Para Dawn
Aunque eres más guapa y vistes mejor,
sigo queriéndote, amiga mía.
Por millonésima vez, Lucy deseó tener una verdadera familia. Toda su vida había soñado con un padre que cortara el césped y la llamara por un sobrenombre cariñoso y una madre que no se emborrachara ni perdiera todos los trabajos ni se acostara con cualquiera.
First Lady
1
Lucy no podía respirar. El talle del vestido de novia, que un día antes le quedaba estupendamente, le apretaba las costillas como una boa constrictor. ¿Y si moría asfixiada allí mismo, en el vestíbulo de la iglesia presbiteriana de Wynette?
Fuera, un batallón internacional de periodistas resistía en las barricadas y el templo estaba a rebosar de ricos y famosos. A unos pasos de distancia, la ex presidenta de Estados Unidos y su marido esperaban para llevar a Lucy al altar donde se casaría con el hombre más perfecto del mundo. El hombre en el que cualquiera habría soñado; el más amable, considerado, inteligente... ¿Qué mujer en su sano juicio no habría querido casarse con Ted Beaudine? Había dejado encandilada a Lucy desde el primer momento.
Sonaron las trompetas anunciando el cortejo nupcial e hizo un esfuerzo para introducir en sus pulmones unas cuantas moléculas de aire. No podría haber escogido un día más hermoso para su boda. Era la última semana de mayo. Tal vez las primaverales flores silvestres de la región central de Tejas estuvieran ya mustias, pero las litráceas se encontraban en plena floración y las rosas adornaban la entrada de la iglesia. Un día perfecto.
Su hermana de trece años, la más joven de las cuatro damas de honor de su pequeño y anticuado cortejo nupcial, se puso en marcha. La siguió Charlotte, de quince años, detrás de la cual iba Meg Koranda, la mejor amiga de Lucy desde la época de la universidad. Oficiaba de madrina su hermana Tracy, una hermosa chica de dieciocho años tan enamorada del novio de Lucy que todavía se ponía colorada cuando él le dirigía la palabra.
El velo le caía por delante de la cara en agobiantes pliegues de tul blanco. Lucy pensó en lo extraordinario que resultaba Ted como amante, en lo brillante, lo amable, lo increíble que era. En lo perfecto que era para ella. Todo el mundo lo decía. Todo el mundo menos Meg, su mejor amiga.
La noche antes, después de la cena de ensayo, Meg la había abrazado y le había susurrado:
—Es maravilloso, Luce, y todo lo que tú quieras, pero no puedes casarte con él.
—Lo sé —le había respondido también en un susurro—. Pero, a pesar de todo, me casaré. Ahora ya es demasiado tarde para que me eche atrás.
Meg la había sacudido con fuerza.
—No es demasiado tarde. Te ayudaré. Haré todo lo posible.
Para Meg era fácil decirlo. La disciplina brillaba por su ausencia en la vida de su amiga, pero no en la suya. Ella tenía responsabilidades que Meg era incapaz de entender. Incluso ya antes de que la madre de Lucy jurara el cargo, el país estaba fascinado por la prole Jorik: tres hijos adoptivos y dos biológicos. Sus padres habían mantenido a los niños alejados de la prensa, pero Lucy tenía veintidós años en la época de la primera inauguración de Nealy, lo que la convertía en un blanco aceptable. La opinión pública estaba al corriente de la dedicación de Lucy a la familia, puesto que hacía de madre sustituta de sus hermanos durante las frecuentes ausencias de Nealy y Mat, de su labor de apoyo a la infancia, de lo poco que salía, incluso de su gusto en el vestir, bastante soso, y no cabía duda de que seguían la noticia de su boda.
Lucy tenía pensado reunirse con sus padres a mitad del pasillo como símbolo del modo en que habían entrado en su vida cuando era una rebelde de catorce años. Nealy y Mat podrían recorrer con ella aquel tramo final, uno a cada lado.
Charlotte empezó a caminar por la alfombra blanca. Era la más tímida de las hermanas de Lucy, la más afectada por dejar de tener a su hermana mayor cerca.
Aunque le había dicho que podrían hablar por teléfono todos los días, Charlotte estaba acostumbrada a convivir con ella en la misma casa y le había respondido que no sería lo mismo.
Era el turno de Meg. Miró a Lucy por encima del hombro. Incluso a través de metros de tul, vio la sonrisa lastrada de preocupación de su amiga. Lucy se habría cambiado por ella para poder vivir su vida despreocupada, viajando de país en país sin la obligación de contribuir a la crianza de sus hermanos, sin una reputación familiar que mantener, sin cámaras siguiendo todos y cada uno de sus movimientos.
Meg se dio la vuelta, se llevó el ramo a la cintura, plantó una sonrisa en la cara y se dispuso a dar el primer paso...
Sin pensárselo, sin preguntarse cómo podía ocurrírsele siquiera hacer algo tan espantoso, tan egoísta, tan inimaginable... Aunque no tenía intención de moverse, Lucy tiró el ramo, esquivó a su hermana y agarró a Meg del brazo antes de que pudiera avanzar más.
—Tengo que hablar con Ted ahora mismo —se oyó a sí misma decir, como desde muy lejos, farfullando.
—Luce, ¿qué haces? —susurró entre dientes Tracy a su espalda, consternada.
Lucy no podía mirarla. Se notaba la piel caliente, todo le daba vueltas. Clavó los dedos en el brazo de Meg.
—Tráemelo, Meg. ¡Por favor...! —Fue un ruego, una plegaria.
A través del sofocante tul, vio que su amiga se había quedado con la boca abierta.
—¿Ahora? ¿No te parece que podrías haberme pedido esto hace un par de horas?
—Tenías razón —gritó Lucy—. La tenías en todo lo que me decías. Estabas completamente en lo cierto. Ayúdame, por favor. —Aquellas palabras le resultaban extrañas: ella era la que se ocupaba de los demás; ni siquiera de niña pedía nunca ayuda.
—No lo entiendo. ¿Qué le dijiste? —le preguntó entonces Tracy a Meg, echando chispas por los ojos, indignada. Agarró de la mano a Lucy—. Mira, tienes un ataque de pánico. Todo va a salir bien.
No saldría bien, sin embargo, ni en aquel momento ni nunca.
—No. Tengo que... Tengo que hablar con Ted.
—¿Ahora? —preguntaron las otras dos al unísono—. Ahora no puedes.
Pero tenía que hacerlo y Meg lo comprendía aunque Tracy no lo hiciera. Asintió con preocupación, colocó el ramo en posición y fue hacia él por el pasillo de la iglesia.
