La traición (Mundo Umbrío 2)

Jaime Alfonso Sandoval

Fragmento

Mundo Umbrío 2. La traición

PRÓLOGO

LA CHUPACABRAS DE LA ROMA

Hablemos de cosas siniestras: de una vieja casona de 15 habitaciones, de un antiguo cementerio y de una adolescente de metro y medio.

La chica es —por mucho— lo más raro de esta lista. Pero comenzaré con la casa donde se concentra todo. Vista de lejos (y también de cerca) era una típica mansión de las que aparecen en las historias de horror: una mole de ladrillos húmedos, torreones siniestros, columnas de piedra, ventanas tapiadas, mansardas con polvorientas buhardillas y un jardín con aire de jungla carnívora. Un desteñido letrero arriba de la puerta anunciaba “Quinta Posada”. Era evidente el más de medio siglo de abandono. Sesenta y siete años para ser exactos. En términos arquitectónicos el estilo era otra pesadilla: afrancesada en la parte superior, neoclásica en la fachada y con trabajos de un indefinido art déco. Era como si se mezclaran adornos de varios siglos para vaciarlos en un molde, muy típico del gusto de los ricachones de inicios del siglo XX de la colonia Roma en la Ciudad de México, un barrio que alguna vez intentó ser un trocito de Europa y, entre terremotos y el crecimiento de la ciudad, acabó en trozos de una incompleta escenografía.

La solitaria Quinta Posada acumuló un montón de leyendas con el paso de los años. Se decía que fue el escenario de un asesinato múltiple en los años treinta, cuando una sirvienta poseída por los demonios de la locura (y de la limpieza) asesinó a sus patrones por haber pisado la duela de madera recién pulida. A inicios de los años cuarenta corría el rumor de que el caserón fue una escuela para secretarias, pero la cerraron porque allí se practicaban ritos demoniacos (habría sido mejor que se practicara taquigrafía, pues era célebre la ineptitud de las alumnas para encontrar empleo). También se contaba que en la casona vivió Ricardo Bell, el viejo payaso del famoso circo Orrín, quien al morir heredó la mansión a su gato Pachito: “Me respeta y nunca se ríe de mí”, explicó en su testamento. Las leyendas se amontonaban año con año. Por desgracia, ninguna contaba con la validez de un cronista certificado. Todo había quedado en chismorreos sin valor… hasta que uno de aquellos cuentos se volvió realidad.

Un día, los vecinos descubrieron que a la mansión llegaba una huésped. Se trataba de una misteriosa chica, muy joven, pero de un aspecto, por decirlo de manera suave, escalofriante: flacucha, con grandes ojeras que hacían juego con una palidez de muerto fresco, abundante cabello castaño rojizo, nariz sinuosa —como si no se decidiera entre ser aguileña, curva o de boxeador—, así como unas orejas de soplillo. A pesar de esto, algunos testigos aseguraban que tenía cierto atractivo, algo magnético, como un feo accidente en la calle al que resulta imposible quitarle los ojos de encima.

Por su imagen sepulcral, surgió la versión de que la muchacha era un vampiro. Eso habría sido excelente, porque se hubiera podido negociar con el autobús turístico de la ciudad para que hiciera una parada ahí donde vivía la Chupacabras de la Roma, como la bautizaron algunos vecinos; sin embargo, ese mito se esfumó cuando, en una segunda ocasión, la vieron llegar en bicicleta a mediodía: eso contradecía la fobia natural de los chupasangre a los baños de sol (y nadie recuerda a Drácula paseando en bicicleta).

Los vecinos tuvieron que aceptar que aquella huésped era una adolescente de carne y hueso, aunque eso no le quitó un gramo de misterio al asunto, porque, además de su extraño aspecto, la chica tenía curiosas aficiones. Por ejemplo, un día llegó a la Quinta Posada un camión de entregas con ropa, decenas de discos de jazz y cientos de libros con títulos tan raros como Álgebra recreativa para mentes inquietas, Capas tectónicas terrestres y Cocina para tontos.

Las visitas de la joven eran esporádicas, y aunque ella era bastante discreta y no se metía con nadie, los vecinos la convirtieron en su tema favorito de conversación. Algunos aseguraron haber visto a la misteriosa joven paseando en el cercano Panteón Francés, y es justo aquí donde entra el elemento faltante de la lista.

A dos calles de la Quinta Posada se encontraba el Panteón Francés, construido a mediados del siglo XIX para albergar a los residentes franceses de la Ciudad de México (residentes muertos, se entiende). En la actualidad aún se puede leer en la puerta Heureux qui meort dans le seigneur, y abundan pequeños mausoleos con nombres galos en las lápidas. El cementerio estaba en lo que entonces eran las afueras de la ciudad, entre sembradíos de alfalfa y maizales, a orillas del río Piedad. Ciento cincuenta años después, el río fue entubado, convertido en un viaducto atascado de automóviles, y los campos de alfalfa dieron paso a un amasijo de cemento y edificios. Los muros exteriores del cementerio ahora están llenos de vendedores ambulantes que cocinan fritangas. Pero en el interior, durante la noche, el viento agita los cipreses, se oyen grillos, y el lejano sonido de los autos recuerda las aguas de un manso río. Por algún tipo de milagro, el pasado parece volver.

Un vigilante de este cementerio aseguró que vio a la joven caminando entre las ruinosas tumbas después de medianoche. Fue tras ella, y al dar la vuelta en un andador se había esfumado frente a sus ojos. El hombre descubrió que las huellas de la chica desaparecían misteriosamente entre el polvo de las baldosas de un mausoleo con torre gótica.

Eso no fue todo. Las murmuraciones se dispararon hasta el límite cuando la joven apareció en compañía de otro adolescente, un chico un poco mayor y, al revés que ella, extremadamente guapo. “Como una estrella de cine”, aseguraron dos jovencitas del rumbo que, encandiladas, intentaron tomarle fotos con el celular. Eso sí, reconocieron que vestía fatal: un traje anticuado con chaleco de abuelo, anchísima corbata y zapatones de hebilla. Llevaba siempre gafas oscuras.

Los vecinos habían visto a la chica apenas cuatro veces, pero en el barrio las preguntas se acumulaban una tras otra: ¿quién era esa misteriosa joven? ¿Era vampiro, fantasma, bruja o una simple nini? ¿Qué hacía viviendo en la decrépita Quinta Posada? ¿Por qué compraba tantos libros? ¿Para qué iba por las noches al cementerio? ¿Cómo entraba si las rejas estaban cerradas? ¿Realmente desapareció al entrar a un mausoleo? ¿El chico atractivo era algún famoso o un guapo desconocido por conocer? Los vecinos hervían de placentera curiosidad, excepto un furioso hombrecito.

Se trataba de un anciano profesor de matemáticas, jubilado, que vivía junto a la Quinta Posada, en una casa gris con un minúsculo jardín amarillento. Llevaba toda la vida odiando la vieja mansión, y, según él, no le faltaban motivos. Culpaba a la ruinosa propiedad de quitarle luz a su mustio jardín, de depreciar el valor de su propia vivienda y, por si fuera poco, de no haber encontrado el amor.

Un día, al ver a la misteriosa joven, el profesor salió a toda prisa y la abordó justo cuando cruzaba la verja de entrada de la mansi

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