidad ingente de alcohol que anoche nos metimos entre pecho y espalda por su cumpleaños, así que hoy quizá no era el mejor día para enterarse de que no ha conseguido el papel que ella quería.
He ido a ver sus obras de los dos últimos años; Lola sabe tan bien como yo que Olivia es una actriz buenísima.
—¿No será que tiene talento y punto? ¿Por qué tiene que chupársela a alguien?
—Anastasia, ¿me puedes dejar ser malvada durante cinco minutos y hacer como que no sé que es mejor que yo?
Aaron se deja caer en la silla que hay a mi lado y se estira para coger un palito de zanahoria de mi plato.
—¿Con quién hay que ser malvado?
—Con Olivia Abbott —respondemos Lola y yo al unísono, aunque ella con un tono de asco bastante más evidente.
—Está buena. Diría que es la que está más buena de todo el campus —dice él con indiferencia, sin prestar atención a la expresión de asombro de Lola—. ¿Tiene novio?
—¿Y yo qué coño sé? No habla con nadie. Aparece por allí, se queda con el papel que yo quiero y sigue con su vida como si nada.
Lola estudia Artes escénicas, y debe de haber una ley no escrita que dicta que en tal caso tienes que tener una personalidad como un castillo, porque todo el mundo que estudia eso es igual que ella. Es gente que está de manera permanente tratando de ser el centro de atención, algo agotador incluso para los que lo vemos desde fuera, pero Olivia es bastante reservada y, por alguna razón, eso parece fastidiar mucho a los demás.
—Lo siento, Lols. Otra vez será —le digo. Las dos sabemos que no significa nada, pero igualmente ella me lanza un beso—. Si te sirve de consuelo, yo sigo sin poder cerrar bien el lutz. Creo que Aubrey lo va a solucionar desterrándome a Siberia.
—Ay, no. Oficialmente eres una fracasada, ¿cómo podrás volver a pisar una pista de hielo? —Sonríe, y le brillan los ojos mientras arrugo el gesto—. Te va a salir, cariño. Te lo estás currando muchísimo. —Desvía la vista hacia Aaron, que teclea en su móvil, sin interés alguno por nuestra conversación—. ¡Eh, Princesita! ¿Me echas una mano o qué?
—¿Qué? Perdón. Eh… Tú también estás buena, Lo.
Me sorprende que a Lola no le salga humo por las orejas mientras le riñe a gritos por pasar de ella.
Me retiro sigilosamente a mi cuarto, intentando no llamar la atención y acabar en mitad del fuego cruzado. Compartir piso con Aaron y Lola es como vivir con dos hermanos que siempre han querido ser hijos únicos.
De hecho, Aaron es hijo único, como yo. El hijo milagro de una madre y un padre mayores de una ciudad del Medio Oeste del país, desesperados por resucitar su matrimonio. Compartir piso después de haber sido el niño mimado de sus padres durante dieciocho años fue una transición bastante drástica, tanto para él como para nosotras, que somos las que tenemos que aguantar sus cambios de humor.
Ahora ya no está en Chicago, el matrimonio de sus padres no va bien y siempre nos enteramos de cuándo tienen una crisis de especial gravedad, porque de pronto le hacen un regalo absurdamente caro e innecesario.
Como un Mercedes todoterreno.
En contraste con nosotros dos, Lola viene de una familia numerosa. Ser la más pequeña y la única chica le garantizó un puesto privilegiado en su casa, así que no tiene problema en poner a Aaron en su sitio.
Sigo escondida en mi habitación cuando me vibra el teléfono, y en la pantalla aparece el nombre de Ryan.
RYAN
Estos quieren montar una fiesta esta noche.
Quedamos mejor en tu casa?
Dijeron que iban a un evento o no sé qué mierdas, pero ahora dicen que se quedan
Pero quiero estar a solas contigo
Claro, lo único es que están aquí mis compañeros de piso
No podemos hacer ruido
Jajaja
Aplícate el cuento entonces
Estás libre ahora?
Sí, vente
Pues ahora voy! Llevo algo de picar
—¿Ya estáis tranquilos? —pregunto con cautela mientras voy de mi cuarto al salón. Los dos están absortos viendo una reposición de Mentes criminales en la tele, pero me parece oír un leve «Sí» como respuesta, que me indica que puedo acercarme sin peligro.
Me estiro para coger un puñado de palomitas del bol que tienen delante, mientras me recuerdo mentalmente que luego debo apuntarlo en la agenda.
—Resulta que el equipo de baloncesto va a hacer una fiesta, y os iba a preguntar…
—¿Si queremos ir contigo? —interrumpe Aaron, con un atisbo de esperanza.
—No.
Lola se vuelve hacia mí, los rizos rojos le caen sobre los hombros y se le llena la mirada de picardía.
—¿Si nos importa que Ryan venga aquí?
—Sí. ¿Cómo…?
—Afloja la pasta, Carlisle —dice entre risas, extendiendo la mano. Él le pone unos billetes de veinte en la palma y masculla algo entre dientes mientras ella los cuenta—. Nos hemos enterado de lo de la fiesta, y supuse que no querrías que te empotraran mientras oyes a varios novatos borrachos montándoselo al otro lado de la puerta. Nosotros iremos andando.