Lucy desconocía a la histérica que se había apoderado de ella. No podía mirar a los ojos a su hermana. Aplastó los lirios de agua de su ramo con los tacones cuando cruzó el vestíbulo ciegamente. Había un par de agentes del Servicio Secreto ojo avizor a las puertas de la iglesia, al otro lado de las cuales esperaban una multitud de curiosos, un mar de cámaras de televisión, una horda de periodistas...
La hija mayor de la ex presidenta Cornelia Case Jorik, de treinta y un años, contrae hoy matrimonio con Ted Beaudine, hijo único de la leyenda del golf Dallas Beaudine y de la periodista Francesca Beaudine. Nadie esperaba que la novia escogiera el pequeño pueblo natal del novio, Wynette, Tejas, para la boda, pero...
Oyó los pasos decididos de un hombre en el suelo de mármol y se volvió. Ted se le acercaba. A través del velo, observó el modo en que un rayo de sol iluminaba su pelo castaño oscuro y otro le cruzaba el hermoso rostro. Siempre era así. Fuera donde fuera, era como si los rayos de sol lo siguieran. Era guapo, amable, todo lo que un hombre debe ser: el más perfecto que había conocido. El perfecto yerno para sus padres y el mejor padre imaginable para sus futuros hijos. Se le acercó apresuradamente, mirándola no con rabia, porque no era de esos, sino con preocupación.
Lo seguían sus padres, con cara de alarma. Los de él aparecerían enseguida y luego todos los demás: sus hermanas y su hermano, los amigos de Ted, los invitados... Toda la gente que le importaba. Toda la gente a la que quería.
Buscó frenética a la única persona que podía echarle una mano.
Meg estaba de pie, a un lado, agarrando con fuerza el ramillete. Lucy la miró suplicante, rogando que su amiga entendiera lo que necesitaba. La joven hizo un amago de correr hacia ella pero se detuvo. Con la telepatía que comparten las verdaderas amigas, Meg la entendió.
Ted cogió del brazo a Lucy y se la llevó a una pequeña antecámara lateral. Un instante antes de que cerrara la puerta, vio que Meg inspiraba profundamente y se disponía con determinación a hablar con sus padres; estaba acostumbrada a hacer frente a las situaciones difíciles. Los retendría el tiempo suficiente para que ella hiciera... ¿hiciera, qué?
La alargada antecámara estaba llena de colgadores con las túnicas del coro y de estantes altos abarrotados de cantorales, carpetas de partituras y viejas cajas de cartón mohosas. Un hilito de sol sulfuroso que entraba por los cristales polvorientos de la puerta del fondo, de algún modo, consiguió iluminarle la mejilla a Ted. Lucy se quedó sin aliento, mareada. Él la miró con aquellos ojos ambarinos suyos cargados de preocupación, tan tranquilo como ella frenética. Por favor, que arreglara aquello como lo arreglaba todo... Que la arreglara a ella.
El tul se le pegaba a la cara, no supo si por el sudor o por las lágrimas, mientras farfullaba lo que nunca habría imaginado que diría.
—Ted, no puedo. No puedo.
Le levantó el velo tal como ella había imaginado que haría al final de la ceremonia, justo antes de besarla. Estaba perplejo.
—No lo entiendo.
Ella tampoco lo entendía. Nunca había experimentado un pánico tan intenso.
Ted ladeó la cabeza y la miró a los ojos.
—Lucy, no podemos llevarnos mejor.
—Sí. No podemos llevarnos mejor, lo sé.
Él esperó. Lucy no sabía qué decir a continuación. Si hubie-
ra podido respirar... Hizo un esfuerzo para articular las palabras.
—Sé que nuestra relación es perfecta, pero... No puedo.
Esperaba que discutiera, que luchara por ella, que la convenciera de que estaba equivocada. Esperaba que la abrazara y le dijera que aquello era un simple arrebato de pánico. Sin embargo, su expresión no cambió. Apenas se le crisparon las comisuras de la boca.
—Tu amiga Meg —dijo—. Esto es por ella, ¿verdad?
¿Lo era? ¿Habría hecho algo tan impensable de no haber aparecido Meg con su amor, su caos y sus brutales e inmediatas opiniones?
—No puedo. —Tenía los dedos helados y las manos le temblaban mientras forcejeaba para quitarse el anillo de diamantes. Por fin salió. Estuvo a punto de caérsele mientras se lo metía en el bolsillo de la americana.
Ted dejó caer su velo. No le suplicó. No le preguntó por qué. No hizo el mínimo intento de que cambiara de opinión.
—De acuerdo, pues... —asintió bruscamente, se dio la vuelta y se fue. Tranquilo, sin perder el control, perfecto.
Cuando la puerta se cerró tras él, Lucy se apretó el vientre. Tenía que hacerle volver, correr tras él y decirle que había cambiado de idea, pero los pies no la obedecían y su cerebro se negaba a funcionar.
El pomo de la puerta giró y abrieron. Allí estaba su padre y, justo detrás, su madre, los dos pálidos, tensos de preocupación. Lo habían hecho todo por ella; casarse con Ted habría sido el mejor regalo de agradecimiento que podría haberles hecho. No podía humillarlos de aquel modo. Tenía que ir a buscar a Ted.
—Todavía no —susurró, sin saber a qué se refería, sabiendo únicamente que necesitaba un momento para rehacerse y recordar quién era.
Mat dudó pero luego cerró la puerta.
El universo de Lucy se venía abajo. Antes de anochecer el mundo entero sabría que había dejado a Ted Beaudine. Algo impensable.
El mar de cámaras... Las hordas de periodistas... Nunca saldría de aquella pequeña habitación mohosa. Se quedaría allí el resto de su vida, rodeada de cantorales y túnicas de coro, haciendo penitencia por haber herido al mejor hombre que conocía y humillado a su familia.
El velo se le pegó a los labios. Tiró del tocado y aceptó el dolor cuando las peinetas y los adornos de cristal le tiraron del pelo. Estaba loca. Era una ingrata. Se merecía aquel dolor y se lo arrancó todo: el velo y el vestido de novia, forcejeando para desabrocharse la cremallera de la espalda, hasta que el satén blanco formó un montón alrededor de sus tobillos y ella se irguió jadeando en busca de aire, con su exquisito sujetador francés, sus medias de encaje, la liga azul y los zapatos de tacón de satén blanco.
«¡Corre!» Aquella palabra era un alarido en su mente. «¡Corre!»
Oyó cómo el ruido de la multitud crecía un momento y luego silencio, como si alguien hubiera abierto las puertas de la iglesia y las hubiera cerrado rápidamente.
«¡Corre!»
Agarró una túnica azul oscuro del coro. La descolgó y se la enfundó por encima del pelo desordenado. La túnica, fría y mohosa, cayó sobre su cuerpo cubriendo el sujetador francés y las finas medias. Lucy se acercó a trompicones a la puerta del fondo de la antecámara. A través de los cristales polvorientos, vio un pasillo estrecho de techo alto y paredes de hormigón. Las manos no la obedecían y la cerradura se le resistió al principio, pero consiguió abrirla.
