La vida antes de «La sustancia»: de cuando Demi Moore reinaba en Hollywood
En 1995, Demi Moore era la actriz mejor pagada de Hollywood; sin embargo, una serie de malas decisiones la colocaron en el centro de la diana de la crítica, quien la trató de manera feroz y despiadada, sobre todo a raíz de su participación en la celebérrima «Striptease». En ese punto comenzó un declive que se dilató durante casi dos décadas. En los últimos meses, sin embargo, su presencia en medios culturales, conversaciones (digitales o «analógicas») y todo tipo de chascarrillos ha pasado de (casi) cero a cien. ¿El motivo de este inesperado resurgir en pleno 2025? Su portentoso trabajo en la película «La sustancia», esa extraña colisión de «thriller» psicológico, comedia negra y sátira de ciencia ficción que le ha proporcionado los aplausos, halagos y reconocimientos que se le habían negado durante años. A propósito de este (merecido) pico de fama, en LENGUA publicamos un extracto de su autobiografía, «Inside Out. Mi historia» (Roca Editorial). En el texto que aquí sigue, la propia Moore viaja al año 1991, uno de los más exitosos de su carrera (gracias en buena medida a «Ghost»), para recordar el revuelo que provocó su presencia en la portada de «Vanity Fair» en agosto de aquel año: embarazada de siete meses, la actriz posó sin ropa para Annie Leibovitz para lograr una imagen tan icónica como polémica.
Por Demi Moore

Demi Moore circa 1990. Crédito: Paramount Pictures / Getty Images.
Y entonces Vanity Fair me ofreció ser la portada de su revista. Mi publicista y yo estábamos eufóricos y muy entusiasmados con la oferta: después del estreno de Ghost, había captado la atención y el interés de los medios de comunicación, pero aparecer en la portada de Vanity Fair era el sueño de cualquier actriz en aquellos tiempos. Annie Leibovitz y yo organizamos una sesión de fotos, pero el resultado no fue el esperado; había tenido que teñirme de rubia para Una bruja en Nueva York, y los editores de la revista dijeron que la mujer que aparecía en esas instantáneas no parecía yo, así que no pensaban publicarlas. Tuvimos que repetir la sesión.
Annie y yo teníamos un sinfín de compromisos, por lo que tardamos varios meses en encontrar una fecha para la sesión, lo que significa que mi embarazo había seguido adelante, igual que mi panza.
—Si voy a salir con este barrigón, quiero que las fotografías muestren una mujer embarazada que se siente atractiva y hermosa —le dije.
Me parecía ridículo y absurdo que, al menos en esa época, las embarazadas siempre se retratasen como mujeres sin atractivo sexual. La mayoría prefería disimular o incluso esconder su incipiente barriguita bajo prendas anchas y fluidas, en lugar de presumir de curvas tal y como se hace hoy en día. Sí, todos se alegraban cuando una amiga o una hermana anunciaba que se había quedado embarazada y, por supuesto, cuando nacía el bebé se celebraba una fi esta para darle la bienvenida a este mundo, pero entre una cosa y la otra no había nada, era un desierto estéril. Yo quería cambiar eso y hacer algo para realzar y embellecer el embarazo, en lugar de restarle importancia. Ese fue el tono que Annie y yo pretendíamos conseguir con esas instantáneas. De esa sesión salieron fotografías maravillosas, sensuales y provocativas. Cuidamos todos los detalles (peluquería, maquillaje, joyas) como si fuese un reportaje de moda en el que la modelo era una mujer embarazada de casi nueve meses. En una imagen llevaba un vestido de seda verde que se abría por la mitad y dejaba al descubierto mi tripa; en otra aparecía con un sujetador negro y unos tacones de aguja.