Nuestra casa es uno de los mejores regalos del padre de Aaron. Se los hace para que lo perdone. No recuerdo si vino cuando se lio con su secretaria o cuando empezó a acostarse con aquella diseñadora de interiores. Maple Tower es un bloque de pisos muy bonito a las afueras del campus, y nuestro apartamento tiene unas vistas increíbles y un montón de luz.
El edificio no es exclusivo de estudiantes, así que es un sitio tranquilo para vivir, pero está lo bastante cerca de todo como para que sea fácil volver a casa a pie después de las fiestas.
Aaron y yo no tenemos permitido ir a fiestas, pero mientras no se entere Aubrey, todo bien.
Ya he visto a Lola probarse diez modelitos diferentes cuando Ryan me escribe para decirme que está de camino, y me da una excusa para librarme de ella y de sus diez vestidos negros casi idénticos.
Al principio era un poco raro sentir mariposas en el estómago cuando llamaban a la puerta y sabía que era Ryan, pero ahora me gusta.
Su cuerpo abarca casi todo el umbral cuando le abro. Tiene el pelo rubio despeinado y todavía un poco húmedo, y huele muy fuerte a naranja y algo más que no acierto a distinguir, pero que me resulta extrañamente reconfortante. Inclina la cabeza hacia mí y me planta un beso en la mejilla.
—Hola, preciosa.
Me extiende una bolsa de patatas; siempre insiste en traer una, porque dice que no como lo suficiente y que nunca tengo nada cuando él viene a casa. Ryan come más que cualquier otra persona que conozca, y su definición de buena comida contiene toneladas de azúcar.
Por algún motivo, Aaron y Lola se nos han quedado mirando desde el salón como si nunca hubieran visto a un ser humano. Ryan se ríe al verlos; por suerte ya está acostumbrado a sus tonterías y les dice «hola» en voz baja mientras nos dirigimos a mi habitación.
—¡Oye, Rothwell! —grita Lola antes de que cerremos la puerta.
Él me suelta la mano y se da la vuelta.
—¿Qué?
Ella se apoya en el respaldo del sofá, y por su mirada traviesa sospecho que no me va a gustar lo que está a punto de decir.
—Teniendo en cuenta que mi cuarto está pegado al de Stassie y que voy a tener que escuchar tus gemidos y el ruido de tus pelotas toda la noche… —Abro los ojos de par en par detrás de él—. ¿Me das el código de tu habitación, para que al menos no tenga que pegarme por el baño de tu casa en la fiesta?
Los apartamentos del campus tienen cerraduras electrónicas en todas las puertas de los dormitorios, por seguridad. El cuarto de Ryan tiene baño propio, por lo que no es mala idea lo que pide Lola, ya que la cola del baño suele hacerse cada vez más infinita a medida que la gente bebe.
Lo que tendría que mejorar es su forma de expresarse.
—Claro, ahora te lo mando en un mensaje. Y no me cotillees la habitación, Mitchell. Me voy a dar cuenta de si lo haces.
Ella le hace un gesto con la mano.
—Palabrita de scout. Que disfrutéis del polvo.
—Hostia, Lols —gruño en alto para que me oiga, mientras arrastro a Ryan a mi cuarto, lejos de ella—. Lo siento mucho.
—Me cae bien. Es graciosa. —Se ríe y me rodea la cara con las manos, elevando ligeramente mi cabeza para besarme.
Al principio es suave, pero enseguida se vuelve más urgente mientras enrosca su lengua en la mía. Desliza las manos por mi cuerpo con delicadeza hasta llegar a mis muslos, y entonces me levanta con un movimiento rápido. Le rodeo la cintura con las piernas; después de haber hecho esto tantas veces, conozco bien su cuerpo.
Oigo unos golpes fuera, que supongo que son mis compañeros de piso marchándose, pero a cada beso que Ryan me da en el cuello me desconcentro un poco más. Debería comprobar que se han ido, pero pierdo por completo el interés cuando me deposita en la cama y se tumba encima de mí.
—¿Qué tal el día?
Siempre lo hace. Me besa increíblemente bien, se coloca entre mis piernas y ejerce la suficiente presión como para que me retuerza, me revuelve todos los pensamientos y justo en ese momento me pregunta una gilipollez, como qué tal el día.
Estoy a punto de contestarle, cuando desliza los dedos por debajo de la camiseta y me roza la mandíbula con la nariz. Me vibra cada centímetro de la piel, y eso que todavía no ha hecho nada.
—Pues… A ver… He estado… Mmm… Patinando…
Su cuerpo se endurece cuando se ríe.
—¿Así que has estado «mmm patinando»? Qué interesante. Cuéntame más, Allen.
Lo odio. Lo odio a muerte.
Murmuro algo ininteligible acerca del patinaje sobre hielo y las rusas mientras él se encarga de quitarnos la ropa hasta que nos quedamos solo con la interior. El cuerpo de Ryan haría llorar a un dios griego: piel bronceada de veranear en Miami, y un torso con más abdominales de los que soy capaz de contar.