El pasillo conducía a la parte trasera de la iglesia. Los tacones se le clavaban en las grietas del suelo mientras se abría paso por delante de una unidad de aire acondicionado. Las tormentas de primavera habían arrastrado basura hasta la grava del borde del sendero: cartones de zumo aplastados, pedazos de periódico, una pala amarilla destrozada del cajón de arena de algún niño. Se detuvo cuando llegó al final. Había agentes encargados de la seguridad por todas partes e intentó pensar qué hacer a continuación.
Hacía unos meses que había perdido su escolta del Servicio Secreto, porque ya hacía un año que su madre había dejado el cargo, pero la Agencia todavía se ocupaba de la seguridad de Nealy y, puesto que ella y su madre estaban juntas con tanta frecuencia, apenas notaba la ausencia de sus propios agentes.
Ted había contratado seguridad privada para reforzar la dotación policial del pueblo. Había guardias en las puertas. El aparcamiento, en forma de «L», estaba abarrotado de coches y se veía gente por todas partes.
Su hogar era Washington, no aquel pueblo del centro de Tejas al que no había sabido apreciar, pero recordaba que la iglesia estaba junto a un antiguo barrio residencial. Si las piernas la llevaban por el callejón y a la parte posterior de las casas del otro lado, lograría llegar a una de las calles adyacentes sin que nadie la viera.
Y luego, ¿qué? No era un plan de huida bien establecido como el de Nealy de la Casa Blanca tantos años antes. No era una huida. Era una pausa, un tiempo muerto. Tenía que encontrar un sitio para recuperar el aliento y rehacerse. Una casa de juguete, un recoveco de un patio trasero... un lugar alejado del caos de la prensa, de su traicionado novio y de su perpleja familia. Un escondite momentáneo donde recordar quién era y qué les debía a las personas que la habían acogido.
¡Dios del cielo! ¿Qué había hecho?
Un alboroto al otro lado de la iglesia llamó la atención de los guardias. Lucy no esperó a ver de qué se trataba. Dobló al final del muro de hormigón, corrió por el callejón y se agachó detrás de un contenedor de basura. Le temblaban tanto las rodillas que tuvo que abrazárselas, con la espalda pegada al contenedor de metal herrumbroso que apestaba a basura. No se oían gritos de alarma, solo el fragor distante de la multitud que abarrotaba las tribunas que habían instalado frente a la iglesia.
Escuchó un gritito parecido al maullido de un gato y se dio cuenta de que había sido suyo. Caminó pegada a la hilera de arbustos que separaba unas antiguas casas victorianas y acababa en una calle empedrada; la cruzó corriendo y se coló en el patio trasero de alguien.
Viejos árboles daban sombra a las parcelitas y los garajes independientes daban a estrechos callejones. Se agarró la túnica mientras cruzaba ciegamente de un patio al siguiente. Los tacones se le hundían en la tierra de los huertos recién plantados donde crecían tomates verdes del tamaño de canicas en espalderas. El aroma de guisado salía por la ventana abierta de una cocina, el sonido de un concurso de televisión por otra. Pronto aquella misma televisión daría la noticia acerca de la irresponsable hija de la ex presidenta Cornelia Case Jorik. En una sola tarde, la treintañera Lucy había echado a perder diecisiete años de buen comportamiento, los diecisiete años que se había pasado demostrándoles a Mat y Nealy que no habían cometido un error al adoptarla. Con lo que le había hecho a Ted... No podía haber peor vejación.
Un perro ladraba y lloraba un bebé. Tropezó con una manguera, pasó por detrás de un columpio. Los ladridos del perro eran más fuertes y un chucho marrón se abalanzó contra la verja de alambre de división con el patio trasero contiguo. Lucy rodeó una estatua de la Virgen para ir hacia el callejón. Tenía los zapatos llenos de piedrecitas.
Oyó un motor y se envaró. Una moto plateada y negra destartalada enfiló por el callejón. Ella se agachó entre dos garajes y pegó la espalda a la pintura desconchada. Cuando la moto redujo la velocidad, contuvo el aliento esperando a que pasara, pero en lugar de eso avanzó sigilosamente y se detuvo delante de ella. El conductor miró entre los garajes, justo hacia donde estaba, con el motor al ralentí, tomándose su tiempo para estudiarla. Una bota blanca pisó la grava.
—¿Qué pasa? —le dijo, gritando por encima del ruido del motor.
¡Qué pasa! Acababa de destrozar a su futuro marido, de mortificar a su familia y, si no hacía algo de inmediato, iba a convertirse en la novia fugada más infame del país... ¿y aquel tipo quería saber lo que pasaba?
Llevaba el pelo negro demasiado largo, que se le rizaba por encima del cuello de la camisa, y tenía los ojos azules, los pómulos altos y unos labios de sádico. Después de tantos años contando con la protección del Servicio Secreto, se había acostumbrado a dar por garantizada su seguridad, pero en aquel momento no se sentía a salvo. Reconocía levemente al motorista como un invitado de la cena de ensayo de la noche anterior, uno de la extraña colección de amigos de Ted, y eso no la tranquilizaba precisamente. Ni siquiera un tanto arreglado como iba, con un traje negro que no le quedaba bien, camisa blanca mal planchada con el cuello desabrochado y unas botas de motorista a las que por lo visto se había limitado a quitar el polvo, no era alguien a quien le apeteciera conocer en un callejón... que era exactamente donde estaba.
El hombre tenía la nariz roma, de punta cuadrada. Una corbata arrugada le asomaba del bolsillo de la americana desaliñada y el pelo largo e indomable, todo rizos y enredos, parecía un cielo de Van Gogh pintado con tinta negra grumosa.
Durante más de diez años, desde la primera campaña presidencial de Nealy incluso, Lucy había intentado decir lo correcto, hacer lo correcto, siempre sonriente, siempre educada. En aquel momento, a ella, que dominaba desde hacía tanto tiempo el arte de conversar acerca de banalidades, no se le ocurría nada que decir. Al contrario, sentía un irresistible deseo de hacerle un comentario desdeñoso y soltarle: «¿Qué pasa contigo?» Pero no lo hizo, claro.
Él le indicó con un gesto de cabeza la parte trasera de la moto.
—¿Te hace un paseo? —le preguntó.
La sorpresa la estremeció con un escalofrío que le recorrió la piel y los músculos hasta los huesos. No temblaba de miedo, sino porque anhelaba subirse a aquella moto más que nada desde hacía mucho tiempo: montar y escapar de las consecuencias de lo que había hecho.