La fotografía que ocupó la portada de Vanity Fair en agosto de 1991, en la que aparecía muy desnuda y muy embarazada, era, en realidad, un retrato que Annie había tomado para después regalárnoslo a Bruce y a mí, a modo de recuerdo. Era una imagen sutil y conmovedora que nada tenía que ver con el glamour y la ostentación que creímos que la revista querría para sus páginas. Annie tomó esa fotografía al final de la sesión, cuando ya habíamos «terminado», o eso fue lo que pensamos. Esa instantánea, en la que me tapaba el pecho con un brazo y me abrazaba la barriga con el otro, se convirtió en una imagen icónica. Recuerdo decirle:
—Sería increíble que tuvieran el valor de utilizar esta para la portada.
Y, contra todo pronóstico, eso fue lo que hicieron.
Sin embargo, eso no fue lo único trascendental e inesperado que ocurrió durante mi segundo embarazo. Mi agente llamó para comunicarme que era una de las «candidatas» para un papel en Algunos hombres buenos, una película protagonizada por Jack Nicholson y Tom Cruise.
—Pero tendrás que hacer una prueba de casting —me advirtió—. ¿Estás dispuesta a eso?
Ambos sabíamos que el director, Rob Reiner, podría haberme dado el papel sin someterme a esa prueba, pues en ese punto de mi carrera ya había aparecido en muchas películas: Rob sabía cómo era en pantalla. Además, había alcanzado cierto nivel de éxito y fama. Cuando un actor ha protagonizado grandes películas, ya no se le exige que pase una prueba de casting. Sin embargo, nunca me había supuesto un problema ganarme un papel, ya que me ayudaba a apaciguar mi inseguridad y acallaba esa vocecita de mi cabeza que no dejaba de preguntarse: «¿Me merezco estar aquí? ¿Lo haré bien?».
Estaba embarazada de siete meses, es decir, enorme y andando como un pato, cuando acudí al estudio para leer, junto con Tom Cruise, los diálogos de la teniente coronel Joanne Galloway delante de Rob Reiner. Me sentía muy nerviosa: Rob era un director muy respetado, Aaron Sorkin había escrito un guion fantástico y tenía en un pedestal a Jack Nicholson y a Tom Cruise, con quien había coincidido cuatro años antes en la prueba para un papel en Top Gun: ídolos del aire. La prueba de cámara fue un desastre total y absoluto; estaba demasiado nerviosa y, al final, le dieron el papel a Kelly McGillis. Estaba decidida a hacerlo mejor esta vez. Y supongo que funcionó, pues poco después me ofrecieron el papel.
Lo primero que pensé fue: «Voy a tener que ponerme en forma muy rápido». En teoría, no había problema. El bebé nacería en agosto y los ensayos de Algunos hombres buenos arrancarían en septiembre. Era un poco justo, pero tendría un mes para recuperar la silueta después del parto.
Sabía que tenía que ponerme (y mantenerme) en plena forma durante el embarazo para poder bordar mi personaje, así que decidí contratar a un entrenador personal. Acabó instalándose en nuestra casa de invitados de Idaho junto con su familia; tenía un hijo de la misma edad que Rumer, y se pasaron todo el verano jugando juntos. Mi sobrino Nathan, el hijo mayor de George y DeAnna, ya había cumplido los trece y también vino a pasar el verano con nosotros, junto con Morgan, que se estaba labrando un futuro en el mundo de los efectos especiales después de haber cumplido como marine en la guerra del Golfo. Fue un mes en familia del que conservo un gran recuerdo, y eso que hacía ejercicio con mi entrenador cada día. Al principio, dábamos largos paseos, que más tarde se convirtieron en caminatas de varias horas por un terreno desigual. Después empezamos a ir en bicicleta por la montaña. Verme montada sobre una bicicleta debía de ser todo un espectáculo, pues tenía que abrir bastante las rodillas para que me cupiera la barriga.