Qué digo un dios griego; me hace llorar a mí.
Me agarra de las bragas por ambos lados de las caderas y espera a que asienta con la cabeza antes de bajármelas por las piernas, tirarlas al suelo y abrirme las rodillas.
—Stas.
—¿Sí?
Arruga la frente.
—¿De verdad Lola oye el ruido de mis pelotas?
2
Nathan
Hay una mano junto a mi polla y no es mía.
Está dormida, roncando a pleno pulmón con la mano apoyada en mi cintura, metida dentro de la goma de mis calzoncillos. La retiro con cuidado y la examino: uñas de gel, anillos de Cartier y un Rolex en la esbelta muñeca.
«¿Y esta quién coño es?».
Incluso después de la noche de locura y vete tú a saber qué más, sigue oliendo a perfume caro, y está tumbada detrás de mí con la melena rubio platino esparcida sobre mi hombro.
No debería haber ido a la fiesta anoche, pero Benji Harding y el resto de los chicos del equipo de baloncesto son unos cabrones muy persuasivos. Por mucho que me guste hacer de anfitrión de las fiestas, no hay nada mejor que ir a casa de otro y luego volver a la tuya y que no haya ningún caos.
A menos que estés hablando de este tipo de caos. El caos de encontrar a una mujer en tu cama y no poder recordar quién narices es.
La parte sensata de mi cerebro me dice que me dé la vuelta para mirarla, pero la parte que conoce bien todas las movidas en las que me he metido se empeña en recordarme que el Nate borracho es un gilipollas.
A esa parte de mi cerebro le preocupa seriamente que sea la hermana de alguien o, lo que es peor, la madre de alguien.
—¿Te puedes estar quieto? ¡Qué obsesión tenéis los putos deportistas con madrugar!
Esa voz. Esa era la voz que no quería identificar.
«Me cago en todo».
Me doy la vuelta despacio para poder confirmar mi mayor miedo: que anoche me acosté con Kitty Vincent.
Efectivamente.
Parece tranquila mientras intenta volverse a dormir; tiene las facciones suaves y delicadas, los labios sonrosados y fruncidos. Está tan calmada que nadie diría que es una absoluta zo…
—¿Por qué me miras fijamente, Nate? —Abre los ojos de pronto y me desintegra con una sola mirada, como la bestia que es.
Kitty Vincent es el peor ejemplo de niña rica con la tarjeta de crédito de papá siempre disponible, una subespecie de mujer de la UCMH en la que me he hecho experto. Experiencia que he obtenido a base de acostarme con casi todas.
Salvo con esta.
No debería haberme acostado con esta.
No tiene nada de malo físicamente. La verdad es que es un pibón. Pero como ser humano es absolutamente terrible.
—¿Estás bien? —pregunto con cautela—. ¿Necesitas algo?
—Necesito que dejes de mirarme como si nunca hubieras visto una tía en bolas en tu cama —suelta mientras se incorpora para apoyarse en el cabecero—. Los dos sabemos que ya has visto a unas cuantas, y me estás dando mal rollo.
—Es que estoy flipando, Kit. Eh… No me acuerdo de lo que pasó…
Recuerdo estar en la fiesta e intentar que Summer CastilloWest me diera su número, y que por desgracia me rechazara por cuarto año consecutivo. También recuerdo que perdí al beer pong contra Danny Adeleke, cosa que preferiría no recordar, pero sigo sin saber muy bien cómo ocurrió esto.
—Joder. Un momento, ¿tú no estabas saliendo con Danny?
Ella me mira con cara de hartazgo, se estira para coger el bolso que hay al lado de la cama y suelta una maldición cuando se da cuenta de que se le ha quedado el móvil sin batería. Se aparta el pelo de la cara y por fin me mira. Jamás había visto a una mujer tan cabreada en toda mi existencia.
—Hemos roto.
—Vale, vale. Qué putada, lo siento. ¿Qué ha pasado?
Intento ser cordial, un buen anfitrión, podría decirse, pero ella levanta una de sus cejas perfectamente delineadas y frunce el ceño.
—¿Y a ti qué más te da?
Me froto la mandíbula con la palma de la mano, inquieto, mientras intento pensar en un motivo que ofrecerle. Tiene razón, me da igual. Lo que pasa es que odio a la gente que le pone los cuernos a su pareja y me ha entrado el pánico, pero si rompieron no tengo nada de lo que preocuparme.
—Solo intentaba ser majo.
Me dedica la sonrisa más falsa que he visto en mi vida, saca las piernas de la cama y se pavonea con el culo al aire hasta mi cuarto de baño. Me cuesta concentrarme en lo buena que está porque enseguida me dirige una última mirada de pocos amigos por encima del hombro.
—Si quieres ser majo, pídeme un Uber.
«Gracias a Dios».
—Claro.
—Y que sea Premium, Nate. Ya tengo bastante con que me vean salir de aquí. No me hagas sufrir más y estírate.
Cuando cierra el baño de un portazo y oigo la ducha, solo me sale ahogar un grito en la almohada.