El hombre se metió más la corbata en el bolsillo del traje y Lucy notó que los pies se le movían; intentó detenerse, pero se negaron a obedecerla. Se acercó a la moto y vio una matrícula de Tejas abollada y una pegatina en el parachoques que cubría parte del asiento de cuero gastado. Las letras se habían borrado en parte, pero pudo leer lo que ponía:
GAS, GRASS, OR ASS. NOBODY RIDES FOR FREE [1]
El mensaje la golpeó como una onda de choque: era una advertencia que no podía ignorar. Sin embargo su cuerpo, su cuerpo traidor, había tomado el control. Se sujetó con una mano la túnica, levantó un pie del suelo y se sentó a horcajadas. Él le ofreció el único casco disponible y ella se lo puso encima del recogido de novia y se abrazó a su cintura.
Salieron disparados por el callejón. El viento le azotaba las piernas desnudas y el pelo le tapaba la visera del casco.
Se metió la túnica debajo de los muslos mientras él iba de un callejón al siguiente y tomaba una curva cerrada a la derecha y luego otra, flexionando los músculos de la espalda bajo la tela barata de la americana.
Salieron de Wynette y tomaron por una autopista de dos carriles paralela a un acantilado escarpado de piedra caliza. El casco era su capullo, la moto su planeta. Pasaron junto a campos sembrados de lavanda en flor, una almazara y algunos de los viñedos que salpicaban la zona central de Tejas. El viento le levantaba la túnica, dejándole al descubierto las rodillas y los muslos.
El sol estaba bajando y el frío, cada vez más intenso, le atravesaba la tela fina. Agradecía aquel frío, porque no merecía estar a salvo de él ni cómoda.
Cruzaron a toda velocidad un puente de madera y por delante de un granero destartalado con una Lone Star, la bandera
de Tejas, pintada. Carteles de visitas a cuevas y ranchos para turistas pasaban vertiginosamente. Los kilómetros se sucedían. ¿Treinta? ¿Más todavía? Lucy lo ignoraba.
Cuando llegaron a las afueras de un pueblo con un solo semáforo, giraron hacia un colmado de aspecto descuidado y estacionaron en la oscuridad, a un costado del edificio. Él le hizo un gesto con la cabeza para que se apeara. Se le enredaron las piernas en la túnica y estuvo a punto de caerse.
—¿Tienes hambre?
La sola idea de comer le daba náuseas. Se desentumeció las piernas y negó con la cabeza. Él se encogió de hombros y fue hacia la puerta.
Por la visera polvorienta del casco vio que era más alto de lo que creía, aproximadamente medía un metro noventa y era más largo de piernas que de tronco. Con aquel pelo negro azulado, la tez aceitunada y su modo de andar, balanceándose, no podía ser más diferente de los congresistas, senadores y otros líderes mundiales con los que se codeaba. Veía parte del interior de la tienda por el escaparate. Él se acercó a la nevera del fondo y la empleada dejó lo que estuviera haciendo para observarlo. Cuando reapareció al cabo de un momento llevaba seis cervezas que dejó sobre el mostrador. La empleada se tocó el pelo, flirteando descaradamente, mientras él iba dejando unas cuantas cosas más junto a la caja registradora.
Los zapatos le estaban haciendo ampollas y, cuando cambiaba el peso de un pie al otro para aliviarse, se vio en el cristal del escaparate. El enorme casco azul le cubría la cabeza, ocultando los rasgos delicados que la hacían parecer más joven de lo que era. La túnica disimulaba el hecho de que los nervios previos a la boda la habían enflaquecido demasiado. Tenía treinta y un años y medía un metro setenta, pero se sentía pequeña, estúpida, una egoísta, una irresponsable sin hogar. Aunque no había nadie por allí que pudiera verla, no se quitó el casco; se limitó a levantárselo ligeramente, intentando que las horquillas no se le clavaran tanto en el cuero cabelludo. Solía llevar el pelo largo hasta los hombros, liso y bien peinado, por lo común sujeto con una de esas cintas estrechas para el pelo que Meg tanto detestaba.
«Con eso pareces una quinceañera de la buena sociedad de Greenwich —le había dicho en una ocasión—. Además, a menos que lleves tejanos, no te pongas esas estúpidas perlas y lo mismo te digo de todo tu maldito vestuario de pija. —Luego había dulcificado el tono—. Tú no eres Nealy, Luce, ni ella espera que lo seas.»
Meg no lo entendía porque se había criado en Los Ángeles con los mismos padres que la habían engendrado. Podía ponerse una ropa tan escandalosa como le apeteciera, con collares exóticos e incluso tatuarse un dragón en la cadera, pero Lucy no.
La puerta de la tienda se abrió y el motorista salió con una bolsa de la compra en una mano y las cervezas en la otra. Vio alarmada que metía la compra en las alforjas de la moto sin decir una sola palabra. Entonces se lo imaginó tomándose las seis cervezas de golpe y comprendió que no podía continuar adelante con aquello. Tenía que llamar a alguien. Tenía que llamar a Meg.
Sin embargo, no fue capaz de reunir el valor necesario para enfrentarse a nadie, ni siquiera a su mejor amiga, que la comprendía muchísimo más que los demás. Tenía que avisar a su familia de que estaba a salvo. Pronto... pero no inmediatamente. No hasta que supiera qué decirles.
Se quedó delante del motorista como una extraterrestre de cabeza azul. Él la miraba fijamente y se dio cuenta de que todavía no le había dicho ni una sola palabra. ¡Qué embarazoso! Tenía que decirle algo.
—¿De qué conoces a Ted?
Él se volvió para abrochar las hebillas de las alforjas. La moto era una vieja Yamaha con la palabra «Warrior» escrita en letras plateadas sobre el depósito negro de gasolina.
—Pasamos juntos una temporada en Huntsville —le dijo—. Por robo a mano armada y homicidio.
Le estaba tomando el pelo. Aquello era algún tipo de prueba de motoristas para saber si tenía temple. Debía de estar loca para permitir que aquello fuera más lejos, pero lo estaba: loca de remate. Era una demente que había perdido los papeles y no sabía remediarlo.
Los ojos de aquel hombre, oscuros, cargados con otra clase de amenaza, la recorrieron.
—¿Estás lista para que te acompañe de vuelta?
Bastaba que respondiera que sí. Una simple palabra. Se dispuso a pronunciarla, pero no pudo.
—Todavía no.
Él torció el gesto.
—¿Estás segura de que sabes lo que haces?
La respuesta a aquella pregunta era evidente incluso para él. Cuando no le respondió, se encogió de hombros y montó en la moto.
Mientras salían del aparcamiento, se preguntó por qué ir en moto con aquel tipo amenazador le daba menos pavor que hacer frente a la familia a la que tanto amaba. No obstante, a aquel hombre no le debía nada y lo peor que podría hacerle sería... No quería pensar en lo peor que podría hacerle.