Estábamos en un concierto solidario de Carole King la noche en que rompí aguas. Faltaba un mes para el parto. Fue una rotura parcial, pero los pies me quedaron empapados. Todo el mundo entró en pánico. El hospital estaba al lado de la sala de conciertos y el médico que estaba de guardia resultó ser tan maravilloso y amable como el que me había acompañado durante el parto de Rumer, en Kentucky. Había trabajado como voluntario en Sudamérica y en África,y había tenido que lidiar con muchísimas situaciones de emergencia como para saber que esta no era una de ellas.
—Creo que estás bien —dijo—. Puedes volver a casa. Muy pocos médicos me habrían permitido volver a casa, por miedo a una infección, pero él mantuvo la calma y la serenidad.
—Vigila la fiebre y, sobre todo, no te des un baño.
Me puse de parto dos días después, aunque las contracciones eran intermitentes. Acudí al hospital cuando se volvieron más fuertes y seguidas. Me acompañaron todos: Bruce, mi sobrino, mi hermano, Rumer, una niñera y una amiga de Hailey. Intenté acelerar el proceso, así que me puse a pedalear como una loca en la bicicleta estática que tenían en una sala; todo mi equipo de animadores se instaló en la sala de espera. Pidieron pizza y trajeron juegos de mesa para entretenerse. El médico opinaba que no rompería aguas sin un poco de ayuda (lo mismo había ocurrido con Rumer), y en cuanto él me echó un cable, me puse de parto.
Scout LaRue Willis nació el 20 de julio de 1991, tres semanas y media antes de lo esperado. Había leído Matar a un ruiseñor durante mi embarazo y elegí el nombre de su valiente y joven heroína para mi segunda hija.

Demi Moore, fotografiada por Annie Leibovitz para la portada del número de agosto de 1991 de Vanity Fair USA. Crédito: D. R.
La revista Vanity Fair llegó a los kioscos poco después de que Scout naciera. Hubo muchas críticas. Ese tremendo huracán me pilló desprevenida, pero no sorprendió en absoluto a la editora de la publicación, Tina Brown, que se había anticipado a la controversia que causaría el reportaje principal del mes y había encargado una funda blanca para meter la revista. Esa funda ocultaba mi cuerpo embarazado desde el cuello hasta abajo. Tan solo se veía mi cara, junto con el titular «More Demi Moore» (Más Demi Moore).
Pero incluso con la funda, muchos kioscos se negaron a vender la revista. La gente se volvió loca. Los más extremistas tacharon la publicación de pornografía asquerosa y me acusaron de ser una exhibicionista. También hubo quien vio esa portada como un avance liberador para las mujeres. Mi única intención con aquellas fotografías había sido demostrar que una mujer embarazada también puede ser hermosa y sofisticada, y que debíamos aprender a relacionar palabras como «sensual» y «madre», sobre todo teniendo en cuenta que solo a través del sexo puedes convertirte en madre. Nunca creí que estaba haciendo una declaración política, sino mostrando el embarazo tal y como yo lo había sentido y vivido, como algo precioso, natural y empoderador.
Recibí muchísimas cartas de mujeres que se describían a sí mismas como feministas y que me daban las gracias por sacar el embarazo del armario y mostrarlo como una parte espléndida y gloriosa de ser mujer. Sé que parece increíble, sobre todo ahora que no hay famosa que no muestre con gran orgullo su «barriguita de embarazada» en la portada de alguna revista, pero en ese momento fue revolucionario para muchísima gente y la reacción fue abrumadora, tanto de quienes lo criticaron como de quienes lo defendieron. Hoy en día, creo que me identifico mucho más con esa fotografía que con cualquier película que haya hecho. Es algo de lo que me siento muy orgullosa, pues realmente sirvió para cambiar ciertos prejuicios culturales, aunque esa nunca fuese mi intención. La American Society of Magazine Editors la eligió como la segunda mejor portada de los últimos cincuenta años. El primer puesto se lo llevó otra fotografía de Annie, en la que aparecía un John Lennon desnudo y acurrucado junto a una Yoko Ono vestida: la tomó cinco horas antes de que dispararan a Lennon.