Estoy en la puerta de entrada mirando cómo Kitty se sube al Uber, Premium, obviamente, para evitar el potencial escándalo.
Me paso la mano por el pelo intentando entender cómo he acabado así después de jurar que este año iba a ser distinto.
Me acuerdo perfectamente de decirle a Robbie, mi mejor amigo, mientras volvíamos a California desde Colorado, que mi último año de carrera iba a ser distinto. Debí de repetirlo unas veinte veces durante aquellos dos días de viaje a base de café.
Duré tres semanas.
A mi espalda unos murmullos me sacan rápidamente del pozo de autocompasión al que estoy a punto de arrojarme. Robbie y mis otros dos compañeros de piso, JJ y Henry, están sentados en nuestro salón sorbiendo de sus tazas de café como los tertulianos de un programa de cotilleos.
—Bueno, bueno, bueno —dice Robbie con sorna—. ¿Qué ha pasado aquí, putilla?
Robbie lleva metiéndose conmigo desde que teníamos cinco años. Su padre, al que sigo llamando «señor H.» dieciséis años después, era el entrenador de nuestro equipo de hockey sobre hielo en Eagle County cuando éramos pequeños. Ahí es donde nos hicimos amigos, y lleva tocándome las narices desde entonces.
Lo ignoro y voy directo a la cocina, me sirvo una taza de café y le hago un corte de mangas en lugar de darle la satisfacción de una respuesta.
Me bebo el café en dos segundos y todavía siento sus miradas fijas en mí. Esto es lo peor de vivir con tus compañeros de equipo: no hay secretos.
JJ, Robbie y yo estamos en el último año de universidad y llevamos compartiendo piso desde primero, pero Henry todavía está en segundo. Es buenísimo al hockey, pero no le gusta nada la presión social que conlleva formar parte de un equipo deportivo. Odiaba vivir en residencias y le costaba hacer amigos de fuera del equipo, así que le ofrecimos mudarse aquí.
Siempre hemos tenido un dormitorio libre porque convertimos el garaje en una habitación accesible para la silla de ruedas de Robbie, y Henry nos agradeció mucho la oferta.
A pesar de que solo han pasado tres semanas, se nota claramente que ya está más cómodo, y por eso no tiene problema en ayudar a JJ y Robbie a meterse conmigo.
—¿Por qué te has acostado con Kitty Vincent? —pregunta Henry, cuyos ojos asoman por encima del borde de su taza de café—. No es muy simpática.
Pues sí, y además no tiene ningún filtro.
—Voy a fingir que no ha ocurrido, tío. Ella tampoco estaba muy entusiasmada, y no me acuerdo absolutamente de nada, así que no cuenta. —Me encojo de hombros, voy al salón y me tiro en una butaca—. ¿Cómo coño me habéis dejado hacerlo?
¿Soy lo bastante mayorcito como para no escaquearme de mis propios errores? Sí. ¿Eso me va a impedir intentarlo? No.
—Colega, yo intenté pararte cuando te estabas yendo con ella —miente JJ descaradamente, levantando las manos a la defensiva—. Pero dijiste que olía muy bien y que tenía muy buen culo. ¿Quién soy yo para interponerme entre tu amor verdadero y tú?
Replico con un sonoro gruñido y siento un martilleo en la cabeza por el esfuerzo. Si Jaiden dice que intentó que no me fuera, es que probablemente fue él quien pidió el Uber y me metió dentro con Kitty.
JJ es hijo único y se crio en Nebraska en mitad de la nada, así que durante su infancia lo único que podía hacer era meterse con la gente.
Sus padres siempre vienen a verlo en junio para ir al Orgullo de Los Ángeles con nosotros y con JJ, encantados de ser aliados de su hijo y así lucir sus chapas con la bandera pansexual. Las veces que se han alojado en casa con nosotros he podido conocerlos bien, y por eso sé que JJ es exactamente igual que su padre, hasta el punto de que no entiendo cómo su madre ha podido aguantar tanto tiempo a los dos en casa.
La señora Johal es una mujer increíble con la paciencia de una santa. Siempre se asegura de llenarnos el frigorífico de varios tipos de curry con diferentes guarniciones antes de irse, y tiene un gusto excelente en películas de terror; creo que por eso me cae tan bien.
Puede que ella sea la única razón por la que todavía no he asesinado a Jaiden.
Robbie maniobra a mi lado y me ofrece lo que parece un abrazo compasivo.
—Tu concentración en los estudios y el hockey ha durado mucho más de lo que esperaba. Ahora espabila. Nos tienes que llevar a clase.
Cuando me aceptaron en Maple Hills no tenía ni idea de qué quería estudiar. En menos de un año me gradúo y todavía no tengo claro si estudiar Medicina deportiva ha sido buena idea.
Al terminar el instituto me ficharon los Vipers de Vancouver y me costó priorizar mi educación, y más teniendo en cuenta que la NHL había sido mi sueño desde pequeño. Lo único que quería era jugar, pero sé que en el hockey todo se puede ir a la mierda en un momento; una lesión grave o un accidente inevitable puede acabar con tu carrera.