De nuevo el viento le pegó la ropa al cuerpo. Únicamente sus manos se mantenían calientes con el calor que irradiaba el cuerpo del motorista a través de la fina americana. Al final abandonaron la autopista y tomaron por un sendero con rodadas. La luz del faro delantero de la moto danzaba fantasmagórica sobre la maleza y se agarró más fuerte a la cintura del hombre, a pesar de que su cerebro le pedía a gritos que saltara del vehículo y corriera. Llegaron por fin a un pequeño claro situado a la orilla de un río. Antes había visto un cartel y supuso que se trataba de Pedernales. Un lugar perfecto para dejar un cadáver.
Sin el ruido del motor, el silencio era apabullante. Lucy se apeó de la moto y retrocedió unos pasos. Él sacó lo que parecía una vieja manta de una de las alforjas y, mientras la desplegaba, ella notó un ligero olor a aceite de motor.
—¿Vas a llevar eso puesto toda la noche? —le preguntó él, agarrando la cerveza y la bolsa de comestibles.
Lucy hubiese querido no quitarse nunca el casco, pero se lo sacó. Las horquillas se le soltaron y un mechón de pelo enlacado le cayó sobre la mejilla. La quietud era densa y se oía el ruido del agua del río sobre las piedras. Él levantó una cerveza, ofreciéndosela.
—La pena es que solo tenemos seis.
Ella forzó una sonrisa. Él quitó el tapón de su botella, se sentó en la manta y se llevó el gollete a los labios. Era amigo de Ted, ¿no? Por tanto estaba a salvo, a pesar de su aspecto amenazador y la falta de modales, de la cerveza y la pegatina del parachoques:
GAS, GRASS, OR ASS. NOBODY RIDES FOR FREE
—Tómate una —le dijo—. A lo mejor te relaja.
No quería relajarse y tenía pis, pero cogió una botella, más que nada para evitar que él se la bebiera. Encontró un rinconcito en la manta donde no chocaba contra las largas piernas ni respiraba la atmósfera de amenaza de aquel tipo. En aquel momento tendría que haber estado tomando champagne en el banquete de boda del Austin Four Seasons como la esposa de Theodore Beaudine.
El motorista sacó un par de bocadillos envueltos en celofán de la bolsa del colmado. Le tiró uno y abrió el otro.
—¡Qué lastima que no esperaras a que terminara el banquete para dejarlo plantado! La comida habría estado muchísimo mejor que esto.
«Parfait de cangrejo, solomillo de ternera grillé al perfume de lavanda, medallones de langosta, risotto de trufa blanca, tarta nupcial de siete pisos...»
—Pues sí. ¿Cómo conociste a Ted?
Él mordió una punta del bocadillo.
—Nos conocimos hace un par de años cuando yo trabajaba en la construcción, en Wynette, y congeniamos. Nos vemos siempre que estoy por esta zona —le explicó con la boca llena.
—Ted congenia con muchas personas.
—No todas tan buenas como él. —Se limpió la boca con el dorso de la mano y tomó otro sonoro sorbo de cerveza.
Lucy dejó la que estaba tomando.
—Entonces, ¿no eres de por aquí?
—No. —Hizo un gurruño con el celofán del bocadillo y lo tiró entre la maleza.
Odiaba a la gente que lo llenaba todo de basura, pero no se lo diría. Por lo visto necesitaba toda su capacidad de concentración para devorar el bocadillo y no le apetecería más información.
Ya no podía posponer más lo que tenía necesidad de hacer en el bosque, así que cogió una servilleta de papel de la bolsa y, haciendo un gesto de dolor a cada paso, se metió cojeando entre los árboles. Cuando terminó, volvió a la manta. Él seguía tragando cerveza, pero Lucy no podía con la comida y apartó su bocadillo.
—¿Por qué me has recogido?
—Quería echar un polvo.
Se le pusieron los pelos de punta. Intentó captar algún indicio de que aquel comentario era su modo de bromear, pero no sonreía. Por otra parte, era amigo de Ted y, por raros que fueran algunos, nunca había conocido a ninguno que fuese un criminal.
—Estás bromeando —le dijo.
La repasó de los pies a la cabeza.
—Podría querer.
—¡No, no podrías!
Eructó y, aunque lo hizo con disimulo, fue igualmente desagradable.
—Últimamente no he tenido demasiado tiempo para las mujeres. Es hora de que me ponga al día.
Lucy lo miró fijamente.
—¿Recogiendo a la novia de tu amigo cuando huye de la boda?
Él se rascó el pecho.
—Nunca se sabe. Las locas son capaces de todo. —Apuró la cerveza, soltó otro eructo y arrojó la botella vacía a los matorrales—. ¿Qué me dices, pues? ¿Ya estás dispuesta a que te lleve con mamá y papá?
—Pues no. —A pesar de su creciente aprensión, no estaba lista para volver—. No me has dicho cómo te llamas.
—Panda.
—No, en serio.
—¿No te gusta?
—Me cuesta creer que sea tu verdadero nombre.
—Me importa un bledo que lo creas o no. Me llaman Panda.
—Entiendo. —Pensó en aquello mientras él abría una bolsa de patatas fritas—. Tiene que estar bien.
—¿A qué te refieres?
—A ir en moto de pueblo en pueblo, usando un seudónimo. —Y con un casco azul bajo el que ocultarse.
—Supongo.
Tenía que acabar con aquello. Hizo acopio de valor.
—¿No tendrás un móvil que puedas prestarme? Debo... llamar a alguien.
Él se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y le lanzó el teléfono. Lucy no pudo pillarlo al vuelo y tuvo que buscarlo entre los pliegues de la túnica.
—Tendrás suerte si hay cobertura.
En eso no había pensado, pero su capacidad para razonar con lógica la había abandonado hacía unas cuantas horas. Deambuló renqueando por el claro con los tacones de tortura hasta que encontró un punto cerca de la ribera donde se captaba débilmente la señal.
—Soy yo —dijo cuando respondió Meg.
—¿Luce? ¿Estás bien?
—Según como se mire. —Soltó una risita amarga—. ¿Sabes esa parte salvaje de mí de la que siempre hablas? Me parece que la he encontrado. —Nada podía estar más lejos de la verdad. Era la persona más mansa que pudiera imaginarse. Tal vez momentáneamente se hubiera rebelado, pero no sería por mucho tiempo.
—¡Oh, cariño...! —La cobertura era mala, pero notó la preocupación de su amiga.
Tenía que regresar a Wynette. Pero...
—Soy... soy una cobarde, Meg. Todavía no puedo enfrentarme a mi familia.
—Luce, te quieren. Lo entenderán.
