Aliméntate según tus genes

Fragmento

Título

plecap

Introducción

Los genes mandan y es momento
de escucharlos

En mayo de 2008, a sus 54 años, mi papá sufrió su primer infarto. Es una edad temprana para que el corazón comience a fallar. En aquel momento hacía lo que se pensaba que era saludable: comía frutas y verduras, se ejercitaba, tenía buen peso, no sazonaba con sal sus alimentos, tomaba refresco de dieta cuando le apetecía uno y bebía café, que es bueno para el corazón (¿o no?). A pesar de todo esto, su corazón falló, y, aunque pudo salir adelante gracias a una cirugía exitosa, empecé a temer por su salud.

¿Por qué se había infartado? Cuando sucedió, yo llevaba apenas dos años de haber comenzado la licenciatura en Nutrición y no entendía nada. Habría sido más fácil integrar cambios si hubiera seguido hábitos perjudiciales, es decir, una dieta poco saludable: habría sido cuestión de mejorarla. Asimismo, si hubiera sido una persona sedentaria, le habríamos pedido que hiciera más ejercicio. Lo difícil es encontrar una solución cuando una persona hace todo bien. Mi papá cumplía con todo lo que me habían enseñado en la carrera que una persona debe hacer para llevar una vida saludable. Sin embargo, heme ahí, asustada por no hallar una razón. Tuve que empezar a cuestionar las verdades absolutas que había aprendido hasta entonces en la universidad.

Dos años después ya les había hecho mil preguntas al respecto a todos mis maestros, hasta que una de ellas, Gaby Hernández, me pidió replantearme la situación desde otra perspectiva: quizá lo que aprendí estaba bien, pero no era aplicable en el caso de mi papá. Con Gaby comprendí que la nutrición es una ciencia cambiante, sin verdades absolutas. “Hay dos nuevas áreas de estudio llamadas nutrigenómica y nutrigenética, seguro ahí encuentras algunas respuestas”, me dijo. Ella había visto cómo las recomendaciones canónicas de la nutrición no estaban rindiendo el efecto deseado en sus pacientes porque cada persona respondía de forma diferente, y eso la llevó a preguntarse en qué nos diferenciábamos realmente. Encontró la respuesta en la genética. Todo comenzaba a tener sentido para mí. Me sentí con la responsabilidad de empaparme del tema para poder ayudar mejor a mis futuros pacientes, y vaya que tomé una buena decisión.

Cuando comencé a adentrarme en el mundo de la genética y la nutrición, ya unidas en una sola ciencia, me di cuenta de que el iniciador de esta corriente de estudios, el doctor José María Ordovás, tenía razón al decir que éste es el camino por el cual la gente puede “alcanzar su máximo potencial físico y mental y, por lo tanto, vivir más y mejor”. Me uní a su causa. Desde entonces reflexiono sobre la vejez, los genes, el tiempo que nos toca vivir y otras tantas cosas que de pronto pasan por mi mente —como la vida de mi papá previa a su primer infarto— y he confirmado que si llegas a conocer tus genes, puedes vivir de forma saludable más años de los que te imaginas.

La esperanza de vida en Latinoamérica está entre los 73 y 76 años, lo que representa un gran avance si tomamos en cuenta que en 1930 ésta apenas llegaba a los 40 años. Por lo tanto, es un hecho que, si seguimos la tendencia de la ciencia y la medicina y sus objetivos de conseguir aumentar nuestra longevidad, en el futuro vamos a vivir más tiempo. Sin embargo, si nuestros hábitos y alimentación continúan siendo los mismos que hasta ahora, no es seguro que alcancemos una vejez digna, positiva, independiente y disfrutable.

Desde tiempos inmemoriales, los humanos han buscado la inmortalidad. Lo hemos visto, por ejemplo, en civilizaciones antiguas como la egipcia, e incluso en las inscripciones más antiguas de cualquier religión. Pero, claro, es imposible ser eterno en el mundo físico. Una vez aceptado que no podemos vivir para siempre, como si fuera un premio de consolación, los humanos hemos buscado, a costa de todo, la longevidad. De hecho, ése es el objetivo central de la medicina: curar enfermedades para seguir viviendo. Cuando esto se comenzó a lograr y la expectativa de vida aumentó, surgieron muchas preguntas. ¿Y ahora qué? ¿Por qué estos años extra traen consigo tantas enfermedades? ¿Podemos luchar contra ellas? ¿Cómo? Para nuestra fortuna, los conceptos de longevidad y envejecimiento han atraído tantas investigaciones en los últimos años que ya reconocemos aquellos factores que interfieren con la longevidad y aceleran el envejecimiento, y otros que procuran la longevidad y enlentecen el envejecimiento. Longevo y viejo no son sinónimos, y la esperanza es que con la nueva información que arrojan las investigaciones todos podamos tomar las decisiones adecuadas que nos ayuden a vivir más tiempo y con más calidad. Esto implica cuestionar lo que ya conocemos para abrir espacio a nueva información y ponerla en práctica.

La longevidad se refiere a la cualidad de alcanzar cierta edad —generalmente se interpreta como una avanzada—. Eso es todo. Se puede estimar la longevidad de diversas especies: insectos que sólo viven horas, mariposas que viven semanas, humanos y otros mamíferos que pueden llegar a vivir más de 100 años. Al analizar especímenes sanos, se han identificado genes que influyen sobre su longevidad, como por ejemplo una familia de genes llamados sirtuinas, cuya función es proteger la integridad del ADN y darles más vida a las células. Por lo tanto, mientras mejores genes sirtuinas tengas, en teoría, más longevo serás. Sin embargo, la genética influye de forma mínima en la longevidad (entre un 5 y 35%), y por eso, al menos hoy, es imposible determinar qué tan longevo serás por medio de exámenes genéticos.

El envejecimiento, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), es la consecuencia del acúmulo de daños celulares y moleculares a lo largo del tiempo, que trae consigo el declive en las funciones físicas y mentales. Este proceso ocurre por partes, a diferentes edades y a velocidades distintas. Es posible, por ejemplo, lucir joven por fuera —por la postura, la piel, la masa muscular, el color del pelo—, pero experimentar un declive rápido en las funciones cognitivas como la atención, la memoria o la orientación. Por otro lado, puedes llegar a una edad avanzada y disfrutar de una gran lucidez, pero quizá las funciones de elasticidad en tu cuerpo se hallen en decadencia, lo cual te pondría en mayor riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares y lesiones musculares. Puedes ser joven en edad y haber envejecido ya en varias partes de tu cuerpo. Piensa en cuando un doctor le dice a su paciente de 30 años que tiene el hígado de una persona de 50 debido a la forma en que lo ha tratado. También es posible ser una persona longeva y apenas mostrar señales de envejecimiento. Esto último es a lo que aspiramos y debemos apuntar con nuestras acciones diarias.

El envejecimiento no está codificado en nuestro ADN; sin embargo, los daños que suceden como consecuencia de nuestro estilo

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