En 2011, veinte años después de la famosa portada, el director de arte George Lois, encargado del diseño de aquellas portadas legendarias de la revista Esquire durante los sesenta (Muhammad Alí retratado como el mártir san Sebastián con varias flechas clavadas, Andy Warhol ahogándose en una lata de tomate de Campbell), publicó esto en la página web de Vanity Fair:
Una buena portada de revista sorprende, incluso desconcierta, y conecta con el lector en un nanosegundo. Bastaba un fugaz vistazo a la imagen de la fotógrafa Annie Leibovitz que protagonizó la edición de agosto de 1991 de Vanity Fair, en la que aparecía una famosa estrella del cine rebosante de vida y presumiendo con orgullo de su cuerpo, para darse cuenta de que marcaría un antes y un después en la cultura del momento. Por supuesto, también sirvió para que un sector de la población pusiese el grito en el cielo, como críticos estreñidos, suscriptores cascarrabias y lectores remirados y escrupulosos; tanto redactores como editores sabían que todos ellos contemplarían el cuerpo de una embarazada como algo «grotesco y obsceno». Esa fotografía, en la que Demi Moore se cubría el pecho con el brazo, sirvió para conceder, con suma elegancia y sofisticación, toda la atención e importancia a ese símbolo del empoderamiento femenino. Para mí fue una imagen valiente que apareció en la portada de una gran revista, una asombrosa obra de arte que transmitía un mensaje muy potente que desafiaba a la sociedad reprimida del momento.
Me siento muy orgullosa de haber contribuido a que las mujeres se acepten y se quieran tal y como son. Aporté mi granito de arena y resultó muy gratificante, sobre todo para alguien como yo, que se había pasado muchísimos años en guerra contra su propio cuerpo.

Junio de 1996. Bruce Willis y Demi Moore con sus hijas, Scout (en brazos de Willis) y Rumer, en el estreno de Striptease en el Teatro Ziegfeld de Nueva York. Crédito: Getty Images.
Ni en mis mejores sueños habría imaginado la repercusión que tendría esa portada. Sin embargo, el artículo que acompañaba las fotografías fue una auténtica pesadilla. El retrato de la portada, el de una mujer independiente y fuerte, nada tenía que ver con la devastadora descripción que habían escrito sobre mí. Me tacharon de egoísta, egocéntrica y consentida. Varias personas, todas anónimas, aseguraron que me habían dado el papel protagonista de Ghost porque «me había casado bien». Además, aseguraban que «ser la señora de Bruce Willis» se me había subido a la cabeza. También había quien se quejaba del «séquito» que llevaba a todas partes y quien aseguraba que, durante el rodaje de Una bruja en Nueva York, había impuesto «una larga lista de exigencias». Me dejaban como si fuese una diva rodeada de aduladores, entre ellos la canguro de Rumer. ¡Pero si todavía le daba el pecho! «¡Intentad rodar una película sin ninguna ayuda y con un bebé recién nacido en brazos!», quería gritarles. Nancy Collins, la periodista encargada de escribir el artículo, también aseguraba que «había exigido» que me pusieran una experta en temas paranormales solo para mí, cuando, en realidad, fueron los productores quienes contrataron a aquella vidente para que nos ayudara a todos. Durante la entrevista le dije a Collins:
—Es mucho más interesante describirme como una zorra que como una mujer amable, aunque no sea verdad.
Por desgracia, eso fue justo lo que hizo. Y me demostró que tenía razón.
Tal vez mi reacción ante la negatividad del artículo fuese un poco exagerada. Pero me hizo mucho daño. A partir de ese momento, todas las entrevistas se basaron única y exclusivamente en eso. Ese retrato tan distorsionado de mí (que me pintaba como una diva con aires de grandeza) me persiguió durante muchísimos años. Cada vez que alguien escribía un artículo sobre mí o acerca de la última película que había protagonizado, lo primero que hacía era leer la exclusiva de Vanity Fair para después basar la entrevista en todas esas falsedades que se habían escrito sobre mí. Todo aquello también tuvo un impacto negativo en mi carrera, aunque fue más sutil, pues introdujo en la industria cinematográfica la idea de que era una actriz «difícil».