—Diles que lo siento. —Se tragó las lágrimas—. Diles que los quiero y que sé que he armado un lío tremendo y que volveré y lo arreglaré, pero... esta noche no. Esta noche no puedo.
—Vale, se lo diré, pero...
Colgó antes de que Meg pudiera hacerle preguntas para las que no tenía respuesta.
Se apoderó de ella un cansancio tremendo. Llevaba semanas durmiendo apenas y los terribles acontecimientos de aquel día habían agotado toda su energía. Panda había desaparecido entre los árboles y, cuando reapareció, decidió dejar que se emborrachara en paz. Miró la manta extendida sobre el duro suelo y pensó en las confortables camas de los aposentos privados del Air Force One, el avión presidencial, y en las cortinas que cubrían las ventanillas con solo apretar un botón. Se tendió con cautela al borde de la manta y se quedó mirando las estrellas.
Ojalá tuviera ella un apodo de motera tras el que esconderse. Un apodo bravucón. Uno duro y amenazador... todo lo que ella no era.
Se durmió pensando en apodos: Serpiente, Colmillo, Veneno.
Víbora.
2
La despertó el frío entumecedor del amanecer. Abrió los ojos y vio hebras de luz aterciopelada asomando entre las nubes bajas. Le dolía todo el cuerpo; tenía frío, estaba desaseada y se notaba el estómago tan revuelto como al dormirse. Aquel era el primer día de la que habría sido su luna de miel. Se imaginó a Ted despertándose, pensando lo mismo y odiándola por ello...
Panda dormía a su lado, con la camisa blanca del traje arrugada. Estaba tumbado boca arriba, con el pelo indomable revuelto en un caos de rizos y enredos. La sombra azulada de la barba le cubría la barbilla y tenía una mancha en la punta de la nariz. Detestaba estar tan cerca de aquel hombre y se puso en pie, incómoda. La chaqueta del traje cayó a la manta. Hizo un gesto de dolor al calzarse los zapatos de tacón y se metió entre los árboles. Por el camino vio seis botellas de cerveza vacías entre los arbustos, sórdidos símbolos del embrollo en que se había metido.
Ted había alquilado una casa en la playa, en St. Barts, para la luna de miel. A lo mejor había ido allí solo, aunque ¿qué podía ser peor que una luna de miel en solitario? Ni siquiera era peor despertarse a la orilla de un río en medio de ninguna parte al lado de un motorista maleducado, resacoso y potencialmente peligroso.
Cuando salió de nuevo al claro, él estaba de pie en la orilla y le daba la espalda. Desvanecida la fantasía de la noche anterior acerca de Víbora, la hosca motera, le pareció de mala educación ignorarlo.
—Buenos días —lo saludó en voz baja.
Le respondió con un gruñido y ella apartó rápidamente la vista temiendo que hubiera decidido mear en el río delante de sus narices. Se moría por una ducha caliente, ropa limpia y un cepillo de dientes, comodidades todas ellas de las que habría disfrutado de haber continuado andando por el pasillo de la iglesia. Una taza de café. Un desayuno decente. Las manos de Ted tocándola, llevándola deliciosamente al orgasmo... En vez de aquello estaba rodeada de botellas vacías de cerveza, con un hombre que admitía sin ambages que «quería echar un polvo». Lucy aborrecía el desorden, la incertidumbre. Aborrecía el pánico que sentía. Él seguía dándole la espalda, así que no lo vio luchando con la bragueta.
—¿Vas a... volver a Wynette esta mañana? —se atrevió a preguntarle.
Otro gruñido.
Lucy nunca se había sentido cómoda en Wynette, aunque fingía que le gustaba tanto como a Ted. Siempre que estaba allí se notaba continuamente juzgada por todo el mundo. Aunque era la hija adoptiva de la ex presidenta de Estados Unidos, la hacían sentir como si no fuera lo bastante buena para él. Desde luego, les había demostrado que estaban en lo cierto, pero eso no lo sabían en el momento de conocerla.
Panda seguía mirando fijamente el río, su silueta recortada contra los acantilados de piedra caliza, con la camisa hecha un desastre y un faldón por fuera. Todo en aquel tipo era vergonzoso. A Lucy los zapatos la estaban torturando, pero quería el castigo del dolor y no se los quitó.
De repente, él abandonó la tarea que le ocupaba y dejó de mirar la corriente para acosarla, con los tacones de las botas chirriando sobre el polvo.
—¿Estás dispuesta a volver a tu jodida vida?
Más que dispuesta. Lo de posponer sus responsabilidades se había acabado. ¡Si a los catorce años ya era responsable! ¿Cuántas veces, a lo largo de los últimos diecisiete le habían dicho Nealy y Mat que, de no haberse ocupado ella tan bien de los niños, no podrían haber hecho su trabajo? Y también había trabajado duro en lo suyo. Para empezar, se había titulado en trabajo social con adolescentes problemáticos al tiempo que cursaba un máster en política pública. Al cabo de algunos años, sin embargo, había dejado el trabajo que le gustaba y empezado a servirse de su famoso apellido para dedicarse a la tarea, menos satisfactoria pero de más impacto, de formar parte de un grupo de presión. En parte gracias a ella, habían salido adelante leyes importantes para la ayuda a la infancia desfavorecida. No había entrado en sus planes renunciar a lo que hacía después de casarse, por tentadora que fuera la idea. Volaría a Washington, donde permanecería unos cuantos días al mes, y haría el resto del trabajo desde Tejas. Ya era más que hora de que afrontara las consecuencias de lo que había hecho.
Su estómago no estaba de acuerdo, sin embargo. Lo tenía tan revuelto que al final tuvo que correr hacia los árboles para vomitar y, como llevaba tanto tiempo en ayunas, fue doloroso.
Por fin cesaron los espasmos. Él apenas la miró cuando salió de entre los árboles. Lucy fue tambaleándose hasta el río, con los tacones patinando sobre las piedras y hundiéndose en la arena. Se arrodilló en la orilla y se echó agua en la cara.
—Vamos —dijo él.
Ella se quedó en cuclillas, con el agua resbalándole por las mejillas. Era como si la voz le llegara desde muy lejos, de algún lugar en el que no había estado desde que era muy joven.
—¿Has dejado muchas cosas en Wynette? —le preguntó al motero.
—¿A qué te refieres?
—Ropa, maletas... ¿tu carné de Mensa?
—Yo viajo con poco equipaje. Unos vaqueros, un par de camisetas y una caja de condones.
La gente siempre se comportaba de manera exquisita con la familia de la ex presidenta. Aparte de Meg y alguna de las siete hermanas de su padre, nadie le había hecho jamás una broma de mal gusto ni una insinuación siquiera levemente picante. La envarada cortesía siempre la había fastidiado, pero en aquel momento habría agradecido aunque fuera solo un poquito de buena educación, así que fingió no haberle oído.