Incluso aunque tenga asegurado un puesto en el equipo de mis sueños en cuanto me gradúe, me gustaría que algo de lo que he aprendido en los últimos tres años se quedara en mi cerebro para que mi plan B merezca la pena.
Mi padre no fue muy fan de que me fuera a una universidad en otro estado, y le gustó menos todavía que me fichara un equipo de hockey, y mucho menos uno de Canadá. Quería que «aprendiera el negocio familiar» y gestionara los resorts de esquí hasta que fuera un viejo canoso como él. La simple idea de acabar convertido en mi padre siempre ha sido suficiente estímulo para mover el culo e ir a por todas con mis propios objetivos.
Me costaría menos analizar las estructuras celulares si no estuviera siempre tan cansado de los entrenamientos, por no hablar de cuando me toca sacar de algún apuro a mis compañeros de equipo. Cuando Greg Lewinski se graduó y me pasó el testigo como capitán del equipo, no me dijo que también tendría que hacer de canguro de los jugadores para ponerles las pilas.
Robbie me echa una mano, ya que es el ayudante del entrenador Faulkner. Después de un accidente de esquí el primer año de instituto, Robbie no recuperó la movilidad de las piernas y desde entonces va en silla de ruedas. Su habilidad para gritarme se traspasó de la pista de hielo al banquillo de la pista de hielo.
Nada le gusta más que agitar la carpeta en mi dirección y gritarme que espabile. A los chicos del equipo les encanta que me lleve la peor parte de las reprimendas de Robbie, porque así ellos se llevan menos.
Hoy sería un ejemplo perfecto. Los viernes, JJ y yo tenemos clase en la facultad de Ciencias, por lo que cuando vamos a entrenar después, siempre pasamos de camino por un Dunkin y nos comemos un dónut preentrenamiento. Es un secreto, pero JJ sabe que aunque nos pillen, toda la culpa me la echarán a mí, así que no le importa arriesgarse. La última clase de los viernes es la que más odio, por lo que tampoco me importa correr el riesgo.
Ojeo las redes sociales, distraído, mientras espero a que JJ salga del laboratorio, cuando oigo cómo se acerca su voz animada.
—¿Listo para un entrenamiento infernal de resaca?
—Nada que no pueda arreglarse con unas virutas arcoíris. De todas formas, sudar siempre viene bien para expulsar el alcohol. Así estoy fresco para esta noche.
Frunce el ceño.
—¿De qué hablas? ¿No has visto el chat grupal?
Lo último que he visto es que Robbie ha propuesto dar una fiesta por la noche. Aún quedan dos semanas para nuestro primer partido y es tradición abrir la temporada con alguna que otra fiesta.
En cuanto saco el móvil veo los mensajes que tenía sin leer.
CONEJITAS
Bobby Hughes
Me quiero morir
Kris Hudson
Ánimo, colega
Robbie Hamlet
Esta noche tomamos algo en nuestra casa?
Bobby Hughes
Como dijo Michael Scott: estoy listo para volver
a sufrir
Joe Carter
Me puedo llevar la ruleta de tequila
Henry Turner
Email de Faulkner, dice que vayamos al salón
de premios, no a la pista
Jaiden Johal
QUÉ COJONES?
Henry Turner
Lo ha mandado hace una hora
El salón de premios es un salón de actos que hay dentro del polideportivo. La mayoría no pasamos mucho tiempo allí, a menos que tengamos algún problema; es donde trabajan los entrenadores cuando no están con los equipos o en partidos. Ahí se celebran las ceremonias de fin de curso. Si nos convocan allí probablemente significa que alguien la ha cagado estrepitosamente, y espero no haber sido yo.
—No sé qué está pasando —dice JJ mientras nos subimos a mi coche—. ¿Sabéis quién es Josh Mooney, uno de mi clase que juega al béisbol? Me ha dicho que también le han cancelado su entrenamiento. Tienen que ir también al salón de premios, pero media hora después que nosotros. Qué mal rollo, tío.
Solo llevamos tres semanas de curso, ¿en qué movida nos hemos metido?
En una movida bien gorda.
Cuando entramos por la puerta, el entrenador ni siquiera nos mira. La mitad del equipo ya está sentado delante de él, todos con la misma mirada de terror. La conozco bien. JJ se sienta al lado de Henry y me mira como diciendo: «Entérate, capitán».
Neil Faulkner no es un hombre que nadie quiera tener como enemigo. Fue tres veces campeón de la Copa Stanley antes de que un conductor borracho lo sacara de la carretera y le destrozara los brazos y las piernas, acabando así con su carrera en la NHL. He visto infinidad de veces los vídeos de sus partidos antiguos, y era —no, todavía sigue siendo— un cabrón intimidante.
Así que el hecho de verlo sentado en una silla enfrente del equipo, con cara de estar a punto de estallar pero sin decir nada, me ha puesto en alerta roja. Pero mi equipo me necesita, así que trato de aproximarme a la bestia con cautela.
—Entrenador, nos gustaría…
—A la silla, Hawkins.
—Per…
—No te lo voy a repetir.