En realidad, el artículo fue realmente dañino en todos los sentidos, aunque también supuso un golpe de realidad y un baño de humildad. Si estaba mostrando una imagen pública opuesta y contraria a cómo me veía a mí misma y a quién quería ser, entonces tenía que cambiar algo. Por otro lado, Collins sí dio en el clavo en algo. Recuerdo que este fragmento de la entrevista me afectó más de la cuenta:
Willis, que ha acusado a la prensa amarilla de intentar romper su matrimonio, entra en cólera cada vez que un periodista le pregunta sobre su relación, pues corren rumores de que no pasa por el mejor momento. Mientras la prensa sigue librando su batalla para relacionar a Willis con otras mujeres, Moore se muestra tranquila e impasible:
—¿Si me pongo celosa? Por supuesto. Pero él no hace nada para provocar esos celos, por lo que, si me siento así, es que algo ocurre en mi cabecita.
—¿Confía en su marido?
—¿Puedo confiar en alguien? —pregunta Moore después de un largo silencio—. Esa es la pregunta. A lo largo de mi vida, muchas personas me han dicho que debo confiar en la gente, y eso es lo que hago. Cierro los ojos y corro el riesgo. Pero, en el fondo, ¿confío en alguien plena y ciegamente?
Creo que no. Moore asegura que confía en su marido «seguramente más que en cualquier otra persona. Pero si existe alguien en quien confío, esa es mi hija».
Ginny empeoró todavía más las cosas, como solía hacer. Las revistas del corazón empezaron a publicar un sinfín de fotografías suyas desnuda. Necesitaba llamar la atención y estaba tan desesperada por conseguirlo que dejó que esas revistas de pacotilla la convencieran para que posara como Dios la trajo el mundo, imitando varias fotografías que yo había hecho para revistas, incluida la de la famosa portada de Vanity Fair. Fue lamentable.
—¡Te estás poniendo en evidencia! —le grité, pero fue inútil.
En su mente ilusoria y perturbada, creía que la gente que le ofrecía dinero a cambio de su intimidad eran sus amigos. Intenté explicarle por todos los medios que esos supuestos amigos estaban aprovechándose de ella, pero no quiso escucharme.
—Tú has ganado dinero posando en revistas —replicó—. Y no quieres que tu madre haga lo mismo.
Fue la gota que colmó el vaso. Sé que puede parecer extraño, sobre todo teniendo en cuenta las cosas tan horribles que había hecho durante mi infancia y mi adolescencia, pero su comportamiento respecto de la prensa amarilla me pareció imperdonable. Creo que fue porque me asusté, porque vi que esa fase de locura transitoria que estaba sufriendo mi madre podía hacer mucho daño a mis hijas. Y no estaba dispuesta a permitirlo. De haber estado sola, lo más seguro es que hubiera dejado que continuara su ciclo de traición y decepción ad infinitum. Pero mi familia era intocable, incluso para Ginny.
Rompí todo contacto con mi madre poco después de que Scout naciera. Parte de mi familia criticó la decisión, pero era lo más sano y sensato para mí, para mis hijas, e incluso también para Ginny. Todo el dinero que había dejado en clínicas de rehabilitación, todos los billetes de avión que le había comprado cada vez que me llamaba diciéndome que se sentía sola y desamparada… Aquello no había servido para nada. Todo lo que había hecho no la había ayudado, sino que más bien le había dado más alas para seguir arruinándome la vida. Perdí toda esperanza de que, algún día, se portara como una madre. Y decidí que no me responsabilizaría de ella nunca más. En definitiva, yo no era su madre.
No volví a dirigirle la palabra hasta ocho años después.
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