—Entonces, ¿no has dejado atrás nada por lo que yo no pueda compensarte?
—¿Qué quieres decir?
Su familia sabía que estaba bien, porque Meg se lo habría dicho.
—No puedo volver a Wynette mientras siga allí la prensa. —Los periodistas no eran su principal preocupación, pero no iba a decírselo—. ¿Cuáles son tus planes inmediatos?
—Librarme de ti. —Se frotó la barbilla sin afeitar—. Y echar un polvo.
Lucy tragó saliva.
—¿Y si te recompenso? —le preguntó.
Él le clavó los ojos en los pechos, realzados por su desorbitadamente caro sujetador francés.
—No eres mi tipo.
«Ignóralo», se dijo Lucy.
—Lo que quiero decir es si hago algo por lo que te valga la pena no volver.
—No me interesa. —Recogió la manta del suelo—. Estoy de vacaciones y no voy a malgastar otro día. Te vuelves a Wynette.
—Te pagaré —se oyó decir—. Hoy no. No llevo dinero encima, pero me encargaré de que lo recibas pronto. —¿Cómo? Ya vería—. Pagaré la gasolina y correré con todos tus gastos. Además te daré... cien dólares diarios. ¿Te parece bien?
Él hizo un gurruño con la manta.
—Demasiado lío.
—Ahora no puedo volver. —Desenterró una pizca de la bravuconería que le sobraba en la adolescencia, antes de que el peso de las responsabilidades la enderezara—. Si tú no me llevas, encontraré a alguien que lo haga.
Seguramente notó que era un farol.
—Créeme —le dijo de un modo bastante despectivo—. Una chica como tú no está hecha para pasarse ocho horas al día montada en una moto.
—Puede que no, pero por un día lo soportaré.
—Olvídalo.
—Mil dólares más los gastos.
Él embutió la manta en las alforjas de la moto.
—¿Crees que voy a confiar en que me pagarás?
Lucy entrelazó los dedos.
—Te pagaré. Tienes mi palabra.
—Sí, bueno. Ted también la tenía y no le valió de mucho que digamos.
Aquello la abochornó.
—Lo pondré por escrito.
—¡Lástima que a tu prometido no se le ocurriera eso! —Frunció el ceño y cerró las alforjas de golpe.
Panda no había aceptado su oferta pero tampoco se había marchado sin ella, lo que tomó como un signo positivo. Necesitaba comida, pero lo que más falta le hacía era calzado cómodo y cambiarse de ropa.
—¿Puedes dar la vuelta? —le gritó al oído cuando pasaban por delante de un Wal-Mart—. Me hacen falta algunas cosas.
Una de dos: o no había gritado lo bastante o no la había oído, porque no paró.
Mientras avanzaban, dejó vagar su mente hasta el día en que Mat Jorik se había presentado en aquella cochambrosa casa de alquiler de Harrisburg donde se habían estado guareciendo ella y su hermana durante las semanas terribles que siguieron a la muerte de su madre. Había aparecido en la puerta, imponente, enfadado e impaciente. Ella, a los catorce años, con su madre muerta y un bebé que proteger, tenía un miedo atroz, pero no dejó que Mat lo notara.
—No tenemos nada de que hablar —le había dicho después de que él entrara por la fuerza.
—Déjate de estupideces. A menos que te vengas conmigo ahora mismo, los Servicios Sociales estarán aquí antes de una hora para llevaros.
Se había pasado seis semanas utilizando todos los recursos de una mocosa de catorce años para impedir que las autoridades se enteraran de que ella era la única que se ocupaba del bebé al que llamaba Button, el bebé que con el tiempo llegaría a convertirse en Tracy.
—¡No necesitamos que nadie nos cuide! —le había gritado—. Nos va estupendamente. ¿Por qué no se ocupa de sus asuntos en lugar de meter las narices en los nuestros?
Pero no se había ocupado de sus asuntos y al cabo de poco estaban él, Lucy y Button en la carretera, donde se reunieron con Nealy y empezaron un viaje campo a través a bordo de Mabel, la destartalada caravana Winnebago que seguía aún en la finca de sus padres, en Virginia, porque ninguno soportaba la idea de deshacerse de ella. Mat era el único padre que había conocido y no podría haber tenido otro mejor. Y también había sido el mejor marido para Nealy; eran un matrimonio enamorado al que Lucy había contribuido en gran medida. ¡Era tan valiente en aquel entonces! No tenía miedo. Aquella faceta de sí misma había desaparecido de forma tan gradual que apenas se había dado cuenta del cambio.
Panda se metió en un descampado situado delante de un edificio blanco con un cartel en la puerta que rezaba: Stokey’s Country Store. En los escaparates había de todo, desde escopetas hasta cocodrilos de peluche, pasando por boles de cocina y, al lado de la puerta, una máquina de Coca-Cola, un gnomo de jardín y un expositor de postales.
—¿Qué número calzas? —Parecía enfadado.
—Un treinta y ocho. Me gustaría...
Ya estaba subiendo los escalones de dos en dos.
Lucy se apeó de la moto y se metió detrás de un camión de reparto con el casco puesto mientras aguardaba. Le habría gustado elegir los zapatos, pero entrar en la tienda con aquella pinta era para ella impensable. Rogó que no comprara más cervezas... ni condones.
Por fin él salió de la tienda con una bolsa de plástico y se la tiró.
—Me lo debes.
GAS, GRASS, OR ASS. NOBODY RIDES FOR FREE
—Ya he dicho que te lo pagaré.
Él profirió uno de sus gruñidos de troglodita.
Lucy miró lo que había dentro de la bolsa. Unos vaqueros, una camiseta gris de algodón, unas zapatillas azules baratas y una gorra. Se lo llevó todo detrás del edificio, se quitó el casco y se cambió donde no pudieran verla. Los vaqueros, tiesos y feos, le quedaban holgados de piernas y anchos de cadera. La camiseta tenía impreso el logo de la Universidad de Tejas. Se había olvidado de los calcetines, pero al menos podría librarse de los zapatos de tacón. A diferencia de aquel tipo, no echaba basura en cualquier parte, así que metió la túnica y los zapatos en la bolsa de plástico y salió de su escondite.
Él se rascaba el pecho, con expresión ausente.
—Tenían puesta la tele en la tienda. Ahora mismo eres noticia de portada. Dicen que estás en casa de unos amigos, pero yo no contaría con que no te reconozca alguien.
Lucy sostuvo firmemente la bolsa de plástico que contenía la túnica y se puso otra vez el casco.