Vuelvo al grupo con el rabo entre las piernas. Mis compañeros tienen un aspecto aún peor que hace un minuto. Me devano los sesos intentando pensar qué habremos hecho, porque es imposible que esté así de furioso por la fiesta de anoche.
Aparte de Henry, la mayoría de los menores de veintiuno no fueron. No tienen edad para beber, así que no los invitamos a nuestras fiestas. Eso no quiere decir que no se emborrachen igualmente en alguna fraternidad, pero al menos no soy yo el que les da las cervezas, teniendo en cuenta que, como líder del equipo, son mi responsabilidad.
Cuando Joe y Bobby llegan y se sientan, el entrenador por fin hace algo. Bueno, solo resopla, pero algo es algo.
—En los quince años que llevo entrenando, nunca había sentido tanta vergüenza como esta mañana.
«Joder».
—Antes de que siga, ¿alguien tiene algo que decir?
Nos mira uno por uno como si estuviera esperando a que alguien se levante y confiese algo, pero sinceramente, no tengo ni idea de qué hay que confesar. Desde que entré en el equipo me han dado mil veces la charla de «Nunca había sentido tanta vergüenza» —es la especialidad de Faulkner—, pero jamás lo había visto tan furioso.
Se cruza de brazos, se reclina en la silla y niega con la cabeza.
—Esta mañana, cuando he llegado a la pista me la he encontrado destrozada. ¿Quién ha sido?
Los equipos universitarios tienen muchas tradiciones. Algunas buenas, otras malas, pero tradiciones al fin y al cabo. Maple Hills no es muy diferente, y cada deporte tiene sus propias peculiaridades y supersticiones que se transmiten de curso en curso.
Las nuestras son las bromas. Bromas pesadas e infantiles. Bromas entre nosotros, a otros equipos, incluso a equipos de otras disciplinas. Me he tragado suficientes charlas de Faulkner a lo largo de los años como para saber que no iba a permitirlo mientras yo fuera capitán del equipo. Solían ser un puñado de ególatras que competían para superarse unos a otros, hasta el punto de que la universidad siempre se veía obligada a intervenir.
Así que, si habían destrozado nuestra pista, significaba que alguien no me había hecho ni caso.
Me doy la vuelta con sigilo para observar mejor a mis compañeros, y tardo alrededor de dos décimas de segundo en fijarme en Russ, un alumno de segundo que lleva todo el año vacilándonos, y que tiene cara de haber visto a un fantasma.
Faulkner levanta la voz hasta que retumba por toda la sala.
—¡El director está furioso! ¡El decano está furioso! ¡Y yo estoy furioso, hostia! ¡Pensaba que ya se habían acabado las bromas de los cojones! ¡Se supone que ya sois hombres, no niños!
Quiero decir algo, pero tengo la boca seca. Carraspeo un poco, y aunque no ayuda, sí que capta su atención. Bebo un trago de agua y por fin soy capaz de hablar.
—Y ya se han acabado, entrenador. No hemos hecho nada.
—Ah, ¿entonces es que a alguien se le ha ocurrido destrozar el generador y el sistema de refrigeración porque sí? Ahora mismo mi pista de hielo se está transformando en una piscina, ¿y esperáis que me crea que vosotros no habéis tenido nada que ver, payasos?
Esto va muy mal.
—El director se reunirá con cada uno de vosotros en cinco minutos. Abróchense los cinturones, señores. Espero que ninguno quiera dedicarse al hockey profesionalmente.
¿Ya he dicho que me cago en todo?
3
Anastasia
Mi agenda es un caos total y absoluto, y estoy de mala leche.
Esto es justo lo contrario a la sensación de viernes que a la gente le gusta tanto. Hoy tenía que ser un día libre de problemas; me he despertado con un tío guapísimo, y el resto del día estaba planeado a la perfección: gimnasio, clases, entrenamiento con Aaron, cena y después bailar hasta que me dolieran los pies en la fiesta con mejor pinta.
Incluso tenía la opción de volver a ver a Ryan para aliviarnos la tensión mutuamente si tenía un rato libre.
Pero según el email pasivo-agresivo que acabo de recibir, a David Skinner, el director deportivo de Maple Hills, le trae al pairo mi agenda o mi horario de entrenamientos, por no hablar de mi vida sexual.
¿O si no por qué ha cancelado los entrenamientos y ha convocado a todos los alumnos en el peor rincón del campus?
En este edificio es donde todos los entrenadores se esconden para conspirar sobre cómo jodernos la vida. Cuando esta mañana he subido una foto que decía «Disfruta del momento presente», no tenía ni idea de que acabaría en una cola infinita de alumnos intentando acceder al salón de premios.
Estoy sumida en pensamientos furiosos y casi asesinos cuando dos brazos musculados envuelven mi cintura desde atrás y noto cómo unos labios me presionan la coronilla. Reconozco a Ryan al instante, me acomodo en su abrazo y levanto la cabeza para mirarlo. Se inclina para darme un beso en la frente y, por supuesto, me siento mejor.
—Hola, preciosa.