Al cabo de media hora estacionaban detrás de Denny’s. Por mucho miedo que le diera permitir que alguien la viera, tenía verdadera necesidad de un baño con agua corriente, caliente y fría. Mientras él se metía en el bolsillo la llave de la moto y miraba a su alrededor, se quitó el casco y se recogió el pelo enlacado en una especie de cola de caballo que se pasó por la abertura de la parte posterior de la gorra.
—Si ese es tu disfraz —le comentó él—, no llegarás muy lejos.
Tenía razón. Se moría por ponerse el casco. Echó un breve vistazo alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, sacó los destrozados zapatos de la bolsa de plástico, dejó dentro la túnica, la compactó y se la metió debajo de la camiseta, sujetándosela con la cinturilla de los vaqueros.
Era el mismo disfraz que Nealy había utilizado años antes para escapar de la Casa Blanca. A lo mejor a ella también le serviría. Si tenía suerte, nadie relacionaría a la hija de la ex presidenta con la embarazada vestida con ropa barata que entraba en Denny’s. Les parecería otra estúpida que se había arruinado la vida por el tipo equivocado.
Panda miraba su embarazo de plástico.
—Aquí me tienes, a punto de ser padre, y el sexo ni siquiera ha sido digno de mención.
Lucy luchó contra la necesidad de disculparse.
Por lo visto aquel tipo solo tenía dos expresiones: o estaba ausente o ponía mala cara. En aquel momento ponía mala cara.
—No pareces ni mayor de edad.
Siempre había parecido más joven de lo que era y, con aquella ropa, tenía que parecerlo incluso más. «Seguro que no soy la primera adolescente con la que estás.» Eso le habría dicho Meg, pero Lucy se volvió, echó los zapatos de tacón en un cubo de basura y entró en el restaurante con cautela.
Para su alivio, nadie le prestó atención, pero no a causa de la ropa que vestía ni de la tripa de embarazada, sino porque todos miraban a Panda. En aquel aspecto era como Ted. Los dos tenían una presencia imponente... la de Ted buena, la de Panda no.
Fue hacia el baño, se lavó lo mejor que pudo y se recolocó el bombo. Cuando salió se sentía casi una persona.
Panda estaba en la puerta. Llevaba la misma camisa arrugada pero olía a jabón. Estudió su tripa.
—No da el pego.
—Mientras tú estés cerca, no creo que nadie me preste demasiada atención.
—Ya veremos.
Lo siguió hasta la mesa. Más de un parroquiano los observó tomar asiento en los bancos, uno frente al otro. Pidieron y, mientras esperaban a que les sirvieran la comida, él estuvo leyendo las puntuaciones que iban pasando por la pantalla del televisor instalado en alto en un rincón.
—Mientras estabas en el baño, han dicho que tu familia ha regresado a Virginia.
No la sorprendía que así fuera. Quedarse en Wynette habría sido insoportablemente bochornoso para ellos.
—Se marchan mañana a Barcelona para asistir a un congreso de la Organización Mundial de la Salud. —No parecía que supiera lo que era un congreso y menos todavía la Organización Mundial de la Salud—. ¿Cuándo vas a llamar a Ted para decirle que la fastidiaste?
—No lo sé.
—Salir huyendo no va a resolver sea cual sea el problema que una niña rica como tú cree tener. —Su leve desdén daba a entender que no creía que alguien como ella pudiera tener verdaderos problemas.
—No estoy huyendo —repuso ella—. Estoy... de vacaciones.
—No. Yo sí que estoy de vacaciones.
—Además, me he ofrecido a pagarte mil dólares más gastos para que me lleves contigo.
Justo en aquel momento les trajeron la comida. La camarera le puso delante a ella una hamburguesa con queso y bacon, aros de cebolla y una ensalada verde. Cuando la mujer se fue, él se metió una patata frita en la boca.
—¿Qué vas a hacer si rechazo la oferta?
—Encontraré a algún otro —dijo ella, lo que era una tontería. No había nadie más—. Ese chico de ahí... —Hizo un gesto con la cabeza, indicando a un hombre de aspecto rudo que tenía delante una bandeja de tortitas—. Se lo pediré a él. Le vendría bien el dinero, por lo que parece.
—¿Lo has deducido por el peinado?
Panda no era precisamente el más adecuado para criticar el modo de peinarse de nadie, aunque las otras mujeres del restaurante no parecían juzgarlo tan duramente como ella. Por lo visto además, era incapaz de hacer dos cosas a la vez y, durante un rato, prefirió pensar en lugar de comer. Por fin se metió en la boca un buen bocado de hamburguesa.
—¿Me aseguras los mil dólares incluso si no aguantas todo el día? —le preguntó con la boca llena.
Ella asintió con un gesto y, con uno de los lápices de colores que dejaban en las mesas para que los usaran los niños, escribió algo en una servilleta y la empujó hacia él.
—Toma. Tenemos un contrato.
Él leyó lo escrito y apartó la servilleta.
—Se la has jugado a un hombre decente.
Lucy parpadeó. Los ojos que la miraban eran como puñales.
—Mejor ahora que más adelante, ¿no? Antes de que se diera cuenta de que había sido víctima de una propaganda engañosa. —Deseó haber mantenido la boca cerrada, aunque él se limitó a poner boca abajo el envase de kétchup y darle unos golpecitos.
La camarera volvió con café, poniéndole ojitos a Panda. Lucy cambió de postura y la bolsa de plástico crujió bajo su camiseta. La cafetera se detuvo en el aire mientras la mujer se volvía a mirarla. Lucy agachó la cabeza.
Panda usó la servilleta contractual para limpiarse la boca.
—Al bebé no le gusta cuando come demasiado rápido —comentó.
—Las chicas os quedáis embarazadas más jóvenes cada vez —dijo la camarera—. ¿Cuántos años tienes, tesoro?
—Es mayor de edad —apuntó él antes de que Lucy tuviera tiempo de responder.
—Por poco —murmuró la mujer—. ¿Para cuándo lo esperas?
—¿Para... agosto? —respondió Lucy. Fue más una pregunta que una afirmación, de modo que la camarera pareció algo confusa.
—O septiembre. —Panda se arrellanó en el asiento, con los párpados entornados—. Depende de quién sea el padre.
La mujer le advirtió a Panda que contratara un buen abogado y se marchó. Entonces él apartó el plato ya vacío.
—Podemos estar en el aeropuerto de Austin dentro de un par de horas.
«Nada de aviones. Nada de aeropuertos.»
—No puedo ir en avión —le dijo—. No llevo documentación.
—Llama a tu vieja y que se ocupe de eso. Esta excursión ya me ha costado demasiado.
—Te lo he dicho: anota los gastos. Te lo pagaré todo y mil dólares más.
—¿De dónde vas a sacar el dinero?
No tenía ni idea.
—Ya veré.
Lucy había ido a la fiesta sabiendo perfectamente que habría bebida. Tenía casi diecisiete años, nadie iba a tomar