—Me estoy estresando —gruño, mirando al frente para ver si avanza la cola—. Y tú te estás colando descaradamente. Te la vas a cargar.
Me agarra de los hombros y me da la vuelta para colocarme frente a él. Me pone un largo dedo debajo de la barbilla para que alce la cabeza y lo mire a los ojos. Cuando pienso que no puede ser más mono, me retira el pelo de la cara y me sonríe.
—Tú controlas la agenda, Stas. No la agenda a ti.
—Aun así, te estás colando.
Se ríe y se encoge de hombros.
—Me estabas guardando el sitio. Eso es lo que le he dicho a todo el mundo. Venga, ¿qué frase motivacional has subido hoy? ¿O me tengo que meter para recordártela?
Ryan y yo empezamos a salir el año pasado cuando nos conocimos en una fiesta y nos tocó de pareja en el beer pong. Obviamente ganamos, porque somos los más cabezotas y competitivos de Maple Hills o cualquier sitio a cien kilómetros a la redonda. Al día siguiente apareció en mi bandeja de MDs, con la broma de que no esperaba encontrar que una aficionada a los juegos de beber tan agresiva tuviera las redes sociales llenas de mensajes motivacionales de buen rollo.
Desde entonces, cuando estoy cansada o de mal humor, me recuerda que debería ser un rayito de sol.
«Idiota».
—¿Y bien? —pregunta mientras nos vamos acercando a la puerta de entrada.
—Era algo sobre disfrutar el momento presente.
Sonríe ampliamente al darse cuenta de que me ha pillado.
—Bueno, me vale. Es una putada que hayan suspendido los entrenamientos, pero si disfrutas del momento presente, ahora estás conmigo y yo soy genial.
Me cruzo de brazos y me esfuerzo por contener la sonrisa que está a punto de escapar de mis labios, en un intento de fingir que no tiene ninguna influencia en mi estado de ánimo.
—Ajá.
—Madre mía, qué público más duro. En cuanto salgamos de aquí, te llevo a comer algo, y después podemos ir a un partido de hockey para ayudarte a liberar todo ese estrés que tienes.
—¿Y qué más? —Dejo que me dé la vuelta ahora que casi estamos llegando a la puerta del salón, y me apoya las manos en los hombros.
—¿Te llevo a casa y dejo que descargues en mi cuerpo cualquier resto de estrés que te quede?
—¿Con un bate?
Me hunde los dedos en los músculos tensos, amasando rítmicamente todos los nudos mientras muevo la cabeza de un lado a otro.
—Serás pervertida. ¿Te vas a disfrazar de Harley Quinn?
Se le escapa un gruñido de dolor cuando le hundo el codo en las costillas, un gesto ridículo y dramático, porque me ha dolido más a mí que a él.
Después de lo que parece una eternidad, por fin llegamos a la entrada del salón de premios. En lugar de las mesas redondas habituales, hay varias hileras de sillas mirando al escenario.
«¿Qué coño pasa?».
Ignorando mi preocupación inmediata, Ryan insiste en que disfrute del momento, lo cual se traduce en que me veo obligada a sentarme junto al equipo de baloncesto. Así que ahora estoy entre Ryan y Mason Wright, su compañero, que hace que mi cuerpo de un metro sesenta y dos parezca el de un bebé crecidito.
—¿Una patata?
Intento no mirar la bolsa de Lays que me acaba de poner debajo de la nariz, pero huelen a barbacoa, y Ryan sabe que es mi sabor favorito.
—No, gracias.
Se inclina para rebuscar algo en la bolsa que tiene a sus pies, que cruje en mitad del silencio, sin importarle lo más mínimo que la gente nos mire. Se deja caer en la silla con un resoplido y me tiende otro paquete.
—¿Una galleta?
—No, gracias. No tengo hambre. —Intento no llamar la atención, pero me cuesta ignorar su mirada de decepción—. No me mires así. El campeonato regional está a la vuelta de la esquina; no puedo coger peso.
Ryan se agacha para poner su cabeza a mi altura y se inclina para mayor privacidad. Su aliento me roza la piel cuando posa los labios junto a mi oreja y me eriza la piel de todo el cuerpo.
—Como alguien que te levanta bastante a menudo, creo que estoy cualificado para decir esto: si ese imbécil no es capaz de soportar que tu peso fluctúe un par de kilos arriba o abajo, algo perfectamente lógico, por cierto, es que no debería ser tu pareja artística.
—No vamos a tener esta conversación otra vez, Ryan.
—Sta… —empieza a decir, pero se corta cuando el director Skinner sube al escenario, con los ojos entrecerrados por los focos. Ryan se endereza, me pone la mano en el muslo y la aprieta con suavidad—. A lo mejor sí que necesitamos un bate luego.
El chirrido del micrófono retumba por todas las paredes de la sala y todos pegamos un pequeño bote en los asientos. Skinner ha tomado posición detrás del atril, pero todavía no ha sonreído ni una sola vez.
Ha envejecido mucho durante el tiempo que llevo en la UCMH. Antes parecía simpático y entusiasta, pero ahora, con el desdén grabado en las profundas líneas de su frente, parece de todo menos eso.
—Buenas tardes a todos. Gracias por venir pese a haber avisado con tan poca antelación. Seguramente os estaréis preguntando qué hacéis aquí.
No sé por qué finge que en el email no estaba escrita la palabra «obligatorio» en negrita y mayúsculas.
Skinner se quita la chaqueta, la cuelga en la silla que tiene detrás y suspira mientras se da la vuelta para situarse de nuevo frente a nosotros. Se pasa la mano por el pelo fino y encanecido, que juraría que era grueso y negro cuando yo iba a primero.
—Todos sabemos que los universitarios pueden traer problemas. Es de suponer que cuando empiezan sus vidas adultas lejos de casa se produzca un cierto nivel de caos. —Vuelve a suspirar, visiblemente exhausto—. Cuando además añadimos deportes de competición a la mezcla, el equilibrio se altera al intentar desarrollar las habilidades físicas al mismo tiempo que la experiencia universitaria.
Eso es un poco condescendiente. Parece que le haya pedido a su secretaria que le escribiera el discursito, y tiene pinta de haberlo ensayado varias veces frente al espejo. Si Lola estuviera aquí, le sacaría unas cuantas pegas a esta interpretación.
—Algunos de vosotros os habéis pasado de la raya disfrutando de la experiencia universitaria.
«Ahí viene».
—En los cinco años que llevo como director deportivo, he tenido que lidiar con innumerables situaciones evitables: fiestas descontroladas, gastos médicos derivados de un comportamiento irresponsable de alumnos en el campus, más bromas de las que soy capaz de recordar, embarazos no planificados, un…
El chirrido de la silla de Michael Fletcher suena mientras se levanta de un salto.
—Señor Fletcher, por favor, siéntese.
Fletcher lo ignora y se levanta para coger la mochila del suelo. Se dirige a la salida, abre las puertas de un empujón y abandona la sala.
Yo no sé mucho de fútbol americano, pero todo el mundo dice que Fletch es el mejor defensa que ha tenido nunca esta universidad, y tiene prácticamente garantizada una plaza en la NFL cuando se gradúe. Y lo más importante, es un padre increíble de una niña, Diya, que tuvo con su novia, Prishi, el año pasado.
Prishi estaba en el equipo de patinaje conmigo antes de quedarse embarazada sin querer al empezar primero. Cuando le pregunté si iba a volver, me dijo que su vejiga había dejado de ser lo que era después de expulsar a un bebé de dos kilos y medio, y no le apetecía hacerse pis en el hielo delante del público.
Comparten piso con algunos amigos, y todo el mundo hace de canguro del bebé por turnos para que Fletch y Prishi puedan ir a clase. Skinner se ha pasado tres pueblos al ponerlos como ejemplo de delincuencia del alumnado.
Llevamos veinte minutos y ahí sigue, dale que te pego con la charla. Apoyo la cabeza en el hombro de Ryan y cierro los ojos, aceptando la galleta que me pone en la palma de la mano.
—… resumiendo.
«Por fin».
—De ahora en adelante, se aplicará una política de tolerancia cero a todo aquel que se pase de listo en este campus.
Siento como si me faltara una pieza importante del puzle, porque a pesar del larguísimo discurso, que aún no ha terminado, no tengo ni idea de qué es lo que ha provocado esta interrupción de mi horario.
—Y a los alumnos de último curso que pretendan acceder a algún equipo profesional al acabar la carrera: más os vale tomar nota del mensaje.
A mi lado oigo cómo a Ryan se le escapa una carcajada mientras se mete otra galleta en la boca. Cuando estoy a punto de preguntarle qué le hace tanta gracia, me cuela una entre los labios y sonríe como un tonto porque no tengo más remedio que comérmela.
Por fin, Skinner se queda sin energía. Se apoya en el atril con los hombros hundidos.
—Me da igual el potencial que tengáis. Como no espabiléis, os mandaremos al banquillo. Y ahora quiero que se queden solamente los equipos de patinaje y hockey, los demás podéis marcharos.
Ryan coge la mochila del suelo y se levanta desperezándose y bostezando de manera exagerada.
—¿Te espero fuera y nos vamos a comer?
Asiento y me pongo de puntillas para limpiarle con el pulgar las migas de galleta que se le han quedado en la comisura de la boca.
—Espero que no tarde mucho.
Todo el mundo abandona la sala, excepto nosotros cincuenta y tantos. Irónicamente, los demás tardan unas cinco veces menos en salir que en entrar.
Brady y Faulkner, el entrenador del equipo de hockey, suben al escenario con el director Skinner.
—Acercaos aquí. Estoy cansado del micrófono.
Mientras nos dirigimos a las primeras filas, distingo la mirada disgustada de Aaron entre la multitud y me siento a su lado.
—¿Estás bien? —le pregunto en voz baja mientras tomamos asiento.
—Sí.
No hace falta ser un genio para saber que no está del mejor humor, pero parece como si estuviera enfadado conmigo, no con Skinner.
—¿Seguro?
Aprieta los labios y sigue sin mirarme a los ojos.
—Sí.
Skinner se retira del atril